Hacer una historia del movimiento estudiantil tiene tantas potencialidades como dificultades y problemas metodológicos a resolver. Por un lado, al tratarse de un sujeto social heterogéneo, poli clasista, generalmente más politizado que el promedio social y vinculado con otros actores sociales, políticos y económicos, permite pararse desde aquel para observar el conjunto del entramado sociopolítico de una época. Tomando aquella vieja metáfora de la “caja de resonancia” [1], se podría decir que estudiar al movimiento estudiantil es como escuchar el primer eco de las tensiones que atraviesa una sociedad en un momento dado. Por otro lado, y por las mismas razones, esta relación intrínsecamente vincular del movimiento estudiantil implica el riesgo de desatender las particularidades de sus reglas, códigos, trayectorias y debates específicos que fueron tallando en su desenvolvimiento, siendo estos los que en muchos casos explican más certeramente los sentidos de su acción.
Desde este punto de vista, uno de los méritos del libro de Califa y Millán es lograr un fino equilibrio entre ambas dimensiones. Basado en una extensa investigación de más de una década, que incluye análisis cuantitativos y cualitativos sobre el movimiento estudiantil en los 60 y 70 (sus tipos de acciones, las organizaciones políticas que intervienen en él, sus adversarios, sus aliados, etc.) el libro nos desafía con un dato que parece obvio pero que no lo fue para la historiografía y la sociología durante varias décadas: existió en aquellos años revolucionarios un movimiento estudiantil en la Universidad de Buenos Aires con una dinámica específica que no puede asimilarse mecánicamente ni a la “juventud” en general (y su inscripción en los sesentas globales), ni al derrotero de las corrientes políticas que intervinieron en él, ni al proceso más amplio de politización que vivía la sociedad en aquel periodo.
Esta definición estructura, a su vez, varias de las hipótesis y debates del libro. Una de ellas, tal vez la central, es la que enfrenta a una de las interpretaciones tradicionales [2] sobre el periodo: aquella que enuncia una relación directa entre el incremento de la radicalización del movimiento estudiantil y una supuesta “peronización” de la Universidad. Según esta interpretación, la adhesión que recibió el gobierno de Héctor Cámpora en 1973 por parte del movimiento estudiantil habría sido la culminación de un proceso de “resistencia” moldeado por algunas organizaciones peronistas a la dictadura de Onganía en los seis años previos. A su vez, aquella “peronización” habría implicado un desplazamiento de la tradición reformista (o sea, aquella que desde distintas vertientes reivindicaba a la Reforma Universitaria de 1918) que por su pasado “gorila” y su desfasaje respecto del proceso de politización más general que atravesaba al país, habría quedado con el “pie cambiado” sosteniendo reivindicaciones estrictamente universitarias que ya no eran el motor movilizador de los estudiantes.
Los autores diseccionan a lo largo del libro esta interpretación y ofrecen una mirada alternativa. Para ello parten de una consideración metodológica: si se busca comprender la radicalización de un movimiento no basta con leer sus discursos o interpretar sus declaraciones, sino que es necesario analizar su práctica concreta, sus acciones de lucha y su confrontación con otros sujetos sociales. Desde esta perspectiva es que sostienen que, en aquel conteo, son las organizaciones de izquierda (e incluso de “izquierda tradicional” más que de la llamada “nueva izquierda”), adscriptos a la tradición del reformismo universitario desde las ideas del marxismo, del maoísmo o del trotskismo, las que protagonizan algunos de los procesos más destacados de la lucha estudiantil en aquellos años. Como contracara, señalan que el ascenso de las organizaciones peronistas a la conducción de centros y federaciones (particularmente durante el año 1973) no se correspondió con una radicalización en las acciones estudiantiles sino con un proceso de institucionalización y confianza en que sus demandas se resolverían por la voluntad estatal o por la incorporación de militantes en los cargos de gobierno. Más que una “peronización” de la izquierda, los autores ven un impacto de la radicalización de la izquierda en el peronismo. Esto se refuerza con la observación de que durante el periodo del Onganiato las organizaciones peronistas, pese haber incrementado su incidencia, o bien seguían siendo poco numerosas o bien expresaban todo lo contrario a la radicalización estudiantil, desarrollándose sus alas conservadoras y derechistas.
Vinculado a estas dos constataciones, el libro argumenta que ese proceso de politización general que explica, en parte, los vaivenes en las representaciones del movimiento estudiantil en esta etapa, no debe obnubilar la centralidad que continuaron teniendo los reclamos de tipo académico o estrictamente universitarios: “cualquier grupo que quisiera crecer en el ámbito estudiantil debía ofrecer vías de solución a los problemas académicos usuales”. Esto no quiere decir, sin embargo, que esos debates estuvieran menos atravesados por la dinámica de conjunto. Por ejemplo, pese a tratarse de asuntos “académicos”, los cursos de ingreso, las matriculaciones, los requisitos para la permanencia o las reformas de los planes de estudio estuvieron estrechamente vinculados a las políticas gubernamentales de cada período, justificadas en gran medida en los proyectos más globales que las representaban. Tanto la dictadura de Onganía, como la “primavera camporista” y luego la “misión Ivanissevich” (en referencia al ministro de Isabel Perón desde 1974, cuyo programa educativo era "destruir la conjura internacional subversiva y marxista") tuvieron políticas universitarias que partían de discursos generales (acompasar la universidad al “tiempo político” de la “revolución argentina”, “hacer una universidad nacional y popular”, “terminar con la subversión”) pero que luego se tradujeron en intervenciones más quirúrgicas referidas a la designación de profesores, cambios en los reglamentos universitarios, modificaciones de los programas o asignaciones presupuestarias.
Este ida y vuelta entre lo específico del medio universitario y la realidad política general se vuelve más complejo cuando entran en juego los conceptos de “rebelión y contrarrevolución” que titulan el libro.
Efectivamente en esos años comienza una etapa de creciente actividad de la clase obrera, protagonizando acciones históricas independientes como el Cordobazo (junto con los otros “azos” que sucedieron en aquellos años) y que implicaron primero la caída de la dictadura de Onganía y luego un amplio proceso de radicalización de amplias franjas de trabajadores y trabajadoras, con desigualdades y destiempos en todo el país, que sólo pudo ser barrido por la dictadura genocida de 1976. En aquel proceso el movimiento estudiantil se mostró como un potencial aliado y dinamizador de la acción obrera. No sólo con el Cordobazo y el resto de los “azos”, sino con decenas de vasos comunicantes que lo vincularon a aquella experiencia, desde la propia “proletarización” de algunos estudiantes (particularmente los militantes de corrientes de izquierda) hasta la acción conjunta con las centrales sindicales, como fue el caso de la CGT de los Argentinos, pasando por la presencia estudiantil en decenas de huelgas, marchas y acciones de lucha de la vanguardia obrera y en proyectos intelectuales que buscaban una “universidad al servicio de los trabajadores”.
Pero decimos que este proceso se vuelve más complejo cuando se observa lo que pasa dentro de las universidades, porque los momentos políticos y los ejes de debate que la atraviesan no siempre se correspondieron con la dinámica general. En algunos casos los hechos se anticipan. La represión y las persecuciones contrarrevolucionarias que se expresaron con fuerza ya en el año 1974 con la Triple A y las bandas paramilitares lideradas por López Rega tuvieron su precedente y su laboratorio en las casas de estudio. Como señala el libro, ya en la dictadura de Onganía los militares se valieron de métodos ilegales de represión para los cuales contaron con el apoyo de sectores peronistas-colaboracionistas de la dictadura, algunos de los cuales fueron estudiantes-delatores encargados de denunciar a los activistas de izquierda. El espiral de radicalización y fragmentación del propio peronismo entre 1973 y 1975 con el desarrollo de sus tendencias de “izquierda y de derecha” dio paso a un salto represivo que se tradujo en números concretos: la medida semanal de detenciones estudiantiles en la UBA pasó de 1,38 bajo los gobiernos de Cámpora y Lastiri a 20,27 durante la presidencia de Perón. A su vez, entre agosto y diciembre de 1974 se registraron 859 detenciones de universitarios y 23 asesinatos parapoliciales, la mayoría precedidos por el secuestro. Finalmente, dentro de este plano de análisis, se destaca el hecho de que la creciente moderación e institucionalización a la que se adaptaron corrientes como el PC (MOR), la Franja Morada o el FAUDI (PCR), fueron dando paso a un centro político que anticipó la “teoría de los dos demonios” por su denuncia indistinta a los “extremismos de izquierda y derecha”, apoyándose en un diálogo institucional obsecuente o sumiso respecto de las autoridades de turno.
Si desde el punto de vista represivo el movimiento estudiantil vivió con anticipación algunas de las tendencias que se presentarían en los años más duros de las acciones contrarrevolucionarias (incluyendo acciones como la implantación de bombas en casas de dirigentes estudiantiles o los secuestros intimidatorios) se podría decir que estuvo a “destiempo”, al menos en Buenos Aires, del proceso de radicalización que vivió el movimiento obrero entre 1974 y particularmente en 1975. A diferencia del Cordobazo, las principales organizaciones del movimiento estudiantil porteño tuvieron escasa o nula participación en las luchas contra el “Rodrigazo” y la incipiente formación de coordinadoras fabriles en Buenos Aires y La Plata, las cuales tuvieron su punto álgido en las jornadas de junio y julio de 1975. Para los autores este desencuentro tuvo que ver tanto con la represión que hacía años sufría el activismo universitario como con el hecho de que algunos de sus miembros, particularmente los militantes de corrientes como el PRT-ERP [3], participaron de aquellos hechos ya desde una previa proletarización y no como estudiantes o intentando impulsar al movimiento estudiantil.
Este desencuentro explica, en parte, el hecho de que el movimiento estudiantil haya llegado al golpe del ’76 en un pesado silencio. Las sucesivas derrotas fueron llevando a su extrema pasividad y la obturación de cualquier respuesta radicalizada. Pero estas derrotas no estaban inscriptas de antemano. Fueron producto de un más extenso proceso de institucionalización, moderación y represión de sus alas más radicalizadas. Algunas de sus experiencias más avanzadas, novedosas y creativas, como las experiencias del “doble poder” o los cuerpos de delegados en las facultades de Filosofía y Letras y Arquitectura, sus vínculos con las vanguardias artísticas como las del Tucumán Arde, sus cuestionamientos al conocimiento al servicio de los empresarios o las luchas por el castigo a los dictadores del onganiato, fueron cediendo paso, de la mano de la JUP (y su confianza en el camporismo, ante el cual, vale decirlo, se replegaron la casi totalidad de las agrupaciones universitarias) y también del MOR (que fue inclinándose hacia un reformismo cada vez menos subversivo e inclinado a ubicarse como “garante del orden”) a una regimentación del conflicto universitario. Esta tendencia ató de pies y manos al movimiento estudiantil para ligarse a las vanguardias obreras que enfrentaban al gobierno de Isabel Perón pero también a los rectores y decanos que buscaban acallar las ideas revolucionarias dentro de las aulas. El rol del peronismo “de izquierda”, a su vez, al depositar su confianza en un gobierno que estaba gestando a la Triple A, dejó totalmente desarmados políticamente a los estudiantes ante la represión. La ausencia de una alternativa política revolucionaria tanto al peronismo como al reformismo moderado completa el panorama de aquella coyuntura crítica que se cerraría fatalmente el 24 de marzo del 76.
El libro termina con una reflexión de la cual nos apropiamos: pensar esta experiencia como una inspiración y un aprendizaje para nuevos proyectos transformadores de la sociedad. La derrota no puede ser un límite sino un punto de partida para repensar aquellos años. La disputa entre revolución y contrarrevolución durante los 70 abre la pregunta sobre el rol del movimiento estudiantil en escenarios de este tipo. Sin dudas su composición fragmentaria hace que no podamos hablar de una única ubicación sino de tendencias que tienden a radicalizarse al calor de los acontecimientos generales. Así como pueden surgir fracciones alineadas con los represores, pueden emerger alternativas aliadas al movimiento obrero. Mientras algunas facciones pueden ser heterónomas respecto del estado, las autoridades y las instituciones universitarias, pueden surgir otras autónomas, reactivas a la institucionalización e impulsoras de la autoorganización estudiantil. La primacía de una o de otra depende (y dependerá), en definitiva, de la relación de fuerzas, de la capacidad para intervenir en las distintas coyunturas y de la influencia política alcanzada por las organizaciones estudiantiles de la izquierda revolucionaria.
En este sentido, el libro es un testimonio valioso de que frente al avance de las políticas reaccionarias y represivas, las salidas “intermedias”, moderadas o dependientes del estado tendieron a ser impotentes o directamente cómplices de obturar cualquier respuesta masiva y efectiva del movimiento estudiantil ante aquella avanzada. Los futuros combates podrán ser la oportunidad de oponer a aquellas políticas contrarrevolucionarias una rebelión estudiantil que se fusione con las alternativas revolucionarias de la sociedad, rescatando las tradiciones más avanzadas de la Reforma Universitaria, de los años 60, y transformando los dolores que nos quedan en la lucha por las libertades que nos faltan. Para eso no se puede pensar al “puro universitario” (una “cosa monstruosa”) como decía Deodoro Roca, sino al pasaje que reclamaban los sesentaiochistas de la crítica de la universidad de clases a la crítica de la sociedad de clases. |