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La Izquierda Diario
30 de enero de 2025 Twitter Faceboock

SUPLEMENTO
Sobrevivir y crear en los márgenes del mundo
Eduardo Nabal | @eduardonabal
Juan Argelina
Link: https://www.izquierdadiario.es/Sobrevivir-y-crear-en-los-margenes-del-mundo?id_rubrique=2653

Extracto del último capítulo del libro “Voces transgresoras. Una memoria queer de la cultura insumisa”, de Juan Argelina y Eduardo Nabal, publicado por ediciones Bohodón, Madrid, 2022. En esta obra, los autores analizan el fenómeno de la transgresión desde la denuncia de la “necropolítica”, la instrumentalización del miedo y la muerte de las identidades excluidas del sistema neoliberal heredado del mundo colonial, y su capacidad de resistencia en los espacios fronterizos en torno a organizaciones que reivindican el transfeminismo y las luchas antirracistas, anticapacitistas, contra la homofobia y a favor de todos aquellos “cuerpos desechados” por el consumismo capitalista.

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Como lugar de paso, la frontera define tanto a los que llegan para irse como a los que siempre quisieron irse y no lo lograron: el prófugo, el traficante, el migrante, el deportado, los y las prostitutas. Están esperando irse en cualquier momento, evitan echar raíces y hacer relaciones profundas. Las identidades se desvanecen, y la violencia que sufren condiciona su creatividad: eventos poéticos por la paz, por los derechos humanos, por las víctimas, como los que la poeta Carmen Amato organizó en Ciudad Juárez; el teatro que se realiza como vía de crítica, duelo y utopía, es una expresión que otorga a la palabra la capacidad de dar respuesta a una situación de emergencia social. [1] La frontera atrapa, señala, es un panóptico o una línea de fuga. La descrita por Sayak Valencia en su Capitalismo gore tiene su genealogía en las feministas de los ochenta, que se cuestionaron su identidad en tránsito. Los avances del capitalismo salvaje, el machismo y los crímenes de odio hacen de su libro un testimonio sangriento, voraz y solo aparentemente distendido. En su conversación con Sonia Herrera, publicada en Transfeminismos y políticas postmortem, dice Sayak Valencia que lo escribió desde la angustia y la desobediencia en un ambiente de feminicidio salvaje, que, según la Secretaría de Gobernación mexicana en su informe de 2017, produjo un total de 53.000 mujeres asesinadas entre 1985 y 2016. Era pues urgente encontrar una nueva «gramática de la disidencia», como apuntaba Ángela Davis, «poner nombre a lo indecible», y unir en un mismo marco teórico las luchas transfeministas, antirracistas, anticapacitistas, homofóbicas, y de todos aquellos «cuerpos desechables» del nuevo precariado, situados en los márgenes por la «justicia» de la globalización, a fin de desmontar el discurso de la «necropolítica» del actual capitalismo neocolonial, porque las fronteras de la vulnerabilidad, del mestizaje, de los procesos de tránsito, de la raza, del género y de la migración, se hallan en la puerta de nuestras casas, y es necesario tomar conciencia de nuestra propia posición en cuanto a qué lado estamos.

Su primera denuncia se hallaba en el daño causado por la división creada a partir del concepto de «identidad», que Sayak sustituyó por el de «devenir minoritario», tomado del último gran ejercicio de insurrección teórico-política de Deleuze y Guattari, Mil Mesetas (1980). Frente al feminismo esencialista y un movimiento LGTBIQ institucionalizado, cuyo lenguaje aparece ya «estandarizado» y tendente a una «crítica ortopédica» que desactiva la acción política y se introduce de lleno en los circuitos del mercado, dejando fuera a todos aquellos que no entran en el canon «mayoritario», el transfeminismo defendido por Sonia Herrera y Sayak Valencia quiere combatir la heteronorma que rige nuestro sistema desde una postura interseccional, ya que es el origen de la desigualdad binaria entre géneros, junto a la etnia, la clase y todos los elementos que conducen a la disidencia sexual. Los «devenires minoritarios» de todos estos «disidentes» se oponen al patrón «hombre-blanco-macho-adulto-urbano-hablando una lengua standard-europeo-heterosexual» que el sistema colonial esclavista impuso desde el inicio de la expansión capitalista en el siglo XVI.

Y aquí aparece la segunda denuncia, la de la recuperación de la memoria, empezando por la de las mujeres asesinadas impunemente en la frontera de México, a las que la «necropolítica» del heteropatriarcado heredado del mundo colonial ha negado incluso el duelo, ya que considera a la mujer como una «posesión» del hombre. Por esto, la exposición pública de la muerte como un acto de reivindicación política, como fue el caso de Paola Sánchez Romero, cuyo cadáver fue llevado en manifestación por sus compañeras de trabajo en 2016, representa un ejemplo de lo que Sonia Herrera denomina «política post-mortem o trans-mortem», algo cercano a algunos actos performativos de Act Up durante los años más duros de la pandemia del Sida. Esto toma más relevancia en un contexto en que el capitalismo ha eliminado la presencia de la muerte en nuestra cotidianidad (mucho más evidente en medio de la nueva pandemia del covid), mientras se sirve de ella como elemento esencial de dominio y explotación neocolonial, por medio del miedo, el sufrimiento, y, en última instancia, la eliminación sistemática de poblaciones marginadas, siempre lejos del imaginario colectivo del hombre blanco occidental. La «mayoría» supone un estado de poder y de dominación sobre las «minorías». La ruptura de los códigos «naturales» de conducta es un principio de reconciliación con la vida, al marcar el fin de la violencia «necropatriarcal» y la «necropolítica» en general, tal y como la entendía el filósofo camerunés Achile Mbembe: un sistema basado en producir y rentabilizar la muerte, cuyo monopolio pertenece tanto al macho mexicano con derecho a eliminar a sus mujeres como al ciudadano norteamericano, cuyo «miedo» a ser invadido le lleva a querer poseer armas e ir a la guerra, como parte de su «herencia sociocultural».

La «necropolítica», como forma de gestionar la muerte, es tan antigua como el sistema en el que vivimos, y desmonta la idea de que la Declaración de Derechos Humanos fue realizada para «proteger» al conjunto de la humanidad. Únicamente cuando los campos de exterminio nazi mostraron al público occidental la brutal realidad del genocidio de gente blanca, europea, “civilizada”, reaccionaron con horror. Pero anteriormente siempre se justificaron las masacres de otras poblaciones colonizadas sin la mínima reacción, y actualmente se suele aceptar el discurso que diferencia al refugiado «bueno», si es el europeo blanco que procede de la guerra de Ucrania, mientras se excluye al «malo» si es subsahariano, musulmán o sudamericano, aunque huya del conflicto más atroz. El sistema es hábil creando subjetividades e invisibilizando el horror a voluntad: Los medios pueden hacer que ames al opresor y odies al oprimido, creando una virtualidad que condiciona la banalización de la violencia y la muerte. La conversación entre Sonia Herrera y Sayak Valencia es también, por tanto, una lección de historia, que advierte del peligro de creer en una “historia única” y oficial que nos aleje de la memoria de aquellas víctimas que merecen ser lloradas.

Quisimos ver una relación entre el trabajo de Sayak Valencia y las “pinturas negras” de Goya, tremenda manifestación del horror de rostros enloquecidos en torno a aquelarres y procesiones demoníacas, que para el pintor representaban la metáfora del nuevo mundo que se iniciaba con su cambio de siglo. Mientras observábamos la mirada angustiada del Perro semihundido ante la nada, como si vislumbrara un fantasma en lo alto del cuadro, recordábamos la inquietud que nos provocó el paisaje vacío y cargado de desolación que la artista iraní Farideh Lashai realizó en su última obra, Cuando cuento estás solo tu… pero cuando miro hay solo una sombra (2013), inspirada en los Desastres de la guerra, también de Goya. La conversación de Lashai con Goya a través de la imagen y el tiempo tiene la misma fuerza que la de Sonia Herrera con Sayak Valencia, por la idéntica necesidad de denunciar y dar testimonio de la más cruda realidad. En ambas ocasiones, sus protagonistas han sido testigos de guerras, opresiones, y se ven afectados por el sufrimiento ocasionado a las víctimas inocentes. Lashai se apropia de los Desastres como Sonia Herrera del Capitalismo gore de Sayak, renovando y actualizando su mensaje, añadiendo un nuevo grito contra el olvido y la indiferencia. Lashai había despojado a los grabados de sus figuras, dejando solo visibles sus fondos, obligándonos así a repetir en nuestra mente las atrocidades que allí se representaban. Su vacío no es menos atroz que el que dejan los feminicidios y los cuerpos desechables de quienes han sido excluidos del relato oficial y no encajan en los esquemas heteronormativos y patriarcales del «imperio».

La criminalización o exaltación de la frontera (como el famoso «muro de Trump», aunque también antes desde los atentados del 11-S) viene y va desde muchas instancias. El poder circula y se convierte en violencia o enigma en el espacio fronterizo como espacio donde la legalidad y la ilegalidad son marcadas desde ámbitos muchas veces invisibles. Es el resultado del ímpetu imperialista y colonial de la expansión constante de la frontera de Estados Unidos hacia el Oeste, un desplazamiento fronterizo del que ya nos hablaba Gloria Anzaldúa en su libro Borderlands, que fija su atención en los territorios perdidos por México frente a la gran potencia del norte, como Nuevo México, donde el choque cultural con los nuevos colonizadores produjo los primeros casos graves de exclusión, marginación y desplazamientos de población. En la actualidad los inmigrantes mexicanos se deben amoldar, integrar o desintegrar en el capitalismo feroz de EE. UU., con ejemplos de empoderamiento como el de Gloria Anzaldúa, que nos habla del mestizaje y otros testimonios de exclusión y racismo reforzados por el gobierno de Trump.

En Francia, autores como Abdelá Taia o Leila Slimani parecen incapaces ―a pesar de su triunfo intercultural como novelistas― de deshacerse de su legado cultural, con una mezcla de nostalgia y resentimiento, narrando viajes de ida y vuelta a través del espacio o la memoria. En la presentación de su obra Infieles el 13 de junio de 2014 en la Casa Árabe de Madrid, Taia incidió en la denuncia de los efectos de la provocación, la humillación, el silencio, la injusticia, la represión, la ignorancia y la miseria; el recuerdo del origen; la severidad de la palabra; el dolor del no-ser y la angustia del sacrificio por los pedazos de amor escondidos en la oscuridad de los deseos reprimidos; y, sobre todo, la presencia constante de la muerte en la huida, el exilio, el olvido, la anulación del yo, de un yo arcaico, casi pre-natal, sostenido por recuerdos sublimados de un femenino cargado de resistencia, frente a un masculino, cuya potencia se ha reducido a la nada, víctima de su propia soberbia: En Marruecos no necesitamos matar al padre, porque ya está muerto. La dictadura de Hassán II se encargó de anular todo tipo de disidencia. Ahora, cada gesto cotidiano de las mujeres es un pequeño acto revolucionario. Porque son ellas las que lo sostienen todo, las que discuten, las que se enfrentan, las que dirigen la vida diaria, las únicas que gritan... Por eso, tanto Infieles, como Mi Marruecos están dedicados a su madre, la mujer transmisora de ternura, en un país en el que, como el propio autor afirma, se tiene miedo al amor, un país anclado en una sempiterna necesidad de supervivencia. La madre es el vínculo con la tradición, el primer contacto físico del cariño, la protección frente al desorden exterior. Un aprendizaje en el afecto, al tiempo que una cadena que hay que romper. Taia comprende y expresa el dolor que supone la metáfora de todo su Marruecos despidiéndose de él en un viaje destino a Europa. Una Europa querida y odiada a partes iguales. Una antigua metrópoli aún poderosa que maneja los hilos de la cultura dominante expresada en una lengua extraña: Odio el francés. Estoy obligado a expresarme en él, pero pienso en árabe. La atracción por la libertad de pensamiento y la literatura occidental no hacen olvidar al joven marroquí sus orígenes, la esencia de una cultura soterrada por décadas de colonialismo; y regresa, una y otra vez, a esa madre, no castradora, no represiva, como podríamos pensar desde nuestra óptica europea (hace falta hacer un fuerte ejercicio de empatía para reconocer este hecho), sino transmisora de una cultura no escrita, de un valor y una resistencia, que el padre ha sido incapaz de comunicar, para, años más tarde, reflejar la tristeza y el dolor de su soledad en Infieles. Porque esa madre es todas las mujeres, y ese hijo representa la continuación de su lucha. Toma conciencia de sí mismo a través de la experiencia de la madre, a su vez transmitida por la suya, en un acto casi religioso, cuya grandiosidad radica en ese secreto fundamental: la sexualidad como instrumento de autoconocimiento y llave de una libertad que, unida a la reivindicación de sí mismo, se traduce en conciencia política. El poder castrador, aquí, se concentra en el Gran Padre de la patria, Hassán II, que conduce a la muerte a los hombres en la empresa de ocupación del Sahara occidental, y que desgarra la esperanza en construir una sociedad más justa, más humana. Nuestro protagonista entiende la relación política entre la liberación por los afectos y su propio sacrificio. El amor del soldado que marcha hacia la muerte contra el Polisario y traiciona al Gran Padre, así como la tortura a que se ve sometida su propia madre, se relacionan con modelos cinematográficos que potencian la carga surrealista a la vez que emotiva de una realidad salvaje, que al final desemboca en un mágico encuentro con la imagen icónica que el niño siempre asoció con su madre: una Marilyn Monroe, que en Río sin retorno era una heroína ante toda adversidad, ahora, en un increíble monólogo, narra la realidad de una vida marcada por la pérdida de su condición humana. Convertidos en fantasmas, los protagonistas entran en su verdadero ser, en una dimensión donde no existe la vergüenza y en la que el corazón se libera. En el reflejo de esa liberación, las palabras de Marilyn, o de Norma Jean Baker, son inductoras de un mensaje políticamente perturbador, en lo que al origen de todo conflicto se refiere: Soy humana. Extraterrestre. Estoy en todas partes y en ninguna. Soy hombre. Mujer. Ni lo uno ni lo otro. Más allá de todas las fronteras. De todas las lenguas. ¿Veis? Soy como vosotros. En la desdicha y en el poder. Divina y huérfana. Estoy hecha de la misma pasta que vosotros. Estoy en vosotros. En cada cuerpo. Cada noche. En cada sueño.

El texto de Abdelá Taia refleja amargura y una profunda reflexión sobre la condición humana, más allá de su religión y su identidad. La fuerza para resistir la negación de nuestras raíces, que son ante todo afectivas y comprensivas hacia el desarrollo de nuestro cuerpo y la forma de entender las relaciones humanas, marca el sentido de una historia que va más allá del islam o de la situación del Marruecos actual. Es, sobre todo, una reivindicación de lo humano en toda su diversidad, incluso más allá de la homosexualidad de su autor, que se encargó de expresar en múltiples ocasiones durante la conferencia que ofreció en la Casa Árabe en 2014. Sin duda, Marruecos necesita esta valiente posición, en unas circunstancias difíciles por culpa de la represión oficial. El mismo Taia se encargó de confirmarlo: Soy un escritor tolerado por ser un autor publicado y vivir en Francia. El francés me protege. He dado conferencias en diversos lugares de Marruecos, y aún me siento cohibido. En una ocasión, una psiquiatra me interrumpió, y me preguntó: «¿Por qué no deja ya de hablar de homosexualidad? ¿No cree que ya es suficiente? Hable de otros temas». Ante lo cual me quedé sin palabras. Regresaron a mi mente todos los insultos, vejaciones, humillaciones y malos tratos recibidos por mi condición homosexual, y me quedé en blanco. No pude responder. Es como si enfrentásemos a la víctima con su torturador, y, acto seguido, esperásemos que nada de aquello hubiera tenido importancia, ya que no entraba dentro de lo raro o extraño. La sociedad ha normalizado histórica y culturalmente la represión sexual con tal fuerza que hemos internalizado la sumisión y el miedo, y de pronto se exige a las víctimas que se integren sin conflicto en el engranaje cotidiano, olvidando el pasado. Pero, por desgracia, esto no es posible. Taia fue el primer escritor marroquí en reconocerse abiertamente gay. La prensa francófona, independiente u oficialista, menciona su orientación sexual de forma aséptica, y los órganos islamistas la ignoran. Incluso he sido invitado a la televisión, aunque no me han preguntado por el tema. En Europa es más fácil. En Marruecos se nos inculca el temor a ser mal visto, a tener vergüenza. Todo se hace a escondidas. Estamos cansados de disimular.

El exilio interior también es una frontera peligrosa cuando comprendemos que en nuestros pueblos o ciudades de origen los foros «culturales» o los medios de expresión de cualquier tipo no son los nuestros. María Zambrano expuso el espejo de su propia experiencia, ya que, en sus cuarenta y cinco años de exilio, no llegó a arraigar en ninguno de los países que recorrió en su largo periplo por América Latina y Europa. Otros, como José Gaos, sí lo hicieron, autocalificándose como «transterrado», asumiendo un cambio identitario que intentaba superar el dolor y el trauma de la expulsión de su lugar de origen, reconociendo como propio el refugio del país de acogida. El cambio interior, sin llegar al aislamiento, es complejo, pero posible. Podemos calificar de “sexilio” la huida de los y las jóvenes LGTBIQ a las grandes ciudades buscando la libertad del anonimato, la movilidad sin temores y el olvido del trauma, si este existe. Pero aquí las fronteras son de género y la Policía y las instituciones actúan como agentes del sexo, medicalizando, estigmatizando, ninguneando. Los ejemplos son innumerables.

 
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