Boris Johnson necesitó 36 horas de crisis frenética para admitir que su tiempo como primer ministro estaba terminado. Antes de dimitir tuvo su “momento trumpista”: amenazó con disolver el parlamento y llamar a elecciones anticipadas, arrastrando en su caída al partido conservador que con seguridad saldría derrotado. Incluso apeló al argumento populista de que la fuente de su legitimidad estaba en el voto popular, basado en que en las últimas elecciones de 2019 un electorado electrizado por el Brexit le dio al partido conservador la mayoría parlamentaria más contundente de los últimos 30 años.
Sin embargo, la maniobra retórica de Johnson no resistió la prueba del sistema parlamentario británico, según este son los partidos y no los ciudadanos los que eligen al primer ministro.
Finalmente, el 7 de julio anunció su retiro aunque su suerte ya estaba echada. El 5 de julio habían renunciado dos de sus principales ministros –Rishi Sunak (economía) y Sajid Javid (salud)-. A partir de ese momento, la “gran renuncia” de su gabinete fue imparable: en total fueron 53 los que abandonaron en un día el gobierno conservador.
Para los lectores argentinos, cualquier semejanza de este éxodo efectivo con la amenaza de vaciamiento del gobierno de Alberto Fernández por parte de Cristina, como en las películas, es pura coincidencia.
Johnson fue expulsado del 10 de Downing Street por una revuelta conservadora. La causa inmediata fue el encubrimiento por parte de Johnson del escándalo protagonizado por Chris Pincher, un parlamentario tory que alcoholizado intentó atacar sexualmente a otros dos hombres.
La relevancia de la anécdota es que el abuso sexual es frecuente entre los círculos políticos –sobre todo conservadores pero no solamente-, la realeza y la clase dominante, expresión de la doble moral y la impunidad secular que dan los privilegios aristocráticos.
El incidente causado por la libido incontenible de Pincher fue la gota que colmó el vaso. Desde hacía meses, Johnson y varios miembros de su gabinete venían saltando de escándalo en escándalo por el “Partygate”, la organización de fiestas en la residencia oficial del primer ministro durante las restricciones decretadas por la pandemia del coronavirus (otra vez, cualquier comparación con el cumple de Fabiola en Olivos es pura coincidencia).
El fin del ciclo Johnson es un capítulo más de la crisis orgánica abierta hace seis años con el triunfo del Brexit, que mostró la profunda polarización –política, económica, social, geográfica, cultural- gestada durante las décadas del neoliberalismo.
Como ya se puso de manifiesto en otros momentos del largo ciclo conservador que lleva 12 años, el partido tory está dividido. Tiene un alma “libertaria”, que busca recuperar el ethos thatcherista del estado chico y la baja de impuestos; y otra más ligada a los sectores arruinados por la globalización, que hace demagogia proteccionista. Ambos sectores son fanáticos del Brexit –la “fantasía” que actúa como principio organizador de los tories según The Economist-. A su vez, ambos
coquetean con las políticas xenófobas y antiinmigrantes de la extrema derecha del inefable Nigel Farage. Johnson intentó suturar esa contradicción, que es estructural más que de coyuntura, oscilando entre las dos fracciones: prometió a la vez recortar impuestos y aumentar el gasto público; impulsar el libre mercado e imponer medidas proteccionistas; mostró músculo con la expulsión de refugiados de Ruanda sobreactuando la “soberanía” británica y trató de capitalizar la guerra de Ucrania. Pero no fue suficiente y terminó cayendo.
Se abre ahora un período de incertidumbre. Johnson renunció pero todavía no se fue. Pretende permanecer en el cargo hasta que el partido elija a su reemplazante, que debe ser votado por alrededor de 150.000 cotizantes del partido conservador habilitados para votar. Pero si su permanencia se vuelve insostenible, lo que es altamente probable, puede ser reemplazado por algún referente del partido que tenga consenso para asumir el mandato de forma transitoria.
Ya hay una fila de thatcheristas y “brexiters” anotados para la sucesión sin que haya ningún/a favorito/a. Por lo que el proceso de elección podría durar hasta el comienzo del otoño boreal, salvo que se encuentre algún mecanismo acelerador. Si fuera así, serían meses eternos en los que la clase dominante deberá hacer como si tuviese un gobierno en funciones, tras la dimisión en pleno del gabinete de Johnson.
El timing de la crisis no podría ser peor para el partido conservador y la clase dominante. Según la OCDE, por el efecto del Brexit, la pandemia y la guerra de Ucrania, el Reino Unido tendrá en 2023 el peor crecimiento económico del G20 por fuera de Rusia. Muchos economistas ya hablan de “estanflación”. Se espera que la inflación alcance el 11%, el índice más alto de los países del G7. Y en lo que va del año la libra perdió 11% de su valor contra el dólar.
El Brexit sigue tensionando la unidad estatal. Se ha reactivado la crisis con la Unión Europea por la aplicación del protocolo acordado con Irlanda del Norte, que
aunque es parte del Reino Unido se ajusta al Mercado Único Europeo, (recordemos que la República de Irlanda sigue perteneciendo a la UE) lo que podría poner en cuestión el “Acuerdo de Viernes Santo” y reabrir el conflicto irlandés. Y Escocia –también europeísta- ya ha anunciado su intención de hacer un nuevo referéndum para independizarse del Reino Unido.
La gran novedad es la lucha de clases. La inflación, la “crisis del costo de la vida” y el hartazgo abrió una coyuntura de luchas del movimiento obrero organizado y de trabajadores precarios como no se veía desde hace décadas. Huelgas salvajes en el sector petrolero del Mar del Norte, que no tienen ninguna representación sindical. Huelga de ferroviarios y el subte del sindicato RMT, de las comunicaciones, de la justicia, la salud, docentes, trabajadores de aeropuertos. Una muestra de poder colectivo de la clase trabajadora que muchos ya nombran como el “verano del descontento”, por analogía con el “invierno del descontento” de 1978-1979, un hito de la gran oleada de lucha de clases que terminó de ser derrotada por Margaret Thatcher.
Los motores de este resurgimiento del movimiento obrero hay que buscarlos en las consecuencias de 40 años de neoliberalismo, privatizaciones y ofensiva antiobrera y antisindical.
En esta coyuntura crítica, uno de los principales pilares de estabilidad para la clase dominante y el imperialismo británico es el Labour Party, que bajo la dirección de Sir Keir Starmer restauró el liderazgo del ala “blairista” (neoliberal) y operó un profundo giro a la derecha.
Starmer purgó al ala izquierda del laborismo, que se había hecho fuerte durante los años del liderazgo de Jeremy Corbyn, marginó a Momentum que ahora está en una crisis profunda. Acusó al propio Corbyn de “antisemitismo” por su apoyo a la lucha palestina. Obligó a parlamentarios laboristas a retirarse de la coalición Stop The War por criticar el rol de la OTAN en la guerra en Ucrania. Sancionó a diputados que participaron de piquetes y movilizaciones de solidaridad con trabajadores en huelga. Y expulsó a algunos grupos trotskistas que aún se mantenían dentro del laborismo.
Hay una crisis de la clase dominante. No hay que darle tregua ni permitirle que organice la ofensiva contra los trabajadores y los sindicatos. Discutir las lecciones estratégicas de la experiencia del “corbynismo”, similar al proceso del “sanderismo” en Estados Unidos, es vital para que los explotados puedan aprovechar la crisis de los de arriba. |