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30 de octubre de 2022 Twitter Faceboock

(Re) Calientes: por qué el tiempo se acaba y deberíamos empezar a preocuparnos por la crisis climática
Carolina López | Estudiante de antropología, Facultad de Filosofía y Letras UBA

Marina Aizen, Pilar Assefh y Laura Rocha, integrantes de Periodistas por el Planeta, se propusieron acercar a un público amplio las causas y los efectos de la crisis climática que estamos atravesando como humanidad. Las autoras argumentan por qué este es el problema más urgente de nuestro tiempo.

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Llegó este mes a todas las librerías del país (Re)Calientes [1], el libro de Marina Aizen, Pilar Assefh y Laura Rocha, las integrantes de Periodistas por el Planeta. La tapa llama rápidamente la atención y obliga a frenar en la vidriera a chusmear.

Unas llamas rojas envuelven un megáfono que se nota que tiene mucho para decir. “Es el problema más urgente de nuestro tiempo”, advierten al lector invitándolo a entrar, a conocer, a dejar de lado los prejuicios y zambullirse entre datos duros, anécdotas y experiencias colectivas.

No hay tema que dejen sin abordar: sus plumas cargadas de urgencia recorren los debates más incómodos y controvertidos. Encontramos en sus 141 páginas una descripción del lobby de empresarios y Estados. También, una crítica profunda a las COPs (siglas en inglés de Conferencias De las Partes de la ONU) que sirven para el greenwashing, un “lavado de cara verde” de los responsables de traernos hasta acá. A su vez, nos ayudan a repensar la producción de alimentos y desgranan las narrativas dominantes con las fakes news, al mostrar un movimiento ambiental fuerte que tiene muy buenos argumentos científicos y propuestas para encarar una transición justa y escrita en presente.

Lo más valioso del libro es que está escrito para todo aquel que hoy está fuera “del nicho”. Es un primer acercamiento a la crisis climática que estamos atravesando como humanidad desde una mirada objetiva, sin caer en catastrofismos (que muchas veces nos obturan la posibilidad de imaginar otro final), ni en retos a las poblaciones, que no son responsables, sino sobre quienes caen las consecuencias de las decisiones de empresarios y Estados.

¿Por qué con todos los problemas que tenemos es urgente hablar de la crisis climática?

Las autoras nos hablan de un cambio radical en la composición de los gases de la atmósfera en un lapso de tiempo muy corto. “Un suspiro en la escala cósmica”, afirman.

En menos de dos siglos, desde la revolución industrial de 1760, la quema de carbón y luego el uso sin control del petróleo y el gas, comenzaron a liberar una molécula (dióxido de carbono) que no se desintegra fácil y que se asentó en la capa inferior de la atmósfera funcionando como una gran red que atrapa el calor del sol e impide que se escape al espacio. Las Periodistas por el Planeta son muy contundentes: no dan igual los niveles de CO2 que haya en la Tierra. Marte no tiene dióxido de carbono y eso lo vuelve inhabitable. Venus, por su parte, tiene de sobra, y es por eso que no hay forma de vida biológica que pueda aguantar semejante calor.

Es por este motivo que nuestro planeta subió 1,2°C de temperatura desde el año 1760 y las predicciones a futuro (si seguimos produciendo de la forma que lo hacemos), muestran que esa cifra irá en ascenso generando una serie de modificaciones irreversibles en todo el mundo. En unas décadas podríamos llegar a los 3°C, creando un mundo totalmente distinto al que conocemos hoy los humanos y el resto de las especies que habitan este planeta .

Las autoras repasan algunos de los principales cambios: “Groenlandia se deshace como un pote de helado fuera del freezer. (...) El hielo de millones de años se rompe por dentro y termina transformado en gigantescos icebergs que se desgranan en el mar, sudando como jugadores de fútbol. La superficie helada del océano Glaciar Ártico, que funciona como un enorme escudo protector del mundo entero, también es cada vez más chica. (...) Que no haya nada de hielo ahí no solo afectará a los osos polares, desencadenará una serie de efectos de retroalimentación muy complejos, porque el océano oscuro absorbe más calor. El blanco del hielo, en cambio, lo irradia. Y así, una cosa hace peor a la otra”.

“Creció también el nivel del mar y sus aguas se acidifican, hinchadas de CO2, como quién se llena la boca de caramelos y no puede hablar más. El cambio de composición química afecta la vida marina entera porque el calcio de los esqueletos de los animales más pequeños, que están en la base de la cadena alimentaria, se disuelve en un medio con menos pH. La mayor presencia de CO2 convierte el agua en un medio más ácido, lo que disuelve los organismos compuestos por calcio. Los estratos marinos superiores tienen cada vez menos oxígeno, menos alimento y las barreras coralinas, que son el epicentro de sistemas muy ricos, ya han sufrido cuatro episodios de blanqueamiento por efecto de las temperaturas más calientes de los mares de todo el mundo”, agregan.

Un cuarto de la vida marina depende de los arrecifes de coral. Es por eso que las autoras nos preguntan: “¿Podrá toda la vida adaptarse tan rápido a una transformación tan radical?” ¿Lo lograrán solo algunas especies y el resto se extinguirá?. La respuesta es desoladora, porque la verdad es que la ciencia aún no lo sabe con precisión.

Este recién es el principio de la película, no el final. Quienes vivimos en tierra firme también estamos observando grandes transformaciones. Las olas avanzan, comiéndose las líneas costeras, amenazando ciudades enteras. Los cielos cada vez más calientes son más húmedos y cuando descargan su furia nos lo hacen notar con más intensidad. Los huracanes destruyen todo a su paso. Las lluvias extremas son cada vez más comunes, pero las sequías también, por las olas de calor. Los incendios están aumentando en todos los continentes.

De esta forma vemos cómo las desigualdades del capitalismo se reflejan en el impacto diferencial de esta crisis. En cada uno de estos episodios son los trabajadores y los sectores populares los más afectados. Es por eso que entre tantas preocupaciones económicas y sociales que nos habitan actualmente, la crisis climática debe pensarse de forma interrelacionada con los problemas actuales. No es casualidad que se den de manera coordinada en tiempo y forma una crisis ambiental, social y económica: hay una forma de producción que operó para que lleguemos hasta acá. Es por eso que no hace falta etiquetarlas en “grados de urgencia” cuando podemos encontrar raíces similares en los problemas y pensar en soluciones comunes.

Las autoras aportan datos fundamentales para ver los efectos sociales y económicos de la crisis climática.

Cada año unos 20 millones de personas (casi la mitad de los habitantes de la Argentina), se ven obligados a abandonar sus hogares debido a las consecuencias de los eventos extremos relacionados con el cambio climático”, explican. Dentro de esta cifra global, América Latina aporta 17 millones de desplazados.

Un ejemplo interesante que se menciona es el de Comodoro Rivadavia, una ciudad emblema del petróleo en nuestro país. En marzo del año 2017 un temporal se prolongó por ocho días y cayeron 400 mm de lluvia. Autos y camiones flotaban sin rumbo y se evacuaron a más de 12 000 personas, donde 37 familias perdieron todo lo que tenían.

Pero, según ellas, esta no es la única pérdida que tuvo el país por la crisis climática. La sequía que afectó a la Argentina en 2018 generó una caída del PBI del 2,5%.

Marina Aizen, Pilar Assefh y Laura Rocha afirman que es imposible traducir en dinero la pérdida de ecosistemas, de vidas humanas y hábitats. Sin embargo, nos acercan el estudio publicado a fines de 2021 de la revista Environmental Research Letters que estimó que el PBI mundial podría reducirse en torno al 37% este siglo, más del doble que la caída que tuvo durante la Gran Depresión, por las afecciones que generarían inundaciones, incendios y sequías en la producción capitalista actual.

Sabiendo que es poco probable que las economías se recuperen de manera inmediata luego de fenómenos meteorológicos extremos, el documento publicado agrega que el daño causado por cada tonelada de dióxido de carbono emitida a la atmósfera tiene un valor de más de 3000 dólares.

Aún considerando que estas son cuantificaciones desde la mirada del capital más concentrado, nos sirve para estimar el grado de destrucción al que estamos yendo.

Al momento de escribir este artículo, Infobae publicó en la tapa de su página web una nota donde explica que el Gobierno en Argentina está en alerta máxima al estar perdiendo USD 3.500 millones por la sequía y la cifra va en aumento día a día. Lejos de tomar medidas para revertir la situación, el ejecutivo nacional permite que se siga deforestando y arrasando con los humedales. Y abre las puertas del territorio a actividades extractivas que comprometen el agua.

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Este fenómeno también está dejando a más personas con hambre. El clima se calienta y las condiciones biofísicas del ambiente lo siguen, dejando sin agua para cultivos y animales a millones de personas. Y sin embargo, hay quienes se animan a decir que la resolución de este problema “puede esperar”.

¿Qué estamos comiendo?

Si faltaba un argumento más para ver la gravedad del problema y la necesidad de pensar de forma unida las soluciones para la crisis climática y la catástrofe socioeconómica que atraviesa nuestro país, las periodistas dedican un capítulo entero a la producción capitalista de alimentos en Argentina y el mundo.

Nos traen un dato que pone la piel de gallina: hoy un 30% del total de los alimentos es desechado por los mismos empresarios que la generan porque encuentran más rentable tirarla que regalarla cuando no se vende.

Ellas afirman que estamos viendo una transformación absoluta de los ambientes y sus habitantes, tanto los seres humanos como las especies vegetales y animales. Nos hablan de la soja, un alimento con enorme contenido proteico que sirve para darle de comer a millones de chanchos en China, que luego son faenados de forma industrial. Y nos advierten que prestemos atención cuando veamos un producto abundante y barato (como lo es este grano) porque para que exista tuvieron que desplazar un ecosistema entero para plantarlo.

El ejemplo más cercano de eso es la situación en el del Delta del Paraná y las quemas de humedales recurrentes que no solo están destruyendo biodiversidad, sino que también están afectando gravemente la salud de las poblaciones cercanas.

El desmonte y la destrucción de bosques y humedales para que avance de la frontera agropecuaria no ayuda a mitigar los efectos del cambio climático, por el contrario los aumentan. Están destrozando los sumideros naturales de dióxido de carbono y obligando a poblaciones enteras a desplazarse de su lugar de origen, engordando así los cordones de pobreza de las ciudades.

Las escritoras nos dicen con ironía que de esta forma “el Estado argentino cobrará más retenciones en nombre de la redistribución de la riqueza y el equilibrio fiscal” y que así “el ciclo del negocio y la destrucción se habrá cerrado”.

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No los perdones, porque sabían lo que hacían

Un aporte importante que hace el libro es recuperar archivo histórico para mostrar quiénes son los responsables la mayor cantidad de emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera y cuán conscientes eran de los efectos de sus acciones.

El dato es impactante: “Entre 1751 y 2010 sólo 90 empresas fueron las responsables de 63% de las emisiones acumuladas de CO2”.

Las autoras nos permiten meternos en los directorios de estas empresas, leer y escuchar que decían hace cincuenta años sus principales CEOs.

En 1971, una revista interna de la empresa francesa Total, afirma que si “el consumo de carbón y petróleo mantiene el mismo ritmo en los próximos años, la concentración de dióxido de carbono alcanzará las 400 partes por millón en torno al 2010”. Una precisión en el cálculo sorprendente vista desde la actualidad.

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En 1978, la empresa Exxon comenzó a invertir en investigación científica y su asesor, James Black, señaló: “Una duplicación de los niveles de CO2 va a elevar la temperatura de la Tierra entre 2 y 3°C, un punto a partir del cual los glaciares de la Antártida Occidental podrían volverse inestables. (...) El hombre tiene un margen de cinco a diez años antes de que la necesidad de tomar decisiones difíciles sobre los cambios en las estrategias energéticas sea crítica”.

Pero sin duda, el documento interno más impactante es el de Shell. En 1988 escribían que el aumento del nivel del mar iba a ser un hecho y que países enteros, como Bangladesh, donde viven cientos de millones de personas, iban a tener que ser abandonados.

¿Era esto un problema para los empresarios de la Shell? En absoluto. No sólo no revirtieron sus acciones, aún sabiendo que afectaría radicalmente la vida de millones, sino que las profundizaron para maximizar sus ganancias.

Gracias a estos archivos, ninguna empresa puede alegar desconocimiento sobre la crisis climática y la responsabilidad que les cabe. No pueden apelar al discurso negacionista, ni tampoco postularse como los salvadores de este caos. Están en la mira. Y nos demostraron que somos nosotros quienes tenemos que pensar las soluciones.

Terminamos el libro. ¿Y cómo hacemos?

En su último capítulo, “Conclusiones en modo fast forward” las autoras recopilan algunas de las propuestas que abordan a lo largo de todo el texto.

Afirman que tenemos que “frenar esta dinámica perversa” y encarar una transición “justa” donde abandonemos los combustibles fósiles y “coloquemos las particularidades territoriales, socioeconómicas, de género y raciales” en el corazón de las decisiones que se tomen a partir de ahora. Así nos invitan a ver la crisis como una oportunidad para rearmar y dar de nuevo.

“¿Por qué soñar con tecnologías y modelos viejos, con olor a naftalina, en lugar de apostar por la innovación?”, nos preguntan invitándonos a “volar todo este sistema por los aires”, reconstruyéndolo sobre una base social, ambiental y económica distinta antes de que destruyan todo a su paso.

A través de las páginas del libro nos acercan una descripción precisa, un diagnóstico certero y muchos fundamentos para abrir los ojos. Nos convencen de tomar partido y accionar por el planeta, pensando un nuevo modelo de sociedad. Pero al cerrar el libro queda en nosotros pensar el cómo, el “qué hacer” en palabras de Lenin.

Si bien reconocimos la responsabilidad de los grandes empresarios, la inutilidad de las Cumbres sobre el Cambio Climático y sus voceros de los países imperialistas, las políticas de los Estados en “el sur global” que ceden al extractivismo más feroz creando zonas de sacrificio, todavía no mencionamos qué fuerza es capaz de imponer esta transición que no solo puede ser real, sino se volvió urgente e indispensable para la vida en la Tierra.

Parte de pensar las soluciones es buscar la forma de llevarlas adelante, más aún cuándo los discursos catastrofistas siembran desesperanza entre quienes quieren dejar de ser actores de reparto cuando el mundo les muestra su peor cara.

Empezamos el libro descubriendo que el inicio de la crisis climática fue en el Siglo XVIII con los avances de las emisiones de dióxido de carbono y el desarrollo del capitalismo. Mientras que hay algunas estrategias que exigen a las poblaciones que reduzcan sus consumos, (sin tener en cuenta que en la crisis económica en la que estamos, una gran parte no puede siquiera cubrir derechos básicos) otros creemos que al haber poco tiempo, hay que ir directo al nudo del problema: la forma de producción.

Es en este campo donde queremos hacer la transición y para eso contamos y somos parte de una enorme fuerza social que tiene que entrar a jugar. Hablamos de quienes encienden día a día las máquinas de las grandes fábricas que contaminan; los que prenden las bombas que extraen petróleo; aquellos que manejan los camiones, tractores, trenes, aviones y barcos; las que apretando un botón llenan de electricidad ciudades enteras.

Y no solo podemos imaginar que el día que se cansen y digan basta, van a frenar todo este engranaje de destrucción. Podemos ver en la historia reciente que está en ellos la fuerza que produce y mueve todo en este planeta.

Los trabajadores de la refinería Total en Francia denunciaron que la multinacional hacía un “lavado verde de cara” hablando de “transición energética” cuando en realidad estaban preparando un plan de despidos masivos. Rápidamente las organizaciones ecologistas se sumaron a las acciones callejeras de lucha y redactaron en común un documento titulado “Reconversión de la refinería de Grandpuits: por qué el proyecto de Total no es ni ecológico ni justo”.

Allí afirmaron que: “Las elecciones de Total están principalmente basadas en la rentabilidad (...) sin tener en cuenta necesidades de los territorios en los que se establece el grupo, el futuro de sus trabajadores y la necesidad de cambiar radicalmente nuestros modos de consumo y producción frente a la crisis ecológica”.

Todas las refinerías del país se frenaron por 48h. Se paró la extracción y la distribución, metiendo en graves problemas a los CEOS de Total y mostrando una poderosa (e impensada) alianza entre trabajadores y ecologistas.

No hace falta cruzar el continente para ver toda esta fuerza. En el sur de nuestro propio país los sindicatos del puerto, la pesca y la alimentación entraron en escena para frenar los planes extractivistas del Gobierno con la ley de rezonificación minera. Los maquinistas del SICONARA, los marineros del SOMU y los estibadores del SUPA, declararon un paro por tiempo indeterminado afectando uno de los principales ingresos de dinero de la provincia de Chubut. Nada entró ni salió por ese puerto.

A los 4 días, los mismos políticos oficialistas y opositores que habían votado el ingreso de las mineras, fueron obligados a dar marcha atrás porque se paralizó la producción.

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Solo dos ejemplos muestran otro camino posible. No es fácil, no es lineal, pero ahí está la fuerza para vencer. Esta clase social que está siendo afectada social, ambiental y económicamente por este sistema tiene que ponerse de pie para que podamos sacarnos de encima como humanidad a todos los que hasta el día de hoy tomaron decisiones pensando en su propio beneficio, aún sabiendo que nos arrastraban a todos.

 
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