La decisión del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de prohibir el uso del lenguaje inclusivo en las escuelas del distrito no solo da cuenta del brutal desconocimiento de la naturaleza de la lengua y del lugar que ocupa en los procesos de aprendizaje –ignorancia tan incomprensible para alguien que dirige un Ministerio de Educación que vuelve más factible la hipótesis del cinismo–, sino que con esa prohibitiva decisión delata una nueva avanzada profundamente autoritaria oculta detrás de un discurso –que nunca fue muy– liberal, pero que cuando no le enfocan las cámaras cambia el “la transformación no para” por la “conformidad con las reglas del idioma español, sus normas gramaticales y los lineamientos oficiales para su enseñanza” [1]. Sin embargo,
… a quienes no espanta el porvenir se atreven a gustar con plenitud de gozo el denso brebaje de [la] historia [...]. Pues no hay estructura tan extraña ni coyuntura tan remota que la inteligencia [humana] no nos permita penetrar, cuando ésta se arma (y si nosotr[e]s nos armamos) de simpatía por [la humanidad] [2].
Si quienes quieren hacer del mundo un lugar más vivible se arman primero para comprenderlo, quienes defienden con uñas y dientes sus posiciones privilegiadas se encargan de negar la posibilidad de conocerlo, reaccionando contra lo que de hecho viene extendiéndose hace más de una década entre diversas comunidades de hablantes de Europa y América [3]. Cuestionar lo que se enseña se convierte entonces en una ética del aprendizaje.
La lengua tiene historia
El análisis del carácter dominante de ciertas lenguas y sus formas por sobre otras en la modernidad no puede desvincularse de la cuestión de los nacionalismos, de las disputas por su definición y de su carácter dominante o subordinado, en tanto aquellas fueron ubicada en el centro de estos al constituirse como la mayor empresa constructora de identidades colectivas del mundo burgués. A lo largo del siglo XIX, en tanto las clases dominantes jerarquizaban e imponían ciertas identidades para crear la nación (los paradigmáticos casos de Italia y Alemania como dominación de las burguesías locales de Piamonte y Prusia respectivamente), al mismo tiempo creaban el nacionalismo como paradigma ideológico del Estado para consolidar la unidad nacional; unidad que encontraba en la lengua una de sus herramientas más potentes de construcción identitaria [4]. Ese doble proceso de creación de la nación y de su creencia (y luego culto), estableció su origen en un pasado tan remoto que, en tanto que remoto, facilitaba la tarea de fundamentarse como mito. Dicha construcción tuvo a la Edad Media como su principal protagonista: el mito se inventa tanto como se descubre.
Entre las determinaciones del mundo moderno que tienen su origen en el seno del feudalismo se encuentra también el de las lenguas europeas que luego se impusieron en América. Las llamadas lenguas romances [5] no aparecieron originariamente hacia el año 1000, pero sí fue el enriquecimiento material de las clases feudales y la consolidación de la dominación de las aristocracias lo que comenzó a generar un cada vez más prolífico registro escrito que empezaba a dejar de lado el latín heredado del mundo antiguo. La operación nacionalista del Estado en el siglo XIX se montaría sobre este fenómeno para situar allí la “época dorada” de una supuesta identidad nacional con varios siglos de historia, y en particular tomaría un conjunto específico de textos cuyo origen se ubicaba en ese contexto medieval. Se trata de la llamada “literatura fundacional de la lengua” asignada por los intelectuales del siglo XIX a distintas identidades, que los Estados elevaron a formas nacionales dominantes por sobre diversas existentes: la Chanson de Roland para los franceses, los Nibelungenlied para una Alemania inventada entre 1820 y 1871, la tardía Divina Commedia para el italiano, los Canterbury Tales como primer registro literario del inglés y el renombrado Poema de Mio Cid como punta de lanza castellana de la empresa hispanista. Este último caso sirve para abrir la reflexión más que sobre el carácter cambiante de la lengua a raíz de sus usos, sobre el cambio que supone la imposición de una forma de uso y su elevación al carácter de forma eterna e inmutable.
Para nuestro castellano rioplatense –eso nos enseñaron en las escuelas hoy atacadas–, el Poema de Mío Cid constituye el gran punto de partida; el primer texto castellano que le da un origen casi suprahistórico a nuestra lengua y cultura. Sin embargo, al acercarnos al texto nos encontramos con una lengua que dista mucho de aquella que hoy prevalece. Al comenzar el relato del héroe entrando a la villa de Burgos, dice:
exienlo ver mugieres e varones,
burgeses e burgesas por las finiestras son,
plorando de los ojos, tanto avién el dolor,
de las sus bocas todos dizían una razón:
¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor! [6]
Además de las múltiples diferencias que encontramos con nuestro uso actual –lo cual no impide su comprensión, aunque sí invita a la discusión que esa diferencia supone (atributo clave del aprendizaje en una clase, cualquiera sea el nivel educativo, aunque esto se le escape a la ministra)–, resalta evidentemente la distinción entre mujeres y varones, y habiendo dicho esto, no se priva de distinguir entre géneros cuando se refiere a les burgueses. Las formas españolas –hoy adoradas– para referirse a los géneros sexuados no fueron siempre así, y no hace falta recurrir al latín para descubrir que el castellano tiene historia.
La documentación castellana bajomedieval se encuentra poblada de este tipo de distinciones, que no solo nos permiten pensar qué sujetos concretos describen los documentos sino sobre todo de qué formas existían los géneros sexuados, así como sus relaciones con distintos ámbitos de la vida social como el trabajo, la política o la vida cotidiana. Las ordenanzas municipales distinguen entre quienes trabajaban los campos a “mozos e mozas”; cuando el oficio era compartido entre “pescaderas e pescaderos” o “carniceras e carniceros” también lo aclaraban, así como cuando la herencia de una viuda era repartida entre sus “fijos e fijas”. Lejos de idealizar esta sociedad tal como lo hiciera el nacionalismo romántico decimonónico, lo que permitió elevarla a categoría de mito, el simple contraste entre formas pasadas y presentes permite desnaturalizar la relación entre género sexuado y lenguaje, e inscribir dicha relación en condiciones históricas determinadas, tanto aquellas que son objeto de análisis como las que configuran puntos de partida de problemas de conocimiento y de disputas de sentido. Las desigualdades de género, junto con la violencia y el disciplinamiento que implicaba reproducirlas, no eran en absoluto ajenas a la sociedad feudal [7], pero eso no se traducía en la imposición de un masculino genérico en la lengua escrita al referirse a los géneros sexuados, sino que las marcas de género tenían un sentido práctico y muy descriptivo: ser lo más preciso en la adopción de medidas, como sucede en las ordenanzas, y no dejar lugar a dudas de a qué sujeto real se interpelaba. La consolidación de la modernidad burguesa, con la reducción y la vigilancia de los espacios femeninos y con la universalización del sujeto masculino como sujeto de derecho [8], encuentra su compatibilidad en una lengua española que oculta detrás del masculino las múltiple formas del género sexuado.
El diccionario de Nebrija constituyó tradicionalmente el hito que marcaba el comienzo de la homogeneización de la lengua castellana con el desarrollo del humanismo en la Península Ibérica. Recientemente se ha encontrado un caso anterior de vocabulario [9] que “destrona” a Nebrija como padre de la lengua y permite pensar un proceso de despliegue de diversas intenciones de registrar las formas léxicas, que no implicaba –y sería muy difícil de imaginar– su aplicación normativa inmediata en las condiciones del siglo XV [10]. Aun las ordenanzas de villas del siglo XVII, como las de Mombeltrán, seguían refiriéndose a los “mozos e mozas” que trabajan la tierra. Sin embargo, la centralización política bajomedieval, la subordinación de las universidades bajo distintos poderes feudales y el desarrollo del conocimiento filológico y técnico junto con la edición e impresión de textos permiten comprender esos nuevos desarrollos del conocimiento léxico, cuyo carácter normalizador, que terminó agilizando el uso, supuso que ciertas instituciones comenzaran a prescribir el correcto castellano. Los inicios de esta construcción de poder que define los usos de la lengua coinciden con el proyecto centralizador de los Reyes Católicos para con los reinos peninsulares y sus identidades; fenómeno que continúa transmutado –en una escala de colonización si no global, por lo menos macroregional– en la actualidad. Cuando en 1713 se crea la Real Academia Española, al viejo romance y a las contribuciones árabes se sumó definitivamente la influencia americana.
El naciente capitalismo –no podía ser de otra manera– encontró en su propio desarrollo histórico a fines del siglo XVIII y principios del XIX esas sólidas formas políticas existentes que, consolidadas durante siglos, no podía eludir, pero sí dirigir y sobre todo transformar para que se adaptaran bajo sus condiciones y sirviera a sus necesidades. Las instituciones estatales que reglamentaban las lenguas encontraron un punto de apoyo y extensión (sobre todo en la aplicación de sus normas) en el desarrollo –nunca antes visto– del sistema educativo, que en el mundo occidental supuso la escolarización temprana con aspiraciones universales, entre otros. Mantener la dominación implicó una respuesta cada vez más brutal: de la política centralista castellana (ahora española) de Madrid sobre gallegxs, andalucxs, catalanxs y vascxs, a la purga franquista de docentes librepensadores, hasta el hispanismo presente en la última dictadura militar argentina, impulsado por una cipaya clase dominante que contradictoriamente negaba los orígenes revolucionarios que alimentaban su mito independentista. Hizo falta reverenciarlo como “querido rey” [11], para luego reemplazarlo en su colonialista tarea.
La lengua también hace la historia
Entre las directrices estatales y quienes enseñan y aprenden sigue existiendo un espacio donde se disputan la soberanía sobre las prácticas que se desarrollan y los sentidos de las representaciones que se (nos) dan(mos). Cómo hablamos, cómo escribimos y cómo nos nombramos, lejos de constituir un mero problema formal, condensa la cuestión de qué entendemos y qué cosas situamos detrás de las palabras que decimos; ahí también hay historia. Tal vez, les jóvenes y les docentes defendiendo la libertad de hablar como quieran, y sobre todo, la libertad de enseñar y aprender lo que gusten –o mejor, necesiten–, estén cuestionando mucho más que una coordinación gramatical para nombrar sus identidades [12]. Tal vez, mientras hacen eso, estén preguntando para qué estudian y enseñan y sobre todo cómo armarse contra las opresiones genéricas y sexoafectivas que sostienen al sistema capitalista y que este reproduce.
La política reaccionaria vernácula parece tener siempre a mano el cajón de las herramientas de enaltecimiento colonial –con sus deshistorizaciones, sus esencialismos y sus imposiciones desde arriba–, para acallar lo que en tanto novedad cuestiona lo dado, por miedo a que lo dado sea reemplazado definitivamente por algo nuevo. Parece que ya no se necesitan bufones ni pintoras de “carácter”, hoy una ministra considera peligroso a tres simples letras inclusivas [13]. Tal vez sobre eso esté en lo cierto. |