Los libros sobre biografías resultan una manera atrapante de conocer la historia. Sugieren formas alternativas, menos previsibles, de comprender sucesos de mayor o menor relevancia que de otra manera no hubiéramos conocido. Así ocurre con el libro de la escritora Laura Ramos, “Las señoritas. Historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina en el siglo XIX” (Lumen, 2021), que propone indagar la trayectoria de aquellas mujeres convocadas por Faustino Sarmiento para “trabajar en escuelas normales del interior del país, en muchos casos para fundarlas y, en ocasiones, para ayudar a construirlas”.
Su libro no es “la historia” de las maestras sarmientinas sino una historia más íntima, personal, de las sesenta y una maestras norteamericanas que arriban al país, solteras o en “edad matrimonial”, de “carácter intachable”, suficientemente capacitadas y experiencia docente, provenientes de buenas familias y según establecía el contrato, con el compromiso de residencia por dos o tres años. Requisitos que no siempre se cumplieron.
El lugar de partida de estas mujeres norteamericanas fue variado, algunas provenían de Minnesota, Nuevo México, Nueva York, Massachusetts, muchas influenciadas por las ideas igualitaristas que se discutían particularmente en Boston. Esta ciudad vivía en ese momento “una especie de siglo de las luces, era el centro cultural más sofisticado de la nueva nación”. Hasta allí había llegado Sarmiento en 1847 durante sus viajes al servicio del gobierno chileno, donde se había exiliado en los años del rosismo. Tuvo acceso y se contactó con Horace Mann, conocido como el “padre de la educación norteamericana”, comprometido con el acceso común a la educación más allá de las religión e impulsor de las conocidas escuelas populares. Parte de esta influencia se reflejó en “Educación Popular” (1849), en el que Sarmiento analizaba la necesidad de un proyecto de formación docente, la construcción de escuelas, la creación de bibliotecas y un sistema de rentas y formas presupuestarias para sostenerlo. Consideró que la fuente de financiamiento de la gratuidad de la educación pública que pregonaba debía estar a cargo de la oligarquía detentora del poder del Estado. Es decir, si la escuela apostaba a convertirse en un dispositivo de regulación y disciplinamiento social, como instrumento de la gobernabilidad, la oligarquía debía hacerse cargo pues si el progreso requería de un pueblo apto para el trabajo capitalista debía contribuir económicamente a asegurarlo. Transformar al pueblo “bárbaro en otro civilizado” acabando con el gaucho y el pasado colonial hispánico y americano, por el que Sarmiento sentía gran desprecio.
Una parte del plan sarmientino incluía la contratación de maestras estadounidenses para trabajar en escuelas normales del interior, que puso en marcha ya de regreso al país y bajo su presidencia en 1868. En esta decisión, como escribe Celeste Murillo en su newsletter No somos una hermandad, evaluaba no exento de prejuicios la “‘habilidad femenina’ para educar” y le “proporcionó una herramienta nada despreciable ya que las mujeres cobraban salarios más bajos.” Arriban entre 1869 y 1898, no lo hacen todas juntas sino por grupos. Lo hacen en un momento en que los levantamientos armados federales contra el gobierno nacional, que incluyeron episodios de saqueos, fusilamientos de prisioneros, seguían marcando el período y los efectos de la Guerra de la Triple Alianza (la Banda Oriental, Argentina y Brasil contra Paraguay) se sentían en todo el país. Y en el marco de una economía inestable que combinó momentos de crisis y expansión e imponía restricciones financieras permanentes. La narrativa de Laura Ramos logra que esta etapa del país, agitada e intensa, se cuele la mayoría de las veces como drama vital en cada uno de los proyectos y planes de aquellas maestras.
Seleccionamos algunos retratos de estas pioneras, grandes pedagogas y aventureras, reconstruidos a través de documentos que la autora reunió mayormente en la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, compuestos de cartas, escritos y diarios provenientes del archivo de la investigación realizada por Alice Houston Luiggi, quien entre 1948 y 1952 había entrevistado a alumnas de aquellas maestras, sus hijos y nietos en la Argentina y en Estados Unidos y mantuvo correspondencia con decenas de personas relacionadas con ellas.
La mayoría de las maestras de filiación protestante enfrentó la mala recepción de parte de la Iglesia católica criolla. Así le ocurrió a la bostoniana Jennie Howard quien fue recibida con piedras y escupitajos en Córdoba, durante los conflictos religiosos que afectaron a la provincia. No fue la excepción. Ni siquiera muertas evitaron prejuicios. Como le sucedió a la protestante Julia Adelaide Hope, una vez establecida con su esposo George Stearns en Paraná. El clima de enfrentamientos entre el gobierno nacional y las montoneras de López Jordán si bien no habían evitado la apertura de la escuela (que lograron mantener por varios años) e incluso se atrevieron a abrir otras (de formación y primaria), no fueron suficiente para evitar conflictos futuros. Cuando Addie murió de fiebre tifoidea, su entierro se transformó en una disputa religiosa. Su cuerpo estuvo varios días sin poder sepultarse en el cementerio de Paraná, y tuvo que ser enterrada fuera de sus muros.
A pesar de las expectativas que abrazaron, tampoco lograron ser aceptadas por las familias patricias argentinas quienes nunca dejaron de verlas “más que como unas honorables institutrices”. Hacia 1870 casi la mitad de la población de Buenos Aires era inmigrante y la élite patricia aún no se privaba de marcar su estilo de vida ni su actuación pública en la “construcción de la patria’’ incluso, podemos suponer, en estos detalles.
La historia de Emma Caprile es particular. Es una de las pocas católicas que arribaron en 1870 contratada para ejercer para la Sociedad de Beneficencia, institución encargada de la educación de las niñas pues la ciudad no contaba con escuelas para ellas. Sin embargo, en 1874 renuncia a ese empleo y con apoyo de Sarmiento va por más: funda la Escuela Normal N° 1 de Buenos Aires. En el caso de Emma los avatares fueron de otra índole. Testigo de la insurrección porteña de 1880, en la que se enfrentaron las tropas nacionales y las milicias de Buenos Aires en Barracas, Puente Alsina y los Corrales, en medio de la enorme convulsión de aquellas jornadas logró evitar que la escuela se sumara a la batalla, transformada en hospital.
La católica Agnes Emma Trégent contratada también por la Sociedad de Beneficencia llegó a Buenos Aires en 1870, designada al frente de la Escuela de Estudios Superiores de Huérfanas. La Sociedad era uno de los tradicionales destinos que la Iglesia católica reservaba a las mujeres de la elite. Innovadora, Emma se propuso dar clases en nuevas materias como tipografía y telegrafía, “con la esperanza de que en nuestro país, a semejanza de otros países civilizados, el empleo de telegrafista no sea el monopolio de hombre”, relata el libro. Nuevamente la historia hizo lo suyo, en 1876 el Estado se hace cargo de la dirección de las escuelas para niñas, en uno de los primeros intentos de unificación de la enseñanza primaria. Ante el cambio, Trégent acepta la propuesta de dirigir una escuela de alumnas para la alta sociedad porteña. A su muerte, su legado quedaría en manos de la irlandesa Mary Conway.
La pionera Mary Gorman, primera en ser reclutada por Sarmiento, “con una educación de excelencia, joven, bella e intrépida, hablaba castellano”, desiste de su destino original, fundar la nueva Escuela Normal de San Juan. Notificada de la situación crítica de la provincia decide no correr el riesgo. Con la ayuda de la escritora, periodista y educadora Juana Manso se hizo cargo de la Escuela Primaria N° 12 de Buenos Aires. Juana ya era para entonces una figura central para la política educativa. Junto con Marcos Sastre en 1858 había iniciado la publicación de los Anales de la Educación Común. Su estadía en Estados Unidos fue fundamental porque le permitió conocer los sistemas educativos en los que se inspiraría años más tarde para diseñar sus planes educativos, “insertó la lucha feminista en la búsqueda de un modelo de país. Ella entendía que la emancipación de la nación debía ser también la emancipación del intelecto de sus miembros, y entre ellos estaban incluidas las mujeres.”
A pesar de que los levantamientos federales del interior habían sufrido varias derrotas, luego de escuchar los relatos de montoneras, robos y degüellos, las hermanas Isabelle y Anne Dudley y Serena Frances Wood candidatas a reemplazar a Mary Gorman, por similares motivos deciden rechazar la propuesta de establecerse en San Juan. En esos días, el apoyo de Urquiza a la Guerra contra el Paraguay y su reconciliación final con el presidente Sarmiento terminaron de condenarlo a los ojos federales, asesinado en abril de 1870 por traidor nada menos que en su propia estancia. Con estas noticias, deciden quedarse en Buenos Aires, fundaron dos escuelas, una en Retiro y la Escuela N° 2 a cargo de Gorman y las Dudley. Aún así, los eventos trágicos se originaron en otro campo. Se produce la explosión de la fiebre amarilla. El devenir trágico de estas jóvenes y su comunidad provocado por la epidemia son una muestra del enorme impacto y el pánico social que provocó en toda la ciudad.
Entre las aventureras se encuentra Jennie Howard, quien llegó en 1883 asignada a la Escuela de Corrientes convocada por Clara Armstrong, una de las maestras (dictaba pedagogía, psicología, geometría y botánica) ya establecida en Catamarca desde 1878. Luego de tomar un curso de castellano en Paraná Jennie fue asignada a la Escuela Normal de Corrientes, donde ejerció por dos años tumultuosos, y de tensiones civiles. Fue trasladada a Córdoba cuando los conflictos entre los liberales laicos y la Iglesia católica estaban en ebullición. Allí Jennie y Frances Armstrong, ambas protestantes, debieron enfrentar hostilidades, se las llamaba “masonas”, al punto que los fieles que inscribían a sus hijas en sus clases eran amenazados de excomunión.
El libro explora muchos otros retratos biográficos. Aunque no lograron todo el éxito que esperaban, "las señoritas" fueron promotoras y fundadoras de escuelas, aportaron nuevas ideas en el campo pedagógico y la formación de futuros maestros y maestras. Son historias que nos acercan, tal vez en forma laberíntica, los problemas reales y sentidos de la renovación pedagógica que caracterizó este periodo menos explorado del siglo XIX. Y en otro plano, como resalta Laura Ramos, “su actuación profesionalizó y consolidó la enseñanza como instrumento de las mujeres para forjar su independencia, un capítulo del largo trayecto que implicó la lucha por el reconocimiento de sus derechos en el país”.