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La Izquierda Diario
30 de julio de 2023 Twitter Faceboock

Entrevista a Mariano Millán
El moviento estudiantil en la "primavera camporista"
Brenda Hamilton | Profesora de Historia (UBA). Integrante del Comité Editorial del suplemento Armas de la Crítica.

Entrevistamos a Mariano Millán sobre el movimiento estudiantil a 50 años del gobierno de Cámpora.

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Brenda Hamilton: Vos planteas que existe una tradición intelectual que habla de la peronización del movimiento estudiantil a partir de 1966, y que al mismo tiempo convive con otra tradición sobre la historia del movimiento estudiantil argentino desde el radicalismo ¿Cuál es tu visión sobre estas lecturas y desde qué perspectiva estudiaste estos procesos?

Mariano Millán: Los dos partidos decimonónicos de la burguesía argentina, el peronismo y el radicalismo, construyeron sus propias narrativas sobre la historia universitaria y del movimiento estudiantil, instituciones y sujetos de gran relevancia en procesos clave del siglo XX.

Aunque hay algunos antecedentes durante la dictadura y el último año del peronismo en el poder, las miradas actuales comenzaron a tomar forma luego de la restauración de la democracia, en el contexto de la llamada “normalización” universitaria de los ’80.

Las primeras formulaciones son textos y discursos de características testimoniales, evocaciones y homenajes militantes y, a partir de ello, intentos de análisis del período anterior, con una profunda distancia de las iniciativas de los ’70. Esas miradas están en sintonía con el fuerte crecimiento de la influencia de Franja Morada en el movimiento estudiantil durante la presidencia radical de Raúl Alfonsín. Los volantes e intervenciones de Franja Morada en las asambleas masivas de aquellos años remarcaban la diferencia entre sus formas de militancia y las de la década anterior. En consonancia con lo que conocemos como la teoría de los dos demonios, se resaltaba la condena a la violencia “de ambos signos”, donde se ponía algún tipo de equivalencia entre el terrorismo de Estado y la “guerrilla”, a la cual en ciertas ocasiones incluso responsabilizaban de haber provocado la represión sin precedentes de los años previos.

Eran ideas descabelladas, que desconocían la prolongada gestación del accionar represivo del Estado Argentino, así como su inscripción en procesos trasnacionales, sobre los cuales una acción insurgente puntual tuvo poca incidencia. Desde el radicalismo, además, se ofrecía un panorama sobre el pasado que desconocía las diferencias entre sujetos, formas de ejercicio e impacto social y político de la violencia, colocando en una misma serie fenómenos sociológicamente tan disímiles como la lucha callejera y las torturas. A su vez, se difundía una caracterización de la vida universitaria anterior a la dictadura como caótica, sin iniciativas de formación académica, intelectual o científica, abocada exclusivamente a la política partidista violenta.

La reducción de los enfrentamientos del pasado a una “universidad montonera”, tenía como contraparte la difusión de su propia versión del reformismo universitario, que consideraban el sustento ideológico de la universidad de la democracia: gratuita, laica, autónoma y co-gobernada, orientada a la formación de profesionales y científicos y relativamente ajena a las luchas de poder. El modelo era lo que los adláteres intelectuales del radicalismo llamaban “la universidad de las luces” del período entre el derrocamiento de Perón en 1955 y el golpe de Estado de Onganía en 1966, cuando había tenido lugar un proceso de modernización y democratización de la vida universitaria, donde prosiguió el crecimiento de la matrícula, se democratizaron los claustros, se constituyeron varios núcleos de investigación de nivel internacional y se realizaron numerosas tareas de extensión. Según estos actores, la intervención universitaria del régimen militar en 1966 había iniciado una etapa de retroceso del reformismo universitario. La “tarea” de los ’80 era construir una universidad “seria”: moderada políticamente y centrada en las actividades académicas. Es interesante notar la reducción del reformismo a la institucionalidad universitaria. Como veremos, esta marca Estadocéntrica está presente en todos los discursos de los partidos de nuestra burguesía.

Hacia principios de los ’90 comenzó una segunda fase en la formulación de ideas sobre el pasado reciente universitario, que alcanzó su madurez en el cambio del siglo, una etapa especialmente conflictiva en el país y en varias facultades. Se trata de la versión filo-peronista, que se proponía rescatar la experiencia del ’73 y se preguntaba qué había ocurrido para que la universidad y el movimiento estudiantil, antiperonistas en 1955, fueran un bastión justicialista dos décadas después.

Dejemos de lado los supuestos problemáticos de la pregunta, y vayamos a la forma en que se intentó responderla. La primera operación intelectual fue analizar el proceso desde el final hacia sus comienzos. Mediante una llamativa inversión de la secuencia histórica, se buscaron y se siguen buscando los “antecedentes”, los “primeros pasos”, etc. de los agrupamientos estudiantiles peronistas en los ’60. Esta aproximación condujo a una segunda actividad: la lectura de los materiales de estas corrientes, con una gravitación considerable de los testimonios producidos décadas después, antes que dedicarse a una reconstrucción general de la experiencia del activismo estudiantil. Así como sabemos que la memoria se construye desde el presente, es relevante señalar que muchas de las personas entrevistadas ocupaban y ocupan cargos de gestión en el sistema universitario, que son docentes de reconocida trayectoria, en muchos casos con estructuras discipulares. Digo esto porque las visiones sobre un peronismo “maravilloso”, por ponerle algún nombre, que como me dijo una vez Miranda Lida “tienen un aspecto hagiográfico”, comenzaron a difundirse en las facultades de ciencias humanas en el contexto de la crisis del sistema político y universitario de fines de los ’90 y principios de este siglo, y se extendieron con muchísima fuerza durante el kirchnerismo.

El mencionado foco metodológico y las condiciones históricas de los últimos veinte años sentaron las bases para a una miopía considerable de las ciencias sociales sobre la militancia en las universidades durante los ’60 y ‘70. Esto habilitó un tercer paso: la consideración de la radicalización estudiantil como resultado de una crisis del reformismo universitario a causa de la ilegalización de las organizaciones de alumnos y la anulación de la autonomía y el co-gobierno mediante la intervención de 1966. Vemos aquí nuevamente esa reducción de lo social a lo estatal, típica del pensamiento burgués. Para los intelectuales peronistas, tal vez por su propia experiencia, las corrientes políticas no pueden fortalecerse fuera del Estado y las instituciones. En esta narrativa, la proscripción del estudiantado en el ’66 lo acercó a la clase trabajadora peronista proscripta en el ’55. La conclusión fue que el auge de los movimientos de lucha en las facultades estaba en íntima relación con el surgimiento y extensión de la identidad peronista y, en menor medida, de las fuerzas de la llamada “nueva izquierda” en las fracciones combativas del alumnado.

Aquí surgió una mirada emparentada, que adscribe a varias de las ideas mencionadas, pero pone el acento en el protagonismo de corrientes de izquierda enfrentadas con los partidos Comunista y Socialista. Se trata de un amplísimo conjunto de organizaciones de distintas inspiraciones: maoístas, guevaristas, trotskistas, consejistas, anarquistas e incluso operaístas, con diferentes posiciones sobre táctica y estrategia, pero que aquí han sido incluidas en la categoría de la nueva izquierda. Este enfoque supera intelectualmente las tesis radicales y peronistas porque permite vincular la experiencia argentina con el proceso global de los sesenta. Incluso no faltaron intentos de sumar a la izquierda del peronismo en este archipiélago, aunque se trata de iniciativas problemáticas, pues la “nueva izquierda” suele nominar a grupos más radicalizados de la propia izquierda, no a las corrientes de avanzada de los partidos del régimen burgués. La mirada sobre esta “nueva izquierda” en Argentina, y en general en América Latina, tradicionalmente otorgó centralidad a los componentes político-estratégicos, mientras en Europa Occidental y los EEUU la categoría describía fenómenos con un anclaje mayormente cultural. Sin embargo, en los últimos años hubo ciertos giros que intentaron vincular los aspectos “políticos” y “culturales” de esta “nueva izquierda”.

Mi trabajo acerca del tema comenzó hace 20 años, en la Carrera de Sociología, junto a Pablo Bonavena, que investiga sobre movimientos estudiantiles desde fines de los ’80, y a Juan Califa, con quien empezamos juntos y hace poco publicamos Resistencia, rebelión y contrarrevolución. El movimiento estudiantil de la UBA, 1966-1976. Nuestra perspectiva se propone algo así como “poner sobre sus pies” aquello que los partidos de la burguesía explican mediante inversiones ideológicas. Lo primero y fundamental, para conocer cualquier sujeto o proceso de lucha, es observar y analizar sus enfrentamientos: ¿cuándo y dónde ocurren? ¿qué formas de acción tienen? ¿qué agrupamientos participan? ¿cuáles son las demandas? ¿con quienes se construyen alianzas? ¿en qué lugares se llevan adelante los choques? Para ello se realizó una reconstrucción de los enfrentamientos a partir de la información disponible en las fuentes escritas en el momento, se hicieron descripciones muy precisas y luego se construyeron series de varios años y lugares del país.
Nuestras conclusiones son verdaderamente diferentes. Por ejemplo, en su Reforma y Revolución. La radicalización política del movimiento estudiantil de la UBA, 1943-1966, Juan Sebastián Califa demostró que el giro a la izquierda no comenzó con la intervención de 1966, sino antes, incluso antes de la Revolución Cubana, durante el conflicto de Laica o Libre entre 1956 y 1958. Estos hallazgos coinciden con una tendencia global y regional, que señala la necesidad de pensar en unos “largos años sesenta”, desde mediados de los ’50 (cuando retrocede el maccarthysmo en EEUU y empieza a fisurarse el consenso de la reconstrucción de posguerra en ambos bloques) y hasta bien entrados los ’70.

El otro “descubrimiento”, si es que cabe semejante palabra, es que las organizaciones de la “vieja izquierda” y del reformismo universitario, tanto las agrupaciones como los centros y federaciones, tienen una presencia mucho más extendida que las otras corrientes en los enfrentamientos protagonizados por el movimiento estudiantil, incluso en las ciudades o años caracterizados por conflictos más álgidos. También se constata que las organizaciones peronistas tuvieron más predicamento en las etapas y lugares donde el movimiento estudiantil exhibió menor combatividad. En paralelo, se observa que la participación de la izquierda radical crece mucho más que cualquier otro grupo de corrientes en los períodos de mayor conflictividad, entre 1969 y 1971/2, sin llegar a ser mayoritaria, salvo en algunos momentos en determinadas facultades de ciertas ciudades, entre ellas Tucumán. A su vez, observamos que los reclamos académicos y universitarios en general no fueron minoritarios, es decir que hubo importantes debates y combates sobre qué se hace y para qué se hace lo que se hace en la universidad, en muchísimas disciplinas como la
arquitectura, la medicina, la psicología, la economía, el derecho, etc.

Todo esto nos ha llevado a discutir las tesis del radicalismo y del peronismo. En primer término, no es que la política engulló todo, anulando la discusión universitaria. En segundo lugar, las organizaciones armadas, salvo contadas y breves excepciones, no tuvieron un rol dirigente en el movimiento estudiantil, por lo cual es completamente incorrecto reducir la experiencia de los combates universitarios de los ’60 y ’70 a la “guerrilla”, aunque sí puedan reconocerse otras formas de ejercicio de la violencia popular por parte de las corrientes de alumnos. En tercer término, se trató de un proceso prolongado y cambiante, en el cual los enfrentamientos presentan diferentes características que, es razonable considerar, expresan distintas estrategias. Voy a enumerar momentos para que se comprenda: una situación es la radicalización inicial durante Laica o Libre, otra es el proceso de maduración en el marco de la agudización de la Guerra Fría en la primera mitad de la década de 1960, diferente es la etapa de resistencia contra el golpe y la intervención de 1966, como lo es también el auge del “largo ’68 argentino” en los años que van del Cordobazo de 1969 al Viborazo de 1971 (y en Tucumán hasta el Quintazo de 1972), otra situación es la de la institucionalización de los inicios del tercer peronismo en 1973 y ya muy distinta es el repliegue democrático-burgués a partir de la Misión Ivanissevich y el terrorismo de Estado, desde 1974. La reconstrucción nos aleja de una mirada teleológica que rastrea el ‘73 en los años previos y nos invita a comprender los cambios en las fases de acuerdo a resultados de enfrentamientos y sus saldos organizativos.

De este modo, mostramos que es infundada o difícil de sostener la asociación entre “peronización” y radicalización estudiantil, donde la primera es una variable independiente. En todo caso, resulta más adecuado con las reconstrucciones metódicas de los hechos señalar que el contexto de enorme conflictividad universitaria y social en el país y en el mundo dieron espacio para un giro a la izquierda incluso de algunos agrupamientos peronistas, agrupamientos que salvo ciertos momentos o lugares, eran minoritarios y expresaban poco interés por las cuestiones universitarias. Esta mirada coincide con el conocimiento sobre otros fenómenos de la época, como la radicalización de grupos católicos o, incluso, la emergencia de fracciones militares nacionalistas y populistas, como la encabezada por Velazco Alvarado en Perú. Finalmente, nuestra investigación muestra que existen ciertos hilos de continuidad entre el legado de la Reforma de 1918 y la radicalización de los ’60 y ’70, a pesar de los esfuerzos del radicalismo y del peronismo por desanclar a la Reforma de la serie de eventos y procesos de combate popular del estudiantado en el siglo XX. Los radicales pretendieron apropiarse de la Reforma como aval de su política democrática desde los ’80, mientras una parte de los peronistas, sobre todo desde la crisis del cambio de siglo, pretendieron apropiarse del legado de los ’70 con un desconocimiento del papel de otras corrientes que tuvieron mayor relevancia en el ámbito universitario. El resultado es convergente: la oclusión del rol del reformismo y parte de la izquierda en los grandes combates previos a la dictadura y, lo que tiene un alcance estratégico, la negación de tradiciones autónomas y legítimas de lucha.

B.H.: ¿Cuál fue el rol de los estudiantes universitarios durante la década del 60 ́ y 70´ en Argentina? ¿Cómo era la relación entre las organizaciones peronistas y el movimiento estudiantil en esos años?

M.M.: El estudiantado universitario fue un sector de la población que creció velozmente en Occidente durante la Guerra Fría y, en ese concierto, Argentina se ubicó entre las naciones latinoamericanas con mayores tasas de escolarización superior, comparables con Europa Occidental, donde imperaba el Estado de Bienestar. En ese proceso se destaca también una creciente participación femenina en la matrícula, que superó el tercio y en algunas de las carreras que resultaron ser epicentros de la radicalización, como sociología o psicología, las mujeres eran mayoría, aunque no lo eran en la dirigencia estudiantil. Al mismo tiempo, el estudiantado resultó ser una fracción social especialmente sensible a la modernización cultural de la posguerra. Aunque Argentina no fue uno de los países destacados en las transformaciones de la llamada “vida privada” y de las relaciones entre los géneros, las y los universitarios se encontraban a la vanguardia de los cambios moderados que se vivían por aquí. Como ya se sabe hace mucho tiempo, las más diversas organizaciones políticas de los ’60 y ’70 reclutaron una inestimable porción de sus integrantes en el ámbito universitario, lo que atestigua la receptividad hacia las ideas radicalizadas entre quiénes circulaban en los claustros.

Todos estos factores fueron condiciones para la existencia del movimiento estudiantil y, al mismo tiempo, conquistas de ese mismo movimiento. Para los ’60 el movimiento estudiantil tenía casi un siglo de existencia en Argentina y entre cuatro y cinco décadas desde la Reforma de 1918.

Nuestra investigación ha mostrado que el movimiento estudiantil protagonizó varios procesos de movilización. En algunos casos por cuestiones corporativas y político-educativas, como la defensa del monopolio público, laico y gratuito de la educación superior, el presupuesto, el ingreso irrestricto, el rechazo a la injerencia imperialista en la investigación científica o el afán de imponer nuevos contenidos a la enseñanza. En otros, en defensa de los derechos democráticos, contra el imperialismo, como puede ser la campaña contra la participación argentina en la misión encabezada por EEUU en la República Dominicana, así como en solidaridad con el movimiento obrero, como lo atestiguan las incontables acciones de los centros, federaciones y agrupaciones en cada plan de lucha de la CGT o de algún grupo de sindicatos. El movimiento estudiantil fue uno de los pocos actores colectivos de alguna entidad que enfrentó a Onganía en 1966 y, años después, en la era de los “azos”, sus conflictos fueron el detonante de varias revueltas obreras y populares como el Correntinazo, el Rosariazo de mayo, el Tucumanazo o el Quintazo, siendo también una fuerza muy relevante en el Cordobazo, el Rosariazo de septiembre, el Viborazo o el Mendozazo, por nombrar algunos hechos. Es correcto también señalar que muchas de las luchas corporativas dieron lugar a retrocesos de la dictadura e, incluso, a algunas experiencias de participación en co-gobiernos sui géneris, así como que los tradicionales Centros de Estudiantes terminaron imponiéndose a los cuerpos de delegados surgidos de las movilizaciones por el ingreso irrestricto en 1970 y 1971. Con esto quiero decir que aún con toda la radicalidad de las luchas de los ’60 y ’70, existían fuerzas que anudaban la experiencia a ciertos antecedentes, que no se trataba de una pura inventiva popular, sino del giro a la izquierda de prácticas y estructuras que ya existían.

El peronismo estudiantil de los ’60 y ’70 puede significar muchas cosas distintas, e incluso enemigas entre sí, aunque salvo alguna que otra excepción episódica, se trataba de fuerzas minoritarias y con escaso interés en desarrollar una política universitaria. Para casi todas estas agrupaciones el enfrentamiento del reformismo con el peronismo entre 1943 y 1955 y las libertades conquistadas en las facultades luego del derrocamiento de Perón y la proscripción de su movimiento resultaban imperdonables y demostraban que las casas de altos estudios eran bastiones del orden oligárquico-imperialista, del cual participaban las agrupaciones mayoritarias. De allí el viejo anatema compartido de la universidad como “isla democrática”. Dejo a cada cual interpretar si el encono era más por una palabra que por la otra. Lo que me interesa marcar es la enorme diversidad del peronismo universitario: pequeños grupos afines al falangismo como el Sindicato Universitario; bandas filo-fascistas como la Concentración Nacional Universitaria (CNU); patrullas perdidas del reformismo como las Agrupaciones Universitarias Nacionales enroladas en el PSIN de Abelardo Ramos; corrientes católicas numerosas como el Integralismo, que se fue acercando al peronismo hasta que se produjeron definiciones y rupturas; pequeñísimos colectivos de distintas facultades que establecieron relaciones entre sí; o grupos autoproclamados “ortodoxos”, anticomunistas y antireformistas como Encuadramiento. Quedan para el final del listado las dos más importantes, que se enfrentaron duramente durante el tercer peronismo: el Frente Estudiantil Nacional (FEN), fundado en 1965 por el ex socialista Roberto Grabois, inicialmente combativo y luego integrado en Guardia de Hierro; y la Juventud Universitaria Peronista (JUP), que emergió en 1973 bajo el paraguas de la Tendencia Revolucionaria y la hegemonía de Montoneros y en menos de un año sufrió una escisión grave, en favor de las posiciones de Perón en el conflicto intra-partidario, la Lealtad.

Muchas organizaciones peronistas avalaron el golpe de Estado y la intervención de 1966, que pondría fin a la universidad reformista. Es cierto que varios de estos grupos cambiaron sus posiciones ante la brutalidad de la dictadura, sin que ello implicase una cooperación estrecha con el reformismo y la izquierda estudiantil. Aunque hubo excepciones, los peronistas no solían participar de la vida de los centros y federaciones y habitualmente enfrentaban a sus conducciones, que estaban en manos de los socialistas del MNR, de los comunistas del MOR, de Franja Morada y de corrientes marxistas como FAUDI, surgida de la ruptura con el PC. Hubo varios intentos de “alternativizar” las organizaciones e incluso las alianzas con el movimiento obrero, pero las medidas de lucha de la FUA tenían un acatamiento mucho más extendido que las propuestas por los grupos peronistas que, reitero, tenían poco interés en lo específico. De allí que incluso dirigentes tan católicos como el gráfico Raimundo Ongaro prestaran sus locales a los reformistas ateos de la FUA. En un trabajo reciente sobre Frente de Agrupaciones Eva Perón de La Plata, Nayla Pis Diez cita un testimonio de una ex militante que resulta paradigmático, porque dice algo así como que ellos eran pocos, no les interesaba mucho la lucha en las facultades y que las otras corrientes los maltrataban porque ellos hablaban de Perón en las asambleas y eso “irritaba mucho”.

No obstante lo mencionado, también hubo corrientes que participaron de las movilizaciones e instancias de deliberación, sobre todo después del Cordobazo. Asimismo, existió la otra cara, los grupos para-policiales como la CNU, que comenzaron a operar mucho antes del ejercicio del terrorismo de Estado.

La marginalidad terminó con el nuevo gobierno peronista, en 1973. En algunas universidades se produjo un crecimiento masivo de la JUP, especialmente en la UBA. En otras fue un proceso más contradictorio, donde ese crecimiento fue menor y en parte con ciertos vasos comunicantes con el FEN. En algunos casos la izquierda del peronismo en la región tenía posturas más clasistas, como en Córdoba o La Plata, y la JUP parecía responder más a ese tipo de identidad. En otros, como en Corrientes, Santa Fe o la mencionada Córdoba, parte de agrupaciones católicas preexistentes se incorporaron a la JUP, dando lugar a otro tipo de experiencias. Lo cierto es que aún en su mejor momento, la izquierda del peronismo debió convivir con otras expresiones estudiantiles, que la superaban en influencia en las ciudades donde habían tenido lugar las revueltas llamadas “azos”.

B.H.: A 50 años del gobierno de Héctor G. Cámpora en 1973 ¿Que cambió en la relación entre las universidades y el peronismo durante la “primavera camporista”?

M.M.: la presidencia de Cámpora duró apenas 49 días. La llamada “primavera” fue un período de grandes esperanzas para la mayoría de las corrientes estudiantiles de que al fin, tras siete años de dictadura, un gobierno democrático e incluso popular, donde participaban militantes estudiantiles en la gestión universitaria, cumpliría con muchas de las demandas de los años anteriores e incluso llevaría a cabo las transformaciones proyectadas en los tiempos de las barricadas. Fue una etapa donde las autoridades universitarias cesaron la represión contra el movimiento estudiantil y las agrupaciones, centros y federaciones fueron reconocidos como interlocutores legítimos. También aquellas semanas se caracterizaron por las tomas de establecimientos público y privados, como dijera Flabián Nievas una guerra de posiciones entre sectores pro-revolucionarios y contra-revolucionarios, que tuvo su expresión en el ámbito universitario, donde gremialistas no docentes ocuparon edificios para bloquear a la izquierda estudiantil, mientras amplias coaliciones de alumnos copaban otras facultades.

A su vez, se vivía una especie de reencuentro entre la universidad y el peronismo, luego de la conflictiva experiencia de 1943 a 1955. Persistían desconfianzas, para cada fracción del peronismo esto significaba cosas distintas aunque, salvo para los más derechistas, estaba claro que no debía imitarse la orientación de los ’50.

La Tendencia, con numerosos cargos en el área educativa y en el ámbito universitario, consideraba estar llevando adelante un proceso de reconstrucción y liberación de las facultades. El tono triunfal de las declaraciones y comunicados de los primeros meses de 1973 es muy llamativo, porque los cambios propuestos requerían de tiempo y recursos que todavía no transcurrieron ni habían sido presupuestados. Sin embargo, varias iniciativas que se mencionan, aun cuando las consideraban de su propio peculio, representaban políticas de avanzada: ingreso irrestricto, reforma de los planes de estudio para adecuar la formación universitaria a los intereses populares, destitución de los profesores responsables de la represión, ruptura de relaciones con las empresas multinacionales, etc.

Mucho más moderada era la posición del ministro Taiana, que comenzó a delinear la nueva legislación universitaria en una comisión sin participación estudiantil alguna y con varios cuadros reciclados de la dictadura saliente. La mirada de la ortodoxia y la derecha peronista era absolutamente confrontativa. Consideran que estaba teniendo lugar un proceso de infiltración, de subversión de las “jerarquías naturales” de los claustros, que no casualmente se relacionaban con la subversión en general. Criticaban a los funcionarios, generalmente afines a la JUP, como responsables del desorden y les recordaban que el peronismo había vuelto al poder para terminar con la agitación revolucionaria, no para alentarla.
Tenemos entonces una nueva etapa, donde lo institucional comenzó a convertirse en un aspecto central de la militancia estudiantil. Para la JUP porque la política se hacía desde el Estado y, como criticaban desde la revista guevarista Nuevo Hombre, la movilización era fundamentalmente para intervenir en las disputas superestructurales entre las distintas alas y funcionarios del gobierno burgués. El reformismo, que en general apoyaba al gobierno y sentía gran compañerismo con la JUP, consideraba que existía una oportunidad. Para las corrientes marxistas debía debatirse, como decía el PST, si se confiaba en los funcionarios o en la lucha. Entretanto, para la ortodoxia las instituciones eran la llave para cerrar el cauce de la radicalización.

Un cambio fundamental que comenzó en este período fue la alianza de una corriente peronista como la JUP con dos fuerzas reformistas como los comunistas del MOR y los radicales de la Franja Morada JRR. En ambos casos se trataba de grupos adscriptos a partidos o corrientes partidarias que apoyaban al gobierno de Cámpora y luego hicieron lo propio con Perón. En el terreno universitario esta coalición representaba una sólida mayoría en la UBA e importantes contingentes en otras casas de altos estudios. No obstante, los acuerdos coyunturales no lograban disimular las diferencias en temas sensibles como la autonomía universitaria o el reclamo reformista por una participación estudiantil en la diagramación de la nueva ley.

El final de la “primavera camporista” estuvo marcado por tres acontecimientos en el Cono Sur durante los primeros días del invierno de 1973: la Masacre de Ezeiza, el Tanquetazo en Santiago de Chile y el golpe de Estado de Montevideo. El derrocamiento de Cámpora a principios de julio forma parte de una avanzada contrarrevolucionaria en esta parte del continente que, como sabemos por sus resultados posteriores, se consolidó y comenzó a cerrar una larga época de revolución en América Latina.

B.H.: ¿Cuáles fueron las particularidades del breve periodo de Rodolfo Puiggrós como interventor de la UBA?

M.M.: Rodolfo Puiggrós fue una de las figuras paradigmáticas de la izquierda del peronismo en el ámbito universitario y, sin dudas, un emblema de las esperanzas de los primeros meses del tercer peronismo. Era un historiador que había sido comunista y, conservando algunas categorías de Marx e incorporando varias del revisionismo histórico, había asumido una identidad peronista.

Como he señalado, la JUP obtuvo numerosos cargos en la gestión educativa y universitaria. Su corta trayectoria y la escasa experiencia de sus cuadros en este ámbito impuso la necesidad de promover la designación de profesores e intelectuales con quienes habían tenido ciertas coincidencias, no se trataba de militantes orgánicos, sino más bien de compañeros de ruta con distintos kilómetros recorridos. Era una apuesta con muchas probabilidades en contra. La JUP, enrolada en la Tendencia Revolucionaria del Peronismo, integraba una alianza política y un gobierno signados por la yuxtaposición de las líneas de conflicto intra-partidario y las de la Guerra Fría, donde se combatía con las armas en la mano. A su vez, las facultades eran y son instituciones muy complejas, donde prácticamente cada profesor regular encarna fuerzas sociales que van más allá de los claustros, fuerzas muy estables de la sociedad, muchas de ellas verdaderas casamatas del Estado, como los juzgados, y que se ordenan con una lógica que prescinde o va más allá de las contiendas políticas habituales y los clivajes institucionales como dictadura y democracia. Dichos profesores son cuadros, con trayectorias académicas, vínculos entre sí, discípulos y, habitualmente, mucho prestigio en la sociedad. Esto configura instituciones con una gran cantidad de intrincados mecanismos para asegurar la estabilidad. Para que se comprenda la resistencia al cambio de las estructuras universitarias, pensemos que al día de hoy sigue analizándose cuál fue verdaderamente el impacto de la Reforma de 1918.

Durante los meses de Puiggrós, y un poco después también, se debatió arduamente en torno a por lo menos dos ejes: la necesidad de erradicar el llamado continuismo y las reformas de los planes de estudio. La primera cuestión dio lugar a varios actos de repudio, tanto en pasillos como en aulas, de profesores vinculados al imperialismo, la dictadura y su aparato represivo. Se iniciaron los trámites de varios juicios académicos, aunque nunca se sustanciaron. A la vez que hubo algunas renuncias, lo que primó fue el ausentismo y el agrupamiento de profesores repudiados. Muchos tenían sólidas credenciales peronistas o radicales y elevaron sus quejas a sus respectivos partidos y al gobierno, en varias ocasiones con repercusiones en la prensa.

Los cambios en los planes de estudios fueron un proceso muy extendido, y también algo infructuoso. En realidad, el movimiento estudiantil cuestionaba la orientación de las disciplinas y profesiones desde los tempranos ’60. La novedad de la etapa de Puiggrós fue que muchos funcionarios universitarios consideraron deseable hacer reformas y, por tanto, varias facultades fueron espacios de debate. No era un asunto sencillo construir un plan de estudios de Abogacía o Antropología, por citar dos ejemplos, al servicio de la liberación nacional. Estas cuestiones dinamizaron procesos de movilización en muchísimas carreras, pero es cierto que el funcionamiento bajo las nuevas lógicas sólo ocurrió en contados casos y con muchas dificultades. En primer término porque los acuerdos sobre qué y cómo hacer las cosas no eran fáciles de alcanzar. En segundo lugar porque se precisaban recursos de todo tipo, desde docentes hasta presupuesto y condiciones edilicias, y las disponibilidades eran exiguas. En tercero, porque los nuevos planes implicaban cambios en las designaciones docentes, lo que motivó conflictos muy fuertes.

Esta dinámica cotidiana se complementó con las contiendas de la política nacional, especialmente aquellas que afectaban a los cargos en el gobierno del Estado y sus posibles repercusiones en el ámbito universitario. Por ejemplo, la Masacre de Ezeiza conmovió el clima de muchas facultades. En Arquitectura de la UBA el decano afín a la JUP autorizó el funeral de un alumno militante del ERP abatido en las inmediaciones del aeropuerto. Semanas después, el derrocamiento de Cámpora motivó numerosas tomas “en defensa de los decanos y el rector”.

Algo similar ocurrió luego, con la caída de Puiggrós. Tras la elección de Perón, en septiembre, tuvieron lugar varios hechos armados, entre ellos el asesinato de Enrique Grynberg, docente de Exactas de la UBA y militante de la JUP. En ese contexto, a comienzos de octubre se publicó en la misma edición de los diarios el tristemente célebre “Documento Reservado del Consejo Superior del Movimiento Nacional Justicialista” y la noticia de la renuncia del rector. El Documento Reservado, recordemos, era una misiva de guerra interna del peronismo contra el marxismo, un llamado a la depuración de los izquierdistas “infiltrados” en el partido y el Estado, “con los métodos que resulten eficientes en cada situación”. Las explicaciones de Puiggrós y la JUP sobre lo que ocurría en la UBA fueron muy llamativas. El rector renunció porque lo había pedido Perón, aunque éste todavía no era presidente, y en su lugar asumió el decano de Odontología Alfredo Banfi, un ortodoxo. Esto detonó la protesta de la JUP, que reclamó la restitución de Puiggrós, y la celebración del FEN. El reformismo y la izquierda apoyaron al rector, a pesar de que la JUP pidió que se mantuvieran al margen de la disputa interna del movimiento peronista. No obstante, las movilizaciones fueron acotadas, en comparación con las de años anteriores. En pocos días Puiggrós se reunió con Perón, quien le aclaró que él no había solicitado su dimisión, aunque no lo repuso en el cargo ni confirmó a Banfi, sino que fue designado de manera interina Ernesto Villanueva, un joven sociólogo de la izquierda del peronismo que por aquel entonces era el secretario General de la UBA. La JUP celebró esto como una victoria, pero los trotskistas del PST eran bastante claros: Puiggrós había sido destituido y la resistencia disuelta. En uno de los últimos trabajos sobre el tema, que escribí junto a Guadalupe Seia, recordamos que en esa coyuntura se hablaba abiertamente en la prensa de que la caída del rector se debía a que Perón deseaba contener la movilización y disciplinar a los sectores combativos, adecuándose al nuevo marco contrarrevolucionario en el Cono Sur luego del golpe de Estado de Pinochet.

B.H.: ¿Cómo fue la relación con el movimiento estudiantil y con el cuerpo docente en estos meses? ¿Y con las autoridades de las distintas facultades?

M.M.: El vínculo entre estos funcionarios y la militancia fue muy bueno durante aquellos meses de 1973, en gran medida porque muchos decanos y rectores debían sus cargos a la presión de la JUP y sus aliados. Se trataba de un período absolutamente excepcional en los ’60 y ’70. Allende la verbena de las primeras semanas, el recuerdo de muchos activistas de la JUP, y en menor medida de los comunistas del MOR, es que durante la dictadura las autoridades sólo respondían con represión y era imposible dialogar e impulsar cambios, mientras que desde la llegada de Cámpora y Puiggrós, los decanos eran compañeros que escuchaban y querían realizar muchas de las transformaciones que se proponían las corrientes estudiantiles. Resuena el canto tan entonado en esos días: “¡A la lata, al latero, tenemos decanos, decanos montoneros!”. Esa es una imagen mental muy fuerte, que incluso se puede constatar en algunas miradas de la propia izquierda, como el PST o el PCR, que si bien no confiaban completamente, reconocían que la situación era otra y, en todo caso, inicialmente se mantenían en guardia para ver si estos funcionarios eran consecuentes.

Como he mencionado, muchos de estos decanos estaban interesados en hacer reformas, aunque en su idea de cómo llevarlas adelante parecía existir cierta subestimación de la dificultad. Meses después, con Perón en la presidencia y con la presión del gobierno para disciplinar a la universidad, varios decanos pondrían en suspenso algunos cambios y no faltaron quienes criticaron públicamente a la JUP y Montoneros por “apretar a Perón” o, incluso bajo la presidencia de Isabelita, “atacar al gobierno popular”.

En el clima de aquellos meses iniciales también se destacaba la relación más que cordial con una nueva camada de docentes, recientemente designados a propuesta de la JUP, que dictaban los contenidos impulsados por aquella corriente. La mayoría eran muy jóvenes y poco experimentados. Con mucha prudencia, desde el comunismo reclamaban cesar con “prácticas de adoctrinamiento”, mientras que un año y medio después, los radicales de la JRR llamaban a “desterrar los ismos que impiden cualquier intento académico serio”. En la mayoría de los entrevistados que no eran de la JUP pervive un recuerdo muy crítico de aquellas experiencias pedagógicas. No obstante, en el momento, en las facultades existía una relación de compañerismo entre la militancia estudiantil y estos nuevos docentes. Esa misma simpatía mutua se cultivó con algunos profesores y profesoras que trabajaban en la universidad bajo la dictadura, pero habían sido críticos en los últimos años, como quienes integraron las “cátedras nacionales”.

El vínculo con la mayoría de la docencia, especialmente con los profesores más encumbrados en las facultades profesionalistas, era mucho más difícil. Aquí se cruzaban las disputas por el orden y las cuestiones académicas con la lucha intra-partidaria. Había una cotidianeidad incómoda para estos profesores, con actos incluso dentro de sus aulas, donde además recibían una impugnación muy fuerte a los contenidos y formas pedagógicas que ellos consideran casi “naturales”.

Al mismo tiempo, vale recordar que el último rector de la UBA durante la dictadura, Bernabé Quartino, era peronista y cómo él varios decanos, entre ellos Raúl Zardini, un pintoresco derechista que se encontraba al frente de Ciencias Exactas y Naturales. Había varios cuadros del catolicismo que se mantuvieron en las posiciones de 1966 y que difícilmente podían ser desplazados, y lo mismo podía decirse de numerosos abogados y contadores afiliados a la UCR. Las contradicciones eran importantes, porque la JUP y esos sectores se disputaban ser la encarnación del peronismo en las facultades y calificaban a la otra parte de infiltrados.

B.H.: ¿Hubo una reacción a este proceso? ¿En qué consistió?

M.M.: Sí, absolutamente. Un actor de esa resistencia fueron esos profesores que mencionaba recién, hombres con mucha influencia en los despachos gubernamentales, en las conducciones de los grandes partidos políticos de la burguesía, en el Poder Judicial, en los consejos profesionales, entre el empresariado, la Iglesia y también en la gran prensa comercial. Hay una infinidad de notas y comunicados de estos profesores, donde reclaman disciplina y orden para dar clases y estudiar. Una mirada inocente podría ver allí un llamado a recuperar cierto clima propicio para la lectura y el aprendizaje, pero son giros retóricos para golpear a la militancia estudiantil. En ese sentido es interesante marcar que el ’73 fue un período de menor movilización del alumnado que durante la dictadura, incluso que la JUP generalmente llamaba a la moderación de las bases, sobre todo porque su estrategia privilegiaba como medio la negociación palaciega.

El otro actor que resistía los cambios, más allá de ciertos episodios de aquiescencia, era el mismísimo ministro de Cultura y Educación Jorge Taiana. Desde su cartera no se conseguían fondos para realizar las nuevas ideas universitarias, incluso, como denunciaban Política Obrera o el PCR, defendía la escasa asignación de recursos para las facultades escudándose en las debilidades presupuestarias de las escuelas primarias. Muchos planes de reforma elevados desde las carreras tardaban meses y meses en ser respondidos por el Ministerio y, en algunas oportunidades, se frenaban hasta que fueran designadas nuevas autoridades, como ocurrió con los nuevos esquemas curriculares de Derecho de la UBA en febrero de 1974. Taiana no tenía ningún entusiasmo con el poder estudiantil. Esto puede notarse en la elección de los integrantes del equipo de redacción de la Ley Universitaria, donde no revistaba ningún alumno ni referente de la juventud, o en el borrador de propuesta que firmó junto a Perón en enero de 1974, donde se limitaba seriamente la autonomía y la participación estudiantil en el co-gobierno.

El rol de Perón era similar al que tuvo frente a Montoneros y al sindicalismo de base: había que desarmar el activismo y combatir todo conato de autonomía. Hay algo sintomático: a pesar de los múltiples homenajes, Perón no visitó la UBA. No hubo actos, fotos, ni filmaciones para el noticiero. Entre fines de 1973 y comienzos de 1974 Perón endureció las sanciones del Código Penal por delitos contra el orden público, expulsó a ocho diputados de La Tendencia, modificó la ley gremial en favor de la burocracia sindical y contra los delegados de fábrica, dictaminó la presicindibilidad en el empleo público y avaló los golpes de Estado contra los “gobernadores montoneros” en Buenos Aires y Córdoba. En ese contexto sancionó una ley universitaria, en acuerdo con el radicalismo, donde se reconocían muchas demandas, pero también se prohibía la militancia política en los claustros y se tipificaba la “subversión” como causal de intervención.

La estructura partidaria era muy clara al respecto. Las Bases, revista oficial del PJ, no ahorraba en términos graves para caracterizar lo que ocurría en la universidad. Lo mismo puede decirse del diario Mayoría. Por su parte, los sindicatos no sólo repudiaban los hechos en las facultades, sino que incluso reclamaban participar en la conducción. Estas posiciones tenían mucha fuerza a nivel capilar. Como ha mostrado Marina Franco, la práctica de la delación, impulsada por el llamado Documento Reservado, era algo muy extendido.

En este sentido, se fue abroquelando un abanico de agrupamientos “anti-montoneros”, con posiciones distintas, pero algunas coincidencias: Encuadramiento, el Comando de Organización, el FEN, la CNU y, desde el verano de 1974, la Lealtad. La mejor manera de pensarlo es la de un mosaico de anti-revolucionarios y contra-revolucionarios. Algunos de estos se mantenían en la disputa política convencional, mientras otros desarrollaron acciones parapoliciales.

B.H.: ¿Qué rol jugaron en estos años las organizaciones derechistas en el movimiento estudiantil? ¿Cómo fue el accionar de estos grupos? ¿Qué relación había entre la represión estatal y paraestatal en los años previos al golpe del 76?

M.M.: Las organizaciones derechistas jugaron un rol muy importante en el desgaste del movimiento estudiantil y luego en el ejercicio del terrorismo de Estado. Desde la última etapa de la dictadura existían una gran cantidad de agrupamientos de este estilo que llevaban adelante acciones parapoliciales: secuestros, ataques armados, asesinatos, colocación de explosivos, etc. Aquí huelga pensar en dos escalas. A nivel trasnacional resulta muy transparente el parentesco con la llamada “estrategia de la tensión” en Italia. No olvidemos el estrecho vínculo entre el gran capital italiano, la logia Propaganda Due y el peronismo. Pero la contrainsurgencia también tenía raíces locales, porque estos grupos surgieron de manera relativamente autónoma en muchas ciudades. Algunos en cierta continuidad con agrupamientos nacionalistas, católicos y filofascistas de las décadas anteriores, otros con ropajes más setentistas. Todos con distintas vinculaciones con la Policía Federal, el Ejército, algunas seccionales sindicales, dirigentes del Partido Justicialista, el poder judicial y otras estructuras estatales. Esto resulta evidente en sus acciones, donde muchas veces eran protegidos o complementados por la policía o escapaban en autos pertenecientes a gremios o a municipios. A su vez, como casi todos los hechos ocurrían por fuera de situaciones de enfrentamiento, se hace evidente la circulación estatal y paraestatal de información de inteligencia sobre militantes. Algunos de estos grupos llegaron a tener publicaciones periódicas de gran tirada, como El Caudillo. Como se ve, el conocimiento sobre el ejercicio del terrorismo de Estado descarta de plano las tesis de los dos demonios, donde la represión era el resultado de una acción inmediatamente anterior.

La participación de estas fuerzas en el proceso político se elevó exponencialmente luego de la muerte de Perón y con el comienzo de la llamada “Misión Ivanissevich”, desde septiembre de 1974, cuando Taiana fue relevado del ministerio y tomó su lugar Oscar Ivanisevich. Desde su cartera se llamó a una cruzada violenta para “depurar” las universidades, restablecer las jerarquías y la disciplina. Se designaron funcionarios que se reconocían a sí mismos como fascistas, como era el caso de Alberto Ottalagano, nuevo rector de la UBA, fueron cesanteados cerca de 30.000 docentes y, según Inés Izaguirre, los ataques armados costaron la vida de más de 100 universitarios. En las facultades se establecieron controles de accesos y se organizaron cuerpos de celadores, muchos de ellos reclutados de agrupamientos parapoliciales. Ottalagano e Ivanissevich eran peronistas de pura cepa. El ministro había sido rector de la UBA durante la primera y segunda presidencia de Perón y, en consecuencia convocó a varios decanos de la época de Quartino, como el mencionado Zardini. Éstos se sumaron a la gran cantidad de funcionarios con actitudes que producían perplejidad, como el presbítero Raúl Sánchez Abelenda, que recorría lenta y pesadamente los pasillos de Filosofía y Letras con un incienso bamboleante al costado de su cuerpo con el propósito de exorcizar el edificio poseso por el demonio marxista.

Como conclusión quiero señalar la necesidad de pensar la experiencia comentada en términos de las estrategias que asumía en los hechos el movimiento estudiantil. A diferencia del período anterior, en 1973 la nueva democracia y la presencia juvenil en los despachos inspiraron la idea de que el Estado y los partidos políticos de la burguesía argentina eran capaces de producir las transformaciones reclamadas. Esto resultó así para el activismo y, en buena medida también para parte de las bases que no venía participando de los enfrentamientos previos. La masividad de las elecciones en la UBA aquel año, las primeras legales en mucho tiempo, alentadas por las autoridades, donde triunfaron la JUP y sus aliados, fueron celebradas como muestra de “madurez política del estudiantado”, que “se encuentra lejos del ultraizquierdismo” y en sintonía con los partidos mayoritarios. Cuando esos mismos partidos y el Estado se volvieron sobre el activismo universitario y ejercieron el terrorismo, no había forma de organizar la resistencia, pues ya habían sido largamente legitimados por la dirigencia estudiantil. Se trató de la tragedia de una generación militante.

 
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