Se ha cumplido un mes del inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, en la que intervienen activamente las potencias de la OTAN (Estados Unidos y la Unión Europea), aunque por ahora de manera indirecta. En sentido estricto, el teatro de operaciones militares está acotado a Rusia, Ucrania –y secundariamente Bielorrusia–, aunque por involucrar a potencias nucleares, por su impacto en la economía y por las consecuencias a futuro, es una guerra de efectos globales. Con la prolongación del conflicto aumentan no solo los sufrimientos y la destrucción, sino también las amenazas de utilización de armas no convencionales (químicas y hasta nucleares) y el peligro de una escalada mayor. Las opiniones se dividen, aunque la mayoría de los analistas políticos y militares augura que difícilmente haya en el corto plazo un resultado categóricamente favorable a una de las partes, lo cual lleva incluso a que algunos pronostiquen que vamos a una guerra larga o la variante de una negociación donde nadie salga claro vencedor.
Como en todo conflicto bélico, la información es un arma de propaganda formidable, fundamental para lograr legitimidad para los actos de guerra y, en última instancia, traducir a la política los resultados del campo de batalla. La guerra de Rusia en Ucrania no escapa a esta regla general, por lo que la evaluación de la situación concreta es prácticamente una misión imposible.
No hay medida objetiva del balance militar ni de las bajas de ambos bandos. Komsomolskaya Pravda, un medio afín al Kremlin, citando como fuente al Ministerio de Defensa, informó que para el 20 de marzo habían muerto 9.861 soldados rusos en Ucrania, aunque minutos después de publicarla desmintió esa información. El Pentágono por su parte estimó las bajas rusas en alrededor de 7.000 soldados en el primer mes de la guerra. Mientras que Ucrania solo admite unos 1.200 soldados muertos, lo que resulta increíble incluso para los medios occidentales que militan en el bando del presidente ucraniano Volodimir Zelenski. Casi en una reacción especular, el gobierno ruso ha censurado todo medio opositor, ha prohibido utilizar la palabra “guerra” y castiga con la cárcel a quienes se movilizan o rechazan públicamente la reaccionaria invasión de Ucrania.
Si bien las operaciones mediáticas y de inteligencia orquestadas ya sea por los medios imperialistas occidentales o por el Kremlin, hacen todavía más densa la “niebla de la guerra”, el desarrollo de los acontecimientos permite hacer algunas inferencias sobre el estado de situación.
La hipótesis inicial que barajaban la mayoría de los analistas, según la cual el objetivo de Putin era lograr la capitulación del gobierno ucraniano con una blitzkreig (una “operación especial” como la definió Putin) basada en la enorme superioridad militar de Rusia, no se ha materializado y desde hace semanas la guerra está planteada en otro terreno.
Las explicaciones de este fracaso político-militar de Rusia son materia de debate y especulaciones. Dejando de lado las explicaciones psicológicas –los rasgos narcisistas, autoritarios y psicopáticos de Putin–, el consenso entre los principales analistas y asesores de los Estados imperialistas es que Putin ha cometido un error garrafal de cálculo estratégico: subestimó la capacidad de resistencia de Ucrania; sobreestimó la crisis de Estados Unidos (y de “Occidente”) basándose en el retiro caótico de Afganistán, la polarización política interna y la debilidad del gobierno de Biden; y sobrevaloró sus propias fortalezas, en particular la superioridad militar y la dependencia de Europa (Alemania) de la energía rusa.
A partir de esta percepción de la relación de fuerzas, los halcones neoconservadores del establishment norteamericano pujan por llevar la guerra a los extremos para imponer un “cambio de régimen” en Rusia. Este estado de ánimo exaltado parece haber llegado hasta el presidente Biden, que en su discurso en Varsovia afirmó que “Putin no puede permanecer en el poder”, para sorpresa de propios y extraños. En el otro extremo ideológico-estratégico, el sector “realista” del establishment presiona para negociar porque percibe que la prolongación del conflicto aumenta los riesgos de que ocurran “accidentes” que puedan dividir a los aliados occidentales.
En los últimos días se ha instalado con fuerza la idea de que se está entrando en un estancamiento peligroso, una situación sin vencedores ni vencidos, que no ofrece incentivos para aceptar una negociación e invita a acciones militares ofensivas más decisivas que puedan romper el impasse.
Descartada la hipótesis de una guerra rápida que permitiera conseguir objetivos máximos, los dos escenarios alternativos son esquemáticamente una “guerra de desgaste” o una “guerra de objetivos limitados”. O como parece ser el caso, una combinación de ambos.
Veamos los hechos. En un mes, Rusia solo ha conseguido tomar el control de la ciudad de Kherson. Mantiene ataques regulares contra Kharkiv y Kiev, lo que ha aumentado cualitativamente los horrores de la guerra –la destrucción de la infraestructura, las víctimas civiles y los refugiados y desplazados internos (3,6 y 10 millones respectivamente)– aunque sin lograr avances significativos. Putin se ha concentrado en bombardear sin piedad la ciudad de Mariupol, que tiene un doble valor estratégico: está en el camino entre el Donbass y Crimea, y es el principal puerto en el Mar de Azov por donde salen las exportaciones ucranianas de granos, minerales y otros bienes, por lo que tomarla significa estrangular la economía de Ucrania.
La perspectiva del estancamiento es ominosa, porque plantea una guerra de desgaste prolongada muy difícil de ganar, pero que a la vez eleva sensiblemente el costo de la derrota. Quizás ese escenario ruinoso sea lo que explique que Rusia replantee sus objetivos y que la guerra entre en una nueva fase, con foco en la región del Donbass.
La probabilidad de este escenario aumentó tras las declaraciones de Sergei Rudskoy, uno de los principales mandos rusos al frente de la operación, quien aseguró que la estrategia de Moscú nunca fue tomar el control de las grandes ciudades ucranianas, sino que los ataques sobre Kiev y otras concentraciones urbanas solo fueron maniobras de distracción para “liberar a las repúblicas de Donetsk y Lugansk”.
Si esto fuera así, el centro de gravedad del conflicto volvería a estar, como hace ocho años, en el este y sudeste de Ucrania. Esto quiere decir que se podría esperar una cruda ofensiva rusa para propinar una derrota estratégica en una región donde según los informes de inteligencia occidentales se concentraría alrededor de un cuarto de las tropas terrestres ucranianas, incluidos sus destacamentos mejor entrenados. Es decir, no sería en Kiev sino en el Donbass donde se definiría lo que Putin puede presentar internamente como un “equivalente” a un triunfo, y por lo tanto, lo que Rusia pretendería obtener en una eventual negociación.
Rusia parece estar bajo la doble presión del esfuerzo de guerra y de las duras sanciones económicas que le impusieron Estados Unidos y las potencias europeas. Zelenski por su parte se mantiene en el poder. El ejército ucraniano, modesto pero entrenado y pertrechado por la OTAN con armamento de última generación, dificulta más de lo esperado el avance ruso. Y aunque Estados Unidos y la UE no han disciplinado a todo el mundo –China intenta con dificultades mantener su posición ambigua, la India se abstuvo de condenar a Rusia en las Naciones Unidas y las petromonarquías del Golfo desoyeron los llamados de la Casa Blanca a aumentar la cuota petrolera para bajar el precio–, por ahora la OTAN logró una unidad de propósito en su cruzada contra Rusia. Sobre la base del sufrimiento del pueblo ucraniano bajo la invasión rusa, las potencias occidentales están ganando la batalla en la opinión pública a favor de las sanciones económicas (que como plantea N. Mulder en su libro reciente The Economic Weapon: The Rise of Sanctions as a Tool of Modern War, son un acto de guerra) y justifican el militarismo y el rearme imperialista.
En la última cumbre de emergencia, la OTAN reafirmó su política de expansión hacia Europa del Este, y anunció que va a reforzar la presencia militar en su flanco oriental –los países Bálticos, Rumania, Polonia y Bulgaria– aumentando de cuatro a ocho los grupos de combate multinacionales desde el Báltico al Mar Negro.
En la coyuntura, Estados Unidos es quien está capitalizando más esta situación asumiendo el liderazgo del frente único imperialista “anti Putin”. El presidente Joe Biden fue un actor central de las tres cumbres que se realizaron en Europa en la semana del 20 de marzo: la de la OTAN, la del G-7 y la de la Unión Europea. Un giro importante después del deterioro significativo de la alianza atlántica y las relaciones con los aliados europeos durante los años de la presidencia de Donald Trump. Una expresión gráfica de este giro es el aumento de las tropas de Estados Unidos en territorio europeo, que ya ascienden a 100.000, el número más alto desde el fin de la Guerra Fría. Como “bonus track” Biden se trajo del viaje a Europa un negocio importante con Alemania y otras potencias europeas que reemplazarán el gas ruso con gas natural licuado que le comprarán a Estados Unidos, a un precio considerablemente mayor.
En una muestra de exagerado optimismo imperialista, Biden le prometió a un selecto grupo de empresarios norteamericanos que en base a haber logrado la unidad “desde la OTAN hasta el Pacífico” contra Putin, e indirectamente contra China, está surgiendo un nuevo orden mundial que será liderado por Estados Unidos.
Pero a excepción de algunos trasnochados, como Francis Fukuyama que ven en la guerra de Ucrania (y la derrota de Rusia) una segunda oportunidad para el “fin de la historia”, la lectura de la situación internacional y sus perspectivas es bien distinta. Incluso el FMI compara el impacto de la guerra con un “terremoto”. Como plantea el economista marxista Michael Roberts, el conflicto entre Rusia y Ucrania (OTAN) está tensionando la economía internacional tras la breve recuperación de la pandemia, profundizando las presiones inflacionarias motorizadas por la suba de los precios de la energía, los alimentos y otras commodities. El riesgo de estanflación –inflación combinada con recesión– se ha vuelto una amenaza real. Y esto puede dar lugar a nuevos episodios de la lucha de clases, como vimos cuando en 2011 se desarrollaron los eventos de la llamada “Primavera árabe” ante el aumento de los precios de los alimentos en numerosos países.
La guerra en Ucrania ha abierto un panorama de crisis sin precedentes en las últimas décadas, lo más parecido a una “ruptura del equilibrio capitalista”, luego del espejismo de un mundo sin guerras entre las grandes potencias, creado por las décadas de la globalización neoliberal. En este marco, es necesario enfrentar esta guerra reaccionaria oponiéndose a la vez a la invasión rusa a Ucrania y a la política guerrerista de la OTAN, desde una perspectiva antiimperialista e internacionalista. |