www.laizquierdadiario.com / Ver online / Para suscribirte por correo hace click acá
La Izquierda Diario
5 de febrero de 2023 Twitter Faceboock

Más allá de la “Restauración burguesa”: 15 tesis sobre la nueva etapa internacional en contrapunto con Maurizio Lazzarato
Matías Maiello | @MaielloMatias
Emilio Albamonte

El texto que publicamos a continuación fue presentado como contribución de Emilio Albamonte y Matías Maiello para los debates de la próxima conferencia de la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional –impulsora de la Red Internacional de La Izquierda Diario– que se realizará en los próximos meses. Incluimos también una versión en formato PDF para facilitar la lectura.

Link: https://www.laizquierdadiario.com/Mas-alla-de-la-Restauracion-burguesa-15-tesis-sobre-la-nueva-etapa-internacional-en-contrapunto-con-Maurizio-Lazzarato

A continuación vamos a desarrollar algunas definiciones y debates en torno a la nueva etapa que se ha abierto en la situación internacional y al funcionamiento del capitalismo actual que consideramos relevantes para pensar las perspectivas de la revolución. Para ello vamos a hacer un contrapunto con las tesis del sociólogo y filósofo Maurizio Lazzarato. Autor que, especialmente en los últimos años, ha dedicado su producción a debatir sobre la guerra, el fascismo y la estrategia revolucionaria, en libros como El capital odia a todo el mundo (2019); Guerras y capital (2021) con Éric Alliez; ¿Te acuerdas de la revolución? (2022); y Guerra o revolución. Por qué la paz no es una alternativa (2022).

En su momento, Daniel Bensaïd señalaba que luego de la derrota del ascenso del 68 se había iniciado un movimiento de retirada y deserción del campo estratégico; dentro de él, Foucault y Deleuze aparecían como expresión del “grado cero de la estrategia” [1]. Sin embargo, también es un hecho que ambos autores dedicaron parte de su obra a pensar, a su manera, los problemas de la guerra y que, para ello, discutieron sobre la teoría de Carl Clausewitz. Lazzarato se para críticamente sobre estos autores aprovechando esta segunda veta y señala, por ejemplo en el caso de Foucault, que: “Su postura es única, original, pero desvaloriza y desprecia la tradición estratégica revolucionaria del siglo XX (Lenin, Trotsky, Luxemburgo, Mao, Giap) que es la única capaz de ponerse al nivel de un Clausewitz, continuando e innovando de manera radical conceptos que, en el general prusiano, son analizados solo desde el punto de vista del Estado” [2].

Lazzarato tiene el mérito de poner en el centro estos debates. Sin embargo, sus conclusiones se emparentan con cierto “sentido común” que tiende a presentar la situación en términos de fascismo y guerra, no ya como posible perspectiva sino como realidad actuante en el presente, lo que lleva a confundir los ritmos, a diluir las características distintivas de la situación actual y, sobre todo, a opacar el horizonte de lo que “se viene” y la cuestión, central para los revolucionarios, de la necesaria preparación de cara a estos acontecimientos. En este marco, se planean una serie de debates estratégicos que iremos reseñando en función de cada una de las tesis. Un hilo conductor de estas páginas, desde el punto de vista conceptual, será la necesidad de recuperar (críticamente) la fórmula de Clausewitz de la guerra como continuación de la política por otros medios –que desde los años 70 a esta parte ha sido cuestionada desde múltiples ángulos–, para abordar algunos de los fenómenos que atraviesan la situación internacional.  

[PARTE I]

“GLOBALIZACIÓN” Y GUERRA. LA CONTINUACIÓN DE LA POLÍTICA POR OTROS MEDIOS

Tesis I. La guerra en Ucrania se diferencia de todas las guerras de las últimas tres décadas y plantea el inicio del cuestionamiento abierto (incluso militar) del orden mundial establecido a partir de la “restauración burguesa”.

En un artículo de 2011, “En los límites de la ‘restauración burguesa’” [3], analizábamos la ofensiva neoliberal (que incluyó la caída del Muro de Berlín y la restauración capitalista en aquellos países donde se había expropiado a la burguesía) como una tercera etapa de la época imperialista, marcada por la ausencia de revoluciones –una vez cerrado el ascenso de la lucha de clases de los años 70 [4]– y, en ese sentido, comparable a las décadas sin revoluciones que siguieron a la derrota de la Comuna de París en el siglo XIX.

En cuanto a la guerra, la etapa de la “restauración burguesa” estuvo atravesada por una primera tanda de conflictos que incluyó la guerra de Bosnia (1994-95), la de Kosovo (1998-99), la guerra del Golfo (1991), entre otras, que tuvo como característica distintiva la hegemonía indiscutida de EE.UU. y la OTAN. Tanto es así, que muchos vieron el accionar del imperialismo como el de una especie “policía del mundo”. Con el 11S, el peor atentado en territorio norteamericano, cambia el escenario de las guerras presentadas como “humanitarias” y Bush inicia la llamada “guerra contra el terrorismo” como vía para recomponer el liderazgo imperialista de EE. UU. Una guerra contra enemigos difusos –que incluyó medidas internas (Patriot act)– y que dio lugar, en primer término, a la guerra de Afganistán (2001) donde EE. UU. logró encolumnar tras de sí a una amplia coalición internacional. Un cambio importante se produjo ya con la guerra de Irak a partir de 2003, cuando EE. UU. encontró la oposición de Alemania, Francia y Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU para lanzar la invasión mostrando una importante grieta. Todas estas guerras buscaban consolidar en un primer momento y, luego del 11S, recomponer el orden mundial dirigido por EE.UU., aunque a partir de Irak en 2003 empieza un proceso de degradación de este esquema.

En un punto límite de esta situación podríamos ubicar las intervenciones imperialistas luego del estallido de la Primavera Árabe en Libia (2011) y Siria (2014) donde se ven cambios significativos. EE. UU. intervino en Libia a desgano –cargando con el empantanamiento en Irak y Afganistán– bajo el extraño precepto de “conducir desde atrás”. Sobre todo en Siria ya puede verse claramente cómo, producto del retroceso hegemónico de la potencia norteamericana, diferentes actores regionales van a intervenir “por procuración” en la guerra con juego propio y, en el caso de Rusia, directamente en apoyo de Al-Assad. La conquista de Crimea por Rusia en 2014, que no llega a ser una guerra en el sentido pleno del término por la poca resistencia encontrada por el ejército de Putin (incluso parte de los mandos ucranianos asentados allí –formados en Rusia– se pasaron de bando), ya anticipa una transformación que se van a concretar con la guerra en Ucrania iniciada en 2022. Esta última plantea un cambio histórico fundamental: marca, más allá de los ritmos que no necesariamente serán lineales, el inicio del cuestionamiento abierto (militar) al orden mundial de los últimos 30 años, en este caso por parte Rusia, pero donde asoma detrás China como la gran potencia “revisionista” –que pone en entredicho la hegemonía (declinante) de EE. UU.– de la actualidad.

En un reciente libro, Guerra o revolución. Porque la paz no es una alternativa, Lazzarato señala que: “Para los revolucionarios de la primera mitad del XX, el capitalismo era inconcebible sin la guerra entre Estados, sin guerras civiles contra el proletariado, sin guerras de conquista. A diferencia de nuestra consternación y desconcierto, este gran realismo político les permitió no verse sorprendidos ni desprevenidos ante el estallido de la Gran Guerra” [5]. Si bien en aquel entonces estas consideraciones solo podrían ser aplicadas a un reducido núcleo de revolucionarios, el contraste que marca Lazzarato con la etapa actual es evidente. En este sentido, volver a reflexionar en profundidad sobre la relación entre guerra y política –cuestión que intentamos hacer con Estrategia socialista y arte militar– es cada vez más fundamental. Lazzarato también se propone esto retomando críticamente las lecturas de Michel Foucault, Gilles Deleuze y Félix Guattari sobre Clausewitz, de aquí el contrapunto que sigue. ¿Cómo repensar la relación entre guerra y política luego de décadas de neoliberalismo y “restauración burguesa”?

Tesis II. El avance relativamente pacífico de la ofensiva neoliberal durante varias décadas estuvo basado en la extensión de la democracia capitalista y el “pacto social neoliberal” (elitista, pero que incluyó sectores de masas a través del consumo, el crédito, etc.). Hoy ambos pilares de la hegemonía burguesa se encuentran en una crisis estructural.

La explicación de Foucault sobre el neoliberalismo realizada en sus conferencias en el Collège de France en 1979, publicadas como Nacimiento de la biopolítica, tiene una importante influencia entre la intelectualidad hasta el día de hoy. Nos detendremos brevemente en ella, ya que cruza varios debates que abordaremos. Para el filósofo francés, el nacimiento de la biopolítica se inscribe en la matriz gubernamental del liberalismo. A partir del siglo XIX tiene lugar una transformación crucial de la gubernamentalidad moderna mediante la introducción de la economía política como principio de limitación de la acción de gobierno, que solo podrá hacer “lo que debe hacer” si respeta las leyes “naturales” de la economía.

Para fundamentar esta conclusión, Foucault realizará un recorrido que va desde el liberalismo clásico de los fisiócratas o Adam Smith, donde se desarrolla la desconfianza/”fobia” hacia el Estado que reemergerá con fuerza en el discurso neoliberal. Un viraje fundamental tendrá lugar a partir de 1870 con el pasaje de las concepciones “clásicas”, que aún referían al valor trabajo como explicación del excedente y la ganancia, a la escuela de la utilidad marginal (Jevons, Menger y Walras). Esta última atribuye el comportamiento de los individuos a una naturaleza egoísta de un conjunto de “agentes económicos” activos y libres. El valor de un bien pasa a depender de la utilidad que tenga para los diversos agentes. En esta nueva teoría del valor, el acento pasa a estar puesto en el deseo subjetivo.

En el modelo neoliberal el individuo deviene sujeto racional a través del reconocimiento de la posibilidad de maximizar sus capacidades y gestionar sus conductas apuntando a fines determinados, todo ello con el fin de lograr el mayor beneficio con los menores costos. Aquí, afirma Foucault, hay un importante componente del orden de la internalización de la obediencia, de la sujeción a un poder exterior creyendo ejercer la propia libertad singular. El neoliberalismo lleva mucho más allá la lógica del liberalismo. No se trata solo de imponer límites a la acción estatal, sino que la economía de mercado se constituye en el principio de regulación interna de la acción gubernamental. A su vez, el neoliberalismo norteamericano procuró extender la racionalidad del mercado, sus esquemas de análisis y sus criterios de decisión, incluso a ámbitos no primordialmente económicos, como la familia, la natalidad, la delincuencia, la política penal, etc.

Lazzarato realiza una crítica a esta concepción del neoliberalismo en tanto que: “La insistencia con que Foucault define las técnicas de poder como ‘productivas’, que nos pone en guardia contra toda concepción del poder ‘represiva’, destructiva y bélica, no se corresponde con la experiencia que tenemos del neoliberalismo” [6]. Para Lazzarato, se trata de un abordaje “eurocentrista” donde Foucault subvalora la importancia de las dictaduras en la periferia para la propia imposición del neoliberalismo, empezando por Latinoamérica, el laboratorio chileno y la dictadura de Pinochet, la argentina y el resto de las dictaduras que se impusieron en la región con la derrota del ascenso de los 70 [7]. Según el Lazzarato, el caso de América Latina demuestra que sin la fuerza el poder no tendría ninguna posibilidad de incitar a una subjetividad movilizada por los deseos de trabajar, consumir y convertirse en “capital humano”. Para que la gubernamentalidad neoliberal pueda operar, señala, es necesario cancelar la experiencia revolucionaria. Y, a su vez, para que siguiera operando fueron necesarias todas las guerras de EE.UU. y la OTAN de las últimas décadas.

Efectivamente, el avance de la ofensiva neoliberal a través de métodos esencialmente pacíficos –en comparación con la primera mitad del siglo XX– en los países centrales no puede ser entendido sin las dictaduras en la periferia (a las que habría que agregar las del sur de Europa: Estado Español, Portugal, Grecia). Pero tampoco –y este elemento aparece subvaluado en Lazzarato– sin las posteriores “transiciones a la democracia” que llevaron a cierta generalización de la democracia liberal (aunque excluyendo regiones estratégicas como el Norte de África y Medio Oriente). El establecimiento global de la hegemonía neoliberal no puede entenderse sino como la integración a escala internacional de ambos procesos. Así, también fue clave el establecimiento de un “pacto social neoliberal” (mucho más elitista y con una base social más restringida que el de la posguerra) que combinó la exaltación del individuo y su realización en el consumo con el aumento de la explotación, degradación social de la mayoría de la clase trabajadora, la desocupación y la pobreza, siendo el “clientelismo” y la criminalización las políticas fundamentales del neoliberalismo para estos sectores.

A partir de 2008, con el salto en los niveles de desigualdad a nivel global y, actualmente, con las consecuencias de la guerra, aquellas técnicas “productivas” del poder propias del neoliberalismo ligadas al consumo, al crédito, etc., así como la propia democracia burguesa, se encuentran en una profunda crisis estructural.

Tesis III. La principal novedad de la situación actual en términos bélicos es la irrupción de la guerra interestatal con el involucramiento de potencias en ambos bandos (aunque con EE. UU. y la OTAN actuando por procuración). La “inversión” de la fórmula de Clausewitz impide comprenderla.

Las tesis sobre la biopolítica de Foucault no dan cuenta del conjunto de su obra. Su evolución sigue de algún modo la de los movimientos políticos. Previamente, al inicio de los 70 en el marco del ascenso, Foucault había adoptado un modelo centrado en la idea de una especie de guerra civil permanente como modelo de comprensión de las relaciones de poder [8]. De esta etapa viene su inversión de la fórmula de Clausewitz. Para el general prusiano “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Esto significa, por un lado, que es la política la que engendra a la guerra y no a la inversa, por lo cual para entender una guerra tenemos que comprender cuál es la política que le ha dado origen. A su vez, en la fórmula de Clausewitz la guerra se distingue por la utilización de determinados medios (violencia militar). La inversión que realiza Foucault trastoca estos términos, se basa en la suposición de que “el poder es la guerra continuada por otros medios”, y agrega que: “En este punto invertiríamos la proposición de Clausewitz y diríamos que la política es la guerra continuada por otros medios”. Para el filósofo francés, esta inversión de la fórmula está directamente ligada a una concepción donde “el mecanismo de poder es esencialmente la represión” [9].

Lazzarato realiza una aproximación particular a este tema a partir de establecer un estrecho vínculo entre la inversión de la fórmula y la guerra colonial. Afirma que: “si la política es […] la continuación de la guerra por todos los medios, lo es en la medida en que no es la ‘guerra regular’, sino la guerra colonial la que le dio su impulso a la ‘guerra total’ y la que no conoce la paz” [10]. Este planteo lo desarrolla como crítica al propio Clausewitz, señalando correctamente que, como teórico de las guerras napoleónicas, ignoró, por ejemplo, la guerra contra la revolución haitiana. Señala que Clausewitz fue un pensador solo de la guerra europea, es decir, de una guerra donde la perspectiva era la de un cierto equilibrio entre los Estados –y, en este sentido, continuación de la política estatal–. En el resto del mundo, donde la guerra era llevada adelante por los imperios coloniales, esta no había dejado de ser de conquista y saqueo. Así, según el autor, la fórmula de Clausewitz ya estaría invertida desde siempre [11].

Ahora bien, a nuestro modo de ver, de la señalada omisión de Clausewitz no se desprende la inversión de la fórmula. La guerra colonial sigue siendo la continuación de la política (imperialista) por otros medios. Claro que este punto se cruza con un tema que ha dividido a “clausewitzianos” y “anti-clausewitzianos”: la capacidad de abordar con la teoría de Clausewitz las guerras llamadas “irregulares”. Dicho muy sintéticamente (para una explicación más amplia remitimos a Estrategia socialista y arte militar), el general prusiano distinguía una relación variable entre tres “tendencias” presentes en toda guerra debajo de sus diferentes manifestaciones concretas (lo que llamaba “la extraña trinidad”). A saber: el odio o impulso elemental (asociado preferentemente al sujeto “pueblo”), el cálculo de probabilidades (ligado al ejército y los generales) y la política (vinculada al gobierno).

Comentaristas de Clausewitz –que podríamos llamar “anticlausewitzianos”– sostienen que esta trinidad no sirve para comprender las “guerras irregulares” (donde entrarían los movimientos revolucionarios), sobre todo porque las formaciones irregulares no tienen a la cabeza al gobierno de un Estado nacional. A la inversa, entre los “clausewitzianos” se ha sostenido que la trinidad “no representa una rígida descripción sociológica de la guerra […] El concepto de Clausewitz de la subordinación de la guerra a la política, por ejemplo, es aplicable a cualquier entidad política, que establece metas y posee medios violentos a emplear para alcanzar sus objetivos” [12]. En este sentido, se ha propuesto la utilización de conceptos más inclusivos: en vez de los de “pueblo”, “ejército” y “gobierno”, utilizar respectivamente “base popular”, “luchadores” y “liderazgo” [13], entre otras reformulaciones. Esta segunda alternativa es la más pertinente si queremos comprender la “guerra irregular”, en la medida en que, aunque no se enfrenten dos Estados soberanos propiamente dichos, hay política a ambos lados de la trinchera y esta sigue siendo la que origina la guerra.

Lazzarato, más cerca de las soluciones anti-clausewitzianas, señala que la “guerra irregular” extrae sus términos de las guerras coloniales para contraponerla a la explicación de Foucault del neoliberalismo a través de la biopolítica. “Prisionera de la acción positiva de un capitalismo lavado –dice–, purificado y reducido al ‘mercado’, a la ‘empresa’, al ‘capital humano’, a la ‘libre competencia’, etc., la biopolítica difícilmente puede ayudarnos a pensar lo que debe pensarse de/en la coexistencia sistemática del fascismo y de la democracia...” [14]. Bajo esta óptica, para Lazzarato, frente al capitalismo “hay que abstenerse de la idea de que ‘está esperando la guerra para transformarse en un gobierno de la destrucción de lo humano’. Porque el individualismo posesivo del liberalismo, reciente o antiguo, no abraza la destrucción en la recta final de su carrera: para salir del enredo del ‘gobierno a través de la crisis’, genocida y ecocida desde el principio, se funde con la gubernamentalización de la guerra en todas sus formas (coloniales y endocoloniales, neocoloniales y poscoloniales)” [15].

En este sentido, la conclusión que sacará más de conjunto Lazzarato es que no se trata tanto de “la inversión de la fórmula” –aunque parte de esta– sino de una cierta identificación de la guerra con la política y viceversa. Para el autor: “La política ya no es, como en Clausewitz, la política del Estado, sino una política de la economía financierizada imbricada en la multiplicación de las guerras que se desplazan y enlazan la guerra de destrucción en acto con las guerras de clases, de razas, de sexos y las guerras ecológicas que proporcionan el ‘entorno’ global de todas las demás” [16]. De esta forma, retomando al último Foucault de “El sujeto y el poder”, Lazzarato señala que la gubernamentalidad no reemplaza la guerra, sino que la controla, organiza y gobierna, es una gubernamentalidad de las guerras. Es decir, que el poder y la guerra, las relaciones de poder (relación asociativa entre gobernantes y gobernados) y las relaciones estratégicas (relación entre adversarios) no deben ser pensadas como momentos sucesivos, sino como relaciones que coexisten y se invierten constantemente.

La idea de que la política “ya no es la política del Estado sino una política de la economía financierizada” impide comprender cabalmente la principal novedad de la situación actual: la irrupción de la guerra (interestatal) en Ucrania donde, hasta el momento, EE.UU. y la OTAN actúan por procuración. Una guerra que ya ha desplegado consecuencias a nivel global. Al mismo tiempo, la indistinción entre “guerra” y “paz” en términos de la lucha de clases omite el hecho fundamental de que la pura resistencia no es guerra y que esta solo se inicia con la defensa, entendida en términos clausewitizianos como combinación con la mayor cantidad de elementos ofensivos posibles. Pero sobre esto último volveremos más adelante.

Tesis IV. La utilidad de la fórmula de Clausewitz –como punto de partida– no remite solo a la continuidad entre política y guerra, sino a la capacidad de distinguir entre diferentes situaciones y temporalidades. Estas distinciones son indispensables para la estrategia.

Si bien la crítica de Lazzarato al Foucault del Nacimiento de la biopolítica tiene la virtud de desarmar la idea –muy extendida por cierto– de que el neoliberalismo actúa pacíficamente sobre la subjetividad dejando de lado su naturaleza violenta, por otro lado, al concebir una “guerra continua” establece un tiempo homogéneo que obstaculiza la reflexión estratégica. Hay dos peligros a la hora de analizar el derrotero de las últimas décadas. Uno es no ver la guerra, es decir, no tomar nota que la guerra fue fundamental para imponer el neoliberalismo (ya sea guerra civil o elementos de ella, o guerras convencionales como Malvinas) y quedar ciegos ante el fenómeno de la guerra en general cediendo a una especie de atrofia del pensamiento estratégico producto de la ofensiva neoliberal. Pero otro peligro es confundir el avance despótico del capital con la guerra misma. Por este último camino se configuraría un procedimiento intelectual, inverso al de la socialdemocracia criticado por Benjamin [17] (basado en la idealización del desarrollo de las fuerzas productivas) pero emparentado en su concepción de un tiempo homogéneo, en este caso, el de una guerra permanente que hace virtualmente indistinguibles los conceptos de “guerra” y “paz”.

Para el pensamiento estratégico, la clave justamente son las distinciones sin las cuales es imposible pensar las transiciones. La paz nunca es total, pero eso no implica su transformación automática en guerra. Un crecimiento capitalista, más en la época imperialista, nunca es armónico, pero eso no implica que haya crisis permanente. La mayoría de los regímenes políticos burgueses en la actualidad tiene algún grado (mayor o menor) de crisis de hegemonía, pero eso no implica directamente un estado de guerra civil. Este tipo de problemas son fundamentales para la estrategia, para poder trabajar sobre la discordancia de los tiempos entre las crisis económicas, políticas, militares, etc. y la subjetividad de la vanguardia y el movimiento de masas. Sin captar estas diferentes temporalidades la estrategia es incapaz de cumplir su objetivo: vincular los combates aislados con el objetivo de la guerra.

Si el evolutivismo socialdemócrata es, por definición, incapaz de pensar y anticipar la guerra, la indistinción entre guerra y paz tiene consecuencias similares. La clave de la preparación estratégica pasa por la capacidad de tender puentes entre las diferentes temporalidades del proceso histórico. Toda concepción del tiempo homogéneo, ya sea concebido en términos de desarrollo evolutivo (de las fuerzas productivas, de la organización política, de la conciencia, etc.) o en términos de “guerra permanente” es un obstáculo para la estrategia revolucionaria.

Por todo esto una pregunta fundamental que nos tenemos que hacer es ¿en qué momento estamos? De conjunto, como señala Claudia Cinatti, la guerra de Ucrania confirma que con la crisis capitalista de 2008, que puso fin a la prolongada hegemonía neoliberal, agravada por la pandemia y la crisis ambiental, se ha abierto un período en el que las tendencias profundas de la época imperialista de guerras, crisis y revoluciones (Lenin) están nuevamente a la orden del día. Más concretamente, esto significa que se reducen los márgenes para el desarrollo evolutivo y que las crisis, el militarismo de las grandes potencias, así como las tendencias a la revolución y la contrarrevolución, están inscriptos, no solo en la lógica de la época histórica (imperialista) sino también en la etapa [18].

Ahora bien, cuáles serán los ritmos de estas tendencias aún está por verse. Las tendencias a mayores enfrentamientos militares, incluidos los enfrentamientos entre potencias, están cada vez más inscriptas en la situación mundial a partir de la guerra en Ucrania; más aun teniendo en cuenta que toda guerra puede tender a independizarse de sus objetivos políticos porque posee su propia gramática, proclive a “accidentes” y a la escalada. Pero esto aún no es una realidad y es justamente lo que los socialistas tenemos que luchar por impedir como destino de la humanidad mediante la revolución.

Tesis V. Una de las principales contradicciones de la etapa actual se da entre la inaudita internacionalización del capital e integración de las cadenas de valor de las últimas décadas y la tendencia a una renovada competencia interestatal, cada vez más militarista, entre potencias.

La “inversión” de la fórmula de Clausewitz que realizan Deleuze y Guattari es diferente a la de Foucault. En Mil mesetas (publicado originalmente en 1980) desarrollan el concepto de “máquina de guerra” en buena medida en contrapunto con el de “guerra absoluta” –en tanto concepto abstracto de guerra– del general prusiano [19]. A partir de allí distinguen la máquina de guerra por un lado, y el aparato de Estado y la guerra misma por el otro. Es la captura estatal de esta máquina de guerra la que hace de la guerra su objeto al subordinarla a los fines políticos del Estado. En este marco, el término “inversión” tiene para los autores una pertinencia limitada: “para poder decir que la política es la continuación de la guerra por otros medios, no basta con invertir las palabras como si se pudiesen pronunciar en un sentido o en el otro, hay que seguir el movimiento real al final del cual los Estados, habiéndose apropiado de una máquina de guerra, habiéndola adaptado a sus fines, vuelven a producir una máquina de guerra que se encarga de la finalidad, se apropia de los Estados y asume cada vez más funciones políticas” [20].

Deleuze y Guattari tematizan la operación original de monopolización de la violencia realizada por el Estado [21]: por un lado, a través de la incorporación de la violencia en las propias relaciones sociales de producción (la violencia se vuelve estructural) y, por otro lado, a partir de un desplazamiento que transforma la violencia del aparato represivo en violencia policial legal. Ahora bien, a fines del siglo XIX tendrá lugar la construcción de una nueva máquina de guerra capitalista integrando el Estado, su soberanía (política y militar) y todas sus funciones administrativas, modificándolas profundamente bajo la dirección del capital financiero. En el siglo XX, la guerra estatal se volverá, según los autores, una “guerra total” donde los medios utilizados y el objetivo perseguido tienden a perder sus límites [22]. Esta máquina de guerra total presentará dos figuras sucesivas: la primera, el Estado nazi, que hace de la guerra un movimiento ilimitado, un fin en sí mismo; la segunda figura corresponde a la posguerra y refiere a una máquina de guerra que toma directamente como objeto la paz basada en la disuasión nuclear (paz del terror o de la supervivencia) y que se hace cargo del orden mundial en el contexto de la “guerra fría”.

La novedad que se plantea, principalmente en la posguerra, es que la nueva máquina de guerra mundial que los Estados desencadenaron aparece con un grado de autonomización nunca antes visto frente a las instituciones del Estado, al tiempo que se desarrolla un capitalismo monopolista trans-estatal encarnado en las multinacionales y en la oligarquía financiera mundial. A su vez, se afianzan complejos tecnológicos, financieros, industriales y militares que atraviesan las fronteras de los Estados nacionales. De este modo, si la máquina de guerra deja de estar subordinada a un fin político es ante todo porque el fin mismo deja de ser político y se convierte inmediatamente en económico. En este punto, según los autores, “aparece la inversión de la fórmula de Clausewitz: la política deviene la continuación de la guerra, la paz libera técnicamente el proceso material ilimitado de la guerra total” [23].

La “guerra fría”, como tal, “ni trae la paz ni honra a quién la libra” [24]. Sin embargo, estuvo claramente enmarcada en la política de los acuerdos de Yalta y Potsdam sobre el reparto de las zonas de influencia. Sin ser una guerra en el sentido estricto del término incluyó guerras en las fronteras de influencia (Corea, Vietnam, etc.). Estuvo marcada por una amplia gama de procesos revolucionarios en la periferia –incluida Europa del Este– que, hacia finales de los años 60, impactarían en los centros imperialistas dando lugar a un ascenso internacional, clausurado a principios de los 80. El resultado abrupto de la “guerra fría” –que sorprendió a muchos– no se decidió en los mapas de los Estados mayores, ni siquiera en el terreno económico, sino, sobre todo, en el marco más amplio de los resultados de la lucha de clases. De allí una de las principales limitaciones del concepto de “máquina de guerra” para explicar esta realidad; en la adenda del final volveremos sobre esto.

Más allá de la referencia histórica, Lazzarato realiza una apropiación critica de las tesis de Deleuze y Guattari para explicar la globalización, asociándola al desarrollo de aquella máquina de guerra capitalista, donde los mecanismos neoliberales se corresponden con tácticas de guerra del capital (consumismo, endeudamiento, etc.). El autor, por un lado, critica acertadamente a Deleuze y Guattari el teorizar una integración progresiva de economías y de culturas heterogéneas sobre la base del desarrollo tecnológico. Afirma que: “La idea de una única y gran máquina (‘el capitalismo mundial integrado’) es uno de los espejismos producidos en los treinta años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y que fueron, vale la pena recordarlo, la excepción y no la regla del capitalismo” [25]. El capital no puede convertirse completamente en mercado mundial porque es incapaz de separarse del Estado, “por eso es imposible crear una sola gran máquina de guerra o convertirse en un Imperio [26]. Por otro lado, Lazzarato hace suya la idea de que la máquina de guerra total ya no toma como objetivo la guerra sino la “paz” (del terror). En este marco, el autor afirma que la reversibilidad entre la guerra y la economía está en la base misma del capitalismo (con la guerra, el dinero y el Estado como fuerzas constitutivas del capitalismo): “la economía persigue los objetivos de la guerra por otros medios (‘bloqueo del crédito, embargo de materias primas, devaluación de las divisas extranjeras’)” [27].

Sin embargo, ambas cuestiones planteadas por Deleuze y Guattari –la idea de una única máquina de guerra y de que esta ha tomado por objeto la paz– están estrechamente vinculadas y se encuentran en la base de su particular “inversión” de la fórmula clausewitziana. En este punto se plantea uno de los nudos de las elaboraciones de Lazzarato, quien busca articular el pensamiento pos-68 que invirtió la fórmula de Clausewitz y la realidad actual del inicio del cuestionamiento abierto (incluso militar) del orden mundial. Se trata de dos términos incompatibles que remiten a una de las principales contradicciones que atraviesa a las clases dominantes en el capitalismo actual. Por un lado, podría decirse que las máquinas de guerra del capital han tomado como objetivo la “paz”, produciendo la inaudita internacionalización del capital e integración de las cadenas de valor a nivel global de las últimas décadas. Y, por otro lado, que al no haber –ni poder haber– un Estado global, las transnacionales se ven obligadas a contemplar una “razón de Estado” de sus respectivos imperialismos que los pone en competencia (potencialmente militar) con otros.

La idea de que las máquinas de guerra (en plural, según la crítica de Lazzarato) tomaron por objeto la paz del terror es también un espejismo resultado del impulso del avance sin mayor resistencia de la ofensiva imperialista encabezada por EE. UU. hasta comienzos del siglo XXI (producto de la derrota del ascenso de los 70 y de la restauración capitalista de los Estados donde se había expropiado a la burguesía). Esto no quita que aquellos avances hayan tenido consecuencias fundamentales moldeando una integración capitalista global como nunca antes se había visto. Pero, como no hay un Estado global, la competencia interestatal entre potencias imperialistas por el reparto del mundo es una elemento consustancial al capitalismo desde hace casi un siglo y medio. La existencia de un enemigo común (“guerra fría”) o de ningún enemigo capaz de oponer resistencia efectiva (situación durante el auge del neoliberalismo) solo es capaz de aplacar estas contradicciones, que vuelven cuando aquellas condiciones se agotan. La guerra de Ucrania ha puesto en primer plano este agotamiento.

Tesis VI. La guerra sigue siendo la continuación de la política por otros medios. El choque entre la integración global bajo la hegemonía norteamericana (en crisis) y el desafío (redoblado) a este orden mundial por parte de las potencias “revisionistas” marca las coordenadas de la política que se continúa en la guerra en Ucrania.

Para captar en toda su dimensión la contradicción que mencionábamos, necesitamos volver a la fórmula de Clausewitz y preguntarnos cuál es la política que se continúa “por otros medios” en la guerra en Ucrania. Luego de la caída del Muro de Berlín, la ilusión de una única máquina de guerra fue, en parte, una herencia de la configuración bipolar de la “guerra fría”, que encolumnaba al resto de los imperialismos detrás de la hegemonía norteamericana en lo que parecía (pero no era) una especie de ultraimperialismo. Decimos que respondía “solo en parte” a aquellos fundamentos porque también estuvo apuntalada por el avance sobre los países del otro lado de la Cortina de Hierro que, convertidos en capitalistas, representaron una fuente renovada de negocios, en especial China. Esta política de integración mundial (globalización), basada en la subordinación de China y Rusia capitalistas, es la que continúa el imperialismo norteamericano y la OTAN en la guerra en Ucrania. Y, de parte de China y Rusia, se trata de cuestionar este orden unipolar, donde cada una lo hace, por ahora, en los términos en los que EE. UU. les viene planteado el conflicto. En el caso de Rusia en términos directamente militares, en el caso de China aún en términos de “guerra” económica, aunque con crecientes tensiones en el terreno militar.

A diferencia de la China atrasada del momento de la restauración capitalista, la Federación Rusa, heredera del arsenal de la URSS, fue vista tempranamente como una amenaza. La política de EE.UU y la OTAN, cuestionada por teóricos “realistas” como John Mearsheimer, que se continúa en la guerra es la de expandirse hacia el este europeo para “cercar” a Rusia sin ir a un enfrentamiento militar directo. En 1999 será la incorporación a la OTAN de Polonia, Hungría y República Checa, durante la primera década de 2000 de Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Albania y Croacia, en 2017 de Montenegro y en 2020 de Macedonia del Norte. Junto con ello, se produjo la injerencia en las llamadas “revoluciones coloridas”, buscando capitalizar revueltas contra regímenes autoritarios en función de la expansión de la influencia norteamericana.

Por su parte, la política que continúa Putin con la invasión a Ucrania –luego de sus infructuosos intentos, a principios de los 2000, de aparecer como socio del imperialismo norteamericano– consiste en recrear un status de potencia militar para Rusia –a través de la reformulación de su ejército y desarrollos armamentísticos– apuntalando la opresión nacional de los pueblos vecinos en línea con lo que supo hacer el zarismo o el stalinismo. Un nacionalismo ruso reaccionario, que tuvo hitos como la guerra con Georgia por el control de Osetia del Sur, el aplastamiento del pueblo checheno, o más recientemente las intervenciones para sostener a gobiernos reaccionarios en Bielorrusia o Kazajistán.

En este marco, la política del gobierno de Zelenski, así como el proceso político que atraviesa Ucrania desde hace décadas, son inentendibles por fuera de una trayectoria pendular signada por el enfrentamiento entre las oligarquías capitalistas locales “pro-rusas” y “pro-occidentales” [28]. Esta incluyo la “revolución naranja” en 2004 y su continuidad en Euromaidán de 2014. Alrededor de estos enfrentamientos se ahondó la división fogueada por los intereses de las diferentes fracciones de la oligarquía local. Todo ello agudizado por la existencia de una significativa minoría rusoparlante (alrededor del 30% de población) y el auge de los grupos nacionalistas de extrema derecha. Una guerra civil de baja intensidad que data del 2014 [29]. La política del gobierno de Zelenski que se continúa en la guerra está abocada a subordinar a Ucrania a las potencias occidentales.

Es decir, lo que vemos en la guerra de Ucrania no es una inversión de la fórmula clausewitziana, sino toda una serie de políticas que se continúan en la guerra. El agotamiento del avance unilateral de la integración mundial hegemonizada por EE. UU. exacerba la contradicción entre la integración internacional de las fuerzas productivas y el retorno del militarismo de las potencias. Así, mientras los Estados europeos despliegan un renovado militarismo, las multinacionales europeas anuncian procesos de desinversión en Europa para fortalecer sus posiciones al interior del mercado norteamericano y escapar al aumento de los costos energéticos provocados por la guerra. O, en el caso de Alemania, vemos la política contradictoria, producto de la división de sus propias clases dominantes, de alineamiento con EE. UU. en la guerra de Ucrania mientras que varias de sus principales trasnacionales (como Volkswagen, Deutsche Bank, Siemens o BASF, entre otras) buscan apuntalar la relación con China, a cuya economía están ampliamente integradas y de la cual dependen. Así, los diferentes sectores burgueses, los más y los menos transnacionalizados, comienzan a divergir en sus intereses, llevando estas brechas a la disputa política al interior de cada régimen (según el nivel de alineamiento con EE.UU. o el de vinculación con Rusia o China).

Por otro lado, lejos de la idea de un “imperialismo colectivo”, según la denominación de Samir Amin que retoma Lazzarato, entre EE.UU.-Europa-Japón, lo que se vio en la escalada favorecida por EE.UU. fue una clara intención de priorizar sus intereses en detrimento de Europa, y de Alemania en primer lugar. De hecho, este elemento puede otorgar una explicación plausible del error de cálculo inicial del propio Putin en la guerra, a partir de una sobreestimación de los intereses (comunes) occidentales en priorizar la integración global.

En torno al desarrollo de estas contradicciones se define la cuestión de los ritmos de la situación, la posibilidad de momentos de “distensión”, como podría pensarse a finales de 2022 a partir de la cumbre entre Xi Jinping y Biden durante la reunión del G20 en Indonesia, o momentos de mayor escalada como sucedió en los meses previos. Lo cierto es que los balances de las fuerzas políticas internas (divisiones entre sectores de las clases dominantes) y externas (disputa entre Estados) vuelven a protagonizar un peligroso juego crecientemente decisivo, donde la política, en tanto economía concentrada (Lenin), es la que engendra la guerra.

Tesis VII. La guerra en Ucrania ya no responde a los modelos de la etapa anterior: lo nuevo es el retorno de los enfrentamientos militares “regulares”, la vuelta de la guerra como “batalla en un campo entre hombres y maquinaria” que puede afectar decisivamente el orden internacional.

En Guerras y Capital (publicado originalmente en francés en 2016, y en castellano en 2021), Lazzarato señala que: “la subordinación completa de la guerra a los objetivos del capital adopta su forma definitiva a finales del siglo XX, cuando el agotamiento de la guerra interestatal da paso al paradigma simultáneamente exclusivo e inclusivo de la guerra –es decir, de las guerras– dentro de las poblaciones al crear un continuum virtual-real entre las operaciones económico-financieras y un nuevo tipo de operaciones militares que ya no se limitan a la ‘periferia’” [30]. Sin embargo, la idea de un “agotamiento de la guerra interestatal” y de su sustitución por guerras “dentro de las poblaciones” es lo que la guerra en Ucrania de 2022 (y en cierta medida la invasión de Crimea en 2014) vinieron a desmentir. Como señala Richard Haass bajo el sugerente título de “10 lecciones sobre el retorno de la Historia”: “Una cosa que aprendimos en 2022 es que la guerra entre países, considerada obsoleta por no pocos académicos, es cualquier cosa menos eso” [31].

El concepto de “guerra dentro de la población”, que utiliza Lazzarato, lo retoma explícitamente de un influyente libro del general (retirado) británico, Rupert Smith, publicado en 2005, The Utility of Force. Allí Smith realiza un recorrido histórico desde Napoleón en torno a lo que denomina el paradigma de la “guerra industrial” que dominó gran parte del siglo XX y que, con el desarrollo de los arsenales de bombas atómicas, va ir quedando obsoleto (llevando a derrotas como la de EE.UU. en Vietnam o, más recientemente, a empantanamientos como en Afganistán o Irak, por ejemplo). En su lugar, se impondrá el paradigma de la “guerra entre el pueblo” (war amongst the people) –vinculada a la genealogía de las “pequeñas guerras” y la “guerra irregular”– donde una de las claves pasa por que “a diferencia de la guerra industrial, en la guerra entre el pueblo ningún acto de fuerza será jamás decisivo: ganando la prueba de fuerza no se conseguirá la voluntad del pueblo y, en el fondo, ese es el único objetivo verdadero de cualquier uso de la fuerza en nuestros conflictos modernos” [32].

Esta ecuación es muy importante. Pero lo que muestra, justamente, es la centralidad en estas guerras de los problemas políticos respecto a los militares. Por ejemplo, el problema clave de la intervención de EE. UU. en Irak a partir de 2003 no fue la derrota del ejército de Saddam Hussein. Como señalaba Carl Schmitt, una cosa es destruir relaciones sociales (lo que puede hacerse con bombardeos o aviación) pero otra mucho más difícil es crear nuevas relaciones sociales que las sustituyan [33]. Si bien el éxito político inicial de EE. UU. consistió en evitar una guerra de liberación nacional, manteniendo y consolidando la división entre sunitas, shiítas y kurdos, siempre fue un problema la incapacidad de integrar a los sunitas, así como a los sectores shiítas opositores al esquema de la ocupación norteamericana. Esto dio fenómenos aberrantes como ISIS, pero también, especialmente a partir de 2016, manifestaciones contra la ocupación, así como protestas masivas contra el desempleo y las terribles condiciones de vida, como vimos en 2019 con más de 100 muertos. Es decir, la lucha de clases (violenta) se transformó en un problema central que impidió la estabilización política.

El problema del libro de Rupert Smith, a pesar de los diversos elementos que aporta para pensar los conflictos militares del último tiempo, es que generaliza (y radicaliza) un modelo que está anclado en las intervenciones militares de EE. UU. y la OTAN que enfrentaban ejércitos débiles o fuerzas irregulares en los años 90 y principios de los 2000 (Bosnia 1995, Irak 1991, 2003, Kosovo 1999, etc.). En su libro, Smith planteaba provocativamente: “La guerra ya no existe. Sin duda, la confrontación, el conflicto y el combate existen en todo el mundo […] y los Estados todavía tienen fuerzas armadas que utilizan como símbolo de poder. No obstante, […] la guerra como batalla en un campo entre hombres y maquinaria, la guerra como un evento decisivo masivo en una disputa en asuntos internacionales: tal guerra ya no existe. Considérese esto: la última batalla real de tanques conocida en el mundo, una en la que las formaciones blindadas de dos ejércitos que maniobraron entre sí con el apoyo de la artillería y las fuerzas aéreas, una en la que los tanques en formación fueron la fuerza decisiva, tuvo lugar en 1973” [34].

Con la guerra en Ucrania, justamente, estos elementos que se pensaban superados han vuelto. No se trataba de que la guerra “ya no existía”, sino que su forma en tanto “batalla en un campo entre hombres y maquinaria” no es constante –es decir, no hay “guerra permanente”– sino que emerge en determinadas ocasiones históricas. Lo que sí tiene razón Smith es que la constante es “la confrontación, el conflicto y el combate”, pero esto, en términos marxistas, nos remite justamente a la lucha de clases y no necesariamente a la guerra propiamente dicha. El ejemplo de los tanques que utiliza el autor es un buen símbolo de lo verdaderamente nuevo que plantea el escenario abierto con la guerra en Ucrania, donde una potencia “revisionista” como Rusia –y no EE.UU., como era costumbre– invade nada menos que un país de la periferia europea apoyado por la OTAN. Si bien esto no implica que muchos elementos desarrollados en las guerras de las últimas décadas no hayan venido para quedarse (empezando por el enorme peso de los medios políticos), en Ucrania se ha mostrado que el “agotamiento de la guerra interestatal” era una ilusión. Es necesario repensar la guerra en el nuevo contexto que vuelve a plantear la perspectiva –no necesariamente inmediata– de la guerra entre potencias.

Tesis VIII. La escala histórica alcanzada por la integración de la economía mundial (que el capitalismo es incapaz de llevar hasta el final) hacen más borroso el límite entre “guerra económica” y guerra militar propiamente dicha. Pero esto implica que la distinción entre ambas es más y no menos fundamental para la estrategia.

Otra referencia muy relevante en el análisis de Lazzarato es el libro Guerra Irrestricta (Unrestricted Warfare), escrito en 1999 por Qiao Liang y Wang Xiangsui, ambos coroneles del ejército chino. Se trata de un libro que ha tenido mucha repercusión y ha llegado a ser presentado como una especie de “plan maestro” de China contra EE. UU. Los autores buscan repensar la guerra en tiempos de globalización y de integración tecnológica, en los cuales, afirman, se ha eliminado el derecho de las armas a determinar qué es una guerra haciendo mucho más borroso qué es y qué no es guerra. Esto teniendo en cuenta, por ejemplo, la capacidad de las organizaciones transnacionales de afectar la política de los Estados, la ampliación de las capacidades de la “guerra económica” en un mundo mucho más integrado económica y productivamente, la dimensión “informática” y “cibernética” de la guerra [35], la comunicacional, el terrorismo, etc.

La integración global efectivamente ha hecho más borroso el límite entre qué es y que no es una acción de guerra. Pero justamente por ello es más importante distinguir entre la “guerra económica” (que no es guerra en el sentido estricto del término) y la guerra militar, valga la redundancia, entendida “como batalla en un campo entre hombres y maquinaria” (Smith). Sin esta distinción seríamos incapaces de comprender la situación concreta. El enfrentamiento Ucrania-Rusia a partir de la invasión de Putin es una guerra interestatal con todas las letras. La intervención de EE. UU. y la OTAN, a través de sanciones económicas, así como asistiendo, entrenando, armando y abasteciendo al ejército ucraniano es abierta, pero su involucramiento militar hasta el momento no es directo. La “guerra económica” con China también es abierta y trae aparejada crecientes tensiones militares pero no es aún una “batalla en un campo entre hombres y maquinaria”. Estas “sutiles” diferencias hacen, ni más ni menos, que no estemos aún ante la Tercera Guerra Mundial.

No es muy difícil ver en la actual guerra en Ucrania el despliegue de muchas de aquellas dimensiones señaladas por Qiao y Wang (ampliación de las capacidades de la “guerra económica”, el peso de la dimensión comunicacional, etc.). EE. UU., sin involucrase abiertamente con tropas en el terreno, aunque proveyendo todo tipo de ayuda militar y armamento, ha lanzado una aluvión de sanciones sin precedentes, excluyendo a la mayoría de los bancos rusos del sistema mundial de pagos, utilizando el propio dólar como “arma” congelando la mitad de las reservas de divisas de Rusia (alrededor de 300 mil millones) y prohibiendo a las empresas rusas comprar todo tipo de insumos, incluidos los microchips. La batalla por la opinión pública internacional, especialmente la europea, ha cobrado dimensiones no vistas en décadas contra una potencia. El extremo simbólico de esto ha sido la prohibición de participar a atletas rusos en eventos deportivos internacionales, con sanciones incluso contra artistas individuales, etc. Otro tipo de medios, como por ejemplo los ciberataques, que al comienzo de la guerra muchos analistas opinaban que cumplirían un rol importante, no lo han hecho.

Sin embargo, el balance de todas estas medidas ha sido mucho más contradictorio que lo esperado. En este terreno multidimensional, la globalización ha vuelto la guerra más confusa en un sentido específico: la integración global hace que las medidas tomadas para atacar al enemigo puedan terminar afectando más al propio agresor que al agredido. La caída del PIB ruso como producto de las sanciones, que se estimaba en marzo en un 15%, hoy se estima en alrededor del 6%, con las ventas de energía generando un superávit por cuenta corriente de más de 250 mil millones de dólares para 2022, como resultado en buena medida del aumento de los precios provocado por la propia guerra. Esto no implica, desde luego, que con la prolongación de la guerra esta situación no pueda cambiar; pero una consolidación del aislamiento ruso dependería, sobre todo, de factores políticos: un alineamiento internacional de países mucho más amplio que el logrado hasta ahora por EE. UU. Por otro lado, las sanciones (y no solo la guerra misma) han disparado la inflación a escala global y han afectado sobre todo a Europa, debido a su dependencia energética de Rusia. Estas medidas exigen una precisión, relativamente imposible, para producir los resultados deseados. Como Shylock, pueden cortar una libra de carne de su enemigo, pero si al hacerlo derraman una gota de sangre pueden terminar condenándose a ellos mismos; en este caso, por ejemplo, hundiendo a Europa. Esto hace también que China no esté en condiciones de participar más abiertamente de la guerra por los intereses cruzados que la atraviesan, tanto con EE. UU. y Europa como con Rusia.

Los planteos de Qiao y Wang, si bien se encargan de ampliar los parámetros para pensar la guerra en la actualidad, subvaloran la dimensión propiamente “militar” de la guerra. En Ucrania, en cuanto a los efectos sobre la guerra misma ha influido, mucho más que las sanciones, la “ayuda” directamente militar de la OTAN a través de información de inteligencia de todo tipo, entrenamiento y asesoramiento, y, sobre todo, en la fase más reciente de la guerra, la entrega de armamento de última generación, incluidos sistemas de artillería avanzados de alta movilidad y de superficie-aire [36]. El libro Guerra irrestricta, escrito hace más de 20 años (1999), al igual que el de Smith, está inmerso en el universo de reflexiones militares propio de las guerras encabezadas por EE. UU. en los ’90. De hecho, gran parte de los esfuerzos de los últimos años del gobierno chino están puestos en modernizar y ampliar sus portaaviones, sus aviones de combate furtivos, su tecnología misilística hipersónica, etc., aunque sus avances aún están por detrás de EE. UU. en la mayoría de los terrenos. Mientras tanto, la disputa por Taiwán se ha convertido en uno de los puntos potenciales de conflicto militar en el marco de la disputa más global por la hegemonía mundial.

Entre las conclusiones que extrae Lazzarato de estos debates señala que: “la crisis no se distingue del desarrollo de la guerra. Para esto es necesario que la fenomenología del concepto de guerra ya no remita a la guerra interestatal, sino a una nueva forma de guerra transnacional que está unida al desarrollo del capital y ya no se diferencia de sus políticas económicas, humanitarias, ecológicas, etc.” [37]. Por lo que fuimos señalando, no es que “la crisis no se distinga del desarrollo de la guerra”: la primera tiene causas estructurales propias –a continuación nos referiremos a ellas–; tampoco que los conflictos bélicos ya no remitan a la guerra interestatal o que los Estados hayan pasado a cumplir un rol de cabotaje. La guerra sigue siendo la continuación de la política por otros medios, lo que sucede es que la escala histórica alcanzada por la integración de la economía mundial (que el capitalismo es incapaz de llevar hasta el final) hacen más borroso aquel límite que, sin embargo, sigue siendo decisivo desde el punto de vista de la estrategia. A su vez, esto mismo hace que toda guerra que involucre a grandes Estados tenga consecuencias globales mucho más inmediatas y amplias que en cualquier período histórico anterior. La guerra en Ucrania (con sus secuelas monetarias, con los aumentos de los precios de la energía y alimentos, las consecuencias directas que esto tiene sobre la mayoría de los habitantes del planeta y las implicancias que ya está teniendo desde el punto de vista de la lucha de clases en diversos países) es una acotada muestra de ello.

El señalamiento de Lazzarato en su libro más reciente, Guerra o revolución, sobre que “una eventual hegemonía china podría instaurarse solo luego de guerras de las que quizá la de Ucrania es solo el comienzo” [38] muestra un panorama que da cuenta mucho más de los fenómenos que estamos atravesando. Pero si esto es así, entonces un conflicto de tal magnitud (incluso en la hipótesis acotada a las islas taiwanesas Matsu en las costas de China), no solo militarmente sino en términos de “guerra irrestricta”, tendría la potencialidad de “desestabilizar” el mundo, con profundas consecuencias en la lucha de clases, a una escala que a más de 70 años de la Segunda Guerra Mundial es difícil aún dimensionar, pero que seguramente mostraría como totalmente extemporánea la idea, sostenida por Lazzarato, de que lo que atravesamos en la actualidad ya es una “guerra civil global”.

Tesis IX. Frente al agotamiento de los nuevos espacios de acumulación conquistados durante las últimas décadas y al hecho de que las crisis no cumplen su función de “limpieza” de capitales, la creciente financierización de la economía y la intervención estatal no es un camino que se pueda seguir indefinidamente. Solo retrasa (y hace potencialmente más explosiva) la lucha por quién pagará los costos del agotamiento del ciclo neoliberal.

Lazzarato sostiene que: “el fracaso de la mundialización contemporánea es muy similar al fracaso de la mundialización anterior entre finales del siglo XIX y principios del XX, y no puede conducir más que a la guerra porque una vez que el capital financiero se ha derrumbado, los estados y sus ejércitos se presentan para luchar por la hegemonía sobre el mercado mundial” [39]. Más allá de que consideramos que existe una integración cualitativamente superior a la existente hace un siglo, compartimos la afirmación anterior en cuanto a las perspectivas guerreristas que plantea la crisis de la “globalización”. Pero la cuestión aquí es ¿de qué tipo de guerra estamos hablando?

Frente a la contradicción entre: 1) máquinas de guerra que adoptan por objetivo la “paz” durante la “globalización” –que, como vimos, en realidad plantean constantemente una relación específica y variable entre lo político, lo económico y lo militar– y 2) el hecho de que el capital es incapaz de separarse del Estado, Lazzarato va destacar dos vías de “salida” (estrechamente vinculadas) que adopta el capital para correr e ir más allá de sus propios límites. A saber: 1) la continuidad de la acumulación originaria (retomando en parte las tesis de Rosa Luxemburg y en parte a David Harvey), es decir, la “acumulación por desposesión” como respuesta a la baja de la tasa de ganancia; y 2) una interiorización de los métodos de guerra colonial –también en los países imperialistas– en lo que define como “las guerras de clases”. Comencemos por el primero.

Lazzarato critica la que considera la concepción de buena parte del marxismo sobre la acumulación originaria, aquella que la limita a una mera fase del desarrollo capitalista destinada a ser superada una vez instaurado su modo específico de producción. Frente a ello señala que la acumulación primitiva acompaña constantemente el desarrollo del capital. El capitalismo necesita mercados y capas sociales no capitalistas para acumular. Al tiempo que tiende a eliminar o absorber todas las otras formas económicas, no puede existir sin ellas, sin otras formas económicas de las que alimentarse. Es en sus análisis sobre la acumulación originaria donde Marx pone el acento en la guerra, junto con el poder del Estado y el crédito público, y concibe a la fuerza como un agente económico. Sobre estas coordenadas el planteo de Lazzarato pone el acento en que, tanto en el centro como en la periferia, la acumulación originaria es la creación continua del capitalismo mismo: “Los flujos de crédito, la deuda pública (que ‘se convierte en una de las palancas más efectivas de la acumulación originaria’) y la guerra de conquista se mantienen y se refuerzan mutuamente en un proceso de desterritorialización que es inmediatamente mundial” [40].

La idea de continuidad de la acumulación originaria es una de las tesis más desarrolladas (a partir de una interpretación de la obra de Rosa Luxemburg) por David Harvey en torno a su concepto de “acumulación por desposesión”. La define como la utilización de los mismos métodos de la “acumulación originaria” de los orígenes del capitalismo para, en la actualidad, hacer que los sectores más empobrecidos de los países más pobres paguen los costos de las crisis de sobreacumulación regionales. Estos mecanismos consistirían en utilizar formaciones sociales no capitalistas o sectores del capitalismo donde estaba relativamente vedada la valorización. Ejemplos de esto serían las privatizaciones de empresas públicas y servicios sociales, las políticas del FMI de ajuste fiscal, la deuda externa, las devaluaciones y crisis controladas [41]. De esta forma, Harvey destaca correctamente la importancia que tuvieron los mecanismos de “acumulación por desposesión” bajo el neoliberalismo.

Ahora bien, si hay una crítica que, desde nuestro punto de vista, merece el planteo de Harvey es la de dejar progresivamente en segundo plano “la acumulación por explotación”, cuando es a través de ellos que el capital se produce y reproduce, y se genera el valor apropiable. En el caso de Lazzarato, su crítica a Harvey apunta en un sentido contrario. Según el autor, el problema de Harvey queda plasmado en que: “El hecho de esquivar la cuestión política impuesta por la hegemonía del capital financiero, a saber, la imposibilidad de distinguir acumulación por explotación y ‘acumulación por desposesión’, equivale a ignorar la guerra de/en la economía” [42]. Si bien podemos compartir la crítica a la “separación” entre ambos términos, en el caso de Lazzarato está puesta en función de una “radicalización” de la tesis de Harvey a favor de la existencia de “una guerra civil que adquirió una forma más abstracta, más desterritorializada: la guerra de los acreedores y los deudores” [43].

Todos los elementos que enunciábamos con Harvey, y el problema fundamental de la deuda que destaca Lazzarato, se encuentran entre los mecanismos claves a través de los cuales viene funcionando el capitalismo. Efectivamente, como señala Lazzarato, “antes de aterrizar en Europa la deuda funcionó como un arma de destrucción masiva primero en África, luego en América Latina y luego en el sudeste asiático, poniendo de rodillas a países enteros e imponiendo a partir de los años ochenta la austeridad a todo el planeta” [44]. Hoy en día, la deuda se ha vuelto colosal. En 1970, la deuda global ascendía al 100% del PIB mundial, en 2020 fue del 250%. Sin embargo, la idea que plantea Lazzarato de una indistinción entre la acumulación por explotación y la acumulación por desposesión, donde esta última parece fagocitar a la primera, resulta muy problemática, entre otras cosas, a la hora de dar cuenta de la dinámica de crisis estructural que atraviesa al sistema capitalista en la actualidad.

El problema de fondo que tiene el capitalismo hoy está relacionado con la ausencia de nuevos motores de acumulación de capital vinculados, en primer término, con la “acumulación por explotación”. En “El fin de los ‘vientos de cola’ de la globalización neoliberal desde fines de 1970”, Juan Chingo señala cómo la rentabilidad de la inversión en los principales sectores de creación de valor está cerca de los mínimos posteriores a 1945, lo cual es insostenible para el capitalismo. Durante las últimas décadas, el ciclo neoliberal ha sido capaz de expandir sus límites a través de determinadas tendencias contrarrestantes a la caída de la tasa de ganancia, pero no ha resuelto las causas de fondo de la caída de la productividad [45]. Después de la restauración del capitalismo en la ex-URSS, Europa del Este, y sobre todo China, el capitalismo encontró una nueva “selva virgen”; aquel “afuera” del que hablaba Luxemburg, un “nuevo” lugar donde acumular capital. Pudo expandir enormemente la ley del valor e incorporar masivamente nueva fuerza de trabajo (aumentando la plusvalía absoluta en todo el mundo). Pero lo nuevo que marca la tónica de los últimos años es que esta contratendencia se está agotando, ya no solo porque en China están subiendo los salarios, sino porque el gigante asiático está compitiendo con EE. UU. y las grandes potencias. Se transformó de una nación pobre, destino para la acumulación de capital de las potencias imperialistas, en una nación que compite en el mercado mundial por las oportunidades de acumulación de capital.

El avance en la financierización de la economía, si bien ha servido hasta ahora como una válvula de escape frente a este escenario, lejos está de haberse constituido en un nuevo mecanismo de duración indefinida de funcionamiento del capitalismo, como surgieren las tesis de Lazzarato. Según nuestro autor, en el capitalismo actual “la ‘crisis’ no sigue al ‘crecimiento’, sino que ambos coexisten; la paz no sigue a la guerra, sino que están copresentes; la economía no reemplaza a la guerra, sino que instituye una manera distinta de llevarla a cabo. La ‘crisis’ es infinita y la guerra no tiene tregua…” [46]. Al igual que discutíamos en relación a los conceptos de “guerra” y “paz”, aquí las crisis no han cambiado su naturaleza. La idea de que la crisis es infinita no da cuenta del hecho, muy importante para entender la situación actual, de que las crisis, por los propios mecanismos implementados por los Estados, no vienen cumpliendo su función principal: la “limpieza” de capitales. Esta es la clave de la salida de la crisis de 2008/9 donde el fenomenal apoyo prolongado por parte de los bancos centrales y los gobiernos, especialmente en EE.UU., Europa Occidental y Japón, evitó una destrucción significativa de capital en los sectores industrial, financiero o comercial; no hubo siquiera una destrucción significativa de capital ficticio [47].

Ambos elementos, el agotamiento de los nuevos espacios de acumulación conquistados por el capital en las últimas décadas y el hecho de que las crisis no están cumpliendo su función de limpieza de capitales, plantean una acumulación de contradicciones, donde el capital todo el tiempo está intentado alejar sus propios límites. Pero no se trata de una dinámica que pueda perpetuarse, de un nuevo mecanismo encontrado por el capital para sobrevivirse indefinidamente o de un nuevo “régimen de acumulación”, sino de un proceso de acumulación de contradicciones potencialmente explosivo que está en la base del renovado auge de las tensiones geopolíticas y del militarismo de las grandes potencias. Esta es la corriente profunda que impulsa hacia futuras guerras interestatales “por el reparto del mundo” o, dicho en otros términos, por quién paga los costos del agotamiento del ciclo neoliberal de la globalización.  

[PARTE II]

LUCHA DE CLASES: LA “GUERRA” COMIENZA CON LA DEFENSA

Tesis X. La guerra es también la continuación, por otros medios, de la política entendida en términos de lucha de clases. Las tendencias a mayores enfrentamientos militares plantean, a su vez, la perspectiva de choques entre revolución y contrarrevolución.

Para los marxistas revolucionarios de principios del siglo XX, afirma Lazzarato: “La guerra siempre se lee desde el punto de vista de la guerra civil entre clases, por lo que estudian con especial atención el comportamiento de las masas porque estas, y no los Estados, son el verdadero sujeto político. Sería más correcto hablar de guerra partisana que de guerra” [48]. Si bien es correcta esta idea en cuanto punto de vista, esto no significa que la realidad de la guerra se presente de esa forma. La divisa de Lenin, retomada por Lazzarato, de “transformar la guerra imperialista en guerra civil” partía, justamente, de la realidad de la guerra interestatal y de la existencia de “eslabones débiles” de la cadena imperialista (por ejemplo, Rusia), para plantear el objetivo estratégico de convertirla en revolución. Es decir, la guerra civil no era un hecho “dado”.

En Estrategia socialista y arte militar, intentamos analizar cómo Lenin realiza una interpretación original de la fórmula de Clausewitz, que hoy sigue siendo de mucha utilidad para no caer en opciones polares. Por un lado, parte de definir la guerra, al igual que Clausewitz, por los medios específicos que utiliza –la violencia física– y no por la función que cumple [49], y reserva el concepto de guerra para cuando la política adopta la violencia física en gran escala como medio para sus fines, es decir, para aquellos enfrentamientos “en el campo de batalla entre hombres y maquinaria” que referíamos con Smith. Por otro lado, desarrolla una comprensión de la fórmula en términos marxistas, donde la política no refiere a la “inteligencia de la nación personificada” (por el Estado) como la entendía Clausewitz, sino a la lucha de clases. Raymond Aron señala que Lenin “no ignora que la lucha de clases no siempre cobra el carácter violento propio de la guerra. Pero concibe la inversión de la fórmula, implícita en el rechazo de la unidad nacional. Toda violencia es física, escribe Clausewitz, pues la violencia moral no existe fuera del dominio del Estado y la ley. En el marxismo de Lenin, el Estado y la ley derivan también de la violencia física más o menos camuflada. Toda paz, en una sociedad de clases, disimula la lucha” [50]. Ahora bien, este rechazo de la “unidad nacional” no significa que Lenin invierta la fórmula.

Para Lenin, al mismo tiempo que en una sociedad de clases toda paz disimula la lucha (de clases), solo en determinados momentos esta se transforma en guerra civil. Este tipo de aproximación, donde la noción de lucha de clases engloba y es muchísimo más amplia que la de guerra civil que expresa una etapa determinada, le permite a Lenin, por un lado, mantener la distinción entre la violencia “física” y la violencia “moral”, fundamental para intervenir en la lucha de clases y que en la actualidad aparece ampliamente indiferenciada en los discursos políticos del progresismo, por ejemplo, identificando el “fascismo” con los llamados “discursos del odio”, en una amalgama posmoderna. Por otro lado, le permite visibilizar el carácter clasista de la sociedad y la lucha que los discursos hegemónicos buscan disimular. Sobre esta base puede desarrollar conceptos como el de “escuela de guerra” [51] para dar cuenta de enfrentamientos parciales (lo elabora en torno a lo que llamaríamos “huelgas salvajes”) que no son aún la propia guerra pero que muestran en pequeño muchos de sus elementos.

Se trata de distinciones y conceptos que son fundamentales. No existe una discontinuidad absoluta entre situaciones pre-revolucionarias y revolucionarias (o contrarrevolucionarias). Un concepto como el de “situación transitoria”, elaborado por Trotsky, da cuenta de aquellas situaciones intermedias, híbridas, que expresan momentos fundamentales donde se define la relación de fuerzas para un lado o para el otro. Aunque Lazzarato retoma esta noción de Trotsky, lo hace para señalar una especie de identidad entre “lucha de clases” y “guerra civil”, para dar por hecho la existencia de una especie de “guerra civil permanente”. Donde Trotsky dice que “la oposición absoluta entre una situación revolucionaria y una situación no revolucionaria es una ejemplo clásico de pensamiento metafísico” [52], Lazzarato deja de lado el adjetivo “absoluta” y afirma que, en sí, “la oposición entre una situación revolucionaria y una situación no revolucionaria es una oposición metafísica” [53].

Pero Trotsky no solo debatió contra quienes, como el stalinismo francés en los 30, querían justificar su propio conservadurismo erigiendo un muro metafísico entre situaciones no-revolucionarias y revolucionarias, sino también –al igual que Lenin con El izquierdismo enfermedad infantil del comunismo y Gramsci posteriormente– contra quienes confundían la lucha de clases con la guerra civil. En este sentido, explicaba la relación en los siguientes términos, que vale la pena reponer: “La verdad es que la guerra civil constituye una etapa determinada de la lucha de clases, cuando esta, rompiendo los marcos de la legalidad, viene a ubicarse en el plano de un enfrentamiento público, y en cierta medida físico, de las fuerzas enfrentadas. Concebida de este modo, la guerra civil abarca las insurrecciones espontáneas, determinadas por causas locales, las intervenciones sanguinarias de las hordas contrarrevolucionarias, la huelga general revolucionaria, la insurrección para la toma del poder y el período de liquidación de los intentos de levantamientos contrarrevolucionarios” [54].

Lazzarato también retoma otra importante definición de Trotsky en la que señala que: “El que no vea que la lucha de clases conduce inevitablemente a un conflicto armado es un ciego. Pero no es menos ciego quien, frente al conflicto armado, no ve toda la política previa de las clases en lucha” [55]. Para Lazzarato, este planteo reafirma su visión, según la cual, para los marxistas revolucionarios: “No captar las condiciones de la guerra en la ‘paz’ de la producción capitalista era considerado política y teóricamente, irresponsable” [56]. Sin embargo, como decíamos, no había ni para Lenin ni para Trotsky condiciones de guerra constantes, sino lucha de clases como noción que engloba y contiene (como momento específico) a la de guerra civil, donde esta última era la continuación de la política (en términos de lucha de clases) por otros medios.

Las consecuencias de esta diferencia entre ambas aproximaciones son muy relevantes. Si para Lazzarato esto lleva a la transformar la guerra en una constante, invirtiendo la fórmula de Clausewitz, para Trotsky, al contrario, implicaba poner en primer plano la preeminencia de la política, y en particular de la preparación política para cuando la lucha de clases se transformase en guerra civil. Así, sostenía que: “el resultado de la guerra civil depende solo en un cuarto (por no decir un décimo) de la marcha de la propia guerra civil, de sus medios técnicos, de la dirección puramente militar, y en los restantes tres cuartos (si no nueve décimos) de la preparación política. ¿En qué consiste esta preparación política? En la cohesión revolucionaria de las masas, en su liberación de las esperanzas serviles de la clemencia, la generosidad, la lealtad de los esclavistas ‘democráticos’, en la educación de cuadros revolucionarios que sepan desafiar a la opinión pública burguesa y que sean capaces de demostrar frente a la burguesía aunque no sea más que una décima parte de la implacabilidad que esta muestra frente a los trabajadores. Sin este temple, la guerra civil, cuando las condiciones la impongan –y siempre terminarán por imponerla– se desarrollará en condiciones más desfavorables para el proletariado, dependerá en mayor medida del azar; después, aun en el caso de una victoria militar, puede que el poder escape de las manos del proletariado” [57].

Dejar de lado todo esto es una característica propia de todos aquellos abordajes del pensamiento pos’68, como los de Foucault o como los de Deleuze y Guattari que, desde diferentes ángulos, se propusieron invertir la fórmula de Clausewitz. La disolución de la estrategia en algún tipo de sumatoria procesual de resistencias es una conclusión inscripta en estas mismas premisas. De allí la dificultad que, a nuestro modo de ver, encuentra Lazzarato a la hora de tratar de articular el pensamiento estratégico del marxismo revolucionario del siglo XX con autores que sostienen, desde diferentes perspectivas, que la política es la continuidad de la guerra por otros medios. Aquellos elementos señalados por Trotsky a la hora de explicar en qué consiste la preparación política solo cobran sentido si entendemos que la guerra, aunque tiene su propia gramática, toma prestada la lógica de la política, la cual en el marxismo, a diferencia de Clausewitz, es concebida en términos de lucha de clases (y no como razón de Estado).

Tesis XI. La “guerra” de clases propiamente dicha no comienza con la ofensiva del capital, sino con la defensa del movimiento de masas. La pura “resistencia” no es defensa, esta debe contar con elementos ofensivos. El neorreformismo y los “populismos de izquierda” garantizan que no haya defensa, dejando avanzar el despotismo de clase.

Como decíamos anteriormente, Lazzarato no considera que exista una contradicción entre las proposiciones: a) las máquinas de guerra adoptan por objeto la “paz” y b) el capital es incapaz de separarse del Estado. Por un lado, por la capacidad de expandirse hacia un “afuera” a conquistar, cuestión que hoy aparece en extremo limitada sin mediar una redistribución del poder y liquidación de capitales a gran escala. Y, por otro lado, porque aquella imbricación entre máquinas de guerra que adoptan por objeto la “paz” y el Estado, señala Lazzarato, apunta a la consecución de una “guerra civil permanente” contra la población. El autor plantea que la matriz de las guerras civiles que se dan a nivel global, incluidos los países centrales, es una prolongación de la guerra colonial con sus características particulares. La guerra colonial “nunca ha sido una guerra entre Estados, sino que, por esencia, es una guerra en y contra la población, donde las distinciones entre guerra y paz, combatientes y no combatientes, lo económico, lo político y lo militar nunca se ha producido” [58]. Y agrega que: “las nuevas máquinas de guerra fascistas funcionan a través de la exclusión a partir de la identidad de raza, de sexo y de nacionalidad” [59].

En este marco, Lazzarato plantea la necesidad comprender y politizar la violencia sexual, racial, clasista, como individualización de la guerra de conquista. De esta forma busca dar cuenta, en lo que hace a la historia reciente, de los avances que ha tenido la ofensiva del capital durante los últimos años sobre el movimiento de masas. También retoma la noción de Felix Guattari de “guerra de subjetividades”, entendida como guerras políticas de “formación” y “pilotaje” de la subjetividad necesaria para la producción, el consumo y la reproducción del Capital. Desde una aproximación schmittiana, el autor señala que ninguna norma, sea económica, sexual o racial puede afirmarse en una situación caracterizada por un alto nivel de lucha de clases. “La norma productiva –afirma Lazzarato– igual que la norma jurídica no se aplica en el caos sino que supone una estructuración normativa de las relaciones vitales”. Esta aproximación, en el caso de Carl Schmitt durante la república de Weimar, lo llevaba a indagar sobre las vías para defender el orden y evitar la guerra civil. Sin embargo, para Lazzarato es muy diferente: la consecuencia sería una necesidad de efectuar una “normalización preventiva” tanto política como subjetiva, que se desarrolla con “un uso de la violencia y de la guerra civil que varía según las circunstancias” [60].

Los fenómenos de los que da cuenta Lazzarato (la violencia sexual, racial, clasista, económica, neocolonial, etc.) tienen una amplia trascendencia –histórica y (muy) actual– para la producción y reproducción del Capital. Podríamos pensarlos, en términos de Marx, como la creciente acción del Estado como “fuerza pública organizada para la esclavización social” o “máquina del despotismo de clase” [61]. Pero al plantearlos en términos de “guerra civil”, con la subsecuente indistinción entre violencia moral y violencia física, impide comprender la guerra en su especificidad (por los medios que utiliza). Y, lo que es más importante, presentarlos como una “guerra civil” en curso dificulta –si no anula– la posibilidad de entender los problemas estratégicos concretos que atraviesan la situación hoy.

En primer lugar, para que haya “guerra civil” tiene que haber, no uno, sino dos bandos en pie de guerra, y aquí tenemos un problema clave para pensar las perspectivas de la revolución en la actualidad. En segundo lugar, y retomando lo que mencionábamos de Schmitt, una cosa es que el aparato de Estado utilice mecanismos autoritarios para sostener el orden existente, otra muy diferente es que se disponga a lanzar una guerra civil (es decir, liquidar el orden existente para conquistar uno nuevo) contra el movimiento de masas. Estos dos términos, a su vez, confluyen en un tercer problema: la necesaria problematización de los mecanismos de la democracia burguesa actualmente existentes y su papel en el sostenimiento de la dominación del capital. Veamos.

Para Lazzarato, la guerra cambia de naturaleza bajo la acción del capitalismo financiero. La inversión de la fórmula de Clausewitz encuentra su forma definitiva cuando la guerra se diversifica en guerras dentro de la población como política del capital, que “en su proyecto de miedo, pacificación y contrasubversión implica a todas las redes de poder de la economía a través de las cuales se despliega el nuevo orden del capitalismo securitario mundializado” [62]. Y agrega que la extensión de este proyecto del miedo no es infinita sino que está limitada por la resistencia que se le opone. Ahora bien, la idea de “resistencia” en sí es problemática y polisémica. En Foucault, el conocido apotegma de “donde hay poder, hay resistencia” apela a una noción de resistencia que confirma el repliegue de la cuestión del Estado, que ya no es concebido como el aparato armado especial garante de las relaciones de la dominación capitalista, sino como una relación de poder entre muchas otras.

El propio Foucault, incluso, parecía ser consciente del recorte que implicaba este abordaje, por ejemplo, cuando decía: “No fui, ni mucho menos, el primero en plantear la cuestión del poder [...] Esto se había hecho muy temprano desde la década de 1930 en los círculos trotskistas o derivados del trotskismo. Han hecho un trabajo tremendo. Mencionaron un montón de cosas importantes, pero es absolutamente cierto que la forma en que estoy planteando el problema es diferente, porque no trato de ver cuál es la aberración que se dio en los aparatos estatales y que condujo a este suplemento de poder. Intento, por el contrario, ver cómo, en la vida cotidiana, en las relaciones que son de sexo, en las familias, entre los enfermos mentales y los razonables, entre los enfermos y los médicos, en fin, en todo eso, hay inflaciones de poder. En otras palabras, la inflación de poder, en una sociedad como la nuestra, no tiene un origen único, que sería el Estado y la burocracia estatal” [63].

Su enfoque, desde el punto de vista de las relaciones de poder viene a echar luz sobre toda una serie de fenómenos, pero a la hora de utilizar este recorte desde el punto de vista de las relaciones estratégicas su enfoque queda diluido en una suma de resistencias sin posibilidad de victoria. Como señala Lazzarato, “Foucault no explica cómo se produce el paso de gobernados a adversarios” [64]. La cuestión es que, siguiendo a Clausewitz, la defensa absoluta, la pura resistencia, “contradice completamente el concepto de guerra; pues en tal caso la guerra no sería realizada más que por uno de los bandos” [65]. En este esquema, la guerra que se continúa en la política, según la inversión de la fórmula de Clausewitz, sería una “guerra” unilateral.

Lazzarato problematiza muchos aspectos de la obra de Foucault y, en este punto, remarca la gran limitación que impone al filósofo francés el haber prácticamente ignorado los desarrollos del pensamiento estratégico en el marxismo. Sin embargo, la “guerra civil permanente” a la que hace referencia –como elemento central de sus teorizaciones– sigue siendo una “guerra unilateral” asociada al concepto puro de resistencia. Es importante resaltar que el autor no habla simplemente de guerra civil como perspectiva en torno a una estrategia revolucionaria sino como realidad constante, operativa para describir la actualidad.

Como señala Clausewitz, la guerra propiamente dicha no comienza con la ofensiva sino con la defensa, con la acción de “parar el golpe”. Por eso una guerra unilateral es un contrasentido. El ofensor busca conquistar, imponer su voluntad, si lo puede hacer sin encontrar oposición efectiva, mucho mejor. Por eso cuando hablamos de defensa no nos referimos a la “defensa pasiva” o “pura resistencia”, que para el general prusiano representaba un absurdo desde el punto de vista estratégico, sino a aquella que contiene elementos ofensivos –“golpes habilidosos” según Clausewitz–, ya que la defensa propiamente dicha solo puede servir para modificar la relación de fuerzas a favor del defensor y abrir la posibilidad del contraataque, el cual es, ni más ni menos, que la “realización” de la defensa misma.

Si tomamos el período que va desde la crisis de 2008 a la actualidad vemos, al calor de los procesos de movilizaciones y revueltas, la emergencia de los liderazgos políticos neorreformistas o “populistas de izquierda”, del estilo Syriza en Grecia, Podemos en el Estado Español, Boric en Chile, etc., insospechados de encabezar cualquier defensa seria del movimiento de masas. Algo en este sentido sostiene Lazzarato cuando plantea que: “Desde 2011, los movimientos anticapitalistas han multiplicado las modalidades de ruptura subjetiva. No obstante, se encuentran rápidamente frente a una alternativa sin salida. [...] Los ‘nuevos partidos’ nacidos de estos movimientos operan cambios cosméticos en la representación parlamentaria, reproduciendo la ilusión de que esta ‘política’ puede cambiar algo, precisamente cuando ‘otra política’ dentro de la gubernamentalidad es imposible. Así lo ha demostrado la reciente desventura electoral de ‘Podemos’ en España (que fracasa a las puertas del ‘poder’). Menos de un año después del fiasco de Syriza…” [66].

Lejos de la “guerra permanente” que plantea Lazzarato, lo que se termina configurando son procesos cíclicos de movilización e institucionalización, donde, a pesar de la masividad y la fuerza que han sabido desplegar las revueltas de los últimos años, estas terminan siendo disipadas o asimiladas por los poderes instituidos sin dar lugar a nuevas revoluciones. Una especie de ecosistema de reproducción de los regímenes burgueses en crisis con fuerzas de derecha y ultraderecha, por un lado, y neorreformismos y populismos de izquierda, por otro, que dan sobrevida a regímenes capitalistas en decadencia.

Lazzarato sostiene que: “Los dos ciclos de movilización de 2011 y de 2019-2021, interrumpidos por la represión y la contrarrevolución, nos invitan a recuperar el saber estratégico de las revoluciones” [67]. Estamos de acuerdo con esto último, pero justamente lo que nos plantea esta recuperación en la actualidad es identificar que aquellos procesos no han sido interrumpidos solo –ni sobre todo– por la represión sino, en la mayoría de los casos, a través de mecanismos de desvío en los marcos de los regímenes democrático-burgueses. Esto es cierto, no solo para Europa y los países centrales, como parece sugerir en sus análisis Lazzarato, sino también para buena parte de la periferia capitalista. Justamente de la mano de la ofensiva neoliberal, en muchos países de la periferia, casi toda América Latina, una parte de África y Asia, vino de la mano de la extensión de la democracia burguesa con más o menos rasgos bonapartistas según el caso.

Si tomamos aquellos dos ciclos de movilización, estos procesos que tuvieron un carácter de revueltas (para un análisis remitimos al libro De la movilización a la revolución [68]), con sus enormes movilizaciones y toda la energía desplegada por las masas, no dieron lugar a “guerra civiles” (aunque podamos ver algunos elementos de ella cuando los enfrentamiento fueron más agudos, por ejemplo, en Chile, Colombia, Bolivia, Myanmar, etc.). Una de las pocas excepciones en este sentido, fue Egipto en 2011, donde se abrió un proceso revolucionario rápidamente aplastado por el golpe contrarrevolucionario de Al-Sisi; en otros lugares como Siria el proceso derivó en una guerra civil pero reaccionaria, teniendo como fenómeno progresivo el desarrollo de la lucha del pueblo kurdo (cuya independencia, sin embargo, fue licuándose en el marco de las alianzas militares con EE.UU. y luego con Assad contra los ataques turcos).

Esta constatación es de primer orden por dos cuestiones claves. En primer lugar, porque al no ser derrotados mediante la represión, en muchos casos, se trata de procesos que continúan abiertos de algún modo (dependiendo de las características particulares de cada caso), es decir, no han representado derrotas estratégicas del movimiento de masas “en la lucha”, sino que en gran medida las fuerzas que operan contra el desarrollo de estos procesos de revueltas en revoluciones lo hacen actuando, más que sobre la “fuerza física”, sobre la “fuerza moral” del movimiento de masas, desmoralizándolo y desmovilizándolo. En segundo lugar porque, si esto es así, la preparación para romper aquella relación circular entre movilización e institucionalización implica la necesidad de preparase para escenarios de enfrentamientos aún más agudos de la lucha de clases, superiores a los actuales. Para ello, efectivamente es fundamental recuperar y recrear todo el saber estratégico acumulado; la cuestión es qué términos concretos le damos a esto.

Tesis XII. Crisis orgánicas o tendencias a ellas han dado como resultado, hasta hoy, no gobiernos “fascistas” sino gobiernos bonapartistas débiles. No hay un “neofascismo” (más pacífico) que haya sustituido al fascismo “clásico” (guerra civil). La posibilidad de este último aún está por delante, así como la de la revolución.

Una característica distintiva desde la crisis de 2008 en adelante ha sido la proliferación de elementos autoritarios y la concentración de poder en determinadas instituciones –en general en el poder ejecutivo– dentro de los regímenes democrático-burgueses existentes. Como señala Lazzarato: “si la economía no va bien la democracia tampoco, la centralización del poder político en el Ejecutivo, la marginación del parlamento, el estado de emergencia permanente son la otra cara de la centralización de la economía, las dos concentraciones de poder económico y político son paralelas convergentes y una refuerza la otra” [69]. Ahora bien, estos elementos, que en la tradición del marxismo se identifican con rasgos “bonapartistas”, muchas veces son amalgamados con la categoría de “fascismo”. En el propio análisis de Lazzarato vemos algo de esto cuando afirma que “debe pensarse de/en la coexistencia sistemática del fascismo y de la democracia”.

Como mencionábamos antes, si bien es pertinente la afirmación que retoma Lazzarato de Carl Schmitt, en relación a que ninguna norma se puede aplicar en el caos, resulta contradictoria con la idea a la que el propio Lazzarato la asocia, de que este problema lleva a la necesidad de una “normalización preventiva”, que incluye no solo el uso de la violencia sino el desarrollo de una guerra civil. Esta contradicción surge claramente si entendemos el término “guerra civil” en toda su significación, como división de una determinada “unidad política” en bandos armados enfrentados militarmente. O, en términos más amplios, como una etapa determinada de la lucha de clases cuando esta, “al romper los marcos de la legalidad, llega a situarse en el plano de un enfrentamiento público y, en cierta medida, físico, de las fuerzas de la oposición” [70]. De hecho, cuando Schmitt piensa aquel problema (la garantía del orden para la vigencia de la norma) lo hace, como decíamos, con el objetivo de evitar o clausurar la perspectiva de la guerra civil, una reflexión que pasará por diferentes etapas pero que vincula con la figura del presidente del Reich como legítimo “guardián de la constitución” según sus términos de 1931.

En un sentido similar, León Trotsky, en su definición más general de bonapartismo, destaca que este busca elevarse por sobre los campos en lucha para preservar la propiedad capitalista e imponer el orden, y agrega: “elimina la guerra civil, o se le sobrepone, o impide que vuelva a encenderse” [71]. A partir de estas coordenadas, distingue los bonapartismos según las diferentes etapas históricas y analiza especialmente aquellos desarrollados a partir de la segunda década del siglo XX, propios de la etapa de dominio del capital financiero. Desarrollará la categoría de “kerenskismo” (más allá de la Revolución rusa) para dar cuenta de los bonapartismos débiles, especie de “bonapartismos sin Bonaparte” o, en términos de Gramsci, “cesarismos sin César”. También desarrolla la categoría de “pre-bonapartismo” (o “bonapartismo preventivo”, según su formulación de 1934) para analizar aquellos bonapartismos que reflejan un equilibrio extremadamente inestable y breve de los bandos de clase enfrentados. A su vez, diferencia estos bonapartismos, que son fenómenos de transición con los cuales la burguesía busca imponerse evitando la guerra civil, del fascismo que busca aplastar abiertamente al proletariado con métodos de la guerra civil y transformarlo en “polvo social”. El bonapartismo de origen fascista, al surgir de la destrucción, desilusión y desmoralización del movimiento de masas, se caracteriza por una estabilidad mucho mayor.

Cuando hacemos un recorrido por los gobiernos de los países imperialistas, un rasgo común son las tendencias bonapartistas al interior de los regímenes democrático-burgueses. Por ejemplo, un gobierno como el de Macron en Francia, a pesar de su dilatada trayectoria, de haber tenido que enfrentarse a los Chalecos Amarillos, a las huelgas contra la reforma previsional, etc. no deja de expresar elementos de un bonapartismo débil [72], neoliberal y europeísta, con una base social acotada, emergido del descrédito del bipartidismo (PS-LR) que buscó avanzar en toda una serie de contrarreformas pero se desgastó rápidamente y en esos términos sobrevivió. En el caso de un gobierno como el de Trump, catalogado una y otra vez como “fascista” por el progresismo, sin embargo, no pasó de ser un gobierno bonapartista débil, fruto de la crisis del consenso neoliberal bipartidista. Un gobierno que estuvo marcado por la inestabilidad (el enfrentamiento entre las agencias de inteligencia y seguridad como el FBI y la CIA con el Ejecutivo, el “Rusiagate”, etc.).

De conjunto, podríamos decir que, hasta ahora, la crisis de 2008 ha abierto crisis orgánicas o tendencias a ellas en diversos países, incluyendo los países imperialistas, dando como resultado gobiernos bonapartistas débiles que emergen de las divisiones que atraviesan la sociedad, la clase dominante y el aparato estatal [73]. A su vez, hay que distinguir que los diversos gobiernos de este tipo son expresión de diferentes fenómenos políticos, como ejemplificábamos con los casos de Macron y Trump. Casos como este último expresan una de las novedades pos-2008: la derechización de la derecha y el desarrollo de toda una serie de fenómenos de extrema derecha (con peso, sobre todo, en las clases medias conservadoras y los sectores despolitizados de las clases populares) con sus respectivas combinaciones de religión, nacionalismo, xenofobia, misoginia y racismo según el caso. Las llamadas “nuevas derechas”, en general, se ubican a la derecha de los liberales y conservadores tradicionales pero sin romper el marco del consenso neoliberal. Surgen en el marco del agravamiento de la crisis del “extremo centro”, así como en el otro polo del espectro político –y más moderados que sus contrapartes de derecha– tuvo lugar el desarrollo de los neorreformismos y los “populismos de izquierda”.

Por otro lado, hay que diferenciar casos como fue el del gobierno de Bolsonaro en Brasil, que participan de este conjunto diverso de “bonapartismos débiles”, pero no pueden ser analizados sin partir de la diferencia existente entre los fenómenos bonapartistas en los países centrales y la periferia capitalista. En países centrales aquellos gobiernos bonapartistas débiles intentan expresar la proyección internacional de su imperialismo (por ejemplo, en el caso de Macron buscando un rol de liderazgo en Europa, en el caso de Trump virando mucho más abiertamente al enfrentamiento con China y a revisar los términos de la globalización neoliberal), mientras que, en la periferia, casos como el de Bolsonaro, expresan la dependencia más servil al capital imperialista extranjero [74] por el peso que cobra este último en los regímenes producto de la debilidad relativa (en relación a las clases trabajadoras y el imperialismo) de las propias burguesías locales [75].

Por último, un fenómeno que ha cobrado fuerza en el último tiempo es el del mayor protagonismo del poder judicial como “árbitro” político, no solo en Brasil, Argentina y países de la periferia sino en el propio Estados Unidos, en el Estado Español, y en general como tendencia en muchos países. Si abordamos la cuestión superficialmente en términos de “división de poderes”, las tendencias bonapartistas parecerían asociadas exclusivamente al poder ejecutivo. Sin embargo, la división de poderes forma parte de un sistema de engranajes para garantizar la eficacia de la dominación, y la categoría de “bonapartismo” en el marxismo no refiere solo al gobierno sino también al régimen político. Sobre esta base podemos hablar de “bonapartismo judicial”. El mismo no refiere a un régimen bonapartista plenamente formado sino al desarrollo de tendencias al bonapartismo dentro de regímenes democrático-burgueses. La expresión de estas tendencias alrededor del poder judicial responde tanto a niveles bajos de lucha de clases como al peso que han adquirido las ilusiones en la democracia capitalista en las últimas décadas. Frente a Schmitt que, como decíamos, veía en el poder ejecutivo al “guardián de la constitución”, el jurista Hans Kelsen sostenía que esta tarea debía recaer sobre un tribunal constitucional (el llamado “control de constitucionalidad” es uno de los mecanismos por excelencia arbitraje judicial para impedir la vigencia de leyes cuando favorecen a los sectores populares contra la burguesía). El “bonapartismo judicial” lo podríamos ubicar en algún inestable lugar intermedio entre la normatividad de Kelsen y la excepción de Schmitt [76].

En síntesis, el escenario de proliferación de crisis orgánicas, o elementos de ellas, motoriza una mayor presencia de tendencias bonapartistas. Pero, dentro de este panorama, distinguir gradaciones entre diferentes fenómenos es vital para la estrategia y para identificar, en la medida de lo posible, el momento preciso del desarrollo de la lucha de clases que expresan. Esto, desde luego, condiciona el tipo de respuesta que amerita desde el punto de vista de las fuerzas revolucionarias. La idea de que cualquier fenómeno de extrema derecha es fascismo o neofascismo impide abordar estos problemas. A su vez, esta igualación de diversos gobiernos bajo la etiqueta de fascistas es utilizado, en general, por las fuerzas neorreformistas o populistas de izquierda que buscan desmovilizar al movimiento de masas como “espantajo” para aceptar todo tipo de acuerdos con fuerzas burguesas y planes de ajuste o subordinación a los intereses imperialistas en pos de un “mal menor”. Es este tipo de relación especular entre fuerzas de derecha y ultraderecha, por un lado, y neorreformismos y populismos de izquierda, por otro, y no el fascismo, es el fenómeno principal que en la actualidad aceita el ecosistema de reproducción de los regímenes burgueses en crisis.

En la aproximación de Lazzarato, “Bolsonaro y Trump utilizaron todas las tecnologías disponibles de comunicación digital, pero su victoria no proviene de la tecnología: es el resultado de una máquina política y de una estrategia que agencia una micropolítica de pasiones tristes (frustración, odio, envidia, angustia, miedo) con la macropolítica de un nuevo fascismo que le da consistencia política a las subjetividades devastadas por la financiarización” [77]. Hay mucho de esto efectivamente; el problema, otra vez, es qué implicancias tiene la categoría de “nuevo fascismo”. Claro que en la base social, tanto del bolsonarismo como del trumpismo, encontramos sectores que con ideología fascista o fascistoide, y ante una agudización de la lucha de clases, pueden ser la base para el desarrollo de movimientos fascistas más amplios y, mediando una derrota en regla de la clase trabajadora, dar lugar a nuevos gobiernos fascistas en el siglo XXI. Pero, como decíamos, lo que se expresa en la actualidad, en términos de gobierno y de régimen, son variantes de gobiernos bonapartistas débiles en el marco de regímenes democrático-burgueses con cada vez más rasgos autoritarios.

Lazzarato afirma la posibilidad de una “coexistencia sistemática del fascismo y de la democracia”, pero para abordar este punto es necesario dar cuenta que se trata de regímenes diferentes y de fenómenos con relaciones específicas. Por un lado, la idea de “coexistencia sistemática” tiende a difuminar las diferencias. En términos de definiciones –por lo menos en lo que al marxismo se refiere–, la distinción entre ambos tipos de regímenes es indispensable para establecer una orientación táctica en un situación concreta. Trotsky estuvo entre quienes más decididamente discutieron este problema frente a los partidos comunistas estalinizados a principios de los 30, que afirmaban que el fascismo no era más que una reacción capitalista, y que desde el punto de vista proletario la distinción entre diversas formas de reacción capitalista carecía de importancia. En este sentido, afirmaba: “Entre la democracia y el fascismo no hay ‘diferencias de clase’ […] Sin embargo, la clase dominante no habita en el vacío. Mantiene unas relaciones determinadas con las demás clases […] Tras haber calificado al régimen de burgués –lo que es indiscutible–, Hirsch, al igual que sus maestros, olvida un detalle: el lugar del proletariado en ese régimen” [78]. Es decir, ambos regímenes plantean una importante diferencia en cuanto al lugar de la clase trabajadora dentro de él.

Por otro lado, los puntos de contacto entre democracia, bonapartismo y fascismo difícilmente puedan abordarse en términos estáticos de una “coexistencia sistemática”, sino que es necesario analizarlos en función de determinada dinámica de situaciones concretas. Trotsky señala que el bonapartismo, cuando surge, comienza combinando el régimen parlamentario con el fascismo. A su vez el fascismo, cuando triunfa, se ve obligado a constituir un bloque con los sectores bonapartistas y, lo que es más importante, a acercarse cada vez más, por sus características internas, a un sistema bonapartista. Esto último sucede por la imposibilidad del capital financiero de una dominación prolongada a través de la demagogia social reaccionaria y el terror pequeñoburgués. Una vez en el poder, los dirigentes fascistas se ven obligados a amordazar a las masas que los siguen usando el aparato estatal, lo cual les hace perder base entre las amplias masas pequeñoburguesas. El aparato estatal asimila a un sector, otro cae en la indiferencia, y otro pasa a la oposición. Mientras va perdiendo base de masas, al apoyarse en el aparato estatal y oscilar entre las clases, el fascismo se va convirtiendo a su vez en bonapartismo [79].

Ahora bien, Lazzarato distingue entre los fascismos de la primera mitad del siglo XX y los que cataloga como fascismo hoy. Según su definición de “nuevo fascismo”, aquella coexistencia entre democracia y fascismo en la actualidad sería posible, ya que: “El fascismo histórico fue una de las modalidades de actualización de la fuerza destructiva de las guerras totales; el fascismo que está creciendo ante nuestros ojos, por el contrario, es una de las modalidades de la guerra contra la población. El nuevo fascismo ni siquiera tiene que ser ‘violento’, paramilitar, como el fascismo histórico cuando trataba de destruir militarmente a las organizaciones de trabajadores y campesinos, porque los movimientos políticos contemporáneos, a diferencia del ‘comunismo’ de entreguerras, están muy lejos de amenazar la existencia del capital y de su sociedad: en las últimas décadas no ha habido movimientos políticos revolucionarios en Estados Unidos, Europa o América Latina, ni en Asia” [80].

Efectivamente, no existe en la actualidad el “fascismo histórico” por estos elementos que señala Lazzarato. Pero esto no significa que haya sido sustituido por “nuevos fascismos” –que ni siquiera tienen que ser violentos o paramilitares–, sino que expresa que aún las clases dominantes no han tenido que echar mano a esta alternativa porque no hay niveles de lucha de clases que lo ameriten. Lo que se desprende de la categoría de “nuevo fascismo” es que el “fascismo histórico” sería una cuestión del pasado y no, como suponemos nosotros, del futuro; y no hablamos de un futuro indeterminado sino de uno que está inscripto en las tendencias más profundas de la etapa actual junto con la guerra y la revolución. En términos de estrategia revolucionaria, la preparación para el resurgimiento de estos fenómenos más “clásicos” es fundamental. Esto no implica que surjan con idénticas características ni mucho menos, pero sí que su esencia, “la guerra civil” contra la clase trabajadora y el movimiento de masas, no puede perderse de vista como cuestión definitoria para evitar cualquier pacifismo a destiempo.

[PARTE III]

DOS ESTRATEGIAS EN LA IZQUIERDA

Tesis XIII. No se trata de “luchas de clases” en plural (obreros/patrones, racializados/blancos, hombres/mujeres, etc.) sino de una lucha unificada que tiene por centro de gravedad del enemigo al Estado capitalista. La articulación de la clase trabajadora (y sus posiciones estratégicas) con los movimientos es condición para librarla.

Entre las conclusiones de su libro ¿Te acuerdas de la revolución? (titulado en francés L’intolérable du présent, l’urgence de la révolution), Lazzarato sintetiza algunos problemas centrales que hacen a la articulación estratégica en la actualidad cuando señala que: “El tríptico clase, raza, sexo (al que se le puede agregar la ecología) corre el riesgo de banalizarse en los programas de estudios universitarios, en las nuevas mercancías culturales o en las reivindicaciones inofensivas (lo común, el ‘cuidado’, la relación con uno mismo, la defensa de la ‘naturaleza’, etc.), y, por lo tanto, corre un doble peligro. Primero, el de separar las luchas de clases raciales y sexuales de las luchas de clases ‘económicas’, transformando las primeras en luchas ‘liberales’ (reconocimiento, igualdad, derechos, etc.) que el Estado y las empresas están dispuestos a acoger en sus políticas de la diferencia. El segundo peligro en el que se incurre es el de separar las luchas de clases de la revolución” [81].

La cuestión es cómo encarar estos peligros que señala correctamente el autor. En el libro mencionado, Lazzarato se propone reconstruir las condiciones objetivas y subjetivas de una ruptura con el capitalismo y demás modalidades de dominación y explotación, cuya primera condición sería captar el pasaje de la “lucha de clases” (capital y trabajo) a las “luchas de clases”. En Guerra o revolución plantea que la historia del capitalismo está atravesada y constituida por una multiplicidad de guerras: guerras de clase(s), raza(s), sexo(s), guerras de subjetividad(es). “Las ‘guerras’, y no la guerra, es nuestra […] tesis. […] Las guerras, no solo las guerras de clases, sino también las guerras militares, civiles, de sexo y de raza, están integradas de un modo tan constituyente en la definición del Capital, que sería necesario reescribir de principio a fin Das Kapital para dar cuenta de su dinámica en su funcionamiento más real” [82].

Efectivamente, qué guerra o qué guerras estamos librando es la primera pregunta de cualquier estrategia. Por otro lado, una de las cuestiones estratégicas fundamentales es cómo articular las diferentes luchas y los diferentes movimientos, entre los que se cuentan hoy el poderoso movimiento de mujeres a nivel internacional, movimientos antirracistas de trascendencia también internacional (como se vio en la revuelta de 2021) como el Black Lives Matter, el movimiento global contra el cambio climático, etc. A su vez, en el movimiento obrero comienzan a darse fenómenos iniciales pero de trascendencia como la emergencia de la generación “U” en EE. UU. (juventud precaria), así como procesos en sectores más tradicionales del movimiento obrero como las huelgas en Europa de este año producto de las consecuencias de la guerra. Desde este punto de vista, difícilmente la idea de múltiples guerras simultáneas –más allá de los debates teóricos que implica– pueda ser útil.

En primer lugar, el problema es qué entendemos por “lucha de clases”, en singular. El punto de partida para sustituir la idea de lucha de clases por “guerras de clases” en plural es una concepción estereotipada y simplista de la lucha de clases como tal, identificándola como enfrentamiento entre obreros y patrones. Esta identificación entre lucha de clases y enfrentamiento patrones/obreros es justamente el reduccionismo contra la cual Lenin arremetió en el ¿Qué hacer? y es uno de los puntos nodales que hace a una perspectiva hegemónica y política del marxismo. “La conciencia política de clase –afirmaba Lenin– solo puede llegar al obrero desde el exterior, es decir, desde el exterior de la lucha económica, de la esfera de las relaciones entre obreros y patrones. La única esfera de la que se puede extraer estos conocimientos es la de las relaciones de todas las clases y capas con el Estado y el gobierno, la esfera de las relaciones de todas las clases entre sí” [83]. Consideraciones muy similares podríamos hacer, con las diferencias del caso, sobre los diversos movimientos: en el caso de los movimientos antirracistas, en cuyo caso consistiría en ir más allá del enfrentamiento racializados/blancos; en el de mujeres, más allá del enfrentamiento hombres/mujeres; etc.

El fundamento histórico que plantea Lazzarato para su tesis es que: “Mayo del 68 se sitúa bajo el signo de la reemergencia política de las guerras de clase, raza, sexo y subjetividad que la ‘clase obrera’ ya no podía subordinar a sus ‘intereses’ y a sus formas de organización (Partido-sindicatos)” [84]. Atribuir a la clase obrera, transhistóricamente, un balance de este tipo –cuestión que es bastante común– peca de reduccionismo sociológico. Una reflexión estratégica en torno al problema mencionado implicaría indagar el balance de sus partidos y sus sindicatos concretos, que para ese entonces contaban aún con un gran peso del stalinismo que, por ejemplo, tuvo un papel fundamental en mantener separado del movimiento estudiantil al movimiento obrero en el Mayo Francés. Pero, más allá del caso puntual, está el rol clave de las burocracias sindicales, así como también de las burocracias de los movimientos, que cumplen un papel de “policía política, de carácter investigativo y preventivo”, como decía Gramsci, sin el cual difícilmente puedan entenderse los resultados de las revueltas de los últimos años y el hecho de que no lograran quebrar el ecosistema de los regímenes burgueses.

En segundo lugar, el otro problema es qué entendemos por “clase”. En sus elaboraciones, Lazzarato tomará, por ejemplo, del “feminismo materialista” de Christine Delphy la noción de “clases sexuales”, considerando a las mujeres como una clase sometida al poder de la clase de los hombres. Una aproximación similar tendrá respeto a la “clase” de los “racializados” opuesta a la clase de los blancos. Frente a este tipo de planteos, por ejemplo, el black feminism, cuestionaba la preeminencia de la opresión sexual o de género por sobre las de raza y clase y polemizaba también con las tendencias abiertamente separatistas o de “guerra de sexos” que se fortalecieron en el feminismo de fines de los 70 (al que definían como un movimiento orientado por los intereses de mujeres blancas de clase media). También sostenían que todo tipo de determinación biologicista de la identidad podía llevar a posiciones reaccionarias [85]. “Aunque somos feministas y lesbianas –decía, por ejemplo, el Manifiesto de la Combahee River Collective– sentimos solidaridad con los hombres negros progresistas y no defendemos el proceso de fraccionamiento que exigen las mujeres blancas separatistas”.

Tiene razón Keaanga-Yamahtta Taylor cuando afirma que: “de hecho, en Estados Unidos, la clase obrera es femenina, inmigrante, negra, blanca, latina y más. Los problemas migratorios, de género y antirracismo son problemas de la clase obrera [86]. Hoy, sin ir más lejos es muy difícil entender la emergencia de la generación U en el movimiento obrero norteamericano sin ver su imbricación con el desarrollo del movimiento Black Lives Matter o el amplio protagonismo de mujeres y LGTBQ+ en las vanguardias de ambos movimientos sin ver la imbricación entre ellos. Incluso sociológicamente es clave el peso de las personas negras entre la juventud precarizada (comidas rápidas, Walmart, Amazon). Estos fenómenos, que son parte de lo nuevo que atraviesa la lucha de clases internacional, muestran que la fragmentación entre diferentes guerras –no como objetivo, porque Lazzarato no lo plantea así, pero incluso como punto de partida– expresa en un sentido lo viejo. Es indispensable para la clase trabajadora la articulación de todas estas demandas en un programa hegemónico [87]. La idea de “guerras de clases” remite a una suma procesual de resistencias que nos aleja de los problemas estratégicos que la fragmentación del movimiento de masas plantea.

En tercer lugar, la cuestión pasa también por qué entendemos con el concepto de “lucha”. La lucha de clases entre la clase trabajadora y los capitalistas en términos de Marx y Engels, de Lenin, Trotsky, Luxemburgo, Gramsci, etc. es “irreconciliable”. Si este mismo adjetivo lo hiciéramos extensivo al enfrentamiento entre “racializados” y blancos, hombres y mujeres, estaríamos más cerca de una postal hobbesiana de lucha de todos contra todos que de una revolución. En su libro titulado, justamente, La guerra contra las mujeres, Rita Segato, desde una perspectiva no marxista, propone un enfoque alternativo que viene a cuento mencionar. Allí afirma que: “Una parte del movimiento, siguiendo sobre todo a Catharine MacKinnon, habla de continuidad de crímenes de guerra y crímenes de paz, […] afirma que la práctica de violación en las guerras contemporáneas, en las nuevas formas de la guerra, es una prolongación y una expansión de la experiencia doméstica, de lo que pasa en los hogares. […] Mi posición no es que en esos bolsones las formas de la guerra sean una continuidad de la vida doméstica, sino al contrario, que es la misma forma de la guerra que hace foco en la destrucción del cuerpo de las mujeres y con eso destruye la confianza comunitaria” [88].

A diferencia de perspectivas basadas en la polarización hombre-mujer a partir de la opresión primaria de la violencia sexual, Segato abre la discusión sobre cómo enfrentar la violencia patriarcal en su realidad sistémica, proponiendo a su vez dejar de lado un “feminismo del enemigo” y planteando una perspectiva en términos de “retejer comunidad”. “Retejer comunidad –dice– significa alistarse en un proyecto histórico que se dirige a metas divergentes con relación al proyecto histórico del capital” [89]. Desde el punto de vista de la lucha de clases (en singular) no hay algo así como la comunidad (la sociedad está dividida en clases irreconciliables). Sin embargo, no es difícil trasladar esta idea a la búsqueda de retejer los lazos –que el capitalismo constantemente destruye, pero también se ve obligado a reproducir– al interior de la clase trabajadora y lxs oprimidxs.

Efectivamente, como señala Lazzarato, un obstáculo fundamental es que las guerras de clase, de género y de raza producen divisiones profundas al interior del proletariado de las que se valen las clases dominantes para dominar [90]. De allí que “el paso de las relaciones de poder a las relaciones estratégicas, la capacidad de resistencia y ataque, la acumulación y el ejercicio de la fuerza, los procesos de subjetivación tienen como condición la neutralización de estas divisiones” [91]. Ahora bien, la estrategia para hacerlo tiene un fundamento mucho más profundo que la simple “construcción de conexiones revolucionarias” entre las multiplicidades. Existe la posibilidad de pensar y articular estratégicamente una “guerra” unificada, que tiene por fundamento el carácter sistémico tanto de la opresión de género, sexual, racial, de la explotación, del yugo imperialista, etc. Y no solo existe la posibilidad, sino que hacerlo es un elemento vital para las posibilidades de triunfo revolucionario.

En términos estratégicos, el problema consiste en identificar el centro de gravedad del enemigo y concentrar fuerzas en él. Como decía Clausewitz: “Existen muy pocos casos en los que […] no pueda hacerse que varios centros de gravedad se reduzcan a uno solo. Pero si no puede hacerse esto, no habrá en verdad otra alternativa que la de considerar a la guerra como dos o más guerras separadas, cada una de las cuales tendrá su propio objetivo. Como presupone la independencia de varios enemigos, en consecuencia, la gran superioridad de todos juntos, la derrota del enemigo estará fuera de toda cuestión por completo” [92]. Si tomamos este principio estratégico, el dar por hecho la imposibilidad de concentrar en una sola lucha de clases (en el sentido que referíamos antes, no en el sentido vulgar que la reduce al enfrentamiento obrero/patrón) es resignar la posibilidad de triunfo de antemano.

En este sentido, la cuestión va más allá de las resistencias a las relaciones de poder difusas, plantea la cuestión del Estado capitalista como punto donde se ligan y se coordinan esas relaciones de poder y de fuerza, y no como una relación de poder “más”. Determinado este centro de gravedad del enemigo, no se trata de contraponer “movimientos” o “identidades” a una clase obrera abstracta, aunque la ideología dominante busque por todos los medios presentarlo de esta forma. De lo que se trata es de articular la clase trabajadora –que ocupa el papel central en la producción y reproducción de la sociedad y cuenta con el “poder de fuego” de las “posiciones estratégicas” capaces de paralizarla [93] pero que ha sido altamente fragmentada por el neoliberalismo– con las luchas de los “movimientos”. Estos últimos, a pesar de la gran capacidad de movilización que han mostrado en los diversos procesos de lucha que han atravesado diferentes países en los últimos años, no tienen la fuerza para derrotar a los capitalistas y su Estado, pero, al mismo tiempo, la clase trabajadora organizada sin los “movimientos” (de mujeres, contra la opresión racial, socioambientales, etc.) está condenada a la fragmentación y a reivindicar mejoras parciales solo para algunos de sus sectores más “acomodados” [94].

Tesis XIV. Existen dos estrategias en la izquierda, una que pasa por avanzar dentro del Estado (capitalista), otra que tiene por eje el desarrollo de instituciones de autoorganización para crear un poder alternativo. Superar las formas “ciudadanas” de las revueltas es indispensable para una estrategia de autoorganización basada en consejos/soviets capaces de derrotar al Estado burgués.

Si vemos el derrotero de muchas de las revueltas del último tiempo, el papel desmovilizador que jugaron formaciones políticas como Syriza, Podemos, Boric, etc., así como las burocracias sindicales y de los diferentes movimientos, es claro que el principal problema estratégico es cómo impedir que estos movimientos se transformen en base de maniobra de políticas neorreformistas o “populistas de izquierda”, o queden confinados a la mera resistencia. Lazzarato se plantea un problema similar cuando señala que la cuestión “es objeto de experimentación en los movimientos contemporáneos. No se trata de una democracia genérica nueva, sino de la invención de máquinas de guerra democráticas anticapitalistas capaces de asumir como tareas estratégicas las guerras civiles y la lucha en el frente de sus subjetivaciones” [95].

Ahora bien, nuevamente la cuestión es el cómo. En el Programa de Transición, Trotsky se preguntaba “¿Cómo armonizar las diversas reivindicaciones y formas de lucha aunque solo sea en los límites de una ciudad?”. En su respuesta decía que: “La historia ya ha respondido a este problema: por medio de los soviets (consejos) que reúnen los representantes de todos los grupos en lucha. Nadie ha propuesto hasta ahora ninguna forma de organización y es dudoso que se pueda inventar otra. Los soviets no están ligados a ningún programa a priori. Abren sus puertas a todos los explotados. […] La organización se extiende con el movimiento y se renueva constantemente y profundamente. Todas las tendencias políticas del proletariado pueden luchar por la dirección de los soviets sobre la base de la más amplia democracia” [96].

Esta perspectiva ya plantea una importante lucha de estrategias. En ¿Te acuerdas de la revolución?, Lazzarato la aborda en los siguientes términos: “La tradición revolucionaria ha adoptado diferentes estrategias: tomar el poder y utilizar el Estado para tratar de dirigir el movimiento y el cambio, como en la tradición leninista, o bien deshacer la máquina estatal mediante la autoorganización, como en la experiencia de la Comuna de París. Por el momento, la revuelta misma parece constituir la única modalidad de acción comunicable y reproducible. La negativa a ‘tomar el poder’ no ha producido como alternativa procesos autónomos de organización” [97]. De esta forma, establece una oposición entre diferentes formas del “socialismo desde arriba”, entre las cuales incluye a una genérica “tradición leninista”, y la perspectiva planteada por la experiencia de la Comuna (descartando la idea de “no tomar el poder”) [98].

En nombre de la “tradición leninista” se han dicho y hecho muchas cosas (incluido adulterarla e instrumentalizarla para justificar al stalinismo). Pero si hablamos de Lenin, aquella contraposición no existe como tal. En El Estado y la revolución, que es su principal escrito sobre teoría marxista del Estado ligada a los problemas de la estrategia revolucionaria, la Comuna de París se presenta como el punto de inflexión (al igual que en Marx y Engels), como la “forma política al fin encontrada” de resolver el problema de que la clase trabajadora no puede valerse del aparato del Estado burgués para construir el socialismo sino que tiene que destruirlo y forjar su propio poder. En la genealogía que traza Lenin, el punto de llegada son los soviets/consejos (un capítulo final inconcluso porque todavía se estaba escribiendo en la propia experiencia de la Revolución rusa). Ya desde la Revolución rusa de 1905, Lenin incorporaría rápidamente los soviets en su concepción de la política revolucionaria, al ver en ellos una nueva práctica política desarrollada por el movimiento de masas, antagónica a la práctica burguesa de la política, y que permitía articular las diversas reivindicaciones y formas de lucha en nuevas instituciones de autoorganización para crear un poder alternativo.

El problema es que aquellas “dos estrategias” que señala Lazzarato no pueden distinguirse a partir de la reivindicación o no de la Comuna de París, ni hoy en día, ni tampoco en la época de Lenin. Decía el líder bolchevique que a la Comuna, “de palabra”, la “honran todos los que desean hacerse pasar por socialistas” pero “olvidan la experiencia concreta y las enseñanzas concretas de la Comuna de París, repitiendo la vieja cantinela burguesa de la ‘democracia en general’” [99]. Desde aquel entonces esta operación no ha hecho más que multiplicarse. A partir de la Revolución rusa, desde Kautsky –para quien el poder de los soviets era la antítesis de los consejos municipales elegidos por sufragio universal de la Comuna– en adelante, han sido sistemáticos los intentos de contraponer la Comuna a la República Soviética. El eje de estas operaciones siempre fue devaluar la ruptura de clase y establecer una continuidad institucional con los mecanismos parlamentarios de la democracia burguesa. Es decir, se trató de amalgamar las “dos estrategias” que mencionaba Lazzarato. Lecturas como la del último Poulantzas, la de Antoine Artous, o más recientemente la de Lars Lih, son ejemplos en ese sentido [100].

Ahora bien, el fundamento de Lazzarato para la contraposición entre la estrategia de Lenin y la planteada por la Comuna podría sintetizarse en su siguiente afirmación: “La conclusión a la cual Lenin llega en un artículo de abril de 1911, ‘En memoria de la Comuna’, termina de arrastrar al marxismo en su totalidad a la vía del desarrollo y la conciencia de clase del partido obrero, que únicamente podrá enfrentar a la parte adversaria de poder a poder. En el texto: ‘Para que una revolución social pueda triunfar, necesita por lo menos dos condiciones: un alto desarrollo de las fuerzas productivas y un proletariado preparado para ella. Pero en 1871 se carecía de ambas condiciones’” [101]. Efectivamente, Lenin era crítico de la estrategia llevada adelante por los dirigentes de la Comuna, lo cual no implica que le contrapusiera a ella la utilización del Estado (burgués) “para tratar de dirigir el movimiento y el cambio” como sugiere Lazzarato. Al contrario, su crítica iba en el sentido opuesto.

Trotsky, en 1921 [102], desarrolla aquel argumento señalado por Lenin en 1911 sobre la importancia del partido de manera incluso más radical, ya que ni siquiera le da un peso fundamental al problema objetivo del “desarrollo de las fuerzas productivas” para evaluar el posible éxito de la Comuna. Todo el acento está en el balance estratégico, en el análisis de las condiciones para vencer. Como señalaba Daniel Bensaïd en su crítica al pensamiento del 68: “Si la estrategia reside en ‘la elección de soluciones que aseguren el éxito’, y si el desencanto de la época conduce a la conclusión de que no es posible una solución que asegure el éxito, la noción de estrategia, reducida a cero, ya no tiene mucho sentido” [103]. Es decir, si hablamos de recuperar la tradición estratégica del siglo XX no es posible hacerlo sin retomar este punto de vista.

¿En qué consistía aquel balance de Trotsky? Dicho muy sintéticamente, en que los dirigentes de la Comuna sacrificaron sus probabilidades de conquistar una alianza con los campesinos (Marx opinaba que en tres meses de libre contacto con las provincias podía lograrse [104]) en pos de obtener un supuesto paraguas de legalidad formal en términos democrático-burgueses (a pesar de su ilegalidad formal, ya que era una insurrección municipal, mientras que el gobierno provisional tenía como base de sustentación a la Asamblea Nacional electa por sufragio universal [105]). ¿En qué se expresaría esto? En que el Comité Central de la Guardia Nacional –que ya era un organismo democrático reconocido por todas las masas de París al que Trotsky compara con los soviets– habiendo tomado el poder en la ciudad el 18 de marzo, en vez de marchar inmediatamente sobre Versalles (crítica de Marx) decide llamar a elecciones de la Comuna para luego entregarle el poder a esta, período en el cual se pierden dos semanas claves, quedando París aislada (en primer lugar, de los campesinos), y con la Comuna cayendo en la indecisión estratégica, lo que permitirá al gobierno de Thiers recomponerse y, más adelante, contraatacar [106].

Desde este ángulo, las “máquinas de guerra democráticas anticapitalistas” a las que hace referencia Lazzarato, desde el punto de vista de la estrategia, cobran pleno sentido si están articuladas en función de derrotar al Estado capitalista como condición para un triunfo revolucionario. Y este debate es fundamental, también hoy, en relación a las revueltas de los últimos años. Un elemento distintivo de muchas de ellas ha sido la ocupación de las plazas [107], desde la Plaza Tahrir en Egipto y La Puerta del Sol en Madrid en 2011, pasando por la Plaza Taksim en Turquía (2013) o la Plaza de la República en París (2016), hasta la Plaza Italia en Chile en 2019, entre otras. Lazzarato, así como otros autores [108], las abordan en su novedad pero separadas de aquella pregunta estratégica. A partir de los desarrollos de Asef Bayat, Lazzarato afirma que: “Lo primero que hay que señalar es que, como es natural, durante el levantamiento no se ocuparán ni fábricas ni universidades, sino las plazas. La street politics, la política callejera, se convierte lógicamente en política de la plaza. La multiplicidad proletaria del ‘trabajo gratuito’, informal y precario parece ejercer una hegemonía política que, a partir de la realidad urbana metropolitana, se establece no solo en los países árabes, sino en el mundo” [109].

Sin embargo, es justamente la primacía de las formas “ciudadanas” atomizadas que condensaron en un sentido “las plazas” la que ha impedido, en los procesos recientes, enfrentar con éxito al aparato estatal y le han permitido a este último separar dentro de los movimientos –e incluso geográficamente– a lo que podríamos llamar los perdedores “absolutos” y “relativos” de la globalización. Una división sobre la cual se basan la burguesía, el Estado y los medios de comunicación para intentar canalizar y reprimir las protestas distinguiendo los manifestantes supuestamente “buenos”, “legítimos”, de los “violentos” e “incivilizados”. Para los primeros está la posibilidad de ensayar algún tipo de concesión buscando sacarlos de la calle, para poder aislar a los segundos y criminalizarlos. Una operatoria que se reitera en cada uno de los procesos, y que es clave para desgastarlos, desactivarlos o directamente derrotarlos prematuramente impidiendo su desarrollo hacia movimientos revolucionarios.

De ahí la importancia del desarrollo de coordinadoras y organismos de autoorganización que, en perspectiva, puedan ser el germen de futuros consejos, de un poder alternativo de la clase trabajadora y los oprimidos. Estos organismos, incluso en sus formas iniciales, son fundamentales para que los sectores más avanzados del movimiento puedan influir sobre los más atrasados, así como contrarrestar la acción del régimen que, justamente, se vale de las brechas que abre la fragmentación. También para fortalecer las perspectivas de tácticas como la del frente único (“golpear juntos, marchar separados”) ante la burocracia para imponer la unidad de acción del movimiento obrero y medidas como la huelga general política (una pequeña muestra de ello fue, por ejemplo, el papel de la huelga del 12N en Chile en 2019 [110]). Y su vez, para articular las “posiciones estratégicas” con el territorio, los sindicatos con los “movimientos”, la juventud con el resto de los trabajadores, etc., así como para organizar la autodefensa frente a la represión.

Tesis XV. Bajo el neoliberalismo, la invisibilización del trabajador/a en tanto productor/a se redobló. La clase trabajadora no es un conjunto de asalariados ni de ciudadanos, como clase productora es la portadora (potencial) de nuevas relaciones sociales. Ninguna alternativa realmente anticapitalista puede prescindir de ella y de su centralidad para poner en pie un nuevo sistema (socialista).

A la hora de pensar las encrucijadas planteadas por los procesos de revuelta, Lazzarato señala que el problema consistiría en que: “Los movimientos anticapitalistas todavía son incapaces de librar una ‘guerra de clase sin la clase obrera’” [111]. Esta idea solo puede corresponderse, como decíamos, con una visión estereotipada de una clase obrera abstracta, de lo contrario es imposible pensar una guerra de clase sin la clase trabajadora, ya ni siquiera por una cuestión estratégica sino, incluso, por una cuestión democrática. Hoy la clase trabajadora es mayoritaria en buena parte de los países del mundo, un cambio tectónico que en la época de Marx, incluso en la de Lenin, era inimaginable. Está altamente fragmentada, por cierto, en sectores registrados, precarios, no registrados, etc. pero es la clase productora por excelencia del sistema capitalista.

Retomando a Foucault, el neoliberalismo, no solo procuró imponer a escala ampliada los criterios de las leyes del mercado como “naturales” e, incluso, trasladarlas a los más diversos ámbitos de la vida, sino también desterrar definitivamente la idea de que es la fuerza de trabajo la que genera nuevo valor. De esta forma, consolidó la imagen que la sociedad tiene de sí misma en términos de un conjunto atomizado de “agentes económicos” activos y libres, guiados por el egoísmo, donde el individuo deviene sujeto racional a través del reconocimiento de la posibilidad de maximizar sus capacidades, gestionar sus conductas; todo ello con el fin de lograr el mayor beneficio con los menores costos. A partir de la teoría del “capital humano”, el trabajador aparece como empresario de sí mismo.

Para el capital es vital considerar a la fuerza de trabajo como una mercancía más para pagarle al trabajador un salario que es solo una parte de lo que su fuerza de trabajo produce y apropiarse de otra parte. Si esto fue siempre clave para la ganancia capitalista y la acumulación de capital, más aún lo fue en la etapa neoliberal, donde el aumento de la plusvalía absoluta (aprovechando la incorporación de cientos de millones de trabajadores al mercado a partir de la “restauración burguesa” y los procesos masivos de proletarización en China e India) fue clave para los intentos de contrarrestar la caída de la tasa de ganancia. Sin embargo, sigue siendo la clase trabajadora la que vivifica el trabajo muerto y el capitalismo no puede escapar de esto; una encrucijada que está en la base de la baja capacidad de acumulación con la que cuenta en la actualidad el capitalismo a nivel global.

Detrás de la idea del “capital humano” se esconde el potencial creador de la clase trabajadora, tanto en el terreno económico como en el político. En este sentido, son muy pertinentes los desarrollos de Gramsci en los que pone el acento en el trabajador no solo como asalariado sino también como productor [112]. Bajo el neoliberalismo este carácter le ha sido negado al trabajador en forma radical, como productor ha sido prácticamente invisibilizado. Aparece como un mero representante de un interés corporativo más de la sociedad, a lo sumo como “ciudadano”, cuando como productor es portador potencial de nuevas relaciones sociales de cooperación, de una fuerza social y productiva que puede abrir paso a una nueva civilización. Sin este potencial creador de las y los trabajadores, tanto en el terreno económico como en el político, una perspectiva socialista sería imposible; quedaría clausurada la problemática del control obrero y la posibilidad de la clase trabajadora –y con ella del movimiento de masas– de hacerse cargo de la producción [113].

Foucault va a desarrollar una crítica al concepto de “sociedad civil” que reaparece con la escuela escocesa con Adam Ferguson, que se sitúa como el soporte del proceso y de los lazos económicos pero que, a la vez, los desborda y no puede reducirse a ellos. En Ferguson, la sociedad civil aparece como mucho más que la asociación de los diferentes sujetos económicos. “En efecto –remarca Foucault–, lo que liga a los individuos en la sociedad civil no es el máximo de ganancia en el intercambio, sino toda una serie que podríamos llamar de ‘intereses desinteresados’” [114]. Y agrega: “esa es la primera diferencia entre el lazo que une a los sujetos económicos y a los individuos que forman parte de la sociedad civil: hay todo un interés no egoísta, todo un juego de intereses no egoístas, un juego de intereses desinteresados mucho más amplio que el propio egoísmo” [115].

A partir de esta idea de intereses o pasiones “desinteresadas” que retoma de Ferguson, se podría decir que la sociedad civil desempeña, en el Foucault de Nacimiento de la biopolítica, el rol de una instancia de emancipación frente a los riesgos de abuso de poder (totalitarismos), a pesar de que el autor rechaza la visión ingenua de “la sociedad civil contra el Estado” [116]. Este intento de problematizar la reducción de la sociedad civil al puro juego de la oferta y la demanda (aunque basado en un concepto de sociedad civil pre-hegeliano y pre-marxista) lo podríamos comparar con la distinción que realiza Gramsci entre “sociedad económica” (referida a las interacciones humanas en la producción, la distribución y el consumo) y “sociedad civil” (como terreno de “lo voluntario”, los partidos, los sindicatos, etc.), y la crítica que realiza referida a que el capitalismo se propone colonizar la propia “sociedad civil” [117] y hacer hegemónica la espontaneidad de la economía –como oferta y demanda–.

Ahora bien, a diferencia de Foucault, la sociedad civil en Gramsci aparece también “colonizada” por el Estado (una hegemonía acorazada de coerción). Podríamos vincular este aspecto a la propia crítica que realiza Lazzarato de la interpretación foucaultiana del neoliberalismo, en tanto subestima la importancia de la dimensión represiva, destructiva y bélica del mismo, y sobreestima las técnicas “productivas” del poder. Sin embargo, Gramsci con la noción de “Estado integral” va más allá, marcando la difusa la frontera entre Estado y sociedad civil, con fenómenos que se ubican entre la “coerción” y el “consenso”, ligados a la cooptación y al transformismo de los dirigentes que pasan de defender los intereses de la clase trabajadora a defender intereses de la burguesía, dando lugar al desarrollo de nuevas burocracias al interior de las organizaciones de masas para sostener la dominación capitalista.

El liberalismo marcó el intento de fagocitar a la “sociedad civil” en una “sociedad económica” reducida a la oferta y la demanda. Posteriormente, con la emergencia de las organizaciones de la clase trabajadora (sindicatos y partidos), el Estado salió a “pelear” los espacios de la sociedad civil que había dejado desguarnecido el liberalismo desarrollando toda una serie de burocracias al interior de las organizaciones de masas. El neoliberalismo radicalizó la primera de aquellas operaciones, mientras que mantuvo la segunda, ampliando el desarrollo de las burocracias a los movimientos sociales. El resultado es una sociedad civil “saturada” desde ambos flancos, que apunta a combatir cualquier “conciencia de clase” negando a la clase trabajadora su carácter de clase productora y, al mismo, tiempo despliega toda una serie de burocracias para el caso de que aquella primera instancia falle; desde luego, también está el papel clave de la represión, pero eso es lo más evidente.

En este escenario de hegemonía acorazada de coerción (Estado integral), la lucha por la autonomía es especialmente clave para un partido revolucionario, así como la búsqueda de expandirla a través del frente único y una política hegemónica. En esto, podríamos decir, consiste la noción de “guerra de posiciones” en Gramsci. Es una forma de lucha para evitar aquel “transformismo”, es decir, para contrarrestar la cooptación y afirmar la independencia de clase. En un mismo sentido apunta Trotsky, por ejemplo, cuando aborda el problema de los sindicatos y señala que, con la enorme influencia del Estado en toda la vida de las clases, los sindicatos ya no pueden, como en la época del capitalismo liberal, mantenerse indefinidamente como políticamente “neutrales” y limitarse a la defensa de los intereses cotidianos de la clase trabajadora. O bien se convierten en instrumentos del capitalismo para subordinar y disciplinar a la clase obrera, o bien se transforman en herramientas independientes de un movimiento clasista y en perspectiva revolucionario.

Esta conclusión es fundamental en relación a las revueltas de los últimos años. Estos procesos han vuelto a poner en primer plano un elemento distintivo de las revoluciones: la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. Sin embargo, toda esa energía desplegada por el movimiento de masas, salvando las excepciones donde ha sido derrotada militarmente, fue en general desviada hacia los canales institucionales de los regímenes burgueses. Ahora bien, es importante no pensar estos procesos de desvío como una modificación evolutiva de la relación de fuerzas a favor del movimiento de masas. Una cosa es que no se hayan configurado claras derrotas en la mayoría de los casos; sin embargo, no son inocuos los procesos de desmovilización y los elementos de desmoralización que producen las direcciones neorreformistas y “populistas de izquierda” sino que allanan el camino a variantes de derecha.

Si, como señala Lazzarato, “la autonomía y la independencia no están dadas sino que como siempre es necesario conquistarlas con la lucha la organización y la estrategia” [118], la situación planteada por las revueltas nos presenta un problema parecido al que daba cuenta Lenin en su clásico folleto ¿Qué hacer? a principios del siglo XX. El “elemento espontáneo” es la forma embrionaria de lo consciente, pero cuanto más poderoso es el auge espontáneo de las masas, más se hace necesario el desarrollo de los elementos conscientes, es decir, de fuertes organizaciones revolucionarias. Y esto es así en una forma mucho más aguda que cuando Lenin lo planteaba en Rusia. El escenario que describíamos antes nos plantea como un elemento vital toda aquella “guerra de posiciones” para conquistar la autonomía de la clase trabajadora y el movimiento de masas como condición indispensable para cualquier victoria revolucionaria.

Lazzarato en ¿Te acuerdas de la revolución? pasa rápidamente por las elaboraciones de Gramsci sobre la guerra de posiciones para centrarse en sus consideraciones sobre la guerra colonial cuando dice: “La lucha política es enormemente más compleja [que la guerra militar]. En cierto sentido puede ser parangonada con las guerras coloniales o con las viejas guerras de conquista, cuando el ejército victorioso ocupa o se propone ocupar en forma estable todo o una parte del territorio conquistado. Entonces, el ejército vencido es desarmado y dispersado, pero la lucha continúa en el terreno político y en el de la ‘preparación’ militar” [119]. Sin embargo, Lazzarato pasa por alto el problema (central para Gramsci) del Estado, llegando a la asimilación entre las “guerras coloniales” y “los regímenes actuales de ‘colonización interna’ y monopolios…” [120]. En ese sentido se pierde una diferencia fundamental entre ambos tipos de “guerra”. Como señala Raymond Aron: “La guerra revolucionaria es una guerra de aniquilación: el enemigo, el equipo o el gobierno, no puede capitular porque renunciaría simultáneamente a su existencia. Capitula por la huida, no por la negociación. La guerra de liberación nacional a veces alcanza su fin político de derrota táctica en derrota táctica (militar)” [121]. Y agrega: “la primera opone dos pretendientes al poder dentro de un único país, […]. La segunda (en el caso ideal-típico) opone un partido a la autoridad colonial” [122].

Es decir, en una guerra de liberación nacional se puede cumplir el objetivo de la independencia conservando las mismas relaciones sociales de producción (capitalistas) mediante la retirada del colonizador. En la guerra revolucionaria, no. Quien quiera obtener la victoria debe imponerse sobre el capitalismo y articular las bases de un nuevo sistema social. En este sentido, sin la clase trabajadora, en tanto clase productora, a diferencia de lo que decía Lazzarato, ningún movimiento “anticapitalista” podrá librar la guerra que está planteada. Otro tanto, cómo decíamos en el apartado anterior, pasa en el terreno de la estrategia con el “poder de fuego” que le da a la clase trabajadora el control de las “posiciones estratégicas” para la producción y reproducción de la sociedad. Podemos invertir discursivamente la fórmula de Clausewitz pero nunca vamos a poder vencer en una revolución en el siglo XXI sin la clase trabajadora, por lo menos, en la gran mayoría de los países del planeta, y menos aún, en el verdadero terreno donde se jugará el fin del capitalismo que es, ni más ni menos, que el de la lucha de clases mundial.

[ADENDA]

GUERRA Y REVOLUCIÓN: A PROPÓSITO DEL CONCEPTO DE “MÁQUINA DE GUERRA”

En el pensamiento de Deleuze y Guattari, una de las referencias para la elaboración del concepto de “máquina de guerra” es el pensamiento de Clausewitz y, en particular, su noción de “guerra absoluta”. Para Clausewitz, esta remite por sobre todo al concepto abstracto de guerra, refiere a la tendencia de la guerra, libre de sus determinaciones, al ascenso a los extremos. En el razonamiento de los autores de Mil mesetas, este concepto es útil para desarrollar la hipótesis de heteronomía entre el poder de la “máquina de guerra” y el poder del Estado (y, por ende, de la política entendida como política estatal). Según ellos, “Clausewitz presiente esta situación general cuando trata el flujo de la guerra absoluta como una Idea, que los Estados hacen suya parcialmente según las necesidades de su política, y con relación a la cual son más o menos buenos ‘conductores’” [123]. Así, en el hiato entre las guerras empíricas y el concepto puro de guerra leen una tendencia inherente de la máquina de guerra a ir más allá del Estado.

Señalan que: “esta distinción entre una guerra absoluta como Idea y guerras reales nos parece de una gran importancia, pero con la posibilidad de otro criterio que el de Clausewitz. La Idea pura no sería la de una eliminación abstracta del adversario, sino la de una máquina de guerra que no tiene precisamente la guerra por objeto [124]. De este modo, solo cuando el Estado captura la máquina de guerra como medio esta última toma como objetivo directo la guerra (y la guerra toma por objetivo privilegiado la batalla). Es decir, todo depende de un encuentro “exterior” entre el aparato de Estado y la máquina de guerra. Solo a partir de este encuentro, la máquina de guerra se subordina a la política de los Estados [125]. Cuanto más el Estado interioriza la máquina de guerra, más esta última se convierte en instrumento directo no solo de las políticas de la guerra, sino de la creciente implicación del Estado en las relaciones sociales de producción. En este camino, el abordaje de los autores se va a emparentar con el del general Ludendorff, quien desarrolló el concepto de “guerra total”, donde la hostilidad ya no oponía solo ejércitos sino a la totalidad de su población civil, su economía, psicología, etc.

No han faltado intentos de asimilar erróneamente el concepto clausewitziano de “guerra absoluta” al de “guerra total” de Ludendorff –plasmado en Der totale Krieg escrito en 1935–, a pesar de la ruptura explícita de este último con Clausewitz a la hora de sostener la primacía de la conducción militar sobre la política. Pero se trata de conceptos casi opuestos. La “guerra absoluta” es por sobre todo un concepto abstracto, pero Clausewitz habla de “guerra absoluta” también en otro sentido, vuelve a mencionarlo en repetidas oportunidades para señalar que, con las guerras napoleónicas, la guerra se aproxima a su concepto. Esto no sucede porque la guerra pierda sus determinaciones históricas sino por la dificultad de juzgar probabilísticamente a un enemigo “nuevo”. Como señala Raymond Aron, para Clausewitz las guerras se aproximan a la forma absoluta “cuando la novedad revolucionaria impide la comunicación implícita favorecida por la moderación” [126]. Por el contrario, en el concepto de “guerra total” el punto de partida está dado por el avance de la tecnología y por el desarrollo demográfico.

Es decir, para Clausewitz, luego de la Revolución francesa, el “pueblo” que previamente oficiaba de “instrumento ciego” pasa a tener un peso propio en la guerra (en defensa de las conquistas de la revolución) y esto último acercaba a la guerra al concepto de “guerra absoluta” [127]. Mientras que la “guerra total”, como decíamos, para Ludendorff está asociada a factores objetivos como los avances de la técnica y de la demografía. Por otro lado, es cierto que Clausewitz asimilaba aquella novedad de la revolución a su etapa bonapartista, que viene de la mano con la institucionalización de las fuerzas que desata previamente la Revolución francesa –a través de la constitución de la “Grande Armée”– y, por ende, a la política del Estado burgués. Pero este elemento no quita la enorme distancia que separa aquellas disquisiciones de Clausewitz sobre la “guerra absoluta”, asociada a la emergencia de una nueva “fuerza moral” en la etapa revolucionaria de la burguesía, con los desarrollos sobre la “guerra total” de Ludendorff donde el nacionalismo burgués de las potencias imperialistas se había transformado en completamente contrarrevolucionario.

Deleuze y Guattari ven vacilación en Clausewitz “cuando muestra que unas veces la guerra total continúa siendo una guerra condicionada por la finalidad política de los Estados, mientras que otras tiende a efectuar la Idea de la guerra incondicionada” [128]. Aquí, los autores parecen confundir la perspectiva de Clausewitz con la de Ludendorff. Para este último, la política es un límite artificial para desplegar los medios bélicos (en el interior y en el exterior) para enfrentar un desafío que no solo es geopolítico (URSS) sino interno (el Partido Comunista, también la socialdemocracia en tanto representante de la clase obrera). Pero, para Clausewitz, la política no es necesariamente un “moderador” de la guerra, depende de qué política estemos hablando. “Si la guerra –dice Clausewitz– pertenece a la política, adquirirá, naturalmente, su carácter. Si la política es grande y poderosa, igualmente lo será la guerra, y esto puede ser llevado a la altura en que la guerra alcanza su forma absoluta” [129]. Cuando el general prusiano refiere a que las guerras napoleónicas se acercan a su concepto, obviamente, no está renegando de su fórmula sino dando cuenta de la emergencia de una nueva política “grande y poderosa”.

Es decir, Ludendorff está pensando cómo movilizar a las masas para un objetivo mezquino y ajeno a sus intereses como la rapiña y el saqueo de otras naciones en beneficio de un puñado de capitalistas alemanes, para lo cual, someter y doblegar a las masas nacionales es central (de ahí la importancia a la dimensión “interna” de la guerra, para ligar el pueblo a la guerra). En el caso de Clausewitz, está dando cuenta de un hecho: las masas, a diferencia de la etapa anterior, pasan a pelear la guerra en defensa de intereses propios, lo cual se traduce en la aparición de una nueva “fuerza moral” que cambia todo el equilibrio europeo y, si la Confederación Germánica no logra incluir a la masas en la guerra de un modo similar (aunque con reformas “desde arriba”), no podrá derrotar el ímpetu de una Grande Armée. De ahí que ambos vislumbren una relación muy diferente entre guerra y política. Es a partir de aquella aproximación de Clausewitz que estamos más cerca de entender el siglo XX y, dentro de él, el fenómeno definitorio de la relación que se estableció entre guerra y revolución.

Esto no implica que en el desarrollo de las guerras a gran escala haya, efectivamente, un proceso de “autonomización” de la máquina de guerra. Pero se trata de un fenómeno preciso y circunscripto cuya prolongación, históricamente, ha llevado inexorablemente a la revolución. Trotsky lo analiza durante la Primera Guerra Mundial en los siguientes términos: “Cuanto más se extendió el campo de las operaciones militares, más evidentemente económicas y políticas (es decir, imperialistas) se hicieron estas, el control sobre las operaciones militares se hizo menos real, el objetivo político y las consignas de guerra se convirtieron en sombras que seguían movimientos autosuficientes y los enfrentamientos de masas humanas. El militarismo, que suponía, por la naturaleza de las cosas, ser un instrumento dócil y fiel de los intereses imperialistas, se convirtió –por la lógica de las cosas mismas– en casi completamente ‘autónomo’ y continuó devorando automáticamente todas las fuerzas y los recursos de la nación” [130].

Deleuze y Guattari, luego de haber planteado la autonomización de la máquina de guerra como fenómeno –aparentemente– consolidado, ven en la “guerra fría” la efectiva inversión de la fórmula, donde la política se convierte en la continuación de la guerra por otros medios. Una máquina de guerra que ya no tiene por objetivo la guerra sino la paz de la supervivencia en el marco del desarrollo del armamento nuclear. En este contexto debe leerse su planteo de que “es la paz la que tecnológicamente libera el ilimitado proceso material de la guerra total” [131]. Pero no fue la supervivencia en general (“humanitaria”) la que frenó una posible continuidad guerrera de EE. UU. en 1945 contra la URSS [132], sino su propia supervivencia política, flanqueada por las movilizaciones contra la guerra en EE. UU. y por la revolución que asomaba en varios países. Hasta el día de hoy, lo único que ha limitado la utilización de las fuerzas destructivas del capital –y, en particular, el armamento nuclear– ha sido la política, pero de una forma diferente a la que plantean Deleuze y Guattari. No por obra de la diplomacia, sino por la imposibilidad de capitalizar políticamente una hipotética victoria militar o, dicho en otras palabras, por la imposibilidad de vencer en una guerra así sin desatar una revolución y arriesgarse a perder el poder.

Este problema sigue presente hoy en la situación mundial y es muy importante recordarlo en el contexto actual del retorno de la guerra entre Estados y del creciente militarismo de las grandes potencias. Una de las grandes contradicciones que tienen los diferentes imperialismos para ir a la guerra a escala internacional e, incluso, para implementar medidas mínimas como volver al reclutamiento masivo entre la población, sigue siendo el problema de capitalizarla políticamente y no terminar abriendo la Caja de Pandora de la revolución. Con todos los elementos sugerentes que puede tener la noción de máquina de guerra, se transforma en un concepto abstracto cuando se separa de la política, no solo de la política entendida en términos de Estados nacionales, sino, sobre todo, de la política entendida como lucha de clases. Sin esta última, difícilmente podamos entender algo del siglo XX y, lo que es más acuciante hoy, desarrollar una política que pueda hacer frente a las tendencias guerreristas que pasa necesariamente por la lucha por la revolución socialista.

 
Izquierda Diario
Seguinos en las redes
/ izquierdadiario
@izquierdadiario
Suscribite por Whatsapp
/(011) 2340 9864
[email protected]
www.laizquierdadiario.com / Para suscribirte por correo, hace click acá