En el último tiempo dos acontecimientos han reabierto la discusión sobre el significado para la situación actual del colapso de la Unión Soviética, el hecho que según el historiador Eric Hobsbawm clausuró el corto siglo XX. El primero de estos acontecimientos es sin dudas la guerra entre Rusia y Ucrania/OTAN, que a seis meses de haberse iniciado ya produjo cambios geopolíticos de dimensión histórica. El segundo, con valor más simbólico que político, es la muerte de Mikhail Gorbachov ocurrida en Moscú el pasado 30 de agosto.
Gorbachov, el arquitecto y ejecutor de las “reformas” que llevaron a la restauración capitalista y a la disolución de la Unión Soviética, hacía rato que había agotado su tiempo histórico. Después de firmar el decreto que puso fin a la existencia de la URSS en la navidad gélida de 1991 –su último acto como presidente de un país que había desaparecido dando lugar a 15 repúblicas– había caído en el olvido, incluso en occidente.
Una nota de color sirve para darse una idea de hasta dónde su figura había perdido toda relevancia política en la era pos soviética. Es una publicidad de 1997. La escena transcurre en un restaurante de Moscú en el que sorpresivamente entra Gorbachov con su pequeña nieta. En una mesa, una familia discute el legado de Gorbachov. El padre lo acusa del caos económico y la inestabilidad, el hijo reivindica la “libertad”. Pero la madre señala el logro en el que están todos de acuerdo. Dice palabras más o menos, que gracias a Gorbachov los rusos pueden comer Pizza Hut. Todos celebran, hasta el propio “Gorby” con su porción de la ansiada chatarra norteamericana en la mano. Por este bolo, el último presidente de la segunda potencia mundial habría recibido un millón de dólares. Patético.
Su último biógrafo, William Taubman [1], intenta restaurar su lugar en la historia basándose en el hecho indiscutible que fue uno de los artífices del mundo de la posguerra fría, junto con Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Aunque termina dando la idea de que fue una especie de “aprendiz de brujo” que desató fuerzas que escaparon a su control.
Los obituarios de “occidente” son mucho más amigables que el escueto comunicado del Kremlin y la fría despedida del presidente Vladimir Putin en el hall del hospital donde murió. Para no hablar del Partido Comunista Chino que siempre lo ha considerado un traidor a los intereses de la burocracia.
Sin embargo, los medios imperialistas oscilan entre considerarlo un “héroe trágico” o un burócrata que buscando salvar al “imperio del mal” terminó cambiando el curso de la historia liquidando a la ex URSS. Y ninguno le hace justicia al enorme servicio que “Gorby” le ha prestado al capitalismo, aceitando la ofensiva neoliberal, y a Estados Unidos en particular, que con su triunfo en la Guerra Fría se aseguró ser la “hiperpotencia” indiscutida durante una década.
Aunque Gorbachov ya hace rato ha pasado a la historia, su herencia, como el síntoma, continúa reescribiéndose en sus efectos. La dinámica de la situación actual, incluida la guerra de Rusia contra Ucrania/OTAN y la rivalidad entre Estados Unidos y China, es inseparable de las consecuencias del colapso de la Unión Soviética y del curso particular que tomó el proceso de restauración capitalista de conjunto. El objetivo de este artículo no es dar cuenta del desarrollo histórico del ascenso y caída de Gorbachov (el gran estancamiento de Brezhnev, el interregno de Andropov y Chernenko, el golpe de 1991, el rol de Yeltsin, etc.) sino hacer un recorte de dos elementos que siguen sobredeterminando la realidad del capitalismo ruso bajo Putin: en el plano interno el significado de la perestroika para la conformación de la nueva clase dominante y el plano externo la dinámica que llevó a la expansión de la OTAN hacia el este.
Perestroika. Oligarcas y bonapartismo de Gorbachov a Putin
En su autobiografía [2], parafraseando la famosa definición de Marx, Gorbachov se consideraba un producto de la “nomenklatura” y al mismo tiempo como su “sepulturero”, sobre todo por la tibia apertura democrática controlada por el partido comunista y el estado –conocida como glásnost– que acompañó a la perestroika. Pero a decir verdad, más que el “enterrador” fue quien creó las condiciones para que sectores de la “nomenklatura”, es decir, de la burocracia estatal del partido comunista en descomposición, diera el salto de casta privilegiada con intereses cada vez más diferenciados a clase propietaria.
Desde el punto de vista marxista, la discusión de si Gorbachov buscó conscientemente o no este resultado y la desaparición de la Unión Soviética es relativamente irrelevante. Esta dinámica estaba inscripta en la naturaleza misma de la burocracia estalinista, que como tal, era la fuerza social interna más importante de la restauración capitalista.
Justamente en La revolución traicionada (1936), su último trabajo sistemático sobre la naturaleza y perspectivas de la Unión Soviética, Trotsky consideraba que la variante más improbable de la vuelta de las relaciones capitalistas era que la burocracia lograra mantenerse en el poder del estado. Trotsky anticipaba correctamente que la burocracia iba a buscar sostener su posición en las relaciones de propiedad –“no basta ser director del trust, hay que ser accionista”, decía– y por esa vía se iba a convertir en una nueva clase poseedora.
Esa intuición genial de Trotsky que surgía del estudio cuidadoso de las condiciones materiales –nacionales e internacionales– del surgimiento del régimen burocrático en la Unión Soviética tomó con la perestroika valores concretos y otorgó su configuración particular al capitalismo ruso, tanto a la nueva clase poseedora –los oligarcas– y su relación con el estado, como a su rol disminuido en la jerarquía mundial de estados, dominada por Estados Unidos. Y que marcó una diferencia fundamental con el tipo de restauración capitalista en China, con un fuerte componente de dirigismo estatal y bajo la conducción del Partido Comunista Chino.
La perestroika se puso en marcha con la ley de empresas estatales (1987) que supuestamente tenía por objetivo fortalecer el “socialismo” pero que en los hechos fue el paso inicial para desmantelar la planificación económica. Las empresas estatales debían autofinanciarse (pagar salarios y deudas si las tuvieran), determinar sus niveles de producción en función de la demanda y negociar los precios de los insumos con sus proveedores. Esta ley se complementó con la ley de cooperativas (1988) que dio lugar a las primeras formas de propiedad privada en décadas, al inicio en empresas pequeñas de servicios y luego en manufacturas, y avanzaba en liquidar el monopolio del comercio exterior.
Estas medidas desorganizaron la producción y causaron una situación caótica que profundizó el desabastecimiento y dio lugar a una espiral inflacionaria. La presión imperialista a través de la carrera armamentista que había redoblado el presidente norteamericano Ronald Reagan hacía más gravosa la situación de estancamiento. Y los costos de sostener la ocupación de Afganistán se volvieron intolerables. Fueron años terribles, en los que Gorbachov osciló entre “terapias de shock” y retrocesos, continuados por los gobiernos de Boris Yeltsin que terminaron produciendo una verdadera catástrofe social comparable a los efectos de una guerra.
Pero mientras la población sufría la escasez, la burocracia conservaba sus privilegios y en los pliegues se iba constituyendo una nueva clase capitalista que había iniciado su acumulación primitiva acelerada saqueando la propiedad estatal. Los directores de las empresas estatales y los cooperativistas utilizaron la nueva estructura legal para hacer un negocio formidable con la acumulación y reventa de materias primas e insumos estatales, además del lavado de dinero y otros business que permitían la creación de bancos comerciales que podían negociar créditos con el exterior, habilitando una zona gris de negocios ilegales con occidente. El dinero por la general fluía en los balances de la City de Londres y la banca de Nueva York. Como plantea el historiador M. Baña, “Desde el seno de la elite surgiría una coalición procapitalista que prepararía el camino para la transición hacia una economía de mercado. Los nuevos capitalistas serían los viejos comunistas”.
Este capitalismo de oligarcas es el rasgo distintivo del capitalismo ruso que comenzó con Gorbachov, se profundizó con Yeltsin y se perfeccionó bajo los largos años del régimen bonapartista de Vladimir Putin. Como señala T. Wood, desde el comienzo, el devenir de los nuevos oligarcas dependía de decisiones estatales, que a través de asignar porciones de la economía planificada a precios absurdos creó una clase de propietarios ricos. Este proceso dio un salto durante los años de Yeltsin y sus “privatizaciones por decreto”. En su estudio, Wood distingue dos categorías de oligarcas, dos fracciones de la elite que se han disputado el poder: los llamados “insiders” que era un estrato compuesto por exdirectores de fábrica y sectores ligados a la industria; y los “ousiders” que estaban ligados a las finanzas, de los cuales el principal exponente fue M. Khodorovsky. Si durante los ’90 primaron los “outsiders” en los 2000 el péndulo osciló hacia los “insiders” [3].
Cuando Putin llegó al poder en 2000 en medio del caos de los gobiernos de Yeltsin, reformuló las relaciones entre el estado y los oligarcas que conservarían sus fortunas y negocios a cambio de limitar su incidencia política. Los que no acataron fueron expropiados y perseguidos. M. Khodorkovsky pasó 10 años en prisión acusado de fraude impositivo y su compañía petrolera, Yukos, expropiada y transformada en la actual Rosneft.
Bajo Putin, el capitalismo ruso combina el control del estado sobre recursos naturales exportables –principalmente gas y petróleo- con una profundización del neoliberalismo y un creciente rol del sector privado en la educación, la salud, la vivienda y la monetización de beneficios sociales. Incluso las grandes compañías energéticas están organizadas como empresas privadas, con accionistas entre los cuales el estado es el principal. G. Easter en su ensayo Revenue Imperatives: State over Market in Postcommunist Russia [4] plantea que esta mezcla sui generis estatista-neoliberal da lugar a una economía “ascendente/descendente” en la cual las grandes industrias estratégicas están directa o indirectamente subordinadas al estado, mientras que las empresas privadas se ocupan del sector bancario, la construcción y el comercio.
En síntesis, iniciada con la perestroika de Gorbachov, la conformación de una clase poseedora parasitaria con una importante dependencia estatal es el rasgo distintivo del capitalismo ruso, que con variantes continuó con Yeltsin y Putin. Las disputas se dan entre camarillas de magnates, pero mientras que los primeros hicieron su fortuna en los años de las privatizaciones y saqueo de la propiedad estatal, los que se enriquecieron bajo Putin y ascendieron a la elite, derivan su poder en gran medida de su proximidad con el Kremlin. Este elemento, que deriva del “pecado original” de una casta devenida clase, explica que Putin consolidó pero no creó ex nihilo un régimen bonapartista autoritario.
La OTAN. La guerra de Ucrania. ¿Una nueva guerra fría?
Según Putin el colapso de la Unión Soviética es “la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”. Es importante retener el adjetivo “geopolítica” porque el rol de superpotencia mundial de la Unión Soviética es lo único que añora el presidente ruso del legado de la revolución de octubre. Comparado con la ex URSS, Rusia perdió territorio, peso económico, influencia política en los asuntos internacionales, aunque conservó de su viejo estatus nada menos que ser la segunda potencia mundial, lo que le sigue garantizando su sitio permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con poder de veto, junto con las otras cuatro grandes potencias: Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y China. Esquemáticamente, una consecuencia de largo plazo de la desaparición de la Unión Soviética fue el lugar de Rusia en el orden internacional, que descansa en un equilibrio endeble: por su base material es una potencia de segundo orden (regional, intermedia). Por su poderío nuclear tiene aspiraciones de gran potencia.
Si en el plano interno Gorbachov abrió las puertas a la restauración capitalista, en el plano externo la sombra de su herencia se proyecta hasta la actual guerra de Ucrania.
Antes de asumir como jefe del estado soviético, Gorbachov se había ganado la confianza de Margaret Thatcher, que guiada por su olfato contrarrevolucionario consideró que era un “hombre con quien se podía hacer negocios” y lo recomendó fervientemente a su par norteamericano, Ronald Reagan. Thatcher no se equivocaba.
Gorbachov permitió el fin de la guerra fría, pero contra sus ilusiones iniciales de un esquema de seguridad europeo que comprendiese los intereses de la URSS, el resultado no iba a beneficiar a todos sino exclusivamente al bando occidental, en particular al imperialismo norteamericano que se había quedado con la victoria.
Aquí solo nos vamos a referir al acontecimiento nodal, que desde 1989 en adelante es el factor estructurante de las relaciones entre Rusia y Estados Unidos/Occidente: la expansión de la OTAN. Tras la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, se inició el proceso de unificación alemana, un período peligroso cargado de tensiones. Entre las potencias imperialistas, sobre todo el Reino Unido y Francia que temían las consecuencias para Europa del poderío de una Alemania unificada. Y también con la Unión Soviética, que aún tenía estacionadas tropas en Alemania oriental. El conflicto era evidente: la República Federal de Alemania era miembro de la OTAN. El canciller alemán, H. Kohl había dado por descontado que en las conversaciones sobre la unificación Gorbachov exigiría la neutralidad de la Alemania unificada, es decir, su retiro de la OTAN. Pero para sorpresa de Kohl y Bush, Gorbachov no hizo esa exigencia y aceptó que la antigua RDA fuera incorporada como parte de Alemania a la OTAN.
Según la historia oral –y el recuerdo de los participantes– el entonces secretario de Estado del presidente G. Bush (padre), James Baker le prometió a Gorbachov que la OTAN no se expandiría “ni una pulgada más” [5] hacia el este, es decir, hacia las fronteras de la Unión Soviética.
Mientras que algunos historiadores y periodistas consideran que Gorbachov cometió un error garrafal, guiado por su confianza naive en las potencias imperialistas, W. Taubman en su biografía da a entender que lo de Gorbachov no tenía que ver con la ingenuidad sino con la misma desconfianza de Thatcher. En última instancia consideraba un mal menor que Alemania estuviera bajo el control de Estados Unidos que como un electrón libre en Europa.
El resto es historia conocida. A las palabras se las llevó el viento. Estados Unidos interpretó correctamente que el generoso regalo que le había hecho Gorbachov era un signo inequívoco de debilidad. Y decidió avanzar. La primera expansión consentida por la ex URSS (pronto Rusia) de la OTAN en Alemania dio lugar a las siguientes expansiones. La Alianza Atlántica pasó de 16 a más de 30 miembros, entre los que se encuentran tres ex repúblicas soviéticas –Lituania, Estonia y Letonia. Bajo gobiernos demócratas y republicanos la OTAN se transformó en una herramienta de hostigamiento contra Rusia. Y en gran medida, la posibilidad de que Ucrania se incorporara a las instituciones occidentales –la Unión Europea y la OTAN– están entre los factores que derivaron en la actual guerra reaccionaria de Putin.
Los efectos del fin de la primera guerra fría se han agotado. La crisis capitalista de 2008 puso fin a la larga hegemonía globalizadora neoliberal. El proceso de decadencia del liderazgo norteamericano converge con el ascenso de China, que se transformó en el principal peligro para el interés imperialista de Estados Unidos.
La guerra de Rusia contra Ucrania/OTAN está trastocando la geopolítica mundial. Alemania ha iniciado su proceso de rearme. Las sanciones económicas contra Rusia han golpeado de lleno en la economía mundial, profundizando las tendencias inflacionarias. La energía (petróleo y sobre todo gas) y los alimentos son parte de la guerra.
Como contraparte del alineamiento de las potencias occidentales y el fortalecimiento, al menos en el corto plazo, de la OTAN, se ha constituido una alianza entre China y Rusia. Su consolidación o no depende también del grado de hostilidad de Estados Unidos hacia China. La visita de Nancy Pelosi a Taiwán tuvo su respuesta en los ejercicios militares Vostok 2022 con la participación de militares de China y la India, junto con los aliados tradicionales de Moscú. Lejos del mundo de la inmediata posguerra fría y cerca de las condiciones clásicas de la época de crisis, guerras y revoluciones. |