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2 de diciembre de 2024 Twitter Faceboock

Transdiversidades
Marcia Alejandra de Antofagasta: "Para ella, exijo las llaves de la ciudad"
Diana Toro | Administradora Pública.

Una de las primeras mujeres en Chile y Latinoamérica en someterse a una transición de género, y pionera en la cirugía que esto conlleva cuando así lo desea la persona, "Su decisión fue una acción rupturista que la transformó en precursora y promotora del derecho a vivir de acuerdo con su identidad de género», así define la web del Instituto de Derechos Humanos, el legado de Marcia Alejandra Torres Mostajo.

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Reproducimos a continuación la crónica de Pedro Lemebel que escribió para ella en su libro; "Zanjón de la aguada"

Y quizás, para enlazar históricamente el atrevimiento corporal de estos tiempos, es que deseo exponer un pasear transexuado que taconea la vereda antofagastina, el rumbear bolereado de Marcia Alejandra, nombre glamoroso en otro tiempo, nombre ribeteado por el escándalo en los años setenta de la Unidad Popular, nombre estampado en el homofóbico diario Clarín y su titular de PRIMER COLIZA DEL NORTE QUE SE CAMBIA EL SEXO.

Y entonces, para mis verdes abriles de mariquilla poblador, la Marcia Alejandra era casi Marilyn Monroe, casi Liz Taylor, casi Eva Perón, casi la Venus marica del norte, casi la virgen cola de las arenas que ocupada las portadas en los diarios, después de que la ciencia médica de un hachazo le había cortado el sobrante masculino, pero le dejó el casi.

Y fue así que Marcia Alejandra estampó su nombre en la moral chilena, con un golpe de noticioso bisturí; así también, el otrora él se hizo ella por voluntad y valeroso desafío a la madre natura, sobre todo cuando tuvo que afrontar la mirada herida de su padre minero y sindicalista, que vio cómo un relámpago convirtió a su niño del Liceo de Hombres en una niña, a su hijo en hija. Más bien, a la rama coliflora de su proletaria estirpe en una foto de cabaret, en una milonga con largas pestañas de murciélago trasnoche cintura de mosca mestiza, y un par de mamas a lo Jane Mansfield como papayas nortinas de siliconeado vaivén.

Casi fue una verdadera mujer, y casi yo también, por su influencia, me hubiese operado, pero el casi me salvó porque habría quedado tan fea como una cruza entre yegua y guanaco, como una sartén con forma de huaco-hueco. Quizás no tuve el valor de Marcia Alejandra, que en ese momento fue conejilla de indias para la artesanía médica, resistiendo reiteradas cirugías y dolorosos tratamientos para modelar y depilar su cuerpo de coipo varón. Pero aun así, a pesar de ser la made in Chile, quedó regia, morenaza y canchera.

Así la conocí hace unos años, la encontré una noche casi bella, pero el casi de varias décadas la vestía con el mejor traje bordado de aplomo y fulgor.

  •  Casi bella, le dije fingiendo casualidad.
  •  ¿Y por qué casi? me preguntó, también fingiendo inocencia con sus chinescos ojos de arenal azul.
  •  Porque el casi es imprescindible en la acuarela del cosmetiquero, me atreví a darle un consejo a ella, que era una diosa de ronda, una chispa del placer en el desgaste alcohólico de su noche sofisticada y pata mala.

    En poco tiempo me contó muchas cosas, en muchas copas desfiló otro tiempo: sus años cabareteros en el abanico de corazón en el Picaresque, sus amores golondrinos y un brillo de pena casi goteó su mejilla empolvada de rabia lunar. También, y sin darle mucha importancia, me contó su viaje a Egipto en un tour que la llevó por el Nilo relajada como faraona aimara. El viaje se lo pagó con años trabajando en su salón de pluquería, su viejo y único oficio que le dio para viajar por el mundo suspirando ser otra. Es lo mismo que hace actualmente, instalada en un edificio tipo block en el árido paisaje. SALÓN DE BELLEZA MARCIA, MAQUILLAJE, COSMÉTICA, DEPILADO, TEÑIDOS PERMANENTES, ALARGUES DE PELO Y UÑAS, pareciera ser el cartel que mece la brisa húmeda del mar.

    MARCIA ALEJANDRA, se lee en primer plano con letra de emplumada caligrafía, casi como letra humana, letra de boca en boca, el letrero del nombre es familiar, el letrero del nombre es casi una vecina más, que a costa de pelar el ajo, se ganó su social y popular espacio. Así, de arrojada a la noche la encontré esa vida a la Marcita, riendo como lora, cantando con su voz maricueca, diciendo que la otra tarde llegó a la peluquería una señora con una cabra chica, y mientras atendía a la mamá, la cabra chica no le despegaba la vista, escuchando el gorgoreo de la Marcia que iba y venía diciendo que las pinzas, que los palitos, que la tijera y la peineta de cola, que el bálsamo y el cepillo.

  •  Mamá, ¿qué es ella, él?, le preguntó la niña a la mujer que no podía oírla con el casco del secador.
  •  Ella, pues, le contestó la Marcia con ronquera de pedagógico arrabal.
  •  No, le dijo la cabra de mierda, porque usted no habla como mi mamá.

    Entonces la Marcia bebió un sorbo y emocionadamente graciosa me comentó:

  •   Me operé como Frankenstein, niña, me he puesto tetas hasta en la espalda y esta cabra huevona me cachó. La culpa la tiene esta voz de maricon que no se puede operar.
  •  No es la voz, Marcia, le contesté, pensando que yo también conocía a mujeres que hablaban con esa ronca flauta.
  •  No es la voz, insistí más seguro, puede ser la construcción mental de las locas, ese exceso gratuito y delirante en su pensar. Algo así como reimaginar el mundo en un continuo deseo.
  •  No es la voz, porque hay mujeres que también gargarean trinos de lata, pero ninguna diría que se puesto tetas hasta en la espalda.

    Y ése era el punto, ése era el casi que preocupaba a Marcia aquella madrugada de gasa y alquitrán cuando al salir a la calle llorada de Antofagasta, ella mira a lo lejos el mar, aprieta sus brazos en un gesto pueril, y me dice mostrando sus pezones morados:

  •  "Mira, niña, hasta las tetas me las dejaron turnias"

    Así la vi desaparecer esa mañana, hecha un peo manejando su jeep, como una gacela morena que transita relajada su territorio, su Antofagasta, su arena, su mar, su pueblo, el vecindario, la vieja peladora, la comadre y la mojigata, la botillería, el mostrador del almacén donde Marcia apoya sus pechos bizcos. En ningún otro lugar, su nombre resonaría con la misma campana. Sólo en Antofagasta, Marcia Alejandra mariconea mujer y a veces casi feliz. Y no que Antofagasta le haga un favor de integración social al verla tan risueña florear sus calles. Para Antofagasta, ella es casi un lujo, casi un orgullo. Hija ilustre del atrevimiento, metáfora transexuada del mineral humano. Pero sin cruz. Para Marcia Alejandra, exijo las llaves de la ciudad.

    Marcia Alejandra Torres Mostajo, 1949-2011

    *Texto leído en el seminario "Minorías e integración" realizado por la Escuela de Psicología de la Universidad José Santos Ossa de Antofagasta.

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