Cuando nos llegó la invitación de Corsario Rojo para participar con un artículo “sobre la situación de la clase trabajadora a nivel mundial” enseguida nos surgió una pregunta: ¿cómo exponer sumariamente un panorama tan amplio y diverso de un modo más o menos interesante sin caer en la repetición de las estadísticas del Banco Mundial y la OIT –que por cierto tienen fuertes sesgos metodológicos y limitaciones teóricas para quienes miramos la clase trabajadora “desde Marx”–? No encontramos una respuesta sencilla porque la “crisis del trabajo” está siendo abordada desde varios ángulos, y una radiografía del mundo del trabajo en la actualidad no puede reducirse a la explicación de una única tendencia empírica sin caer en visiones unilaterales.
Por eso nos pareció adecuado empezar por discriminar qué elementos forman parte del discurso pro capitalista actual y, por tanto, constituyen relativos falsos debates (por ejemplo, el retorno de la idea del “fin del trabajo”), y cuáles constituyen realmente nuevos problemas. Así, este artículo recorre una serie de debates (tomando argumentos contextuales, teóricos y empíricos) y puede ser tomado como un “pequeño mapa”, una herramienta que ayude a indagar teórica y empíricamente las fortalezas y debilidades de la clase trabajadora hoy.
El infinito adiós
Hay despedidas que no terminan de finalizar. La del proletariado parece ser una de ellas. Cíclicamente emergen los “adioses” a la clase trabajadora [1]. De manera recurrente, y más aún, en periodos de crisis del capitalismo en que los empleos no abundan (y éste es uno, y bastante prolongado) suelen aparecer distintas narrativas que señalan que el trabajo humano tiende a volverse prescindible. Hay diferentes formas de fundamentar esto.
A grandes rasgos podríamos señalar que hay narrativas pesimistas y narrativas optimistas. Las primeras señalan que el actual “capitalismo de las finanzas” (y de las deudas) ya no requiere, para acumular capital, la explotación de la población disponible y por lo tanto vamos a un escenario ineluctable de desempleo masivo y el "adiós al proletariado" se consuma por la vía de que el proletariado pasaría a ser una minoría insignificante de la población y el resto es "como quieras llamarlo" (“multitudes”, “masa marginal”; “precariado”; “nuevas masas”; etc.). La otra visión pone el énfasis en que el capitalismo ha avanzado tanto en su desarrollo tecnológico que el trabajo humano será desplazado por nuevas tecnologías que tienden a reemplazarlo. En este escenario también vamos a una sociedad de desocupación masiva, pero subproducto de un “avance de la humanidad”. Ambas narrativas ofrecen un diagnóstico ante el cual sólo podemos contraponer medidas de redistribución, como es la renta universal, ya sea en formulaciones más de derecha o más de izquierda.
Empecemos la crítica a esta idea del fin del trabajo mirando algunos datos empíricos fácilmente disponibles, según los cuales, no estaríamos ante ningún “fin de la clase obrera”.
Como recupera Aaron Benanav, de 1980 a 2018 (según la OIT) la población económicamente activa tanto asalariada como no asalariada, creció un 75 %, esto implica que se sumaron más de 1500 millones de personas a los mercados de trabajo mundiales [2], constituyendo un total de poco menos de 3500 millones de personas. Basándose en esos datos de la OIT, Kim Moody señala que alrededor de dos tercios de ellos, o sea poco más de 2000 millones, pertenecen a la clase trabajadora, ya que comprende asalariados y “trabajadores independientes" o por “cuenta propia” [3]. Por su parte, según las investigaciones de Marcel van Der Linden [4] (también en base a la OIT) entre 1991 y 2019 el porcentaje de personas que viven de sus salarios no perfora nunca el piso del 44 % y, por el contrario, asciende al 55 % de la población económicamente activa.
Si miramos los datos disponibles más recientes que ofrece la OIT, en su informe de enero del 2023 estima que la “fuerza de trabajo global” asciende a un poco más de 3.600 millones de personas (la OIT usa el término Labour Force que sería el equivalente de la PEA), y está compuesta por 2.171 millones de hombres y 1.430 millones de mujeres. De estos, 3.393 millones están empleados y 208 millones desempleados, o sea que los desempleados alcanzan el 5,8 % a nivel global. Por su parte, dentro de la masa de empleados, 1.961 millones de personas tienen empleos informales, lo que constituye el 58,4 %; y 214 millones viven en la pobreza extrema (es decir, con menos de 1.99 USD por día), lo que implica aproximadamente el 6,4 % de los empleados [5].
La proyección para este año (2023) es muy mala: por un lado, una brusca desaceleración en el crecimiento del empleo (que venía recuperándose desde los picos de desempleo de la pandemia, aunque nunca alcanzó los niveles de 2019); por otro, la previsión de que los empleos que se generen mantendrán los altísimos niveles de informalidad que vemos en los últimos años: en 2022, 4 de cada 5 puestos de trabajo de mujeres eran informales y 2 de cada 3 en los hombres.
En síntesis, si miramos este breve panorama, no parece sostenible, desde ningún punto de vista, la idea de una desaparición “empírica” de la clase trabajadora. Sin embargo, eso no salda el debate, sino que recién le da comienzo: porque esta clase trabajadora que tenemos delante (y de la que formamos parte) no tiene los mismos rasgos de la añorada “clase obrera de posguerra”, extraña encarnación de la “clase obrera clásica”, pese a que los 30 gloriosos son una excepción y no una norma en la historia del capitalismo.
No hay desaparición de la clase trabajadora pero sí hay “crisis del trabajo”: extendida y creciente precarización laboral; progresiva feminización de la fuerza de trabajo en nichos de bajos salarios; aumento de la subocupación y la sobreocupación; fluctuaciones con piso alto del desempleo; impacto de algunos cambios tecnológicos que, sin reemplazar el trabajo humano, lo someten a nuevas formas de control y gestión de la relación capital-trabajo; y, consecuencia de lo anterior, proliferación de los “trabajadores pobres” como condición cada vez más extendida tanto en los países periféricos como en los centrales, aunque con distinto ritmo e intensidades.
Es justamente frente a este escenario de cambios que la narrativa hegemónica se muerde la cola declarando que el trabajo ya no será lo que en realidad nunca fue. Glorificando el periodo de posguerra, mirado de manera excluyente desde los países capitalistas avanzados, se denuncia la incapacidad del capitalismo para generar empleos “decentes”, las altas tasas periódicas de desempleo, la extensión del subempleo (entre otros indicadores que suelen tomarse como una crisis del “empleo estándar” o “típico”), y, de este modo, se prepara el terreno de una mayor pauperización.
Con la pandemia la centralidad de estos problemas en torno al trabajo y las desigualdades sociales se volvieron muy visibles, de la mano de la contradicción entre el carácter “esencial” que asumió la explotación de cierta fuerza de trabajo y el carácter “descartable” que asumieron los cuerpos que la portan. Casi no hay discurso público que no presente algún diagnóstico sobre el “trabajo”, en general, para fundamentar su “inevitable” degradación. Del lado de les trabajadores son constantes las denuncias acerca de la tremenda extensión que tiene la precarización (mediante huelgas, protestas, y organización sindical allí donde parecía imposible), incluso en los diferentes procesos de movilización social que no necesariamente se presentan como “protestas laborales” pero en los que les trabajadores forman el cuerpo social principal que da vida a esos combates: desde los Chalecos Amarillos en Francia, las revueltas de 2019 en América Latina, las huelgas durante la pandemia –en EE. UU., Europa–, hasta las actuales huelgas en Europa –particularmente en Gran Bretaña, Francia y Alemania, y en China–.
La ilusión de la automatización
Un modo de explicar la extensión de la precarización y ausencia de empleos suficientes es atribuirlo al dinamismo tecnológico, lo que lo transforma en un punto de análisis inevitable para abordar los diagnósticos sobre la “crisis del trabajo”. Hace un poco más de una década, este nuevo discurso que llamaremos “la ilusión de la automatización”, viene siendo promovido tanto por teóricos sociales, empresarios de Silicon Valley, futurólogos con best sellers, espacios en medios de masas e incluso por políticos de todo tipo (liberales, cristianos de centroizquierda, anche, algunos intelectuales de izquierda). En Argentina, el libro de Eduardo Levy Yeyati Después del trabajo. El empleo argentino en la cuarta Revolución Industrial, presenta una serie de afirmaciones acerca de porqué una sociedad como la nuestra no es ajena a esta transformación tecnológica, entre las que se destacaban señalar que, según el Banco Mundial, el 60 % de los empleos de Argentina competirán con una máquina o un programa informático en el futuro (sin que quede demasiado claras las bases empíricas de tal proyección). Pero no sólo en los asesores de Juntos por el Cambio caló este discurso, algunos referentes de la denominada “economía popular” comparten las premisas de este pronóstico, como puede verse en “La Clase Peligrosa” de Juan Grabois. Los nombres y los libros son muchos, pero el diagnóstico es común: consiste en la tesis de que una supuesta aceleración de los cambios tecnológicos es la causante de la falta de empleos y asume la predicción de que eso nos está llevando hacia el “fin del trabajo” tal y como lo conocemos. Un conjunto de cambios tecnológicos, no siempre bien delimitados, que suelen ser agrupados como “digitalización del trabajo” o “4ta revolución industrial” estarían sustituyendo el trabajo humano: robotización, big data, internet de las cosas, impresión 3D, plataformas digitales y, la estrella del firmamento, la “inteligencia artificial”. Aunque aún no podemos ver la totalidad de las consecuencias que todo esto tiene sobre el mundo del trabajo, lo que se vuelve necesario es discernir si estamos (o no) ante una mutación del capitalismo que, como imagina la “ideología californiana”, desplace tendencialmente la centralidad del trabajo [6].
Un modo eficaz de abordar este asunto es analizar las formas concretas en que la “automatización” impacta en la sustitución de la fuerza de trabajo: ¿es correcto el diagnóstico que dice que estamos ante un inminente “fin del trabajo” motivado por una nueva revolución tecnológica? ¿O hay otra causa de la degradación laboral y la ausencia de empleos?
En La automatización y el futuro del trabajo [7] de Aaron Benanav se aborda agudamente el renovado y entusiasta “discurso sobre la automatización del trabajo” [8] y las tendencias económicas que estructuran una fuerza de trabajo mundial con altos niveles de desempleo, subempleo precario y superpoblación relativa.
Su mérito es que nos proporciona una análisis concreto y muy sólido en términos teóricos que sostiene, en una apretada síntesis, que no hay evidencia empírica que respalde el diagnóstico de que la automatización está desplazando el trabajo humano (tanto en la industria como en los servicios) y generando “desempleo tecnológico” de masas.
Al exponer la conexión entre las innovaciones tecnológicas y las tendencias del mercado de trabajo, para responder si es la automatización la culpable de que no haya empleos, Benanav encuentra que la disminución de la demanda de mano de obra no responde a un salto en innovación tecnológica, sino a la inscripción de esos cambios tecnológicos continuos (periódicos en el capitalismo) en un contexto de profundo estancamiento económico [9]. Por lo tanto, la subdemanda laboral no adopta la forma necesaria de un desempleo masivo sino una persistente tendencia al subempleo precario (con modalidades diferentes en los países centrales que en los periféricos, pero bajo la misma tendencia del capitalismo global).
Para su argumento, Benanav toma un indicador clave (la productividad del trabajo) y señala que si los teóricos de la automatización estuvieran en lo correcto, la productividad del trabajo debería estar incrementándose a un ritmo veloz. Es decir, que el reemplazo de trabajadores por “robots” (o nuevas tecnologías) no solo implicaría una reducción de las plantas de trabajadores, sino que debería ir acompañada de un aumento de la productividad del trabajo en esas mismas plantas (especialmente en aquellas más automatizadas como las industrias automotrices, etc.). Sin embargo, el análisis estadístico que propone el libro nos muestra que ocurre exactamente lo contrario: asistimos a un enlentecimiento de la productividad en un contexto de larga desaceleración del crecimiento económico. Del 2010 al 2020 la productividad se desaceleró, es decir su crecimiento fue más lento que en el pasado. Las estadísticas de la OCDE muestran que las productividades en los países que la componen crecen más lento que en periodos anteriores. Esto ocurre en EE. UU., Alemania y Japón, por mencionar las 3 economías más avanzadas tecnológicamente y donde la productividad es más alta. Las tasas de crecimiento de las industrias manufactureras de estos países y de sus economías de conjunto (su PBI), se ha desacelerado significativamente en lo que va del siglo. Y estos años son precisamente aquellos que los pronósticos señalan como el período en que estaríamos asistiendo a una nueva revolución tecnológica.
Entonces, dice Benanav, tenemos que sacar la conclusión contraria al discurso de la automatización: no vivimos en una era de aceleración de la destrucción de los empleos producidos por avances tecnológicos cualitativos, sino en una “era” de enlentecimiento en la creación de nuevos empleos producto del bajo crecimiento económico.
La causa subyacente del enlentecimiento en la creación de puestos de trabajo producto del estancamiento económico, está en la caída de la inversión y la falta de dinamismo de la industria debido al proceso de la globalización neoliberal: a medida que las capacidades productivas se expandieron globalmente produjeron una sobrecapacidad industrial y crearon redundancias comerciales. Lo que hizo colapsar la tasa de inversión. Es lo que tardíamente los economistas del establishment llamaron “estancamiento secular” y que teóricos marxistas, como Robert Brenner, venían indicando hacía tiempo. Es esta “desindustrialización” relativa en los países centrales que modificó la morfología de la clase trabajadora global. La desindustrialización generalmente se define como una disminución en la proporción de la fuerza laboral que se emplea en la industria manufacturera. Es siempre un concepto relativo, porque puede haber desindustrialización en países donde hay un rápido crecimiento de la fuerza laboral total, e incluso con un incremento de la fuerza laboral industrial, pero que no está a la altura del crecimiento general de la fuerza laboral. La “desindustrialización”, por lo tanto, es relativa al mayor crecimiento de la población en general, de la fuerza laboral y de la población asalariada en particular. En los países centrales en general asistimos a una caída del empleo industrial en términos absolutos, mientras en otros de la periferia asistimos o bien al mismo proceso (como en América Latina), o bien a una caída en términos relativos (Asia).
Las tendencias globales muestran un escenario que puede parecer paradójico: las antiguas potencias industriales se “desindustrializaron” y las nuevas economías industrializadas empiezan a “desindustrializarse” tempranamente (según datos de la OIT, el pico en China fue en 2013: el empleo manufacturero pasó de representar el 19,3 % en 2013 del empleo total, a 17,2 % en 2018). Pero, en su conjunto, el mundo no se desindustrializó de manera sustantiva. Las estadísticas globales (y no por país) muestran que la reconfiguración masiva de las cadenas de suministro distribuye los puestos de trabajo en el sector manufacturero de forma más “dispersa” [10]. ¿Qué significa esto? Que los cambios en el ciclo de producción de valor capitalista, mediante la “deslocalización” y “externalización” de tareas, conecta la industria en el Sur (China, India, etc.) con procesos complementarios (de ensamble industrial o tecnológicos, y logísticos) que culminan en los países centrales. Como explicó en un trabajo ya clásico Beverly J. Silver, las “soluciones espaciales” que encontraron los capitalistas en el proceso de “globalización” produjeron también re-estructuraciones de las fuerzas del trabajo [11]. Lejos de una “carrera hacia el abismo” en la que colapsen a su vez los salarios, las condiciones de trabajo y las acciones militantes del movimiento obrero, asistimos a un proceso más desigual en el que se forman sectores nuevos (mega almacenes logísticos), nuevas clases obreras en países de reciente industrialización (mega industrias en Asia), e “industrialización” de nuevos sectores (la “industria de la salud o de la educación”) [12].
Esta tendencia desigual afectó a numerosos países reduciendo la participación de la fuerza de trabajo en el sector de la manufactura de un país y desplazando la fuerza de trabajo a actividades que, estadísticamente, se agrupan en la categoría de “servicios”.
¿Una “economía de servicios”?
Las estadísticas laborales nos muestran una expansión del “sector servicios” tanto en los países centrales como en los de la periferia capitalista: “En toda la economía global, la fuerza laboral mundial de más de tres mil millones de adultos ha llegado a un punto de inflexión en el que más de la mitad ahora están empleados en servicios” [13].
Este desplazamiento no tuvo lugar por alguna expansión virtuosa de una “economía de servicios” como resultado de la emergencia de una sociedad “post-industrial” (pretendidamente un nuevo régimen de valorización “cognitivo” basado en el “trabajo inmaterial”). Por el contrario, al no expandirse el motor de la industria se producen dos fenómenos diferenciados, pero estrechamente vinculados: crece la subocupación –rasgo extendido del empleo en los servicios–, y crece también, aunque atada a distintas temporalidades, la desocupación. Las bajas tasas de crecimiento conllevan altas tasas de subempleo y, en periodos de crisis abiertas, altas tasas de desempleo. Pero, mirado de conjunto, mientras la desocupación se mantiene más o menos estable, la expulsión de la fuerza de trabajo adopta, en los países centrales, primordialmente la forma de subocupación y en los países de la periferia la de “trabajo informal” [14].
Hay autores como Jason Smith y Fred Moseley que explican la expansión de los servicios señalando que, en un escenario en que los capitalistas no logran ampliar sustantivamente la acumulación del capital, la automatización del “trabajo productivo” genera, como contraparte, “trabajo improductivo” en otro lado [15]. Mientras que otros autores, como Kim Moody o Ricardo Antunes, proponen ver esta expansión precisamente como el intento de superar la crisis de rentabilidad a través de lo que entienden como un proceso de “industrialización” y “asalarización” creciente de trabajos propios de la circulación (la logística) y la reproducción social (la salud, educación y cuidados). En el caso de la logística, como veremos en un momento, cumplen un rol importante las innovaciones tecnológicas, particularmente mediante la digitalización de muchas tareas, y la mayor complejidad del proceso productivo.
Más allá del carácter abierto de este debate acerca qué significa la expansión del sector servicios para el conjunto de la economía capitalista, lo que es seguro es que las incursiones del capital en nuevos sectores resultan de vital importancia para entender la nueva morfología de la clase trabajadora.
Logística: el nuevo flujo de la clase trabajadora
Uno de los procesos más relevantes de las transformaciones del capitalismo en las últimas décadas es la llamada “revolución logística”. Este “arte de mover cosas con fines específicos” conoció, primero con la guerra en la década del 60, y luego con el comercio mundial desregulado en los 80, un auge que terminó acelerando la circulación de las mercancías y constituyendo una nueva cadena de suministro mundial que provee una infraestructura material indispensable para la globalización.
Todos sabemos que una gran parte de las mercancías que consumimos son producidas a lo largo de amplias cadenas globales que emergieron con la deslocalización productiva de los países del Norte durante la globalización neoliberal. En la pandemia, y más aún con la salida de la misma –y su “crisis de oferta” y de las “cadenas de aprovisionamiento”– se hizo patente la centralidad que éstas tienen para el comercio global. Como era previsible esto también produjo la formación de nuevos sectores de la clase trabajadora. Actualmente asistimos a un ciclo de protestas y organización que está ganando terreno en el sector: un proceso que va de las huelgas portuarias en Alemania, hasta los procesos de lucha y sindicalización en los almacenes de Amazon en EE. UU. y Europa (Gran Bretaña, Estado Español, Alemania y Francia).
Una de las reflexiones más interesantes, a nuestro juicio, de las amplias consecuencias que este proceso tiene para la clase trabajadora es la que realiza Kim Moody [16]. Según su análisis, una serie de cambios productivos, tecnológicos y organizacionales dieron forma a una “logistización del capitalismo” (o a un “capitalismo logístico”) en el que las cadenas globales se transformaron en un arma indispensable para hacer frente a la caída de las tasas de ganancias. En lo que va del siglo XXI nuevas tecnologías de transporte, comunicación, informatización y digitalización de datos –como los códigos de barras, el GPS, el EDI (intercambio electrónico de datos), el software WMS (sistemas de gestión de almacenes) y el etiquetado de identificación por radiofrecuencia (RFID)–, permitieron rastrear y guiar el movimiento de mercancías –y de trabajadores– de forma más fiable y realizar un flujo más dinámico. Esto está detrás de la “revolución logística”, en la que, según su gurú Yossi Sheffi, “la infraestructura física domina la inversión logística”, y (a la vez) "una cadena de suministro de información es paralela a cada cadena de suministro física”. Cómo, señala Corsino Vela, la logística es una técnica de organización y de gestión sumamente intensiva en tecnologías (automatización y TIC) en la cual:
Desde el punto de vista operativo, la logística tiene una dimensión física, material, que comporta la manipulación, transporte, etc., de productos. Pero desde el punto de vista de la gestión tiene una dimensión inmaterial de transmisión y gestión de la información, cuestión clave en la prestación del servicio y, en consecuencia, en el desempeño del negocio [17].
Es esta “doble dimensión” (física e inmaterial) la que muchas veces es presentada de manera unilateral, construyendo una lectura mistificada que interpreta el más reciente periodo de digitalización como si fuera el ascenso de un flujo desmaterializado de acumulación del capital. Sin embargo, lejos del reino de la inmaterialidad, es precisamente esa digitalización la que permitió incrementar el control (físico) de la fuerza de trabajo, y acelerar sus métodos de gestión, de forma tal que las mercancías puedan “moverse más rápido”. Cualquiera que haya visto la genial película de Ken Loach Sorry, we missed you, puede apreciar claramente el carácter material de la “revolución logística” en la botella que opera de orinal para el protagonista. Como señaló Juan Sebastián Carbonell, la narrativa capitalista sobre el management logístico, tiende a invisibilizar que detrás del “just in time” y el “stock cero” no solamente se encuentran nuevos avances tecnológicos (que ciertamente están ahí), sino nuevos destacamentos obreros sometidos a una intensa explotación [18].
Este proceso de logistización es pensado por Moody como parte del proceso de producción total (y no como opuesto al circuito de la producción). A partir de retomar al Marx de los Grundrisse y su análisis de que "considerada económicamente, la condición espacial, llevar el producto al mercado, pertenece al proceso de producción", el autor sostiene que el movimiento de mercancías desde su fabricación (muchas veces en el Sur Global) hasta los clústeres de distribución situados al otro lado del planeta, no sólo debe ser pensado como parte del proceso de producción capitalista, sino que, su sentido más profundo es el de acelerar la circulación de mercancías para achicar el tiempo de rotación del capital y recomponer la tasa de ganancia.
Las modificaciones técnicas que este proceso implica son resumidas por Moody en 5 áreas claves por las cuales el “capitalismo logístico” está, como dijo Marx, “aniquilando el espacio por el tiempo”: 1) la expansión del cable de fibra óptica (por dónde circula el 95 % del tráfico de internet); 2) el ascenso de los centros de datos; 3) la multiplicación y transformación de los centros de almacenamiento y distribución en centros logísticos modernos; 4) la proliferación de las 3PLS; 5) el desarrollo de una infraestructura material acorde [19].
Todos estos desarrollos materiales están vinculados de diferentes modos al trabajo humano y sus diversas capacidades (construcción, operación técnica, etc.), sin las cuales no habría circulación de datos, dinero, bienes. Y están, además, controlados por corporaciones como Internet Service Providers que emplea tan sólo en EE. UU. cerca de 250.000 trabajadores.
Si nos detenemos en los centros de almacenamiento (Warehouse), encontramos una transformación del trabajo que allí se lleva a cabo, pasando de un trabajo mayormente improductivo (en el que prima el almacenamiento) a un trabajo productivo, desde el punto de vista marxista, donde reina el “cross-docking” y el “just in time” y, por lo tanto, la movilidad de la producción capitalista. Las modificaciones que Wallmart impuso a la venta minorista (retail) impactaron ampliamente en el conjunto de la industria de distribución. No casualmente los métodos de lean production (producción ajustada / “toyotismo”) tienen su inspiración original en la observación de Taiichi Ono de un supermercado norteamericano donde las mercancías estaban en constante movimiento.
Otra innovación que destaca Moody como propia de la post crisis del 2008, es el ascenso de las empresas logísticas “3PL” (Third Party Logistics providers), que permiten una aún mayor externalización del proceso logístico, atemperando la caída de las ganancias de las empresas que las contratan, concentrando los costos operativos y asumiendo una gestión de riesgo mayor (que requiere también más capital y tecnología).
El caso emblemático en el que todos estos cambios pueden verse muy claramente es Amazon. Esta corporación “dinámica y multiescalar” es a la vez una empresa tecnológica –controla la mitad de la infraestructura global de la “nube”–; una empresa líder del comercio electrónico; un importante imperio logístico –con un rol clave en las denominadas “cadenas globales del valor”–; y, por último, el próximo mayor empleador de fuerza de trabajo global (se calcula que empleará 1.3 millones en 2023, superando a Wallmart). Sus almacenes no tienen mucho que envidiarles a las fábricas del pasado: los trabajadores están sujetos a humillaciones diarias, presiones de productividad y riesgos para su salud y seguridad. Pero presentan configuraciones más recientes de la clase trabajadora: nueva “concentración” de la fuerza de trabajo “bajo el mismo techo” de los centros logísticos; incorporación de tecnología para automatizar tareas y controlar la fuerza de trabajo (gestión algorítmica); uso de trabajadores tecnológicos bajo modalidades de “microwork” (con Amazon Mechanical Turk); y mayor precarización en su red logística a tono con el “capitalismo de plataformas” y la “gig economy”.
Aunque Amazon se presenta a sí misma como el minorista en línea más grande del mundo, y Jeff Bezos sostiene que en realidad es una empresa de tecnología, para Moody la empresa “está construyendo la infraestructura logística más sólida de la historia". El e-commerce y las capacidades tecnológicas son impulsadas hacia el liderazgo económico por la capacidad logística. Bezos, lejos de la mitología del “garage” tecnológico, se valió de viejas armas como evadir impuestos, estafar proveedores y especialmente evitar sindicatos. Con el gran boom de las puntocom en los 90 recaudó 2.100 millones de dólares en 2001 (otras empresas tecnológicas normalmente recaudaban apenas 50 millones) y destinó esta “acumulación originaria” a construir el corazón de su infraestructura. Por un lado, desarrolló el “almacén moderno” (tomando la experiencia de Wallmart en la que mercancías entran y salen sin ser almacenadas) y le aplicó métodos del "justo a tiempo" medido en "tiempo real" por algoritmos, computadoras de mano y etiquetas de identificación por radiofrecuencia (RFID), robots Kiva y cintas transportadoras, bajo una estricta supervisión humana. Por otro lado, fortaleció la operación de big data que se convertiría en Amazon Web Services (AWS) conquistando nuevos niveles de predicción, seguimiento, coordinación y velocidad. El capital productivo que se invierte en la industria del transporte, entonces, agrega valor a los productos, a través del trabajo que realizan sus trabajadores. Tan solo en EE. UU. su fuerza laboral es de 350.000 efectivos, 100.000 contratados y 10.000 trabajadores de software, y como dijimos 1,3 millones de personas a nivel mundial. Como la gran mayoría trabaja en su sistema logístico global, analiza Moody, son productores de valor: son esos trabajadores (y no sus consumidores) la fuente de la increíble riqueza de este gigante [20].
Dado que el “tiempo de entrega” es el factor principal para ganarle a sus competidores, el mejoramiento permanente de los métodos, la tecnología y la infraestructura están puestos al servicio de reducir ese tiempo al mínimo. Por lo tanto, la fuerza de trabajo que allí se desempeña está sometida a enormes presiones y la tasa en que produce ese valor agregado (como en cualquier “industria”) es lo que está en el centro de la disputa entre capital y trabajo. Esto permite entender porque les trabajadores en las jornadas de denuncia “Make Amazon Pay” (Hagamos que Amazon pague), decían: "No es solo una huelga contra Amazon, lo es también contra una nueva forma de explotación laboral".
Sin embargo, hay una contraparte de todo este proceso: cuanto más ajustada es la cadena de suministro, más vulnerable es su sistema logístico a las interrupciones. El “just in time” elimina la distancia entre las operaciones y hace que toda la cadena se vuelva más vulnerable al más mínimo contratiempo. Además, la red global de logística requiere una fuerte inversión en capital fijo. Eso configura otra vulnerabilidad porque, citando a Anwar Shaikh: “Las industrias intensivas en capital también tenderán a tener altos niveles de costos fijos que los hace más susceptibles a los efectos de las ralentizaciones y las huelgas".
De ahí que haya que mirar con especial atención las inmensas concentraciones de trabajadores en “clusters” logísticos diseminados en cada país y, particularmente, en las grandes urbes y en los centros de distribución instalados alrededor de aeropuertos y puertos. Hay quienes piensan, creemos que con razón, que esto constituye una suerte de prolongación del mundo obrero industrial bajo una forma logística. Más allá de las diferencias que tienen con el trabajo fabril clásico es, sin dudas, una prolongación del trabajo asalariado manual como demuestran los análisis precedentes. El trabajo en estos almacenes implica, para decenas de miles de trabajadores, un modo de organización de la fuerza de trabajo que se ha llamado “algocrático”: porque el algoritmo gobierna todo el proceso –usando automatización, robótica e inteligencia artificial (IA)–, permitiendo que la compañía regule numéricamente la fuerza de trabajo (hacia arriba o hacia abajo) en sincronía con las fluctuaciones de la demanda online.
Bajo la consigna de “No Somos Robots” les trabajadores de los almacenes denuncian este régimen. En paralelo, les trabajadores del área tecnológica de Amazon vienen llevando adelante campañas por la “Justicia Climática” y para que la empresa no proporcione tecnologías (como el reconocimiento facial) a la CIA, el ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas), el ejército y la policía. He aquí una clave para pensar las potencialidades de este nuevo sector de la clase trabadora: la vinculación entre el sector tecnológico (los que manejan la nube), los centros logísticos (almacenes) y la red de entregas (distribución) se vuelve central a la hora de establecer su poder estructural y su capacidad de generar huelgas en puntos de estrangulamiento clave (cierre de sitios web, de acceso a la nube o de los sistemas logísticos). La contradicción inherente a este sector, que consiste en necesitar permanentemente reducir la circulación (“aniquilando el espacio por el tiempo”) a través de la concentración espacial (grandes almacenes en las periferias urbanas) y bajo la forma de un poder impersonal del capital (complejos algoritmos, maquinaria y tecnología) que tiene detrás el trabajo humano, es, al mismo tiempo, su vulnerabilidad: sufrir periódicas interrupciones por parte del trabajo humano. Esta capacidad de romper el ciclo de ganancias, ha mejorado el poder posicional de amplios grupos de trabajadores creadores de valor no solamente en el transporte y en los almacenes logísticos, sino en todas las fases de producción y circulación del capital y entre ambos lugares de trabajo [21].
La “plataformización” del trabajo
Con posterioridad a la crisis financiera del 2008 asistimos al auge internacional de las grandes corporaciones digitales conocidas popularmente como GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazom y Microsoft) y a una expansión de empresas de plataformas que abarcan una diversidad de intercambios económicos. En los países de América Latina, desde hace una década, se está produciendo un paulatino desembarco de estas plataformas y con la pandemia de Covid 19 (y los cierres de establecimiento y medidas de aislamiento) se hizo recurrente su presencia en el espacio público para permitir el intercambio de bienes y servicios. Las más visibles son aquellas de reparto (Rappi, Glovo, etc.) y de movilidad (Uber, Cabifi, etc.), pero no son las únicas. Aunque reciban menos atención, hay una serie de trabajos intelectuales (docencia, programación, transcripción, etc.) y tareas de reproducción social (cuidado, limpieza y trabajo doméstico, entre otras) que están actualmente mediadas por plataformas.
Suelen utilizarse varios neologismos y conceptualizaciones para dar cuenta de esta nueva relación entre el capital y el trabajo: “uberización”, “gig economy”, “amazonización”, “capitalismo de plataformas”, “capitalismo de vigilancia”, “siliconolización de la vida”, entre otras. Estas nociones tienen en común el intento de dar cuenta del impacto que la digitalización en el mundo del trabajo. Pero, mientras algunas suponen una visión más propia del relato que estas mismas empresas construyen de sí mismas o de las ilusiones de entusiastas “emprendedores” –una categoría que oculta trabajo asalariado postulando su “autonomía”–; otras se proponen enfatizar los aspectos críticos del fenómeno y sus consecuencias negativas como la proliferación de trabajos sin derechos y control despótico.
Uno de los primeros relatos críticos es el análisis del “capitalismo de plataformas” desarrollado por Nick Srnicek. Según esta óptica, el “capitalismo de plataformas” no constituye un nuevo régimen de valorización “cognitivo” (como podría ser la visión neo-operaísta de Tiziana Terranova), sino un ciclo de inversiones provenientes de empresas capitalistas que, en un contexto de estancamiento económico prolongado, buscan rentas (de propiedad intelectual, publicidad e infraestructura), a través del tratamiento de datos masivos y del aprovechamiento de una fuerza de trabajo disponible y barata en el marco de altos índices de subempleo y desempleo.
¿Qué son las plataformas? Constituyen infraestructuras digitales que operan para la intermediación entre dos o más grupos (o usuarios) [22]. También puede ser definidas como “herramientas para reunir la oferta y la demanda de mano de obra” [23]. Y constituyen una nueva forma de conectar a trabajadores y empleadores invisibilizando la centralidad de la empresa en la determinación general de las condiciones laborales, el pago por tareas y el control de los tiempos de trabajo mediante métodos de gestión “just in time”.
Ya sea que se prefiera hablar de “plataformización del trabajo” [24] o de “uberización” [25], entre los estudios críticos del mundo del trabajo hay consenso en señalar las consecuencias negativas que esta forma de relación laboral trae aparejada. Todos, o casi todos los trabajos que ahora se realizan a través de las plataformas existían previamente, la diferencia es cómo se llevan a cabo en una forma organizativa novedosa donde la tecnología digital media las relaciones entre la empresa (o ’plataforma’), el trabajador y el consumidor. El trabajo comandado por las plataformas [26] refiere a tareas que existían bajo otras modalidades (choferes, repartidores de correo o mensajería, de comidas rápidas, etc.) que ahora se realizan bajo una nueva forma de organización laboral [27]. En ésta los trabajadores asumen el riesgo de la tarea y aportan sus propias herramientas de trabajo (celulares, bicicletas, autos, etc.), mientras la empresa se reserva el control del proceso de intercambio comercial y del proceso de trabajo mediante la arquitectura de su infraestructura digital. Esto facilita aplicar al proceso laboral la lógica de tareas “just in time” sometidas a un alto control algorítmico (como el del acceso en tiempo real a la ubicación y trayectoria del trabajador, etc.).
Las plataformas aparecen dislocando la relación empleado-empleador ya que no ofrecen “empleos”, sino que asignan “tareas” a “colaboradores” asociados a las apps, que en el mejor de los casos se registran formalmente como trabajadores “independientes” y muchas veces lindan con situaciones de abierta informalidad laboral. En este sentido, el estatus de los trabajadores digitales como contratistas “independientes”, “colaboradores” o “autónomos” es una ruptura de las relaciones laborales “clásicas” entre empleadores y empleados que les permite a las plataformas externalizar casi la totalidad de una mano de obra que, subsumida en la figura del “colaborador”, pierde los derechos del trabajo asalariado (pago de un salario mínimo, licencias médicas y de otra índole, seguro de riesgos laborales, protecciones bajo convenio, aportes previsionales, entre otros). Por esta razón la “plataformización del trabajo” aparece en las estadísticas muchas veces invisibilizada o disuelta en categorías como cuentapropistas o trabajadores autónomos. Hasta el momento no existen encuestas cuantitativas específicas que permitan dimensionar de manera cabal el volumen global de trabajadores de empresas de plataformas. Según la OIT la cantidad de plataformas activas, ya sean de trabajo virtual y/o físico (tomando solamente servicios de transporte y de reparto) era de 142 en 2010, y pasó a ser más de 777 para enero de 2021 [28]. Se calcula que alrededor de 70 millones de personas consiguieron trabajo por medio de alguna plataforma en todo el mundo. Algunas estimaciones disponibles sugieren que menos de 4 % de la fuerza laboral mundial está trabajando actualmente para estas plataformas. La estadística más alta es en Reino Unido donde hasta el 12 % de la fuerza laboral “pasó” por la experiencia de “uberización”.
Si pensamos en su significación para los países periféricos, donde se concentran buena parte de “empleos informales” que constituyen el 61 % de la fuerza laboral mundial según la OIT, los primeros análisis coinciden en señalar que las plataformas están alterando o absorbiendo actividades que solían oscilar entre una formalidad precaria y la informalidad laboral. Como señala Úrsula Huws [29], la expansión de las plataformas en el Sur global se alimenta parasitariamente de prácticas preexistentes en la economía informal. La relación entre el trabajo de plataformas y la informalidad ha hecho que varios autores adviertan contra la tendencia a importar acríticamente conceptos construidos para otras latitudes, y se inclinen a pensar que estamos asistiendo a una extensión y generalización de procesos de informalidad hacia los mercados de trabajo del Norte. De algún modo, esta tendencia de asimilar las características del empleo periférico como nueva regla de una precarización a escala global ya estaba presente en Srnicek cuyo diagnóstico era que la crisis del 2008 supondría la emergencia de nuevas poblaciones excedentes y un debilitamiento de los mercados de trabajo con implícitos ascensos de la informalidad laboral.
Esto no quita que la “plataformización del trabajo” sea un proceso novedoso que, si bien se inscribe en procesos de informalidad precedentes y los profundiza, también supone cambios sustantivos que los exceden. Podríamos decir que combina un uso precario de la fuerza de trabajo disponible con diferencias cruciales en cuanto al tipo de relaciones sociales que conlleva en comparación con el típico escenario de “informalidad” en América Latina. Las plataformas precarizan el empleo, pero a la vez amplían e imponen el dominio del mercado capitalista por sobre intercambios de cercanía (basados en lazos de amistad, comunidad, parentesco, etc.) [30], y vinculan un trabajo disperso mediante infraestructuras digitales que extienden los “hilos invisibles” (o pretendidamente invisibles) que tienen las empresas sobre estas nuevas formas del trabajo. El uso de avanzadas tecnologías puestas al servicio de estos procesos de trabajo, permiten laxos y precarios lazos laborales sobre una fuerza de trabajo intermitente y, al mismo tiempo, implican un fuerte control algorítmico sobre ese mismo trabajo “independiente” bajo modalidades que no tenían hasta la llegada de las plataformas.
Sin embargo, y contrariamente a lo que se pensaba inicialmente en estos sectores, la organización se abrió paso. Como relata Jamie Woodcock las luchas de les trabajadores de plataformas vienen desarrollándose en diferentes latitudes [31]. Y lo hacen enfrentando un problema que consideramos novedoso: la proliferación de contratos como falsos “autónomos” (clásico fraude para evitar regulaciones) y la imposición del trabajo a destajo o el pago por tarea, pero bajo una nueva modalidad. A propósito de les repartidores y trabajadores de transporte Woodcock señala que el objetivo de las plataformas con el pago por entrega es eliminar el pago por tiempo improductivo, ya que en los intervalos entre entregas la fuerza de trabajo no se utiliza directamente, aunque tenga que estar disponible para satisfacer la demanda.
Citando a Marx, el autor explica, por analogía, este aumento del plusvalor:
“El capitalista puede ahora extraer del trabajo una cierta cantidad de plusvalía sin concederle el tiempo de trabajo necesario para su propia subsistencia. Puede aniquilar toda regularidad en el empleo, y según su propia conveniencia, capricho e interés del momento, hacer que el exceso de trabajo más enorme se alterne con relativo o absoluto cese de labores” [32].
De ahí que sea frecuente encontrar a estos trabajadores afuera de los restaurantes o en los “centros de espera”, aguardando que les caiga un pedido, sin que les paguen por ese tiempo perdido. Así como el método “just in time” (justo a tiempo) transformó a la logística para reducir en forma significativa los costos laborales, las plataformas intentan reducir drásticamente los costos, y pagar exclusivamente por aquello que contabilizan como tiempo concreto de trabajo. Esta lógica espacial de Uber y afines, se conoce como el trabajador “just-in-place” (justo en el espacio).
El trabajo de reproducción social asalariado: feminizado y en crecimiento
Dentro del sector servicios, una de las ramas que más ha crecido ha sido la de la reproducción social asalariada, la cual presenta las características generales de los servicios y las características particulares del trabajo de reproducción social. Las generales es que es un sector de baja productividad y alta carga intensiva de trabajo. Las particulares es que es un sector extraordinariamente feminizado y de bajos salarios, sobre todo si se tiene en cuenta la alta calificación que requiere buena parte de este trabajo (educación, salud y cuidados). Esto último es importante destacarlo porque existe una retroalimentación entre el carácter feminizado del trabajo de reproducción social, sus bajos salarios y la descalificación de su tarea por parte del Estado y del mercado [33].
Esta devaluación está directamente relacionada con el lugar que ocupa el trabajo de reproducción social en las sociedades capitalistas. Como fue analizado con gran agudeza por las feministas socialistas en el “debate sobre el trabajo doméstico” en el marco de la Segunda Ola Feminista en los 70, el trabajo de producir y reproducir generacionalmente la fuerza de trabajo (y, por ende, la vida que la porta), es un trabajo tan necesario (para la acumulación de capital) como devaluado económica y socialmente. Esta devaluación está basada en la necesidad continua que tiene el capital de disponer de fuerza de trabajo para explotar, al mismo tiempo que su necesidad de que esta fuerza de trabajo se produzca y reproduzca de la forma más barata posible para ampliar al máximo los márgenes de generación de plusvalía. El carácter privado de la producción y reproducción de la fuerza de trabajo en el hogar, a partir del trabajo no pago de las mujeres que son, muy mayoritariamente, quienes lo llevan a cabo, es el principal modo en que el capitalismo intenta resolver su necesidad de provisión de fuerza de trabajo barata. La racialización, la migración, la desposesión, son otras formas de abaratar la fuerza de trabajo.
Pero, como señaló Lise Vogel en Marxismo y opresión de las mujeres escrito en 1983 y reeditado por Historical Materialism hace 10 años [34], el trabajo de reproducción social no se lleva a cabo únicamente de forma no paga en el ámbito del hogar, sino también de forma asalariada o remunerada en el ámbito de las instituciones públicas de salud, educación y cuidados. Cuarenta años después de la salida del libro de Vogel, y ofensiva neoliberal mediante, podemos agregar que este tipo de trabajo se lleva a cabo, cada vez más, en empresas privadas que configuran lo que se conoce como “industria de la educación y de la salud”, nuevos nichos de acumulación de capital. Cuando este tipo de trabajo indispensable se lleva a cabo de forma remunerada, sigue los patrones de un trabajo devaluado (incluso en los casos en que es llevado a cabo por varones o diversidades sexuales). Son estos sectores asalariados (tanto públicos como privados) los que muestran un crecimiento sostenido en los últimos años, configurando incluso concentraciones de trabajadores que no tienen mucho que envidar a las industrias manufactureras o los centros de logística. Para tener una idea, actualmente en el Hospital Posadas (uno de los más importantes de la Provincia de Buenos Aires), trabajan más de 5.000 de personas y en el Castro Rendón (el más importante de la Provincia de Neuquén) 2.500 personas según datos provistos por las autoridades del hospital.
Hay tres elementos que obligan a poner el ojo en este sector a la hora de pensar la nueva morfología de la clase trabajadora. El primero, como hemos dicho, que concentra a un número cada vez mayor de trabajadores. En Argentina, y según datos de la EPH del 3º trimestre de 2022 [35], las/os ocupados de la salud y la educación alcanzan los 2.640.000 trabajadores (1.375.684 a la educación –de los que el 71.8 % son mujeres y el 28.2 % varones– y 1.271.201 a la salud –de los que el 67.9.8 % son mujeres y el 32.1 % varones–).
El segundo, es que este sector se encuentra en el centro de lo que Nancy Fraser denominó “crisis de reproducción social” [36] como aspecto (fundamental) de la crisis del capitalismo neoliberal. A diferencia de algunas miradas que piensan la reproducción social haciendo foco únicamente en el ámbito doméstico o comunitario, la perspectiva de Fraser permite pensar la crisis de reproducción social en las tres esferas que determinan la posibilidad (o no) de reproducir la vida de las y los trabajadores: la esfera del trabajo asalariado, porque buena parte de la reproducción de la fuerza de trabajo es a través de los bienes y servicios que se adquieren en el mercado a través del salario; la de las políticas estatales destinadas a la reproducción social a través de las instituciones educativas, de salud y de cuidados; y la del trabajo no remunerado en el hogar o las comunidades, en el que mayormente las mujeres cargan con la responsabilidad (casi imposible de realizar) de garantizar la vida de los miembros de la familia. En síntesis, para pensar la crisis de reproducción social es necesario hilvanar lo que sucede en el ámbito de la producción con lo que sucede en el de la reproducción, evitando toda mirada dicotomizada que los independice o fetichice. Si miramos estos tres niveles interconectados, encontramos que los tres están en crisis en la actualidad, y que las instituciones públicas y privadas dedicadas a la reproducción social (y las mujeres que allí trabajan) están en el centro de dicha crisis. Las luchas de la salud (como las huelgas de la sanidad en el Estado Español y en Francia; del Servicio Nacional de Salud –NHS– en el Reino Unido, etc.) y las de la educación (como las de Portugal o la Teachers’ Spring en Estados Unidos) que vienen desarrollándose en los últimos años, son expresión de esta crisis. Y, podemos decir sin dudas, que esta crisis operó también como uno de los disparadores de la emergencia de la Nueva Ola Feminista. La pandemia profundiza esa crisis, particularmente en el área de la salud, poniendo de manifiesto de forma brutal la contradicción entre el carácter indispensable del trabajo de reproducción social y su devaluación económica y social. El slogan que acuñaron las trabajadoras de la salud de la provincia de Neuquén en la enorme lucha del sector en 2021 es una gran síntesis de dicha contradicción: “Nos dicen esenciales, nos tratan como descartables”.
El tercer elemento es que, en base a lo dicho más arriba, es posible pensar la ubicación socio-reproductiva de las/os trabajadores de la reproducción social asalariada como una “posición estratégica” en el sentido de John Womack [37], es decir una posición que deriva del trabajo que realizan las/os trabajadores pero, a diferencia de lo que está mirando Womack, aquí la clave no está en la importancia económico-técnica de dicho trabajo sino en la centralidad socio-reproductivo de dicho trabajo [38]. Las/os trabajadores de la reproducción social asalariada, sin detentar la "fuerza obrera” de cortar la producción a partir de puntos específicos, detentan sin embargo otro tipo de “fuerza obrera” que deviene de su capacidad de afectar en forma directa las condiciones de la reproducción de la vida del conjunto de las y los trabajadores. A diferencia del poder estructural [39], tal como lo pensaron E.O. Wright [40] y Beverly Silver [41], la fuente de poder de estas/os trabajadores no deviene estrictamente de su ubicación en el sistema económico-productivo. Por el contrario, el poder estructural de las/os trabajadores de la salud, la educación y los cuidados (para mencionar las principales ramas de la reproducción social asalariada) ha sido analizado como bajo o escaso, en la medida en que una huelga ya sea en el lugar de trabajo (escuela, hospital o residencia de adultos mayores) o en toda la rama, no produce una interrupción o restricción en la acumulación de capital de envergadura (en el mejor de los casos, produce una interrupción de la acumulación de un capitalista individual de alguna institución privada de reproducción social). Esto ha hecho que, en general, las/os trabajadores de estos sectores sean considerados con bajo poder de fuego en relación con trabajadores de industrias estratégicas o de la logística. Sin embargo, la ubicación de estos trabajadores ya no en el sistema económico-productivo sino en su condición de posibilidad, es lo que les otorga poder de fuego. Nos referimos a la reproducción de la fuerza de trabajo como condición de posibilidad de la acumulación de capital y el peligro que significa, por ende, su interrupción. Allí reside el núcleo duro de la particularidad de esta posición de las/os trabajadores y, en consecuencia, de su fuente de poder de clase: ese trabajo que produce y reproduce la vida, al hacerlo, produce y reproduce la mercancía más preciada (siempre para el capital), la fuerza de trabajo.
Además, las instituciones de la salud y la educación, presentan una serie de características que es fundamental destacar a la hora de pensar las potencialidades de este sector de trabajadores. Por una parte, un rasgo destacado por Beverly Silver y que resulta de vital importancia: la imposibilidad de la deslocalización de este tipo de estructuras laborales. Como es sabido, uno de los mecanismos más usados en los últimos años ante una huelga de trabajadores (principalmente como amenaza, pero también como práctica) ha sido la deslocalización: levantar la fábrica o el servicio en lucha y llevarlo a otra ciudad, otro país e, incluso, otro continente [42]. Hay estructuras laborales más fáciles (o sea, más baratas) de deslocalizar que otras: un call center se deslocaliza y se monta en una semana, una fábrica de autopartes no. Pues bien, un hospital o una escuela no se pueden deslocalizar porque son estructuras cuyo fin (la reproducción de la fuerza de trabajo) está atado a su implantación territorial (allí donde la fuerza de trabajo habite). A eso se suma, en el caso de la salud, que montarlos requiere una inversión en infraestructura de envergadura, lo que implica, particularmente en el sector privado, un costo central para tener en cuenta en el enfrentamiento entre capital y trabajo.
Por otra parte, el trabajo de reproducción social también presenta límites determinantes a la automatización de las tareas. Esta dificultad para la automatización está relacionada con las características del trabajo concreto, las altas calificaciones que éste requiere (que señalamos antes) y con los rasgos específicos de estas calificaciones, entre los que cobran importancia las capacidades afectivas y de cuidados que son imposibles de emular por las máquinas (al menos hasta ahora). Esto hace, además, que las/los trabajadores que lo llevan a cabo no sean tan fácilmente reemplazables porque no se forma una maestra, una enfermera o una trabajadora social en un semestre. En síntesis, es un tipo de mano de obra que, en caso de conflicto de clase, no puede ser fácilmente reemplazada ni por una máquina ni por sectores de trabajadores desocupados o disponibles (si es que estos no tienen la calificación requerida) [43].
Además, es importante destacar la extensión territorial y la trama reticular de esta extensión. Pensemos particularmente al sector de la educación. A diferencia de lo que señalamos más arriba para el sector de la salud, la educación no genera grandes estructuras laborales con concentración de trabajadores. Esto, que puede ser pensado como debilidad, tiene sin embargo una contraparte: su organización implica pequeños o medianos establecimientos esparcidos reticularmente en los territorios urbanos. Cada barrio (por tomar una unidad de medida flexible) tiene un establecimiento educativo implantado en la comunidad. Esos establecimientos no están, sin embargo, totalmente aislados entre sí: las condiciones de trabajo y de remuneración de sus empleados son iguales o muy similares [44]; el contenido concreto de su trabajo (y las fricciones que éste produce) también; los problemas de la comunidad que se expresan en las escuelas también operan como elementos comunes (con las heterogeneidades según los territorios). Es decir, es una trama de establecimientos conectada por condiciones laborales, de remuneración, de trabajo concreto y de problemas que afectan al conjunto de la comunidad. Pero, a su vez, a diferencia de un taller fabril o una línea de producción, el aula presenta aún un alto grado de autonomía (pese al asedio de las evaluaciones estandarizadas y los sistemas de vigilancia del trabajo docente). Eso permite que cada una de esas terminales de la red (las escuelas) esté compuesta por espacios de cierta autonomía que, en ciertas instancias del proceso educativo, pueden ser espacios de politización de base. Estos rasgos son los que permiten, en los casos en que la acción colectiva toma la orientación de la coordinación, que se produzcan huelgas educativas locales o regionales con fuerte impacto comunitario. A diferencia de lo que sucede con algunas luchas de trabajadores que son fácilmente aislables e incluso invisibilizadas para el resto de la comunidad, esta estructura reticular permite planificar acciones conjuntas, en red, operando como contra tendencia al aislamiento como estrategia de sofocamiento de la lucha.
Esto nos lleva a la última característica que es, quizás, la más importante a los fines de nuestra discusión: el hecho de que las instituciones en las que se lleva a cabo este trabajo combinan en tiempo y en espacio, por los propios rasgos del trabajo de producir y reproducir la vida, necesidades de las/los trabajadores en tanto asalariados con necesidades de las/los trabajadores en tanto clase-que-vive-del-trabajo, es decir, de la clase trabajadora en su conjunto (no solo su fracción asalariada). Las instituciones de la reproducción social son territorios anfibios y, por ende, potenciales nodos de articulación de la producción y la reproducción. Y eso puede ser sumamente explosivo porque abre la posibilidad de una contra-tendencia a las luchas corporativas (que son la estrategia mayoritaria de las organizaciones sindicales) y su reemplazo por el debate acerca de cómo organizar luchas de clase que, por el contrario, articulen demandas de forma transversal.
Conclusiones
A modo de conclusión queremos puntear algunas definiciones que operen como resumen de estos apuntes sobre la clase trabajadora global. Por supuesto, este panorama no incluye ni todas las características, ni mucho menos todos los problemas que enfrenta (enfrentamos) la clase que vive del trabajo. Si así fuera, sería ineludible, hablar de los cambios en los procesos migratorios, la intersección entre precarización y racialización, el incremento de nuevas formas de trabajo no libre, el avance (violento) de desposesión a pueblos y comunidades originarias, los mecanismos de marginalización de diversidades sexuales. Menos ambiciosos, estos apuntes intentan discutir (con argumentos empíricos, contextuales y teóricos) algunas de los rasgos que configuran nuestra clase.
En primer lugar, y ante la insistencia de la narrativa del fin del trabajo (en los medios, la intelectualidad y sectores políticos no solo de derecha), es necesario afirmar que tal relato no se condice con los datos empíricos a nivel global: no hay desaparición de la clase trabajadora, lo que hay es una profunda “crisis del trabajo” que se expresa en la extendida y creciente precarización laboral; la progresiva feminización de la fuerza de trabajo en nichos de bajos salarios; el aumento de la subocupación y la sobreocupación; las fluctuaciones con piso alto del desempleo; el impacto de algunos cambios tecnológicos que, sin reemplazar el trabajo humano, lo someten a nuevas formas de control y gestión de la relación capital-trabajo; y, consecuencia de lo anterior, la proliferación de los “trabajadores pobres” como condición cada vez más extendida tanto en los países periféricos como en los centrales, aunque con distinto ritmo e intensidades.
En segundo lugar, que estas tendencias globales (aunque con características diferentes según países y regiones), no responden a la “digitalización del trabajo” o a la “4º revolución industrial”, como suele señalarse en lo que denominamos “la ilusión de la automatización”, sino a la inscripción de los cambios tecnológicos (que son periódicos en el capitalismo) en el contexto de un profundo estancamiento económico.
En tercer lugar, que es en el marco de esta crisis del capitalismo, que hay que analizar ciertas dinámicas que aparecen como centrales. La principal es la expansión del sector servicios, la cual no expresa una suerte de nuevo régimen de valorización “cognitivo” basado en el “trabajo inmaterial”, sino las formas que adoptan las consecuencias de las bajas tasas de crecimiento económico. Ya sea, como señalan algunos autores, que los servicios se piensen como sector capaz de absorber (en forma degradada) la fuerza de trabajo que expulsa la industria (siempre en términos relativos), ya sea que se piensen como nuevos nichos de producción de plusvalor (como una dinámica “industrialización” y “asalarización” de los servicios), su fuerte crecimiento va de la mano del aumento del subempleo y la pauperización que éste implica para les trabajadores.
En cuarto lugar, que este crecimiento de los servicios trae consigo, una serie de contradicciones que es fundamental resaltar (y analizar) a la hora de pensar la nueva morfología de la clase trabajadora. Destacamos, principalmente, dos de ellas. La importancia crucial que viene cobrando lo que algunos denominan “la revolución logística”. Lejos de toda interpretación simplista (que sostenga que estamos ante el ascenso de un flujo desmaterializado de acumulación de capital) el crecimiento de la logística implica una doble dimensión (física e inmaterial) puesta al servicio de llevar al extremo la “solución espacial” como parte del proceso de producción. Pero esta “solución” (siempre desde el punto de vista del capital) genera, a su vez, enormes concentraciones en clusters logísticos que no tienen nada que envidiarles a las “clásicas” concentraciones fabriles, y que transforma a estos trabajadores en un sector clave para pensar las luchas y resistencias. Por otra parte, el otro proceso contradictorio ligado a los servicios es la llamada “plataformización” del trabajo que tampoco constituye un nuevo régimen de valorización “cognitivo”, sino un nuevo régimen de gestión de la fuerza de trabajo basado en el control algorítmico, la ruptura de la relación “clásica” entre empleados y empleadores, y, a través de esto, la profundización y generación de formas novedosas de trabajo informal y sin derechos.
En quinto lugar, hay una tendencia que viene siendo señalada (aunque requiere mayor atención) que es el crecimiento el trabajo fuertemente feminizado en el área de la reproducción social asalariada (salud, educación, cuidados), en el marco de una crisis de reproducción social como rasgo destacado de la crisis capitalista global. Ya sea en su versión pública (desfinanciada por recortes y planes de ajuste) como en su versión privada (transformada en “industria de la salud y la educación”), este sector concentra cada vez más trabajadoras y trabajadores, y presenta lo que denominamos una ubicación “socio-reproductiva” que es posible de ser pensada como “posición estratégica”, ya no por su centralidad económico-técnica (como puede ser la logística), sino por su capacidad de afectar en forma directa las condiciones de la reproducción de la vida del conjunto de las y los trabajadores y, a través de ello, afectar indirectamente la acumulación de capital. La pandemia fue una contundente expresión de la centralidad de este trabajo fuertemente feminizado.
Por último, todos estos sectores mencionados que configuran una nueva morfología de la clase trabajadora (grandes almacenes, logística, apps, reproducción social), junto con los “viejos sectores” (manufactura, transporte, energía, administración pública), vienen llevando adelante (con distintas intensidades y resultados) procesos de lucha y organización en diferentes países. Algunos no se veían desde hacía mucho tiempo, como la nueva generación que en EE. UU. está adoptando la construcción sindical como un objetivo por el que vale la pena luchar, o las “huelgas salvajes” que están teniendo lugar en distintos países de Europa, la masiva “batalla de las jubilaciones” contra Macron, y la inédita “Mega Huelga” en Gran Bretaña.
Aunque en este artículo sólo mencionamos dichos procesos, consideramos fundamental analizarlos a la luz de dos certezas. Que los cambios producidos en las últimas décadas han construido, efectivamente, una clase trabajadora distinta que no puede ser mirada con “la nostalgia de lo que nunca jamás sucedió”, es decir, con la exigencia del retorno a una clase obrera “clásica” (la de la segunda posguerra) que fue, en realidad, una excepción. Que esa reconfiguración ha parido “nuevas fuerzas del trabajo” fragmentadas pero que presentan rasgos comunes forjados en la globalización. Si esas fuerzas podrán ser el punto de apoyo para una recomposición subjetiva del movimiento obrero (o no), es algo que deberá ser “testeado” por la acción de les trabajadores. Porque la llamada crisis del trabajo es, en últimas, la crisis de las condiciones de vida y reproducción de la clase que vive del trabajo bajo el capitalismo. Su superación será, entonces, obra de las y los trabajadores mismos. |