¿Cómo nació la democracia que tenemos? Los relatos y los hechos
Abordar la cuestión de los 40 años de democracia puede conllevar múltiples aristas y puertas de entrada. En los últimos meses, de hecho, se han llevado a cabo diversas charlas, jornadas y debates en las Universidades e instituciones educativas para abordar este aniversario desde la economía, la historia, la sociología o la educación. Pero el tema se reavivó tras el triunfo de Milei en las PASO, cuando desde distintos sectores se sostuvo que esto significaba un “punto de inflexión” para el régimen político inaugurado en el ‘83.
En algunas de estas instancias de reflexión se suele partir de una determinada lectura sobre el período postdictatorial [1]. La misma recae en ciertos relatos sobre el momento inaugural de este ciclo político. Como hemos señalado en esta polémica con la declaración de algunos intelectuales que llamaron a “defender la democracia” ante el avance de la derecha, parte de estos relatos hacen énfasis en el supuesto “pacto” de 1983 como condensación de algunos fundamentos y valores de la democracia que deben ser protegidos. En este, se habrían sentado las bases de un acuerdo en torno a las libertades democráticas, un no retorno a gobiernos militares y una condena a la represión.
Sin embargo, estos relatos realizan una especie de escritura mítica en torno a aquel periodo. Un punto de apoyo de los mismos fue la reconstrucción histórica hecha por el kirchnerismo, cuyo principal fin fue recomponer la autoridad estatal quebrada luego del 2001. La democracia surgida en 1983 no había dado de vivir ni de educar ni de comer. Tampoco había terminado con la impunidad. Los avances parciales en enjuiciar a los genocidas se habían dado producto de una lucha contra el Estado y sus discursos conciliadores, como se expresó en la ininterrumpida lucha de los organismos de derechos humanos durante los ‘80 y los ‘90.
Luego de que aquellas tensiones terminaron de estallar bajo el gobierno de De la Rúa, el kirchnerismo ensayó un nuevo relato “desde arriba” para contener y desviar aquella contradicción que había atravesado al régimen postdictatorial. Este, en la medida en que también debía diferenciarse del menemismo (por el recuerdo fresco de las penurias que había dejado) tendió a reproducir algunas ideas sobre el momento post ‘83. Entre ellas, se destacó la de asociar el neoliberalismo casi únicamente con la dictadura, excluyendo u omitiendo a los gobiernos “democráticos” de aquella experiencia. Por otra parte, se esbozó un ideario que ubicaba al alfonsinismo, particularmente a partir del gobierno de Cristina Kirchner, como “héroe de la democracia” y como representante del “dialogismo” frente a una oposición “golpista”. Aunque en un primer momento, bajo el gobierno de Néstor Kirchner, se polemizó con la teoría de los “dos demonios” y el prólogo alfonsinista al Nunca Más, desde el 2008 comenzó a elaborarse aquella concepción que se cristalizó con la inauguración del busto de Raúl Alfonsín en la Casa Rosada, cuando Cristina Kirchner sostuvo que el dirigente radical era el “símbolo de la democracia” y por eso debía recibir el agradecimiento de todos los argentinos.
Ahora bien, como todo relato, esta lectura está atravesada por fuertes ocultamientos y sesgos de clase. La primera cuestión a señalar es que lejos de haber existido un “pacto democrático” opuesto a la dictadura, la transición se gestó en el marco de un amplio proceso internacional de “transiciones democráticas” que buscaron consolidar el modelo neoliberal apoyándose en la derrota de los procesos revolucionarios de las décadas del ‘60 y ‘70. En Argentina, ese proceso se gestó con el acuerdo entre radicales, peronistas y militares, condicionados por el ascenso de la lucha antidictatorial y las crecientes denuncias de los organismos de derechos humanos. El declive del régimen militar se dio en el marco de una crisis económica y social que empezaba a sentirse con más fuerza desde 1981. A la Jornada Nacional de Protesta de 1979, que fue una primera expresión masiva de descontento con la dictadura, le siguieron paros intermitentes y conflictos aislados hasta los paros generales de 1981 y marzo de 1982. Esta situación, junto a la posterior derrota de Malvinas (una guerra cuyas causas políticas no se comprenden sin aquel trasfondo de crisis y la búsqueda de autopreservación de una dictadura totalmente pro-imperialista) resultaron los desencadenantes de una crisis que pondría en jaque a la junta militar y sellaría su final. Sin embargo, en función de evitar que la movilización popular fuese la responsable de la caída de la dictadura, los partidos del régimen (particularmente la llamada “Multipartidaria”, conformada centralmente por la UCR y el PJ) buscaron contener las manifestaciones, sosteniendo al genocida Bignone en el gobierno mientras convocaban elecciones para más de un año después.
En el marco de esa transición pactada, la idea de que el alfonsinismo fue un mero “heredero” de la política neoliberal establecida por los militares escapa a todo análisis empírico. Se podría empezar por el final de su gobierno, concluído anticipadamente por la crisis hiperinflacionaria, los saqueos y las manifestaciones populares. Pero ese abrupto desenlace no fue más que la consecuencia de un gobierno que siguió garantizando los negocios gestados durante la dictadura por parte de los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros. Un ejemplo fue la convalidación de la estatización de las deudas privadas implementada por los militares. La misma fue parte de legitimar la gran herencia económica de la dictadura: una enorme deuda que se transformó en el ariete, junto a las exigencias del FMI, bajo el cual se abrieron paso las reformas neoliberales. La imposibilidad de pagarla selló una inestabilidad macroeconómica casi crónica, dejando a aquella “democracia” signada por la postración al imperialismo.
Aquello se combinó con un plan económico que evidenciaba claros signos continuistas. En abril de 1985 Alfonsín lanzó la llamada “economía de guerra” y en junio de ese año el “Plan Austral”, que consistió en el lanzamiento de una nueva moneda, acompañado de un ajuste fiscal con congelamiento de precios y salarios, y la desregulación de sectores estratégicos como el petrolero. Al mismo tiempo, y en consonancia con la política norteamericana del “plan Baker” (sintonizada con los planes de ajuste que en esa época exigía el FMI), se comenzaron a discutir las primeras privatizaciones. Unos años más tarde, el Plan Primavera (1988) alentaba la apertura comercial, la liberación de tasas de interés, la eliminación de retenciones y un plan ofensivo de privatizaciones de empresas públicas que agravaron la situación de endeudamiento y sometimiento del país a los capitales extranjeros, aumentando la pobreza y el desempleo.
La idea del alfonsinismo como “símbolo democrático” o anti dictatorial, también está atravesado por grandes ocultamientos y omisiones. El primer dato es que ya en 1979, sólo 170 intendentes (el 10%) de 1679 municipios censados en el país pertenecían a las fuerzas armadas, mientras que el 52% estaban, de un modo u otro, adscriptos a una corriente política concreta, siendo más de 400 de ellos pertenecientes a la Unión Cívica Radical y otros tantos al Partido Justicialista. Así, el Alfonsinismo arrastró detrás de sí a gran parte del aparato político que había sostenido a la dictadura, ya sean intendentes, jueces y sectores colaboracionistas insertados en los más recónditos “sótanos de la democracia”, como se los llamó más adelante. Vale recordar que apenas asumido su gobierno, en las calles la movilización popular reclamaba juicio y castigo a los militares. Raúl Alfonsín creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) que, después de compilar los testimonios de los delitos más aberrantes cometidos bajo la dictadura, concluyó, sin embargo, con una política para que no fueran juzgadas todas las fuerzas represivas del Estado y permitió que sólo sean procesadas las tres juntas militares sosteniendo el relato de la “teoría de los dos demonios”.
Esta orientación fue clara desde el inicio de su mandato. Ya el 13 de diciembre de 1983 firmó el decreto 157/83, por el cual se declaraba la persecución penal contra integrantes de grupos armados que llevó a la detención, entre otros, de Obregón Cano por acciones “sediciosas y terroristas”, pese a no haber sido miembro de ningún grupo guerrillero. Al año siguiente, en mayo de 1984, sancionó la ley 23.062, que garantizó la impunidad de los representantes del Partido Justicialista que comandaron la Triple A. Ya tras el Juicio a las Juntas, vinieron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final (atravesadas por fuertes manifestaciones en rechazo) que sellaron esta política de dar por terminado el tema de la violación de los derechos humanos con el menor costo posible para la institución militar y las fuerzas de seguridad.
Es decir, el alfonsinismo fue un gobierno que profundizó los lineamientos de la política neoliberal que quiso instaurar la dictadura. En este sentido, la “democracia” nacida en el ‘83 se apoyó sobre la derrota infringida por el régimen dictatorial sobre la vanguardia obrera y apuntó a la profundización de una política de clase que incrementó los niveles de sometimiento y dependencia al imperialismo. La “pacificación” que se pretendía, significaba la desmovilización de las masas y una condena a todo intento por dar una respuesta a las políticas neoliberales que destinaban al hambre y a la miseria a porciones cada vez más significativas de la población.
Al contrario del mito, esta primera parte de transición democrática estuvo marcada por permanentes crisis sociales, económicas y políticas. El ciclo inaugurado en la postdictadura coexistió desde sus inicios con una creciente quita de derechos, cuyos efectos centrales sobre las y los trabajadores no se revirtieron hasta la actualidad. Estas políticas profundizaron la decadencia nacional y la sumisión al imperialismo, inclinando la balanza hacia las grandes empresas nacionales y extranjeras.
Una democracia marcada por la profundización de la dependencia
En el apartado anterior repasamos más extensamente el período alfonsinista por tratarse del momento “mítico” de aquel relato estatal, pero la realidad es que durante los años sucesivos el régimen político inaugurado en el ‘83 siguió atravesado por permanentes decepciones políticas debido al contraste entre los relatos de los partidos tradicionales y la realidad.
El menemismo fue un salto en la introducción de las políticas neoliberales. El desguace del sector industrial, junto con la reprimarización de la economía, fueron algunos de los pilares sobre los que se asentaron las transformaciones de la economía argentina durante este período. Después de un cierre tortuoso de la crisis de deuda gestada durante el alfonsinismo, sobre la base de entregas como las privatizaciones, se inició un nuevo ciclo de megaendeudamiento para sostener la “ley de convertibilidad” que ataba el precio del peso al dólar. Todo esto fue de la mano de un aumento de las llamadas “relaciones carnales” con Estados Unidos que implicaron reforzar las cadenas del imperialismo sobre el país. De este modo, el gobierno peronista logró asentarse mediante un fuerte plan de “shock”, con despidos generalizados (alrededor de 500.000) en el sector público y una orientación económica que fue gestando el escenario social y político que derivaría en la gran crisis de 2001.
Durante la presidencia de Menem, pese a asumir con la promesa de “salariazo y revolución productiva”, el trabajo no registrado pasó del 28% en 1990 al 39% en 1999. Cerca de la mitad de los convenios firmados en esa década tenían cláusulas de flexibilización de la organización del trabajo y de la jornada laboral. También avanzó la desocupación, que empezó a subir en 1996, superó el 16% en 2001 y llegaría a casi el 22% en 2002. Esta situación no avanzó sin respuestas. Durante la década del ‘90 ya se habían expresado los trabajadores golpeados por la desocupación en el Santiagueñazo, en Tartagal, Cutral-Có y Plaza Huincul, los cuales fueron duramente reprimidos.
Todos aquellos levantamientos populares desencadenaron en la primera gran crisis del modelo inaugurado en 1983, sintetizada en las jornadas de diciembre de 2001. Allí se vio no sólo una respuesta masiva en las calles ante las condiciones sociales insoportables, gestadas en esos años y agudizadas en el gobierno de De La Rúa, sino también una fuerte crisis de representación simbolizada en el canto de “que se vayan todos”. El gobierno de la Alianza había asumido intentando “canalizar bronca” acumulada con el menemismo, pero mantuvo el insostenible régimen de la convertibilidad y terminó incorporando como ministro de Economía a un ícono de los ‘90 como Domingo Cavallo. La “democracia” había profundizado los niveles de desocupación, de pobreza, de miseria y la respuesta estatal empezó por una feroz represión que terminó con decenas de muertos en todo el país, cinco presidentes en 11 días y, al año siguiente, ya bajo el gobierno de Duhalde, con la Masacre del Puente Pueyrredón.
El kirchnerismo, nacido bajo una fuerte debilidad política, apuntó a reconstruir la legitimidad de aquel régimen político desviando la movilización popular sobre la base de un viento de cola en la economía internacional y apoyándose en el shock devaluatorio del 200% que había impuesto el duhaldismo. Sin embargo, pese a la retórica soberanista y de “saneamiento” de lo ocurrido en 2001, el resultado económico tras aquellos gobiernos presentó un panorama de continuidad respecto a la dependencia nacional. El peso del capital extranjero siguió siendo abrumador, controlando el 62 % de las principales empresas. Si en 1993, 281 firmas del panel nacional eran de capital local, en 2016 ese número se redujo a 192. El capital de origen nacional se ubicó como socio menor de multinacionales en el reparto de los negocios extraordinarios desarrollados en esa etapa, particularmente en lo vinculado a la exportación sojera. Respecto de la concentración de capitales vemos que tras aquellos gobiernos las 500 empresas más grandes están vinculadas a casi el 20 % del PBI. Y de esas 500 empresas, apenas 50 firmas controlan cerca del 60 % del total de las exportaciones. Si en 1950 Argentina ocupaba el puesto 8 en el PBI per cápita mundial, en 2010 se encontraba en el puesto 59. La pobreza pasó del 4 al 40%. La productividad del trabajo era en 2018 del 37% respecto de la que registró EE UU, cuando a mediados del siglo XX había llegado al 50%.
La experiencia kirchnerista devino en el intento de recrear un bipartidismo que terminó siendo el “bicoalicionismo” de la hegemonía imposible que primó en los últimos años y que hoy entra en crisis. Un régimen que, apoyado en los últimos años sobre el trasfondo de una política digitada por el Fondo Monetario Internacional, buscó establecer un juego de coaliciones sobre el relato de una supuesta “grieta” que fue evidenciando todas sus debilidades en la medida en que ambos “campos” de aquel relato se fueron mimetizando en políticas económicas que, más allá de sus diferencias, comparten núcleos duros fundamentales. Estos tienen que ver con las condiciones del país dependiente que ninguno de los partidos de la clase dominante se propone cuestionar. La presencia del FMI como parte de la crisis crónica que atraviesa el país desde el 2018 aparece como un dato inamovible de la realidad para Massa, Bullrich y Milei.
A partir de 2003, se estableció un nuevo discurso estatal sobre la dictadura, un "relato democrático" que, mientras reivindicaba la militancia de los ’70, ocultaba el ascenso revolucionario de la época y gestaba aquel “mito” del que hablamos en el primer apartado. Las leyes de Punto Final, Obediencia Debida y los Indultos fueron anulados al comienzo del gobierno de Néstor Kirchner producto de la lucha persistente de los sobrevivientes y víctimas de la dictadura que, junto a organismos de derechos humanos y un amplio sector de la sociedad, nunca cesaron en exigir juicio y castigo a los culpables. Sin embargo, esto fue acompañado de una continuidad en la impunidad para algunos de los responsables civiles, eclesiásticos y militares de la dictadura negándose, como el resto de los gobiernos, a abrir los archivos que permitirían conocer la verdad sobre lo ocurrido en aquel periodo. La misma impunidad, tanto en el kirchnerismo como luego con el macrismo, se hizo extensiva a las fuerzas de seguridad involucradas en casos de violaciones de los derechos humanos (varios de ellos en el contexto de represiones ordenadas por los gobiernos provinciales o el gobierno nacional), entre cuyos casos más salientes estuvieron los asesinatos de Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, Carlos Fuentealba, o la desaparición de Jorge Julio López.
Las consecuencias sociales y el desgaste político de aquel modelo habilitaron la emergencia de la ultraderecha en el escenario político que viene a ser un “síntoma” de esta nueva crisis de representación. En las últimas elecciones, si tomamos el total del padrón electoral, el mayor porcentaje fue aquel que representó la suma de personas que o bien no fueron a votar o bien anularon su voto o votaron en blanco (34,29%). Es decir, casi 14 puntos porcentuales más que el resultado obtenido por Milei si tomamos el conjunto del padrón electoral (20%).
Que esta crisis se exprese, por ahora, en un crecimiento de la derecha y no en grandes movilizaciones contra el ajuste o en un escenario como el del 2001, se explica en gran medida por el rol de las burocracias sindicales y políticas que lo dejaron correr en estos años. Esto es así en tanto buscaron sacar la protesta de las calles, impidiendo que la bronca se expresara de forma masiva, colaborando con la idea de que la única respuesta eran “las urnas”. En 2017 esto se expresó con la desmovilización impuesta para apostar al “hay 2019” que terminó en el gobierno de Alberto Fernandez. Esa política favoreció al discurso de “bronca impotente” de la ultraderecha que logró capitalizarla electoralmente. Como decía Fernando Rosso hace un tiempo: el avance de la derecha, más que la expresión de la bronca, es síntoma de que la bronca con todo ese sistema político está contenida.
Lo social y lo político en la democracia capitalista
Una de las grandes operaciones ideológicas de la postdictadura (en sintonía con los procesos de “transición democrática” en todo el mundo), y que en el ámbito de la izquierda se presentó como una “renovación”, fue la de presentar a la “democracia” como un sistema supuestamente esterilizado de cualquier contenido clase. Así, se fue produciendo una “socialdemocratización” de sectores de la intelectualidad que utilizaron esta justificación para plegarse sin fisuras a la transición pactada con los militares a través de la “multipartidaria” [2]. Son algunas de esas ideas las que se buscan revivir en esta nueva crisis.
Sin embargo, como hemos visto hasta aquí, ningún régimen político puede ser analizado abstrayéndolo de su contenido social. La democracia nacida en el ‘83 fue y es una democracia de clase que buscó legitimar un orden social signado por el neoliberalismo. Como sucede con la idea de democracia bajo el capitalismo, la supuesta igualdad ante la ley se apoya sobre una desigualdad estructural entre las clases. Como decía Marx en La cuestión judía: “El Estado suprime a su modo las diferencias de nacimiento, de clase, de educación, de ocupación, cuando (…) proclama a cada ciudadano del pueblo igualmente partícipe de la soberanía popular”. Pero al consagrar la propiedad privada, el Estado, lejos de suprimir esas diferencias de hecho, “descansa más bien en la hipótesis de esas diferencias”.
La irrupción revolucionaria de las masas a lo largo del siglo XX implicó una crisis para aquel modelo de Estado democrático liberal, que buscó evitar y contener esta presencia. Esto tuvo un impacto en su fisonomía dando lugar a lo que Gramsci llamó “estado integral”, en el cual se buscó estatizar las instituciones de la sociedad civil (partidos y sindicatos con asidero entre los trabajadores) en función de lograr un equilibrio entre dictadura y hegemonía de las clases dominantes [3].
De ahí que durante la ofensiva neoliberal fuese clave el rol de las burocracias sindicales y políticas para desplegar los ataques a las masas. Bajo las formas institucionales democráticas se desarrolló una política económica y social reaccionaria. Muchas de las demandas que se habían conquistado luego de la Segunda Guerra Mundial, que se suponían parte de la “vida democrática”, como el acceso a la salud, educación, vivienda, derechos laborales, se perdieron o se degradaron. Lo cual demuestra, a su vez, que estos derechos y conquistas no son “para siempre” y que tampoco están atados a un régimen político determinado, sino que se resuelven en el terreno de la lucha de clases.
Esta separación entre “lo social y lo político” es el núcleo de las permanentes crisis que hemos visto en los últimos años. La decadencia nacional, profundizada en las ataduras al FMI es la base sobre la que se asienta la incapacidad del régimen político de dar una respuesta a los problemas de las grandes mayorías. No es casualidad que esta “crisis de la democracia” aparezca en otras partes del mundo, como producto de la inestabilidad más general del capitalismo desde la crisis de 2008. Es un reflejo del agotamiento de los motores que habían impulsado al capitalismo en las últimas décadas.
Una democracia de otra clase
Poner en debate la democracia capitalista de estos últimos 40 años es, en primer lugar, desmitificar sus relatos y alejarnos de una visión resignada según la cual el modelo nacido en el ‘83 es “malo pero es el mejor que tenemos”. La operación ideológica según la cual el horizonte posible de toda acción transformadora debe partir de defender esta democracia para ricos implica acompañar la decadencia del capitalismo dependiente argentino.
Asumir aquel relato ha llevado, incluso, a cercar el imaginario sobre un mayor protagonismo de las masas trabajadoras en la toma de decisiones. Sectores “progresistas” consideran inimaginables medidas que aumenten la soberanía popular como la elección de los jueces, la anulación de instituciones aristocráticas como el senado o la propia presidencia, que “contrapesan” la voluntad popular, la elección de cargos que sean revocables o el hecho de que ningún funcionario cobre más que un trabajador promedio. El punto de partida para una superación de aquella debacle tiene que iniciar con una crítica impiadosa contra el gobierno cotidiano de los banqueros, los terratenientes y los grandes empresarios nacionales y extranjeros que toman las decisiones cotidianas en nuestros país y que en estas cuatros décadas han profundizado la miseria de las masas. Por eso en Jujuy, por ejemplo, ante el avance reaccionario de Morales contrapusimos a su Constituyente amañada una verdadera asamblea constituyente libre y soberana que pueda discutir todos los problemas provinciales sin las ataduras que pretenden los grandes empresarios, la iglesia y los señores feudales locales. Los grandes problemas nacionales requieren de un amplio debate político en donde no podemos partir del orden existente.
En un país semicolonial y dependiente como Argentina no existe posibilidad de una salida que sea favorable a las masas trabajadoras sin terminar con el sometimiento al FMI. Si la “democracia” consiste en ir a votar cada dos años pero los que deciden todos los días están encerrados en oficinas a miles de kilómetros, se vuelve necesario expresar el descontento en las calles e imponer una serie de medidas que nos hagan salir de la espiral de crisis cíclicas y saqueos nacionales. Dejar de pagar la ilegítima e ilegal deuda externa, nacionalizar los bancos y el comercio exterior para terminar con la fuga de capitales, y que los salarios sean actualizados automáticamente en relación a la inflación son algunas medidas urgentes en este sentido.
Para esos objetivos, los 40 años de democracia también tienen una “herencia”. La dictadura fue una gran derrota pero no pudo barrer con una extensa tradición de lucha y organización de la clase trabajadora argentina. Lucas Rubicnich señalaba esto en su Homo Resignatus al decir que existía una especie de “sensibilidad conformada históricamente” que, como resultado de una experiencia práctica, implicó una disposición igualitaria que representa un obstáculo a los avances reaccionarios. Nosotros diríamos que se conservó una relación de fuerzas, renovada tras la crisis de 2001, que no pudo ser torcida pese a los intentos de los sucesivos gobiernos. El movimiento sindical y los movimientos sociales en Argentina cuentan con una extensa tradición de lucha contra los gobiernos y las patronales que incluye la puesta en pie de fuertes organizaciones de trabajadores. A esto se suma la fortaleza del movimiento de mujeres y de los estudiantes que, con vaivenes en estas cuatro décadas, han salido a las calles, volteado leyes reaccionarias y conquistando derechos.
Como decíamos, en muchos casos tanto sindicatos como movimientos sociales están en manos de burocracias sindicales y políticas que ponen límites a la movilización y anulan su enorme poder de fuego. Por eso, la crítica al modelo económico y político de esta democracia está ligada a la construcción de corrientes clasistas, combativas e independientes políticamente en el interior de aquellas instituciones y de un partido político de trabajadores que apueste, por el contrario, a poner de pie esa enorme fuerza social. Una fuerza que por manejar los principales resortes de la economía, la producción, el transporte, el comercio, los servicios, las escuelas y los hospitales tiene la potencialidad de reorganizar la sociedad sobre otras bases, aliándose al resto de los sectores explotados y oprimidos y a los sectores medios que viven de su trabajo, arrebatandoles el poder a los capitalistas, y apostando no sólo a poder tener salud, comer y educarse, sino a vivir una vida que merezca la pena ser vivida.
En este sentido, nuestra pelea de fondo es por una democracia de otra clase, en la que se superen esas diferencias entre representados y representantes por un lado; y entre democracia formal y desigualdad social por otro. Ni la más democrática de las democracias burguesas puede superar el hecho de que dentro de las fábricas y las unidades de producción no existe ningún poder de decisión más que el de los capitalistas. En la medida en que la propiedad privada de los medios de producción determina que las grandes mayorías están obligadas a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir, toda democracia queda supeditada a los intereses de esa minoría parasitaria. Por eso, como socialistas, nuestra apuesta es poner en pie una república organizada a través de Consejos de delegados electos desde las distintas unidades de producción (empresas, fábricas, escuelas) para que gobiernen los trabajadores. Es decir, una democracia muy superior a la democracia burguesa, tanto en su versión liberal, porque unificaría a ciudadano y productor, como en su versión del Estado "integral”, pues implica un sistema de decisión desde las bases, cuestión contraria a la estatización y burocratización de las organizaciones obreras. Un gobierno de trabajadores de este tipo no sólo sería más democrático sino que permitiría una planificación de la economía en función de las necesidades sociales mayoritarias.
Sabemos que hoy esa no es la perspectiva inmediata para las grandes mayorías, pero apostamos a construir espacios de autoorganización y deliberación como un primer paso para pelear por esa sociedad, empezando por enfrentar el ajuste en curso y la aceleración de la decadencia nacional que, una vez más, quieren que paguemos el pueblo trabajador. Poner en debate el imaginario sobre otra sociedad, desmitificar los relatos sobre la democracia burguesa y asumir las contradicciones estructurales sobre las que está parado el país nos va a permitir un abordaje realista de los grandes problemas nacionales y la posibilidad de luchar por un futuro cuyos límites no estén impuestos por el deseo de una minoría, sino por la capacidad creativa de la inmensa mayoría social en movimiento. |