Durante la madrugada del 20 de agosto de 1976, los vecinos de la localidad de Fátima (Partido de Pilar, Pcia de Buenos Aires) se despertaron sobresaltados al escuchar una extensa balacera seguida de una fuerte explosión a las 4:30 de la madrugada. Una hora más tarde, varios obreros que se dirigían a un horno de ladrillos en una zona cercana al Ferrocarril Urquiza, se encontraron con la mayor matanza realizada por la última dictadura militar: 30 cuerpos fueron hallados en un radio de 20 metros a la altura del kilómetro 62 de la ruta 8. Las víctimas estaban mutiladas producto de los explosivos y presentaban heridas de bala en el cráneo realizadas aproximadamente a un metro de distancia con armas 9 mm; estaban atados y vendados. Los hechos son conocidos como la Masacre de Fátima.
Al día de la fecha se han identificado 20 de los 30 cadáveres, aunque se sabe que corresponden a 10 mujeres y 20 hombres. El gobierno militar debió salir a responder rápidamente ya que esta metodología de asesinato y mutilación de los cuerpos, exhibiendo los mismos para que el hecho se haga público, era idéntica a la utilizada por bandas parapoliciales como la Tripla A –creada por el gobierno de Perón, y organizada por López Rega– que intervino entre fines de 1973 y marzo de 1976. Bajo el proceso militar, lo que se estaba generalizando era la figura política del “desaparecido”. Como era de esperar, la causa fue cajoneada al poco tiempo y los cuerpos fueron enterrados como NN en el cementerio de Derqui.
Con el paso de los años, las diferentes investigaciones realizadas desde el retorno de la democracia y el avance de los Juicios de la Verdad llevado adelante desde 1997, lograron determinar que las víctimas habían permanecido secuestradas en la Superintendencia de Seguridad Federal ubicada en la calle Moreno 1417 antes de ser trasladadas a los descampados de Fátima. A su vez, el trabajo de los antropólogos forenses permitió determinar la identidad de 2/3 de los cuerpos hallados: los estudiantes universitarios Juan Carlos Vera, Ernesto María Saravia y Horacio García Gastelú (quien además se encontraba de licencia en el Servicio Militar); los docentes universitarios José Daniel Bronzel y Susana Pedrini de Bronzel junto con la madre de José, Cecilia Podolsky de Bronzel. Norma Susana Frontini (20 años) fue secuestrada junto con su marido mientras que a Selma Susana Ocampo, militante sindical y despedida de la fábrica Ford de General Pacheco, se la llevaron junto con su Amiga Inés Nocetti, empleada en un estudio jurídico. La militante de la resistencia peronista Haydee Cirullo de Carnaghi fue secuestrada con su joven hija Carmen María Carnaghi de 25 años. Jorge Daniel Argente, camillero del CEMIC, fue otra de las víctimas de la Masacre de Fátima al igual que Carlos Raul Pargas, trabajador del Banco Nación y que el analista en sistemas, Enrique Jorge Aggio. El resto de las víctimas identificadas eran obreros: Ramón Lorenzo Vélez, Ángel Osvaldo Leiva y Oscar Conrado Alsogaray de la fábrica Bendix (autopartista ubicada en Vicente López); Alberto Evaristo Comas y Roberto Héctor Olivestre de la metalúrgica Royo de la zona de Pompeya; Ricardo José Herrera empleado de Colorín SA y María Rosa Lincon de 19 años, operaria de una fábrica de caramelos. La mayoría eran militantes o simpatizantes de la JTP. Todos ellos fueron secuestrados en su domicilio entre el 12 de julio y el 11 de agosto de 1976 en altas horas de la madrugada por grupos de civiles armados, que decían pertenecer al Ejército para desorientar la verdadera ubicación de los detenidos. Saquearon y se robaron lo que encontraron a su paso mientras que la zona del operativo estaba totalmente liberada por la policía.
Si tenemos en cuenta los datos proporcionados por cada una de las víctimas de la Masacre de Fátima, como ejemplo de lo que fue el plan sistemático represivo durante los años del proceso, podemos reafirmar cuál fue la función central de la régimen militar encabezado por Videla: la represión generalizada y ejercida directamente desde el Estado, teniendo como blanco principal la clase obrera. Derrotar el ascenso popular y obrero que había emergido desde las propias entrañas de la clase a partir del Cordobazo era una tarea de primer orden. La liquidación física de la vanguardia obrera, luego de liquidar los últimos vestigios de los grupos guerrilleros, fue necesaria para poder descargar un feroz ataque conjunto a la clase trabajadora, permitiéndoles al gobierno y a los empresarios avanzar sobre las conquistas sociales logradas en los años anteriores para aumentar la productividad y la explotación en el trabajo (1).
Los grupos de tareas que actuaron desde 1973 con la presidencia de Perón – o desde antes, con la masacre de Ezeiza– se integraron a los diferentes operativos montados, ahora directamente, desde las FFAA. La Causa de la Masacre de Fátima (Causa 16.441) y los testimonios de los sobrevivientes dejaron al descubierto no sólo el reconocimiento de la Superintendencia de Seguridad Federal como un centro de detención, tortura y, en muchos casos, de muerte de las personas que pasaron por allí sino también demostró la estrecha relación entre la Policía Federal y la Triple A en los años previos al golpe.
La Superintendencia, cueva de la Triple A y de la dictadura
La Superintendencia de Seguridad Federal, también llamada Coordinación Federal, fue una dependencia de la Policía Federal. Durante los años del primer gobierno peronista actuó como centro de detención de opositores al igual que la famosa “Sección Especial” que funcionaba bajo las órdenes de Osinde. Pero fue con Onganía que se convirtió en el centro metropolitano de la represión política.Hay testimonios de ex detenidos, como el de Antonio Viana Acosta, que afirman haber sido detenidos y torturados en esta dependencia en tiempos de Perón bajo las órdenes directas de Juan Carlos Morales (jefe de custodia del Ministerio de Bienestar Social), el jefe de la Policía Federal Alberto Villar –creador del Cuerpo de Infantería para reprimir la protesta social– y el subjefe Luis Margaride. Todos ellos formaron parte del cuerpo ejecutivo y, muchas veces, operativo de la Triple A. Desde fines de 1975 se asentó, en el lugar, el grupo de tareas 2 (GT2) en el 4to y 5to piso. La Superintendencia fue uno de los once Centros clandestinos de Detención que funcionaron bajo la órbita directa del Cuerpo I del Ejército a cargo del general Carlos Guillermo Suárez Mason.
Cada uno de los nueve pisos tenía una función específica. El noveno era el Departamento de Extranjeros que se ocupaba de la represión a exiliados de países limítrofes. Fue el embrión de lo que posteriormente se conoció como Plan Cóndor. El tercer piso estaba destinado al alojamiento de los detenidos. Tenía una celda grande o “leonera” y más de una docena de “tubos” o celdas de 2 x 1 mts., donde eran alojados las personas secuestradas que se encontraban en condición “RAF” (en el aire, o sea, sin registro alguno). La Superintendencia, en general, era utilizada como lugar de paso: o eran trasladados a otros centros de detención o eran asesinados. Los 30 masacrados de Fátima habrían permanecido en este piso junto con otros jóvenes y trabajadores por varios días sometidos a las peores vejaciones. El policía “arrepentido” Víctor Luchina declaró en la Causa que esa noche de agosto “eran treinta porque fueron contados. Algunos venían en mantas, envueltos, parecían estar muertos, otros venían tambaleándose como drogados” (ver Causa).
Los apilaron en el camión y se los llevaron, “Estos se van para arriba” le habrían comentado. Una de las hipótesis de la masacre sostenía que el operativo se había realizado como venganza por el asesinato al general Omar Actis, atribuido a montoneros, ya que los médicos de la policía encontraron en uno de los bolsillos de las víctimas un papel que decía 30 x 1. Sin embargo, tiempo después se supo que Actis, presidente del ente Autárquico Mundial ’78, había sido asesinado en manos de un comando de la ESMA por una interna que tenía con el vicepresidente de la misma entidad, el almirante Carlos Alberto Lacaste –quien luego lo reemplazó en su cargo, por el manejo de los fondos del Mundial.
Un dato no menor fue aportado por el exagente de inteligencia Juan Alberto Ambas (hoy preso en la Unidad II de Sierra Chica del Servicio Penitenciario) cuando afirmó en sus declaraciones que los entregadores de las víctimas fueron directivos de las empresas, en este caso, de Bendix y Royo pero también acusó a Ford y Astarsa como los señaladores de los “empleados subversivos”.
La foto de la polémica y el juicio
El 6 de octubre de 1982, Clarín sacó en la tapa de su diario una imagen que recorrió el mundo: una madre de Plaza de Mayo “abrazaba” a un policía. Al día siguiente volvió a reproducir esta imagen en su editorial argumentando que “[…] el problema de los desaparecidos y presos sin proceso es uno de los más serios que afronta la comunidad argentina, la cual no podrá avanzar sin dilucidarlo hacia las metas de la reconciliación y de la prometida democracia” (Clarín, 7/10/1982).La fotografía le permitió al diario comenzar a plantear abiertamente la “reconciliación nacional” con el gobierno militar ya en retirada. La misma fue reproducida por el New York Times, El País de España y el Excelsior de México. La imagen pertenecía a la Marcha por la Vida del 5 de octubre. El fotógrafo fue Marcelo Ranea de de la Agencia DyN, quien contó que, en realidad, Susana de Leguía estaba increpando al militar mientras le pegaba en su pecho, cuando este atinó a abrazarla para detener el ataque. Clarín acompañaba la “transición democrática” pactada por los militares y los partidos patronales como el PJ y la UCR que sostuvieron a Bignone hasta la realización de elecciones un año después sentando las bases de la Teoría de los dos demonios.
El policía en cuestión es el Comisario Carlos Gallote (“Carlitos” o “duque”), quien fuera jefe de uno de los grupos de tareas de la Superintendencia, acusado y condenado a cadena perpetua como responsable de la Masacre de Fátima en el año 2004 por el TOF 5. Por supuesto que a Clarín esto no le importó.
Juan Carlos Lapuyole que en 1976 era el jefe de inteligencia de dicha dependencia, también fue condenado. Sin embargo, el comisario general Carlos Marcote (el “lobo”) murió impune mientras el represor Miguel Ángel Timarchi fue absuelto por haber presentado un certificado médico que afirmaba encontrarse de licencia en el momento del crimen de Fátima. Al acusado le habría explotado una granada de guerra en sus manos dentro de un auto (producto de un “ataque” en el barrio de Pompeya, según su versión) cuando se encontraba en servicio. Cualquier coincidencia con la metodología de grupos de tareas como la Triple A no es pura coincidencia.
A pesar de los avances en los Juicios de la Verdad, la gran mayoría de los represores que actuaron bajo la órbita militar, muchos de ellos también integrantes de los grupos de tareas entre los años 1973 y 1976, están en libertad. La apertura de todos los archivos de la dictadura y del período previo de todas las fuerzas de seguridad que están en poder del Estado es un paso fundamental y necesario no sólo para esclarecer los hechos en Fátima (e identificar al resto de las víctimas y victimarios) sino también para conseguir más datos sobre los más de 500 niños apropiados y para identificar a miles de represores y cómplices, sean civiles o militares.
Notas.
1. Según el informe de la CONADEP los porcentajes de víctimas que continúan desaparecidas o que fueron liberadas después de pasar por centros clandestinos de represión son los siguientes: obreros 30,2%, estudiantes 21%, empleados 17,9%, profesionales 10,7%, docentes 5,7%, autónomos y varios 5%. Siguen amas de casa, conscriptos y personal subalterno de fuerzas de seguridad, periodistas, actores, artistas y religiosos. |