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La Izquierda Diario
18 de septiembre de 2022 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
Rusia en el concierto de poder mundial, a la luz de la guerra en Ucrania
Esteban Mercatante | @EMercatante

Ilustración: Juan Atacho

Mientras Rusia viene acumulando algunos serios reveses en su invasión a Ucrania, una guerra a la que ingresó pensando que ganaba por afano y en tiempos cortos, en este artículo dirigimos una mirada al lugar que ocupa el país que gobierna Putin en la jerarquía internacional, y cómo el resultado de la guerra puede redefinirlo.

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La invasión de Rusia a Ucrania le dio un carácter más urgente a un debate que ya venía planteado de antes respecto del lugar de la Federación en el concierto internacional. La agresión claramente reaccionaria llevada a cabo por el gobierno de Putin, producto de la cual se anexó buena parte del Dombás, que se suma al territorio de Crimea ocupado en 2014, ha llevado a más de una corriente o autor a plantear el carácter imperialista liso y llano de este país. Creemos que realizar una caracterización solo a partir de este elemento no permite dar cuenta adecuadamente del carácter de Rusia.

Como ya adelantamos en un artículo reciente, creemos que la Rusia capitalista que se conformó con la restauración burguesa durante 1989-1991 y los años turbulentos que siguieron, integra el conjunto de formaciones intermedias para las cuáles hemos propuesto la categoría de dependencia atenuada o con rasgos atenuados. Con esta categoría nos referimos a aquellas formaciones que, sin perder la condición subalterna, muestran una mayor capacidad, siempre en términos relativos y en comparación con los países dependientes, para orientar la política estatal en defensa de los intereses de sectores de la clase capitalista nacional, y pujar por ellos más allá de sus fronteras, por lo general dentro de los límites de su periferia más inmediata.

Dentro de este conjunto, Rusia se presenta como veremos como un caso particular, en el que una notable debilidad económica va de la mano de un poderío militar –traducido también en márgenes de acción geopolítica– superior al de algunos países imperialistas. La peculiaridad del desarrollo desigual y combinado de la formación rusa y los rasgos de su Estado y aparato militar, son inseparables de la dialéctica revolución socialista-restauración capitalista.

El grado superlativo de las capacidades militares en relación al lugar que ocupa la formación capitalista de Rusia, el hecho de que es un país que se mantiene por fuera –y forzado a hostilizar a– los entramados de la gobernanza imperialista, y la ascendencia que esto le otorga sobre algunos países de su vecindad inmediata o más lejanos que lo ven como un contrapeso relativo al imperialismo, lo convierte en un caso de dependencia en extremo atenuada. Esta atenuación no se da en lo económico donde su subordinación es más clara. No debemos perder de vista que esta categoría transitoria da cuenta a la vez de una situación en cierta medida fluida y dinámica: en los momentos de mayor disgregación que siguieron a la restauración, Rusia se asomó al riesgo de desmembrarse y descender todavía más en la escala de poder mundial; fue la estabilización y recuperación durante los años de Putin le permitió reafirmar su posición en este estrato de potencias de rango intermedio.

A continuación partiendo de un análisis de la formación económicosocial de Rusia, y de lo que muestra la guerra de Ucrania con su resultado aún abierto, buscaremos demostrar los fundamentos de la caracterización planteada.

Baja productividad, poco valor agregado y alta dependencia de las materias primas

El PBI de Rusia en 2021 ocupó el puesto número 12 en el ranking mundial de países. Se trata del país de mayor superficie, y noveno en términos de población, pero en términos de tamaño económico corre detrás de Brasil o Corea del Sur. Su economía equivalió el año pasado a 7 % la de EE. UU.

Para darnos una magnitud del retroceso que atravesó Rusia desde el colapso de la Unión Soviética, basta considerar que en 1985, según estimaciones de la ONU esta tenía una economía que era la tercera del planeta, después de las de EE. UU. y Japón, y representaba algo menos de 22 % de la de la primera potencia imperialista. Hay aspectos en los que esta formación resulta incomparable con el capitalismo establecido desde 1991 y sesga las comparaciones. Pero más allá, y de que el territorio de la URSS era mucho más extenso que el de la Federación actual, esta reducción territorial no es el factor más determinante en el retroceso de la economía, sino que lo es la involución que atravesó la misma. Desde que la burocracia se convirtió en clase capitalista a través de una salvaje desposesión de la propiedad nacionalizada, la economía rusa se redujo a paso acelerado. Durante el gobierno de Boris Yeltsin, el PBI cayó no menos de 50 % acumulado [1]. Entre 1992 y 1998, solo el año 1997 arrojó un magro crecimiento de 0,8 % del PBI [2].

La economía soviética atravesó desde la década de 1970 –o incluso antes– un marcado estancamiento. La reconversión forzada al capitalismo que impuso la burocracia tras la caída del muro de Berlín, encontró un aparato productivo que, si bien era diversificado y complejo, tenía un formidable atraso. Solo 4 % del aparato productivo estaba al nivel mundial, y entre 7 u 8 % de la producción podía tener estándares adecuados para la exportación [3].

La Unión Soviética tenía en sus últimos años una productividad del trabajo que equivalía al 60 % de la de EE. UU a nivel del conjunto de la economía. En medio del colapso económico de la década de 1990 este indicador llegó a desplomarse hasta equivaler a un tercio del de la economía estadounidense. Aunque posteriormente con la recuperación económica aumentó la productividad, sigue estando en 45 % de la productividad de EE. UU. por persona empleada [4]. Hay estimaciones todavía más dramáticas, que calculan que en sectores tan importantes como el bancario, la construcción, el comercio minorista, la generación eléctrica y la metalurgia, la productividad sería apenas 26 % la de EE. UU. [5]. Indudablemente, la brecha con el imperialismo yanqui es todavía mayor que hace 30 años, y para peor, esto ocurre con una economía mucho menos diversificada y compleja, ya que la infraestructura industrial atravesó un duro desguace desde la restauración.

Dos elementos marcaron un parteaguas para la dinámica del capitalismo ruso, y le permitieron una recuperación relativa, pero que como vimos no revirtieron todo el deterioro que trajo la debacle de la restauración. Por un lado, el ordenamiento político que permitió el relevo de Yeltsin por Vlamidir Putin, sobre lo que volveremos más adelante. Segundo, el boom de los precios de los commodities, que dio un formidable oxígeno a la economía rusa. A las exportaciones energéticas, se les sumará un desarrollo formidable del agronegocio, que permitirá en pocos años que Rusia pase de una posición irrelevante en los mercados cerealeros a competir con Ucrania por el primer lugar en la exportación de trigo.

Este solo elemento, el rol determinante de los precios de la energía para la dinámica del capitalismo ruso, es suficiente para darnos una idea de la precariedad sobre la que se apoya.

Desde 1999 en adelante el comercio exterior y la cuenta corriente de la balanza de pagos fueron holgadamente superávitarios todos los años, permitiendo una acumulación astronómica de reservas en las arcas del Banco Central de Rusia. De acuerdo al Banco Mundial, las reservas pasaron de USD 12,3 mil millones en 1999, a 479 mil millones en 2007. Antes de la guerra de Ucrania alcanzaron un máximo de 633 millones, casi la mitad de las cuáles fueron congeladas por EE. UU. como represalia a la invasión, en un acto con pocos precedentes que violó la intangibilidad conferida a los activos de los bancos centrales.

Que los precios del gas y petróleo se mantuvieran desde comienzos del nuevo milenio bien por encima de los niveles de la década de 1990, más allá de los altibajos, permitió al Estado ruso compensar en parte el lastre de este atraso económico, atraso que en una economía capitalista se traduce en mayores costos y menor competitividad (dificultades para exportar y para evitar que las importaciones abarroten el mercado local, desplazando a la producción nacional). Las empresas energéticas que permanecieron siempre en manos estatales o que fueron renacionalizadas (como la firma Yukos de la que el oligarca Mijaíl Jodorkovski se apropió durante la restauración y fue expropiada durante el gobierno de Putin), subsidiaron ampliamente la energía para la industria, permitiendo así compensar en parte los lastres de competitividad gracias a la renta hidrocarburífera [6]. También la depreciación del rublo, que de acuerdo con el FMI estuvo sistemáticamente 10 o 20 % por debajo de los valores estimados de paridad, sirvió para compensar la falta de competitividad [7].

Gracias a la renta hidrocarburífera, esta cuenta de subsidios que permitió revitalizar la economía de Rusia a pesar de sus debilidades productivas, fue acompañada de niveles manejables de déficit público, que evitaron volver a afrontar episodios críticos en materia de deuda después de la crisis de 1998.

La alta dependencia de exportación de commodities energéticas tiene también otro costado no menor, desde el punto de vista de las herramientas de poder del Estado ruso: al estar estas ventas en manos de empresas estatales, que actúan guiadas no solo por consideraciones económicas sino también por los intereses del Kremlin, y al tener entre sus compradores más importantes a varios ricos Estados europeos, entre ellos Alemania, esto permite usar las ventas de commodities energéticos como una herramienta de presión. Esto tiene algunos límites, desde ya, porque el Estado ruso no puede permitirse hacer nada que dañe severamente la generación de divisas, que su estructura productiva desarticulada necesita para producir, a lo que se suma la dependencia de bienes importados que no tienen sustituto local. Pero Rusia ha hecho un considerable uso de esta arma que le otorga su comercio exterior, como discutiremos más adelante.

La estabilización económica desde el comienzo de milenio, acompañada de un crecimiento bastante vigoroso durante la primera década y más moderado en la siguiente, no puede llevar a engaño. El capitalismo ruso salió de la terapia intensiva que caracterizó su primera década de existencia, y puso freno a la regresión social e involución del aparato productivo que caracterizó ese período, pero no los revirtió.

Las corporaciones rusas, un jugador de segundo orden en la arena internacional

No es sorprendente que Rusia, por el tamaño de su economía y su relevancia en el comercio mundial de petróleo y gas, tenga algunas grandes corporaciones que por valor de activos y facturación se ubiquen en los primeros puestos de los rankings internacionales. Cuatro firmas de origen ruso están entre las 500 empresas más grandes del mundo según Global Fortune 2022. Para poner esta participación entre las firmas líderes en perspectiva, digamos que es inferior a de otras economías de rango intermedio. Brasil cuenta con 8 en el ranking, e India con 9. En un trabajo de 2009, Ted Hopf cita un estudio del Boston Consulting Group que observaba que solo 7 firmas de Rusia podían entrar en la categoría de jugadores globales (“global challengers”), mientras que India contaba con 21 y China con 44 [8]. Desde entonces, estas economías agrandaron su ventaja respecto de Rusia.

La posición de Rusia en lo referente a la inversión extranjera directa (IED) a partir de los datos que releva el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), permite darse una idea del grado de internacionalización alcanzada por el capital de Rusia y su posición relativa a otros Estados. Podemos observar el boom de los precios de los commodities dio aire a la expansión internacional de sus empresas. Además, la elevada liquidez global que estimuló numerosas burbujas en la economía global durante las últimas décadas, alimentada por la política de los principales bancos centrales del mundo de fijar tasas de interés bajas y responder a las sucesivas crisis inyectando dinero, estimularon en Rusia el endeudamiento para financiar la expansión.

Los ingresos generados por los precios mundiales récord de la energía y la disponibilidad de crédito barato en los Estados Unidos y Europa significaron que era barato para las principales empresas de Rusia pedir prestado en moneda extranjera: en promedio, el costo en rublos de los préstamos en dólares fue del 1 por ciento entre 2003 y mediados de 2007. Por lo tanto, hubo una oleada de préstamos por parte de las principales empresas de Rusia, como la empresa de aluminio Rusal, y de muchas empresas estatales, incluida la compañía petrolera Rosneft y el gigante del gas Gazprom. Este préstamo se hizo en parte para generar ingresos de inversión para el desarrollo en Rusia en ausencia de un sector bancario nacional desarrollado, y en parte para financiar compras de empresas o inversiones fuera de Rusia, a medida que las empresas invirtieron tanto en el upstream como en el downstream, y se desarrollaron como actores globales en metales y energía. El endeudamiento en los mercados globales convenía al gobierno ruso, ya que creaba inversiones, y convenía a las empresas involucradas, ya que distribuía sus activos y, a veces, su propiedad, más allá de Rusia [9].

Entre 2002 y 2013, año de mayor flujo saliente de IED generada por Rusia, esta se multiplicó por 20. El stock de IED entre 2000 y 2021 creció por igual múltiplo. Pero estos números, por impresionantes que puedan resultar a primera vista, no fueron una particularidad rusa. En igual período, países como México o Colombia aumentaron su stock de IED saliente en una proporción aún mayor, de 23 veces (aunque el stock total de IED saliente de México era en 2021 la mitad del de Rusia y el de Colombia menos de un quinto). Países como India vieron multiplicar su stock saliente de IED durante 2000-2021 en una friolera de 121 veces, y China 96 veces. Como vemos, el despliegue de Rusia está en línea con lo que ocurría en otros países de desarrollo intermedio, y bien lejos de la expansión que atravesaron algunas de las economías más dinámicas.

La IED generada por Rusia se encuentra extremadamente concentrada en los países de su periferia más cercana. Armenia, Uzbekistán, Bielorrusia, Moldavia, Kazajistán, suman tres cuartos del stock [10], dando cuenta de una expansión internacional muy limitada.

Si miramos tanto la IED generada desde Rusia hacia el exterior como la que se radicó en Rusia desde el extranjero, comprobaremos que la posición neta del país no fue la de generador de inversiones sino la de receptor neto. Esta posición neta deudora en el capítulo de inversión extranjera es una característica de los capitalismos dependientes, mientras que los países imperialistas suelen tener más stock de IED saliente del que reciben del exterior, o en el peor de los casos tener un balance más o menos equilibrado entre ambos stocks [11]. En el caso de Rusia, la expansión de sus firmas en el extranjero se dio de la mano de un aumento aproximadamente similar de ingreso de IED en el país, por lo cual la posición neta se modificó muy poco. Por cada 3 dólares de IED salientes de Rusia en 2021, había 4 de IED entrante. La consecuencia de esta brecha negativa es que, si suponemos iguales rendimientos de ambos flujos de la IED –suposición poco realista pero que sirve para simplificar–, las rentas que la economía rusa recibe del exterior son solo el 75 % de las que genera a capitales extranjeros. Esto muestra una posición de Rusia mucho menos comprometida que la media de los países dependientes, pero lejos de las de cualquier país imperialista o incluso de la “periferia próspera”.

El poderío militar de Rusia y el desafío ucraniano

El poderío militar de Rusia es el elemento que desentona en la caracterización de Rusia como un país intermedio, elevando su posición. En esto se apoyan conceptualizaciones como la de “imperialismo militar” propuesta por Matías Maiello, que tiene un sentido más bien “negativo” en el sentido de definir a Rusia como un país que no puede ser caracterizado como imperialista excepto en este terreno.

El de Rusia es el quinto presupuesto militar del mundo, superado por los de EE. UU., China, Gran Bretaña e India. Es decir que el esfuerzo económico que realiza Rusia para mantener su ejército es muy superior al de otras economías de mayor envergadura que invierten menos, entre ellos los imperialismos alemán (séptimo presupuesto militar) o japonés (octavo lugar).

Con alrededor de un millón de efectivos y otros dos millones de personal de reserva, el ejército ruso se encuentra entre los 4 más numerosos del mundo.

A esto se suma ser uno de los países con mayor poderío nuclear, lo que actúa como un enorme disuasivo contra cualquier ataque de otras potencias a su territorio. El poder nuclear y el volumen militar son herencias de la Unión Soviética. A esto se sumó un esfuerzo de inversión y mejora técnica de la industria militar que rindieron algunos frutos. Desde la guerra de Georgia en 2008 en adelante, Rusia pudo mostrar músculo militar y tener éxito en todas las intervenciones militares que llevó a cabo hasta la invasión a Ucrania, de resultado aún incierto y que en las últimas semanas viene mostrando noticias menos alentadoras.

Pero a pesar del gasto gigantesco y las capacidades militares contantes y sonantes, hay un aspecto “cualitativo” de estas capacidades que es altamente dependiente del desarrollo capitalista. Tiene que ver con la capacidad de incorporar armamento que se encuentre al nivel de la tecnología más avanzada. En esto, el poder militar de Rusia se choca con los límites que le impone una estructura productiva muy desarticulada.

Como observa Stephen Bryen desde el diario prooccidental Asia Times, desde la caída de la URSS el gasto militar se desplomó duramente, antes de volver a recuperarse después de lograr la estabilización de la economía y de la llegada de Putin al poder. Pero a pesar de aumentar el gasto presupuestario, “la producción y la modernización de la defensa todavía están muy rezagadas. En términos prácticos, la falta de dinero para la inversión en defensa en Rusia significó que los equipos no se mantuvieran ni mejoraran” [12]. Debido a las décadas perdidas, “los rusos tuvieron que recurrir a proveedores occidentales para obtener nuevos sistemas. Este fue especialmente el caso de la electrónica, las cámaras y los sensores”. En algunos terrenos esta tecnología –que es “comercial” y no dirigida especialmente a fines militares, cuya circulación los Estados suelen restringir– puede suplir las falencias, pero en áreas más sensibles muestra muchas limitaciones. Entre ellas: el hardware comercial no suele ser muy seguro contra la piratería o la intrusión; a menudo puede ser acceda y contiene “bugs”; el enemigo conoce bien los sistemas utilizados; estos sistemas rara vez utilizan cifrado u otras herramientas de seguridad [13]. Otra consecuencia de las estrecheces presupuestarias relativas –es decir, mucho presupuesto respecto de otros países pero insuficiente para sostener un ritmo aceptable de renovación del equipamiento militar ruso– fue que “el dinero se destinaría primero a artículos de prestigio y solo después a mejorar el hardware antiguo”. Por ejemplo, “mejorar el blindaje y los sistemas de control de fuego en los tanques fue muy lento. Nunca se implementaron actualizaciones importantes, incluidos los sistemas de protección activa”. La mayor parte de los tanques destruidos por el ejército ucraniano, equipado con armas europeas y estadounidenses, carecía de armadura mejorada. No estaban equipados con sistemas de defensa activos, observa Bryen. Aunque como casi todos los análisis sobre la guerra de Ucrania este está sesgado, en este caso en contra de Rusia, no deja de plantear muchos elementos pertinentes sobre puntos débiles del poder militar ruso.

La herencia de un gran poderío militar, renovado y parcialmente modernizado, que el Estado capitalista ruso recibió de la Unión Soviética, fue clave para revertir el retroceso del lugar de Rusia en el mundo sufrido durante la década que siguió a la restauración burguesa. La disposición para ponerla en juego, incluso afrontando la amenaza de sanciones y aislamiento internacional, como ocurrió en 2014 cuando ocupó Crimea y nuevamente en febrero de este año cuando lanzó la invasión a Ucrania, lo convierte en uno de los actores más desafiantes al “orden basado en reglas” del cual EE. UU. y sus aliados de la OTAN se pretenden custodios. Operaciones como la de Georgia en 2008, la ocupación de Crimea o las operaciones en apoyo al gobierno de Bashar Al-Asad en Siria desde 2015, que fueron determinantes para cambiar el curso de la guerra en favor del régimen, fueron centrales para la proyección de fuerza de Rusia que pesó de manera clave en los cálculos de todas las potencias.

La guerra en Ucrania, mucho más ambiciosa que todas las operaciones que lanzó Rusia en los últimos 20 años, también muestra más crudamente las debilidades que ya señalamos en el poder militar ruso. Los objetivos iniciales parecían ir mucho más allá de la ocupación de la zona del Dombás, donde ahora se concentran los combates. Si las fuerzas concentradas en los primeros días alrededor de Kiev y el ataque con misiles que llegó incluso más al oeste eran parte de un plan de ocupación más extendido o apuntaban a una operación relámpago de “cambio de régimen” sin ocupación permanente es motivo de especulación; pero lo cierto es que las fuerzas desplegadas por Rusia inicialmente nunca fueron suficientes para plantearse seriamente las metas. El inicio de la campaña estuvo marcado además por severas fallas en la logística que impusieron un avance muy trabado, y las tropas y tanques rusos quedaron muy expuestos a los contraataques Ucranianos en sus flancos. Aunque al precio de fuertes pérdidas, en la segunda fase de las operaciones el gobierno de Putin apuntó a objetivos más acordes con los medios desplegados, concentrándose en el Este del país, donde fue logrando consolidar la ocupación de más del 20 % del territorio Ucraniano, pudiendo hacer pesar la superioridad de sus fuerzas aunque no sin grandes costos.

En las últimas semanas, sin embargo, el ejército ruso se muestra más bien empantanado, y las fuerzas ucranianas estuvieron lanzando ataques y recuperando algo de terreno. Esto abrió por primera vez interrogantes serios sobre la posibilidad de que Rusia se asiente duraderamente en esta porción del territorio ucraniano. Si se profundizaran los retrocesos rusos en la guerra, la dimensión clave para la proyección de poder de Rusia se vería seriamente comprometida.

El gobierno de Putin no puede permitirse nada que parezca una derrota; mientras que Kiev, con apoyo de EE. UU. y la UE, ve reafirmada la decisión de no aceptar una negociación con Moscú que involucre ceder parte del sudeste del país después de las últimas victorias, por más que estas sean limitadas desde el punto de vista del territorio que recuperó. Todo hace pensar entonces en una escalada. En lo militar, algunos analistas, como George Friedman de Geopolitical Futures, considera probable veamos próximamente un serio aumento de las tropas volcadas por Rusia en Ucrania para asegurarse una victoria [14].

Al mismo tiempo, el Kremlin estaría mostrando en las últimas semanas algo que los gobiernos de la UE ya temían, que es la disposición a máxima potencia su equivalente del “arma económica” que fueron las sanciones con las que las potencias respondieron a la guerra: Rusia puede apelar al chantaje energético. Como dijimos más arriba, ser proveedor de commodities energéticos, cuando este comercio lo manejan empresas estatales y cuando los principales clientes son ricos y poderosos –y socios de la principal potencia con la que Rusia está estratégicamente enfrentada– otorga algún nivel de poder sobre esos clientes. Si bien como parte de los paquetes de sanciones que se vienen anunciando desde que comenzó la guerra, los países de la OTAN y algunos otros aliados anunciaron como parte de las sanciones económicas que dejarán de comprarle gas y petróleo a Rusia, esto es mucho más fácil de anunciar que de materializar. En el caso del gas, Alemania dio de baja, como resultado de la guerra, el ambicioso proyecto de gasoducto Nord Stream 2. Este era un tendido que EE. UU. miraba con mucha preocupación, porque implicaba un estrechamiento de lazos entre Berlín y Moscú, pero nunca logró, hasta el 23 de febrero, que su socio europeo desistiera de llevarlo a cabo. Pero a través del Nord Stream 1, Alemania y otros países de Europa siguieron recibiendo gas regularmente, hasta el momento en que Gazprom anunció que ya seguiría enviándolo, unas semanas atrás. Antes de este corte total, durante los últimos meses hubo reiteradas suspensiones y reducción del volumen transportado, que la empresa atribuyó siempre a dificultades técnicas cuya resolución se encontraba dificultada por falta de insumos a causa de las sanciones contra Rusia.

La energía, si escasea, afecta a todo: la producción, el transporte, la calefacción. Incluso si se puede conseguir, en estas condiciones eso solo ocurre a precios más elevados. Esto genera toda una serie de trastornos, amenazando la actividad económica, afectando las ganancias empresarias, y elevando el costo de vida, que ya venía golpeado por un alza inflacionaria sin precedente hace décadas en los países ricos. Rusia muestra así que tiene la llave del malestar social en Europa, y busca hacer valer eso como represalia y advertencia a los países que apoyan a Ucrania con armamento, inteligencia militar y asistencia financiera. De esta forma, el arma energética dirigida contra la UE pretende aislar a Kiev para debilitarla, y hacer valer su fuerza militar.

El problema de esta estrategia, tal como ocurrió con las sanciones occidentales respecto de Rusia, es que no hay relación directa entre los tiempos de los daños económicos que producen medidas de este tipo, y la decisión de los gabinetes militares o las cancillerías. Para la UE, y especialmente para Alemania, que viene amasando ambiciones de recuperar un peso propio en la geopolítica global, dejarse chantajear por Rusia y ceder a sus pretensiones sería humillante. No hacerlo, puede crear una situación explosiva en un continente que ya atravesó durante la última década y media convulsiones y polarización política como resultado de la Gran Recesión, primero, y de la crisis del covid, después, y donde hoy la lucha de clases está cada vez más caliente.

Son todas malas opciones, pero nada augura que este intento de Putin de hacer pesar su rol de proveedor energético pueda torcer el sistema de alianzas de Ucrania como para impactar sobre el resultado de la guerra, sobre todo considerando que difícilmente EE. UU. se vea conmovido por los apuros energéticos de la UE. Estos, por el contrario, favorecen su intento de reemplazar a Rusia como proveedor de gas y petróleo al viejo continente.

Una pugna por no perder posiciones

La invasión a Ucrania es una acción de agresión, en la cual Rusia pretende como mínimo anexar una parte del territorio del sudeste de ese país. Pero, si bien esta ocupación se inscribe en una ambición del Estado ruso de recuperar la grandeza territorial del Imperio de los Zares o de la Unión Soviética, se inscribe dentro de una trayectoria más bien defensiva y de contragolpe en la que viene actuando la Rusia de Putin más allá de los discursos grandilocuentes de Putin sobre la necesidad de recuperar el glorioso pasado imperial.

Si la estabilización económica de las últimas dos décadas significó poner un freno a la decadencia de la restauración sin revertir sus peores lastres, aunque el manejo de los recursos energéticos y sus rentas haya disimulado la persistencia de esos estragos, en términos geopolíticos el Estado ruso nunca dejó de acumular fracasos en sus intentos de frenar el avance de la OTAN hacia sus fronteras. No bastó ningún despliegue de poder duro o blando –este último muy escaso para el régimen de Putin–, ni la utilización de su rol de proveedor energético o de inversiones como parte de una estrategia de palo y zanahoria, para disuadir a los países vecinos, exintegrantes del bloque soviético, de asociarse a la alianza occidental. La agresión a Ucrania fue resultado de la amenaza de que este país –que estaba gestionando su integración a la Unión Europea [15]– de que este país pudiera iniciar tratativas también para ser parte de la OTAN, lo que reforzaría los lazos ya muy estrechos desde 2014 con las fuerzas militares yanquis.

La ubicación agresiva y “disruptiva” de Rusia respecto de las relaciones interestatales que la Rusia de Putin fue adoptando de manera cada vez más marcada durante los últimos 15 años en sus intervenciones militares, y que con la operación en Ucrania marcó un salto en calidad, busca forzar un freno a este avance de la OTAN, expansión que viene marcando un continuo avasallamiento a las pretensiones del Estado ruso sobre su tradicional espacio de influencia.

Por lo analizado, creemos que es equivocado tanto ubicar a Rusia como una potencia imperialista, pero también cometer el error simétrico, de realizar una lectura campista de la situación mundial y concluir de su choque indirecto con las potencias occidentales que pueda ser un aliado en las luchas antiimperialistas de los pueblos oprimidos. Rusia impugna las pretensiones de las potencias en su periferia inmediata, para lo cual no duda en echar mano de la agresión militar y la opresión a otros pueblos. Por eso mismo, de ningún modo se propone desafiar y subvertir el sistema de expoliación mundial imperialista, sino regatear dentro de él términos que le sean más convenientes reafirmando su esfera de influencia.

 
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