www.laizquierdadiario.com / Ver online / Para suscribirte por correo hace click acá
La Izquierda Diario
12 de junio de 2022 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
La Cumbre de las Américas en la crisis de hegemonía de Estados Unidos
Santiago Montag | @salvadorsoler10
Omar Floyd
Link: https://www.laizquierdadiario.com/La-Cumbre-de-las-Americas-en-la-crisis-de-hegemonia-de-Estados-Unidos

Durante los días 6 al 10 de junio se realizó en Los Ángeles la IX Cumbre de las Américas. En esta instancia de alto nivel a escala continental se reunieron líderes de 34 países de América para debatir distintas problemáticas de interés general con el objetivo de cooperar para resolverlas. El espacio fundado por EE. UU. para desplegar su política imperialista de Norte a Sur se ha encontrado más con estas asimetrías, la fragmentación política y desequilibrios económicos espaciales que con la integración. Haremos un análisis geohistórico en este sentido, para luego intentar abordar la reconfiguración del escenario latinoamericano en relación a EE. UU. a partir de los nuevos gobiernos de centro y centro-izquierda.

América Latina una histórica posición estratégica

Una de las ideas más profundas a partir de las cuales los conquistadores protestantes de América del Norte fundaron la idiosincrasia norteamericana es un dogma teológico, el Destino Manifiesto: “Estados Unidos como fuerza del bien y como pueblo de Dios contra los enemigos de la humanidad”. Allí encontró su fundamento ideológico la expansión del capitalismo anglosajón hacia el oeste y la desposesión de los pueblos originarios norteamericanos. La Revolución de 1776 se inscribió en una lucha de la burguesía yanqui por romper el vínculo con la Corona Británica y crear una nación de hombres verdaderamente "libres por naturaleza" (esto excluía por supuesto a los esclavos y pueblos originarios). Un nuevo conflicto con Inglaterra [1] da lugar al surgimiento de la Doctrina Monroe de 1823, cuando John Quincy Adams reclamó: “América para los americanos” –o sea para los estadounidenses blancos–. A lo largo del siglo XIX Estados Unidos se expandió territorialmente a través de guerras –Francia (1798-1800) México (1836-1848) y España (1898)– y compra de territorios –Luisiana (1803), Florida (1819), Alaska (1867)–. También estuvo la guerra civil (1861-1865) entre dos modelos productivos donde la esclavitud era un freno para la expansión territorial del capitalismo norteamericano. En todo ese proceso, la inspiración puritana del “Destino Manifiesto” funcionó como motor ideológico del nacionalismo estadounidense en formación.

Entrado el siglo XX, será el territorio al sur del río Bravo el que se convertirá en objeto privilegiado del interés norteamericano. Según el geopolitólogo Nicholas Spykman, América Latina no podía ser integrada a los Estados Unidos, por sus enormes diferencias culturales y extensión territorial, pero resultaba vital evitar el surgimiento de una potencia sudamericana y asegurar el control del Caribe, que desde el punto de vista estratégico constituía el “vientre frágil” estadounidense. La guerra hispano-norteamericana (1898-1902) y la “Enmienda Platt” (1901), la secesión de Panamá (1903) y la construcción del Canal (1904), las invasiones a Haití (1915) y República Dominicana (1916), Nicaragua (1926) y Guatemala (1954) se inscriben en esa estrategia de defensa de su “espacio vital”.

Tras la Revolución Cubana (1959) y el fracaso de la invasión a Bahía de Cochinos (1961) Estados Unidos debió enfrentar la aparición de un aliado de la Unión Soviética en la región más sensible de su “patio trasero”. Acorde a los lineamientos estratégicos de George Kennan y su teoría de la “contención”, negoció un statu quo con la isla rebelde después de la crisis de los misiles (1962). E impulsó dictaduras a través del Plan Cóndor en toda América Latina para abortar los levantamientos obreros y populares que pudieran confluir con la Revolución cubana, colaborando también en la financiación de los Contras en El Salvador, Nicaragua y Guatemala.

Las últimas manifestaciones de esta política fueron las intervenciones militares en Granada (1983), Panamá (1989) y Haití (1994). De aquí en adelante, acorde al “momento unipolar” de su hegemonía, su herramienta económica será la promoción de un Acuerdo Comercial de escala continental bajo el modelo del NAFTA (1994) y desde el punto de vista político buscará fortalecer la OEA. Ambas dimensiones se combinan en la Cumbre de las Américas, –iniciada con la primera reunión en Miami en 1994– cuya importancia hoy es declinante conforme va perdiendo peso relativo Estados Unidos en la región.

La Cumbre de las Américas, una foto

Bill Clinton impulsó la primera Cumbre de las Américas en 1994 con sede en Miami con el objetivo de rediseñar las relaciones comerciales y políticas con América Latina y Canadá. Esta instancia, de máximo nivel multilateral a escala continental, nos ha brindado una foto de las relaciones entre los Estados latinoamericanos, y de estos con Estados Unidos.

Durante la primera Cumbre de Miami, Estados Unidos gozaba de una posición relativa favorable. Fue realizada inmediatamente después de que se puso en marcha el NAFTA con México y Canadá, en el contexto de expansión del capitalismo sobre una región que venía de una “década perdida” en los ‘80 (agotada por los bajos niveles de productividad que provocaban situaciones de inflación crónica y endeudamiento), había disponibilidad de capitales en el mercado financiero, condiciones óptimas de inversión para las empresas globales que desarrollaban amplios proyectos de expansión impulsadas por políticas de promoción basadas en la desregulación comercial y financiera, la implementación de políticas de ajuste y privatización, y la hegemonía ideológica del “pensamiento único” surgida del Consenso de Washington, dando lugar a una reestructuración de la matriz productiva latinoamericana de una dimensión inédita desde finales del siglo XIX.

Estos elementos generaron [2] las bases materiales para que las clases dominantes locales acepten e impulsen activamente el proceso de integración económica propuesta por la aquel entonces “potencia unipolar” no solo como la mejor, sino como la única opción posible para adecuar sus espacios de acumulación a la dinámica global.

La concentración económica, financiarización y deslocalización de la producción ocurridas luego de la crisis de los ‘70 tuvieron un gran impacto dentro de los Estados Unidos. La aparición de nuevos sectores económicos (tecnología) y el fortalecimiento de otros (finanzas) dieron lugar a fuertes grietas al interior de la clase dominante estadounidense, entre, por un lado, los que requerían ampliar su escala y aumentar el ritmo de la integración económica mundial y la deslocalización productiva –globalistas– y, por el otro, quienes dependían de un modelo productivo basado en la defensa de la industria local y el control del petróleo y recursos estratégicos como fundamento de la política exterior –nacionalistas o americanistas–. Si bien la intensidad de la polarización ha ido variando, y sus objetivos no necesariamente son contradictorios, las presidencias de Bush (2001-2009), Obama (2009-2017), Trump (2017-2021) y la de Biden (2021) reflejaron notorios zig zags en las políticas de Washington, y una clara pérdida de interés en América Latina como espacio geopolítico que se fue expresando de distintas maneras en las distintas Cumbres. 

El cambio del centro de gravedad de la política norteamericana post 2001, las sucesivas crisis de la economía global –Tequila 1994, Crisis asiática 1997, Crisis rusa 1998, Punto Com 1999, Argentina y Turquía 2001– hicieron perder la confianza en el proceso de expansión económico basado en las premisas del Consenso de Washington y provocaron profundas crisis políticas desatadas por movilizaciones de masas que desde un primer momento combatieron la “ofensiva neoliberal” (Chiapas, 1994) y hacia finales del siglo XX y principios del XXI generaron la caída de regímenes tan sólidos como el del “Punto Fijo” en Venezuela (1998), el consenso en torno a la “convertibilidad” en Argentina (2002), la “guerra del agua” (2000) y la “guerra del gas” (2003) que voltearon a Sánchez de Lozada en Bolivia, las sucesivas caídas de Bucaram (1997), Mahuad (2000) y Lucio Gutiérrez (2005) en Ecuador por la masiva movilización popular –que sin embargo no logró revertir la dolarización de su economía– también son elementos a tener en cuenta para explicar los cambios en las relaciones de fuerza que permitieron la emergencia de los gobiernos “post neoliberales” y el progresivo “enfriamiento” de las relaciones con los Estados Unidos. La emergencia de los “gobiernos post neoliberales” (que más que un proyecto articulado fueron una reedición del tradicional “nacionalismo latinoamericano” adecuado a las circunstancias de cada país) iba de la mano con la intención de aumentar el margen de maniobra de los Estados para mejorar su posición relativa apoyados en un ciclo de valorización de las commodities.

Países como México y Colombia, que no siguieron esta dinámica y aumentaron su alineamiento con los Estados Unidos, centraron la continuidad de su alianza en base a la promoción de políticas de seguridad enmarcadas en una supuesta “guerra contra las drogas” (la versión latinoamericana de la “guerra contra el terrorismo”) cuyo ejemplo más conocido fue el Plan Colombia.

Esto implicó la militarización de parte de su territorio, aumento del gasto militar y un incremento sustancial del volumen de ingresos generados por una economía ilegal basada en la trata, el tráfico de armas y estupefacientes, con el consecuente crecimiento de la violencia, la corrupción, crimen organizado y las migraciones forzadas a partir del desplazamiento indígena por el despojo de tierras para ampliar la zona cultivable de hoja de coca. Esta política fue en detrimento de la búsqueda de generar las condiciones para un mercado común de escala continental. Por eso esta perspectiva se fue volviendo inviable hacia la Cumbre de Mar del Plata de 2005, que frustró definitivamente el ya agonizante proyecto del ALCA. Un momento en el que se vieron las tensiones entre la emergencia de gobiernos post-neoliberales y “populistas” que adquirieron una mejoría en su relación de fuerzas respecto al imperialismo.

Esto no significó una ruptura con Estados Unidos ni mucho menos: por ejemplo, el argentino Néstor Kirchner en 2007 se alineó en temas de terrorismo internacional con EE. UU. e Israel contra la República Islámica de Irán. Mientras tanto, las plazas financieras tradicionales y organismos internacionales como el FMI continuaron siendo la fuente de financiamiento privilegiada para la mayoría de los países. Otros usaron los superávits extraordinarios de su balanza de pagos para pagar la deuda con el FMI y comprar industrias estratégicas a precio inflado (Argentina) o formar alianzas geopolíticas a partir de la exportación a gran escala de combustible a precio subsidiado (Venezuela). Sin embargo, en todos los casos la matriz productiva exportadora de materias primas se consolidó, y tampoco se construyó una institucionalidad internacional alternativa [3]. Este intento de ganar autonomía relativa, a base del aumento de los precios de las commodities, se extinguió una vez agotado ese contexto por carecer de fundamentos políticos y materiales sólidos. Sin embargo, estos límites no implicaron una "vuelta atrás" que devolviera la hegemonía al proyecto regional norteamericano, en gran medida porque las prioridades estadounidenses se situaron en otros escenarios globales: Asia Pacífico y Medio Oriente.
La llegada de Obama a la presidencia de Estados Unidos (2008-2016) dio un giro hacia el neo-realismo [4] como vector de la política internacional (esto es, reconocer la existencia de varios polos de poder, cuyo centralidad es contener y equilibrar fuerzas, a través de la cooperación multilateral, frente a Eurasia). Esto implicó postergar el sueño de hegemonía unilateral para replegarse hacia una lógica multilateral que generara beneficios mutuos con sus socios sobre la base de acuerdos puntuales. Con América Latina, adoptó una línea de “Buen Vecino”, orientación que desembocó sobre el final del mandato de Obama en el descongelamiento histórico de las relaciones diplomáticas con Cuba –como parte de la tendencia a la restauración capitalista en la isla–, que fue invitada a las cumbres de Panamá en 2015 y Perú en 2018. También avanzó en la pacificación de la selva colombiana en las conversaciones con las FARC, asestando una derrota histórica a la guerrilla.

Donald Trump revirtió esta política y durante los años de su gobierno (2016-2020) ejerció el poder en forma más aislacionista, centrado exclusivamente en el interés nacional norteamericano (“America First”) y literalmente levantó un muro en la frontera sur, dejando a un lado la región allende el río Bravo. Este viraje hacia una línea “americanista” y “nacionalista” de rechazo al multilateralismo tuvo como corolario su “faltazo” a la cumbre en la Cumbre de Lima 2018. Este se daba en un contexto regional atravesado por los escándalos de corrupción a partir del Lava Jato, Odebrecht, los Panamá Papers y Cambridge Analytica, que salpicaron a varios países y expresaron el deterioro de los gobiernos post neoliberales, acosados por su propia justicia. Una herramienta que operaba abiertamente para deteriorar las estructuras políticas locales y facilitar la imposición de condiciones favorables a la acumulación global de capital, desmantelando las trabas políticas e institucionales en las que se basaba la “autonomía relativa” construida en la década anterior. Además, profundizó la política anti-inmigración con el plan conocido como “Quédate en México”, cristalizando un vínculo con el sur alrededor de este “combate contra el inmigrante”, y logro poner al mando del BID a un estadounidense, rompiendo con la tradición de que el presidente fuera un latinoamericano.
En esos años, América Latina reflejó un nuevo statu quo a partir de una ola de gobiernos más a la derecha (Bolsonaro, Macri, Piñera) que fueron una consecuencia (o profundización) del agotamiento de más de una década de gobiernos progresistas (o pos-neoliberales). Estos habían comenzado ajustes estructurales luego de la finalización de los ciclos de valorización de materias primas, como consecuencia de la larga recesión mundial comenzada en 2008 que entraba a impactar a China, el principal comprador de commodities y contratendencia económica global en esos años.

Biden asume con la idea de revalorizar las instituciones multilaterales haciendo una ruptura pero manteniendo varias continuidades con respecto a la era Trump. De esa manera, volvió a darle importancia a América Latina y el Caribe como espacio de influencia vital, y a partir de la relación de fuerzas establecida por Trump fue flexibilizando algunas de las políticas más duras en relación a la migración principalmente. Han pasado dos años de pandemia de covid-19, crisis migratoria y problemas económicos estructurales históricamente irresueltos, a los que se suman la fragmentación política y la tendencia de la vuelta de gobiernos populistas. Estos están, a su vez, muy fragmentados entre sí, con liberales progresistas (Boric, Fernández), populistas agrupados en el ALBA (Arce, Maduro, Ortega) y nuevos progresismos apoyados en recientes procesos de movilización popular (Boric) o que llegaron al poder tras la caída de estructuras políticas totalmente corrompidas (AMLO, Xiomara Castro). Incluso la profundidad de "la grieta" norteamericana abrió una brecha con los gobiernos populistas de derecha como Bolsonaro o Bukele (presidente de El Salvador, cuya economía está dolarizada) que sin dejar de estar alineados en la dimensión estratégica -integración económica, represión a la migración, cesión de soberanía para la represión al terrorismo y el delito organizado-, a partir de la asunción de Biden mantienen una relación mucho más tensa con Estados Unidos, por lo menos a nivel discursivo. 

También es relevante que desde los años 2017-2018, en algunos casos antes, hubo notables problemas en la balanza de pagos de numerosos países latinoamericanos. Esto forzó a un alineamiento más directo con Washington que mantiene poder de veto en organismos como el FMI, a pesar de las demostraciones de desdén de Donald Trump hacia la región, que en lo esencial se mantiene en la era Biden, durante la cual es notable que el grueso de la política hacia América Latina se implementa en forma unilateral a través de herramientas como la FED, la OEA - que a través de su Secretario General Luis Almagro impulsó el golpe de estado contra Evo Morales en 2019, el cual llevó al poder a Jeanine Añez, hoy condenada a diez años de prisión por la justicia boliviana- y el Comando Sur, plenamente bajo su control. Se le suma una ofensiva ideológica de un liberalismo extremo y mediático (Axel Kaiser, Gloria Álvarez, Javier Milei) que sitúa el problema del "atraso latinoamericano" en el exceso de “justicia social” financiada por “impuestos”.

El marco estratégico de la década de 2020

Trump llevó las relaciones políticas con América Latina al mínimo histórico a través de una marcada orientación “nacionalista” que lo alejó de las instancias multilaterales (ONU, OEA, OIT, OMS). Joe Biden, quien acompañó a Obama como vicepresidente, intentará un nuevo giro respecto a esto. El actual presidente es un representante de la burguesía más global y del multilateralismo unipolar en la política internacional. Llegó a la Casa Blanca con el plan de restaurar la hegemonía de los Estados Unidos a nivel mundial, para lo cual resulta clave “ordenar la situación” en su patio trasero.

Sin embargo, la crisis de hegemonía norteamericana proviene del deterioro del modo de acumulación que propuso Estados Unidos como salida a la crisis de la década de 1970, el cual tuvo su “época de oro” tras la caída del muro de Berlín (1989) y la disolución de la URSS (1991). Las crisis del 2008 y el 2020 generaron un aumento de la importancia relativa de potencias emergentes como China, con la que tiene una economía profundamente complementaria. No obstante, el país asiático tiene grandes ambiciones en América Latina. Esas crisis también generaron un cuestionamiento generalizado al modelo de desregulación comercial y financiera que, si bien tuvo beneficios para las burguesías latinoamericanas en la década del ‘90, también generó profundos desequilibrios que ocasionaron la inestabilidad política crónica y un auge de los discursos anti norteamericanos en algunos países.

Los objetivos de Washington en la IX Cumbre son imponer una agenda internacional acorde a los intereses actuales del imperialismo norteamericano. Por un lado, el involucramiento en el apoyo a Ucrania en la guerra con Rusia, esta última una potencia con la cual una buena cantidad de países latinoamericanos mantienen relaciones estrechas. Por esta razón, necesita reorientar los apoyos al menos de los principales Estados como México o Brasil, que no han condenado claramente la invasión de Rusia. Por ahora, la invasión rusa a Ucrania permitió a Estados Unidos hacer efectivo un "alineamiento automático" de las potencias europeas con sus intereses -hasta cierto punto en contra de sí mismas, por lo menos en el aspecto energético y en el gasto militar- y fortalecer bajo su liderazgo a la, hasta hace poco, declinante y dividida OTAN.

Biden tuvo serias dificultades para concretar la Cumbre. No ya para alcanzar sus metas regionales, sino para evitar un fracaso rotundo que afecte sus objetivos estratégicos y reduzca su margen de acción como la potencia hegemónica del continente. Para evitar un escenario bochornoso, EE. UU. envió como delegado el ex senador demócrata Christopher Dodd a una febril gira de reuniones con los líderes latinoamericanos, donde intercambió la asistencia a la cumbre por reuniones bilaterales con Biden, lo cual expone la sorprendente improvisación de la política norteamericana hacia su “patio trasero”.

Las expectativas chocaron con la relación de fuerzas establecida en el continente y las aspiraciones de algunos países de ampliar su margen de autonomía, a pesar de que están en un proceso de retroceso relativo de cierta coordinación que tuvieron entre sí durante la primera década del siglo XXI. Aunque haya un aumento de los precios de algunas materias primas que dejen planteado la recreación de viejos proyectos políticos, ya no hay margen para establecer ningún bloque estable. Los acuerdos regionales que existen -Mercosur, Comunidad Andina, Caricom, ALBA- están sumamente fragmentados, y los ingresos provenientes del alto precio de las commodities ya no son suficientes para pensar en un potencial “Desarrollo regional” –idea que estuvo detrás de iniciativas como la UNASUR y la CELAC– en función del cual se articulen políticas comunes.

Todos los países están involucrados en el proceso de cambio del centro de gravedad de la economía mundial del Atlántico al Pacífico, y la emergencia de China como potencia económica con aspiraciones a convertirse en el principal inversor, comprador de materias primas y exportador de bienes manufacturados de toda América. Esto se expresa en el acelerado aumento desde 2005 hasta 2020 de los volúmenes de intercambio comercial, alcanzando los 450,000 millones de dólares, planeando aumentar a 500 mil millones para 2025. Además, unos 20 países del continente han accedido a formar parte de la Nueva Ruta de la Seda esperando obras de infraestructura y desarrollo por 250,000 millones (Brasil es el principal país que recibe inversiones de China en infraestructura) [5].

Pero, más que a la propia iniciativa de China, esto está más asociado a la debilidad estructural de la hegemonía de Estados Unidos y sus dificultades de presentar proyectos concretos de largo plazo en la región. En relación a esto, el objetivo coyuntural de Biden es, centralmente, limitar la influencia de Pekín en el Hemisferio Occidental.

Aunque Estados Unidos sigue encabezando la Inversión Extranjera Directa, la relación comercial de Latinoamérica con China (que viene creciendo en ese sentido) resta influencia a los EE. UU. como factor de poder regional, independientemente de las políticas coyunturales a la que adhiera cada uno de los países latinoamericanos. Además, EE. UU. no cuenta con planes de desarrollo económico equivalentes o superiores a los de la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China (conocida por su sigla en inglés, BRI) más allá del Back to the Americas (para traer nuevamente inversiones desde el sudeste asiático) o el Build Back Better World (B3W), que intentaría sustituir a la BRI pero con una perspectiva “verde”, aunque sin plazos ni promesas concretas. En este sentido, la política de EE. UU. hacia América Latina concretamente parece mantener una continuidad en el control militar desde la reactivación de la IV Flota en 2018 por Trump, que acompaña a las 76 bases militares en el continente. Es decir, una política que está prácticamente restringida al dominio y control militar sobre la región para contener o limitar a China y a la creciente migración, así como “combatir” al narcotráfico.

Reconfiguración del escenario latinoamericano

La Cumbre de Los Ángeles vuelve a encontrar gobiernos "populistas" a la cabeza de los países de América Latina. Pero, a diferencia de aquellos que asumieron con proyectos más radicales por ser producto de rebeliones populares, esta llamada nueva oleada es mucho más moderada en su discurso y su política. Algunos de ellos hicieron un llamado al boicot, con México a la cabeza, por la exclusión de Nicaragua, Venezuela y Cuba. Muchos de estos gobiernos son producto del fracaso mismo de sus antecesores conservadores entre el 2016 y 2019 (Argentina, potencialmente Brasil si gana Lula este año, según proyectan las encuestas), o llegaron al poder luego de revueltas populares como en Chile, Perú (y potencialmente Colombia si se confirma la victoria de Petro en la segunda vuelta), o tras largos procesos contra la corrupción estatal y expectativas de fuertes cambios como en México.

Está por verse si Estados Unidos podrá surfear esta nueva oleada de gobiernos llamados progresistas, que llega en una situación de mayor inestabilidad, polarización y fragmentación política regional profundizadas por el golpe que significó la pandemia. Vienen con proyectos de autonomía relativa pero sin planes de romper lazos con la principal potencia histórica. Como vemos en las contradicciones que hay donde, a derecha, Bolsonaro participó solo después de muchas dudas y para hacer un discurso electoral; al centro, Alberto Fernández, que en su discurso puso el acento en los países ausentes; y a izquierda, AMLO, quien no participó de la cumbre. Pero esto no significa para nada una ruptura o un enfrentamiento abierto al líder del norte.

La guerra en Ucrania tendrá consecuencias a largo plazo sobre el mundo. Ya se están observando aumentos en los precios de los hidrocarburos y alimentos que consolidan las tendencias inflacionarias a escala mundial, no solo en los países más vulnerables sino en las principales potencias (como la histórica suba al 8.6% de inflación en EE. UU.). Los gobiernos de América Latina esperan una mejora en la entrada de divisas que ayude a paliar las crisis actuales. Pero, a diferencia del ciclo anterior de 2003 a 2011 de elevados precios de las commodities, en esta ocasión se espera una fuerte recesión en EE. UU. para 2024, mientras que anuncian un crecimiento para América Latina alrededor del 1%, al tiempo que China no está funcionando como contratendencia a los niveles que en el pasado supo desplegar, sino que también se anuncia una recesión allí.

Los desequilibrios característicos de las economías latinoamericanas desiguales anuncian, como en el pasado, próximas crisis de inflación o balanza de pagos debido a una "fuga de capitales" estructural asociada a un movimiento de estos hacia activos de mayor rentabilidad y menor riesgo (fly to quality). Estos, a partir del aumento de las tasas de interés de la FED, se sitúan dentro del ámbito de acumulación directamente controlado por la economía norteamericana, absorbiendo el grueso de los “ingresos extraordinarios” generados por los precios récords de las commodities –que, no olvidemos, cotizan internacionalmente en las bolsas de Chicago (granos) y Toronto (minería)–. Esto provoca que los países latinoamericanos –dado su carácter periférico y su productividad relativamente baja en términos mundiales– no puedan retener dentro de sus propios ámbitos de acumulación el grueso del ingreso generado por los términos de intercambio favorables, aumentando en forma generalizada las presiones para implementar ajustes fiscales y reformas pro mercado para no acumular déficit fiscal a largo plazo. Esta dinámica da cuenta del carácter "degradado" que pueden asumir los márgenes de autonomía que tratan de aprovechar los países latinoamericanos en esta etapa histórica. En distintos países de Europa se están dando fuertes huelgas con estas tendencias, mientras que en América Latina los gobiernos que asumieron como "desvío" de las revueltas populares en el continente aún no se han consolidado en el poder. Esta situación se inserta como parte de las tendencias a las rupturas del equilibrio capitalista, donde la irrupción de la clase obrera será un factor que cobrará una relevancia cada vez mayor.

America Latina, si bien ha perdido importancia relativa para EE. UU., sigue siendo un espacio vital estratégico para su pelea por sostener la supremacía hegemónica mundial, que hoy está en crisis. Es necesario para Estados Unidos demostrar dominación en su zona de influencia histórica para mantener despliegue militar, superioridad tecnológica y la centralidad de Wall Street como plaza financiera global junto al dólar como moneda de acumulación mundial.

 
Izquierda Diario
Seguinos en las redes
/ izquierdadiario
@izquierdadiario
Suscribite por Whatsapp
/(011) 2340 9864
[email protected]
www.laizquierdadiario.com / Para suscribirte por correo, hace click acá