INTRODUCCIÓN
Después de décadas de triunfalismo capitalista, pocos podrían negar que estamos hoy frente a una de las crisis históricas del sistema. Entre sus defensores, algunos pretenden responsabilizar de esta situación a los “excesos” neoliberales, mientras otros insisten en que el problema fue querer limitar los mercados, como si no hubieran sido precisamente esas recetas las que nos trajeron hasta aquí. En ambos casos, lo que no se pone en cuestión es que el problema siempre fue el propio capitalismo.
Lo cierto es que la causa de que se profundicen las desigualdades sociales, el pilar en que se sostienen distintas formas de opresión y el responsable en el camino a la catástrofe ecológica es un sistema social basado en la explotación del trabajo. La lógica capitalista de organizar toda la sociedad para garantizar sus ganancias ha demostrado de sobra ser destructiva: sin resolver en siglos nuestras necesidades sociales más básicas, lo que ha aumentado sin duda son las penurias de las trabajadoras, los trabajadores y el pueblo.
Envuelto de nuevo en guerras y crisis –económicas, políticas y sociales–, este sistema parece involuntariamente estar actualizando dos de los elementos que el revolucionario ruso Lenin hace más de un siglo definió como consecuencia de la época imperialista. Los capitalistas nos quisieron vender esa etapa como superada y reemplazada por una “globalización” que sonaba menos interesada y más prometedora; sin embargo, hoy se debate en sus propias contradicciones. Pero Lenin divisó, en ese horizonte, algo más que nuevas crisis y guerras; vislumbró una perspectiva que acompañaba a estos fenómenos porque era la única alternativa para acabar de una buena vez con ellos: la revolución socialista.
Aunque los defensores del capitalismo machacan con que no hay alternativa posible –y alientan salidas a la derecha cada vez que se lo permiten las relaciones de fuerza–, de a ratos parecen percibir ese fantasma en las distintas revueltas y levantamientos que surcaron las primeras décadas del siglo XXI, en cada lucha y reivindicación con que las masas se resisten a seguir siendo carne de cañón de los intereses de los capitalistas. O en cada cuestionamiento a los que hasta ahora fueron sentidos comunes más o menos establecidos (ya se trate de jóvenes que ven la necesidad de poner en pie sindicatos para defenderse de las patronales, o que deciden poner el cuerpo y militar causas justas). Y muchos de estos movimientos sociales reconocen ya que sus demandas específicas no tienen solución efectiva si no es atacando las bases del sistema capitalista. El anticapitalismo, en distintas variantes y niveles de radicalidad, ha vuelto a los debates políticos-ideológicos.
Algunos guardianes de lo establecido a veces incluso exageran: vociferan contra el peligro del socialismo o del comunismo ante medidas mínimas –como puede ser el aumento de un impuesto a los ricos o el reconocimiento de un derecho básico arrancado con la lucha–. Exageran porque esas demandas no se han transformado, aún, en movimientos de masas organizándose contra los capitalistas. Pero quizás no se equivocan en su instinto de clase: no hay un muro que separe a esos nuevos fenómenos políticos de la conciencia de que es necesario terminar con este sistema de raíz. Toda la historia del capitalismo demuestra que esos cambios, empujados por la barbarie capitalista y el desarrollo de la lucha de clases, son más rápidos y vertiginosos que evolutivos.
Insisten, también, por el desprestigio de esas ideas después de la experiencia, en el siglo XX, con el mal llamado “socialismo real”, que surgió de la traición a los objetivos de la Revolución rusa y la burocratización de la URSS bajo la bota del stalinismo. Volveremos a esto, pero señalemos que “con nosotros no”. La tradición revolucionaria de la que somos parte, el trotskismo, es la que enfrentó esa deriva, además de denunciar lo que serían sus consecuencias –que, lamentablemente, se confirmaron–: la restauración del capitalismo en los países mal llamados “socialistas”, así como la pérdida del horizonte de la revolución no solo como algo necesario sino también posible, por un período prolongado.
Hoy, en la China capitalista, el partido gobernante sigue llamándose “comunista” aunque forman parte de él los burgueses más ricos del país, y sostiene un régimen autoritario para disciplinar a su enorme clase trabajadora en beneficio de las grandes empresas nacionales y extranjeras. Esto no tiene nada que ver con el comunismo. Pero tampoco el llamado “socialismo del siglo XXI” que enarboló el chavismo en Venezuela. A pesar de los roces que tuvo con el imperialismo norteamericano, mantuvo las relaciones de propiedad capitalista y, durante los últimos años, con Maduro, está llevando adelante una política abiertamente neoliberal. En América Latina fue la Revolución cubana de 1959 la única que logró expropiar a la burguesía y expulsar al imperialismo y, en ese sentido, adquirió un carácter socialista. Sin embargo, el régimen de partido único, con el PC cubano a la cabeza, y el desarrollo de una casta burocrática privilegiada, impidió el desarrollo de la revolución socialista como tal. En las últimas décadas, esa casta dirigente ha redoblado el curso hacia la restauración completa del capitalismo mientras el imperialismo norteamericano mantiene el bloqueo de la isla como una soga al cuello del pueblo cubano.
Necesitamos sacar las lecciones de luchas y derrotas frente al actual horizonte de crisis capitalista. Es desde el punto de vista opuesto que los revolucionarios definimos que no hay futuro para nosotros, para las nuevas generaciones, y ni siquiera para el planeta, si la clase trabajadora no lucha por un socialismo desde abajo, donde los principales recursos de la economía, planificada democráticamente, estén puestos en función de las necesidades de las grandes mayorías, para acabar con toda forma de explotación y opresión.
Pero ¿de qué estamos hablando cuando decimos socialismo? Tomando de Engels –el amigo y colaborador de Marx en las luchas políticas y teóricas que forjaron el marxismo– la idea de desplegar los principios por los cuales luchamos a través de una serie de preguntas y respuestas –que, aunque quedaron inconclusas, fueron la base de mucho de lo escrito con Marx en el Manifiesto comunista–, queremos en este folleto abordar los desafíos actuales y las definiciones centrales de lo que entendemos por socialismo, tan atacado, tergiversado y desestimado en las últimas décadas. Porque el debate contra las ideas dominantes, y la puesta en discusión de nuestras ideas con aquellos que buscan una alternativa a este sistema constituyen, para los revolucionarios, uno de los frentes de batalla en la organización de la fuerza social y política capaz de llevar a la práctica estos objetivos.
1 ¿Por qué luchar hoy por el socialismo?
2 ¿Quién produce la riqueza social?
3 ¿Por qué el capitalismo aumenta la desigualdad social y genera crisis recurrentes?
4 ¿Los cambios producidos en el capitalismo no acabaron con la fuerza social y política de la clase obrera?
5 ¿A los socialistas solo les importa liberar a la clase obrera? ¿Qué pasa con las otras formas de opresión que existen?
6 ¿Puede el Estado controlar al capitalismo?
7 ¿Los socialistas estamos en contra de la democracia?
8 ¿No sería más fácil proponerse avanzar en reformas cada vez más amplias que apostar a una revolución socialista?
9 ¿El socialismo no está pensado para los “países ricos” o “avanzados”?
10 ¿El proyecto socialista no termina siempre en dictadura?
11 Si todos tuviéramos nuestras necesidades satisfechas, ¿no terminaríamos agotando aún más al planeta?
12 ¿Los socialistas somos pacifistas o, al revés, solo confiamos en una revolución violenta?
13 ¿Para los socialistas las revoluciones las hacen los partidos revolucionarios?
14 ¿En el socialismo seremos todos iguales?
Para seguir leyendo
Los autores agradecemos a las compañeras y los compañeros que colaboraron con valiosas lecturas, comentarios y sugerencias a estas páginas, que por lo demás se nutren y son parte de la elaboración y discusión colectiva de nuestros años de militancia en el PTS. |