“Una obsesión que tiene que tener el próximo Presidente, el que sea, es juntar todos los dólares que Argentina necesita para pagarle al Fondo Monetario Internacional y volver a sacarlo de la Argentina para no volver nunca más al Fondo”. La frase fue pronunciada por Sergio Massa el martes pasado, al disertar sobre “La economía Argentina: situación actual y perspectivas” en la Convención Anual de la Cámara Argentina de la Construcción. Esta breve frase concentra varios supuestos. Por empezar, que la impagable deuda con el FMI debe ser pagada a pesar de los esfuerzos imposibles que ese pasivo va a imponer en los próximos años. Tal como hizo el Frente de Todos durante estos años, pero con más entusiasmo, el ministro y candidato “nacido el 4 de julio” sería incapaz de cuestionar esa hipoteca, que se remonta al astronómico crédito de USD 44.000 millones que contrajo Mauricio Macri en 2018 como aporte generoso para intentar ganar las elecciones en 2019 y que renegoció Martín Guzmán en 2022 continuando con las mismas pautas de ajuste que traen siempre las recetas del FMI. Para que este acuerdo pasara exitosamente por el Congreso –requisito que había sido establecido previamente por una ley enviada por el propio Guzmán–, Massa, entonces presidente de la Cámara de Diputados, tuvo un rol central.
Pero la sentencia de Massa es interesante porque resume, de manera involuntaria, el destino principal que reciben los montos excedentes que acumula el país en materia comercial. Mencionemos, por ejemplo, que el promedio de producción anual de granos en la Argentina pasó de menos de 60 millones de toneladas a finales de la década de 1990 a 140 millones 20 años después, aunque la sequía hizo mermar la producción hace dos campañas y produjo estragos en la última. Las exportaciones de granos y subproductos como aceites y harinas se duplicaron de igual manera en volumen, y gracias a los precios récord que hubo durante parte de este período los ingresos de divisas crecieron aún más.
Este incremento del volumen producido y exportado se debió en parte a un aumento de los rendimientos, pero también a una considerable transformación en el uso del suelo. Transformación que benefició a los productores y a los complejos agroalimentarios que operan en el país (en su mayoría grandes multinacionales) pero que vino acompañado de numerosos impactos para las poblaciones y los ecosistemas. Varios millones de hectáreas de bosques fueron desmontados durante las últimas dos décadas para incrementar la superficie implantada con cultivos comerciales. La extensión de la soja desde finales de los años 90 vino de la mano de un paquete tecnológico que elevó la rentabilidad de los productores por reducción de labores, pero que para sostenerse requiere un uso cada vez más intensivo de glifosato por las resistencias que las malezas generan ante la aplicación continuada del mismo. Además, la utilización de estos pesticidas está asociado a la pérdida de biodiversidad. También las inundaciones crecientes en varias zonas agrícolas es en parte consecuencia del crecimiento de la superficie destinada a algunos cultivos como la soja.
¿Cuál terminó siendo el destino del incremento de las exportaciones agrícolas? ¿Contribuyeron, como suele decirse para impulsar actividades de probado impacto ambiental negativo, a generar recursos para estimular el “desarrollo”? No parece ser el caso. El aumento del superávit comercial que permitió el incremento de las exportaciones terminó alimentando una salida acrecentada de divisas centralmente bajo cuatro conceptos: 1) “pagarle al FMI y que no vuelva nunca más”, lo que ahora promete Massa y que en 2006 prometía Néstor Kirchner para justificar un pago de USD 10.000 millones utilizando reservas del BCRA (como sabemos, el FMI nunca se fue, siguió auditando a la economía argentina como lo hace con todos los países miembros y desde 2018 tiene nuevamente hipotecado al país); 2) el “desendeudamiento” con acreedores privados, que demandó considerables dólares contantes y sonantes luego de haber convalidado todos los fraudes de la deuda cuando se la reestructuró en 2005; 3) los giros de utilidades de las empresas trasnacionales, que tuvieron el doble de peso respecto del PBI durante los años 2000 que en la década de la Convertibilidad; 4) la fuga de capitales. Todo esto significó una formidable deducción de recursos que podrían haberse destinado a inversiones fundamentales.
Como vemos, observando el sector agrícola, no hay relación entre los costos ambientales y sociales que generó el mayor esfuerzo exportador, y sus efectos.
Pero el consenso extractivista no se inmuta ante este saldo, tan poco prometedor para la idea de que el incremento de los desastres ambientales para exportar más son un camino necesario para llegar al prometido desarrollo. Mucho menos abrieron paso a un cuestionamiento de las condiciones de subordinación y dependencia en las que se inserta el capitalismo argentino, que impiden que se alcance cualquier objetivo cercano a lo proclamado. La respuesta ha sido, simplemente, que es necesario exportar más. De lograr eso sí será posible –pretenden– que quede algún mínimo saldo para inversiones en desarrollo, aun en el caso de que sigan existiendo –y profundizándose– todas las sangrías señaladas más arriba. De ahí la conclusión de que no tenemos que preocuparnos por el saqueo, entonces, sino solventarlo exportando más para poder crecer a pesar del mismo.
Como con el agronegocio no alcanza para semejante apuesta, en la última década se sumaron otros candidatos para diversificar e incrementar la canasta exportadora. A la minería convencional, cuya viabilidad se reduce con el agotamiento de los yacimientos, la sustituye la megaminería, que consume ingente cantidad de agua y utiliza materiales altamente contaminantes para extraer el mineral diseminado en la roca. Entre los sectores que hoy generan las mayores expectativas se ubica la extracción de litio, que por su rol en el desarrollo de energías que reemplazan a los combustibles fósiles es presentada como parte de modelos sustentables, pero que se basa en mecanismos que exigen un elevado consumo de agua en regiones áridas, además de que se solapan con tierras de pastoreo, territorios indígenas y reservas naturales. El fracking, también basado en un elevado consumo de agua que involucra los métodos para extraer petróleo de esquisto, ha sido denunciado también por el incremento de actividad sísmica asociado a las fracturas. También podríamos nombrar las megagranjas porcinas que quiso instalar China en el país, y que algún exfuncionario llegó a elogiar como una “industria” de considerable complejidad.
Los gobiernos provinciales se suman entusiastas a estas apuestas, modificando como hizo Morales recientemente, hasta la Constitución provincial si es necesario para atraer a las empresas, con la expectativa de incrementar la actividad y recaudación en sus jurisdicciones. Aspiración que suele verse contrariada por las generosas desgravaciones fiscales que otorgan a las firmas al momento de pactar los compromisos de radicación. El imperativo de incrementar los saldos exportables conduce entonces a la primacía de procesos extractivos que adquieren características insustentables, en el sentido de que destrozan ecosistemas que deberían ser legados a generaciones venideras.
La idea de que esto pueda justificarse por la necesidad de exportar más, y que las consecuencias ambientales que genere podrán ser una preocupación del futuro, resulta sumamente peligrosa. Ya hoy observamos las huellas que deja la profundización de la rapacidad extractivista en los efectos de la contaminación de agrotóxicos y otros químicos vertidos por empresas mineras en personas y animales, en las inundaciones agravadas por los desmontes, en las sequías cada vez más devastadoras, en los incendios forestales y un largo etcétera.
Igual de peligrosa, por falaz, es la idea de que el problema no está en este tipo de emprendimientos sino en la manera en que se llevan a cabo, por lo cual la cuestión no estaría en rechazarlas o prohibirlas sino en asegurar un control adecuado del Estado. Este es uno de los caballitos de batalla del exministro Matías Kulfas en su reciente libro Un peronismo para el siglo XXI. Allí nos dice que la preocupación “por cuestiones ambientales es absolutamente genuina e, insistimos, un proyecto productivo debe tener totalmente internalizadas estas variables”, y “no solo eso: debe incluir un creciente control estatal y ciudadano sobre las prácticas ambientales”. Por eso, concluye, “resulta llamativo que, desde diferentes sectores, se impugnen esas capacidades estatales y ciudadanas de control, cuando en realidad pasa por allí, por su refuerzo y jerarquización, la superación de esta dificultad”. Pero esta pretensión de que un control adecuado puede limitar los efectos ambientales negativos de la deriva extractivista carece de asidero cuando los efectos son intrínsecos a las técnicas utilizadas o a las escalas que requiere hacer rentable la explotación capitalista de los “recursos naturales”. Podemos verlo con un ejemplo muy claro en el caso del litio. Como observa Ariel Slipak respecto de la extracción de litio, aunque puedan mostrarse viables otras técnicas menos destructivas para los salares que las que las empresas están utilizando en la actualidad en el NOA, “no van a desmantelar su esquema [...] y utilizar esa otra técnica más amigable, que puede ser más costosa. Ya tienen costos hundidos, no van a modificar sus técnicas y la legislación argentina avala que no haya tales modificaciones”. Por eso, no es simplemente como plantea el exministro una cuestión de más o mejor “control”.
Patrones de dependencia
El mandato exportador fundamenta la legitimidad de todos los trastornos ambientales que puedan generar las actividades impulsadas, desde los impactos locales sobre ríos o ecosistemas hasta la contribución a agravar problemas globales como el calentamiento global, en un “derecho al desarrollo”. Ya sea que se plantee de manera explícita o implícita, la idea básica es que un país de ingresos medios, y que viene mostrando una tendencia declinante como la Argentina, no puede darse el lujo de desaprovechar sus “recursos”, que es todo lo que los bienes comunes naturales representan desde esta perspectiva. Debe usarlos para elevar su nivel de ingresos, aunque sea al precio de agravar la huella ambiental. El argumento, que podría ser a priori debatible en abstracto, se transforma en falacia cuando es invocado para continuar en un círculo vicioso que deja huellas ambientales en todo el territorio sin contribuir en lo más mínimo al pretendido desarrollo.
La cuestión de fondo, retaceada cuando se plantea este antagonismo entre desarrollo y protección ambiental en pos de privilegiar al primer término en detrimento del segundo, es que esta meta se ha convertido en una quimera para la mayor parte de los países dependientes, como es el caso de la Argentina. La ideología del desarrollo (capitalista), ya sea en sus variantes más neoliberales basadas en la inversión extranjera o en las “nacionales y populares”, es en la Argentina actual un planteo vacío. La clase capitalista tiene como única aspiración realizar los negocios más jugosos que estén al alcance de su mano, sin preocuparse por la perpetuación del carácter dependiente y con rasgos semicoloniales del capitalismo argentino.
En nombre de estos objetivos incumplibles se aceleran negocios que permiten crear más riqueza para ser transferida al exterior. Se retroalimentan así los patrones asimétricos que permiten a los países imperialistas descargar en la periferia los costos ambientales en los que se sustenta la reproducción a través de las cadenas de valor organizadas por sus grandes firmas trasnacionales. A contramano del reconocimiento de las problemáticas ambientales que se ha vuelto cotidiano en las cumbres climáticas globales dirigidas por los países imperialistas y donde participan los CEO de las firmas globales más renombradas, la pulsión del capitalismo que empuja a las firmas a maximizar ingresos, minimizar costos y multiplicar la escala de producción para amasar mayores ganancias, lleva a que esas mismas firmas que se dicen preocupadas por el medio ambiente participen de manera directa o indirecta (por los insumos que utilizan) en la profundización de estas actividades extractivas, sin miramiento de los límites que imponen los ciclos de la naturaleza y produciendo desechos en niveles crecientes. Países como Argentina compiten por la radicación de actividades que los países y empresas imperialistas “tercerizan” en las economías dependientes para desplazar a estos territorios las consecuencias indeseadas de las mismas.
Romper el círculo vicioso
En 2019, cuando se inauguraba el gobierno de Alberto Fernández, estalló un duro conflicto en Mendoza por el intento del gobierno provincial de abrir paso a explotaciones de megaminería. El gobierno nacional y el de la provincia, de distinto signo político, no tenían ninguna grieta en el intento de sacrificar el acceso al agua de la población en pos de este negocio. Similares coincidencias podemos ver hoy en Jujuy, así como en Neuquén con Vaca Muerta. Es así como en la Constituyente con la que Morales pretendía introducir reformas que negaran los derechos de las comunidades originarias en pos de permitir una mayor explotación sin restricciones del litio (además de varias otras modificaciones que buscaban atacar el derecho a la protesta y fortalecer los poderes del Ejecutivo) solo las y los constituyentes del Frente de Izquierda Unidad alzaron la voz contra estas pretensiones. El FITU, y dentro de él el PTS, que cuenta con referentes como Myriam Bregman, Nicolás del Caño, Alejandro Vilca, Natalia Morales y Gastón Remy, es la única fuerza política de alcance nacional que se ubica por fuera de este consenso extractivista que no hace más que profundizar el atraso y la dependencia.
Romper este círculo vicioso del (no) desarrollo capitalista que es una máquina de producir pobreza, desigualdad y daños ambientales, es clave para poder encarar un camino que pueda plantearse seriamente aumentar la capacidad de generación de riqueza –necesaria para mejorar las condiciones de vida del pueblo trabajador y reducir el tiempo del día que debe ser dedicado al trabajo– y establecer una relación racional y sostenible con la naturaleza, dimensiones ambas negadas por la deriva extractivista. Lograr esto requiere crear una alianza social del conjunto de la clase trabajadora y el pueblo pobre, que articule las demandas de todas las comunidades movilizadas por los reclamos ambientales que se enfrentan a las empresas y gobiernos provinciales y nacional, e integre a los movimientos ambientalistas que apuntan contra la lógica capitalista como principal motor de destrucción ambiental, hegemonizada por la clase trabajadora. Esto es fundamental para cortar las ataduras con el imperialismo y sus aliados locales, imponiendo un gobierno de trabajadores que se proponga reorganizar toda la producción en función de las necesidades sociales y privilegiando el sostenimiento de un metabolismo socionatural equilibrado. Esto solo puede alcanzarse mediante un “ataque en dos frentes”: para terminar con el chantaje de que es necesario exportar, es clave empezar por cortar los nudos gordianos de la sangría nacional. Repudiar la deuda, la nacionalización de los bancos para conformar una banca estatal única, y el establecimiento de un monopolio estatal del comercio exterior, junto con la nacionalización y estatización de las empresas imperialistas que controlan resortes estratégicos de la economía. Estas medidas fundamentales para cortar con el atraso y la dependencia son también la base para avanzar en el otro frente: iniciar una transición hacia un metabolismo sostenible con la naturaleza, que resulta imposible en el capitalismo. La fuga de capitales, los servicios de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas multinacionales que operan en el país a sus casas matrices, y las rentas como la agraria apropiadas por el agropower, muestran que el problema no es la falta de recursos potencialmente disponibles para realizar las inversiones más urgentes. Si cortamos con estas vías de vaciamiento es posible disponer de medios para invertir en incrementar la capacidad de crear riqueza, mejorando o creando infraestructuras clave, a la construcción de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, a garantizar el acceso a la cultura y el esparcimiento. En este conjunto de medidas está también la base para restablecer el metabolismo entre sociedad y naturaleza roto por el capitalismo. La expropiación de los grandes terratenientes es clave no solo para una apropiación íntegra de la renta agraria que hoy se reparten los eslabones del agropower, sino para replantear de manera radical el agronegocio. Esto permitirá poner en primer lugar la satisfacción de necesidades alimentarias de la población en vez de privilegiar la búsqueda de saldos exportables. También hará posible estimular el desarrollo de métodos de menor utilización de energía y agroquímicos.
Con estas medidas como punto de partida, un gobierno de la clase trabajadora podría acelerar la necesaria transición energética e impulsar la soberanía alimentaria. También podría decidir democráticamente, mediante el más amplio debate del conjunto de la sociedad y con especial énfasis en las comunidades y sectores potencialmente afectados, qué actividades exportadoras pueden seguir llevándose a cabo, cuáles deben reformularse, y cuáles –como el fracking y la megaminería– deben abandonarse completamente. Exportar dejaría de ser un fin en sí mismo que solo sirve para solventar la salida crónica de divisas, para convertirse simplemente en un medio para adquirir los medios de producción e insumos importados que sean requeridos para mejorar las condiciones de vida del pueblo trabajador. Y cuya principal condición será que las actividades exportadoras se lleven a cabo en condiciones verdaderamente sustentables, compatibles con la regeneración de los bienes comunes naturales y sin producir daños irreversibles. Una perspectiva como la que planteamos puede iniciarse en los marcos nacionales, cortando las ataduras que imponen la burguesía y el imperialismo, pero solo puede concretarse a escala internacional. El puntapié inicial para ello es tejer lazos con las clases trabajadoras y los pueblos de América Latina en la pelea revolucionaria por la unidad socialista del continente.
Una salida de este tipo, protagonizada por la clase trabajadora en alianza con el conjunto del pueblo pobre, es la única manera de hacer compatible lo que en el capitalismo dependiente argentino aparecen como antagonismos irresolubles. |