Es habitual, e interesada, la confusión entre “democracia” y “regímenes democráticos burgueses”, es decir, tomar por democracia la forma más o menos republicana que supieron darse aquellos países donde la burguesía se impuso frente a regímenes monárquicos “garantizando” una serie de derechos políticos y sociales, entre ellos el derecho al voto. Por eso se habla de la democracia burguesa como la forma más igualitaria de organización estatal, aunque hay que decir que las primeras repúblicas solo permitían votar a los propietarios, y solo después de arduas luchas se incorporaron al conjunto de los ciudadanos, a las mujeres, a las poblaciones que fueron esclavas, o a los inmigrantes.
Los capitalistas han demostrado, una y otra vez a lo largo de la historia, que cuando los pueblos se rebelan pueden suprimir sus propias democracias para dar lugar a cruentas dictaduras con tal de mantener su dominación. En América Latina sabemos mucho de eso: en los 70 proliferaron dictaduras sanguinarias impulsadas por el imperialismo norteamericano en gran parte de nuestros países, que venían a aplastar al movimiento de masas para defender los negocios capitalistas. Estas dictaduras luego entraron en crisis y cayeron gracias a la movilización popular. Ante este escenario, las mismas burguesías y el propio imperialismo que las habían impulsado presentaron entonces a la democracia burguesa como la única forma de democracia a la que se podía aspirar.
Si varias décadas después esas democracias han mostrado sus límites y, producto de ello, distintos países han atravesado diversas crisis del régimen y cada vez se suman más sectores de la población desencantados con ellas, incluso considerando su “modelo ideal”, lo cierto es que según el cargo votamos cada 2, 4, 5 o 6 años (“el pueblo no gobierna ni delibera” sino a través de sus representantes, enuncian explícitamente diversas constituciones que se consideran “liberales”), mientras que los burgueses votan todos los días en el mercado decidiendo lo que conviene a sus negocios por encima de los intereses de las grandes mayorías. La “democracia” burguesa incluye mecanismos para limitar derechos y obligaciones de los ciudadanos, y estamentos con poder de veto, como el Ejecutivo, o que representan a minorías regionales, como el Senado, que pueden “legalmente” definir sobre el futuro de generaciones “a sola firma” –por ejemplo, atar a nuestro país por décadas a los designios del Fondo Monetario Internacional–. Y, sobre todo, la democracia en el capitalismo va de la mano del despotismo de fábrica, allí donde es la fuerza que impone la patronal la que define qué y cómo se hace. ¿Puede haber libertad y democracia si la opción es trabajar o morirse de hambre?
Es en este sentido que los socialistas denunciamos que el régimen democrático burgués es muchas cosas pero no, precisamente, democrático. No es cierto que nos opongamos a toda oportunidad de obtener derechos y garantías para las mayorías: hemos estado ahí siempre, de hecho, a la cabeza de esas luchas democráticas. Pero sabemos que eso no es suficiente: que ninguna de nuestras conquistas está a salvo si no las sostenemos con la lucha, y que no podremos avanzar hacia nuevas conquistas si no avanzamos en cuestionar al Estado burgués.
Lo que queremos es más democracia, pero una democracia efectiva, real, por eso peleamos por un Estado de las trabajadoras y trabajadores basado en soviets o consejos –lo que los marxistas llamaron Estado obrero–. Ya mencionamos algunas lecciones de la Comuna de París, pero no son las únicas. La Revolución rusa dio pie a los soviets, la alemana a los Räte, y distintas revoluciones pusieron en pie organismos consejistas que expresaban el poder de las masas sublevadas, que eran nuevas instituciones donde unir fuerzas y organizar la lucha y la autodefensa contra los ataques del sistema, a la vez que la base de una nueva forma estatal transicional donde las masas podían incorporarse a la gestión de los asuntos políticos y económicos. No quedan hoy ni excusas “técnicas”: la revolución en las comunicaciones permitiría hacer llegar fácilmente la información a millones para deliberar sobre qué decisiones económicas y políticas tomar, para planificar en forma democrática los recursos económicos, de forma tal que permitieran ir eliminando progresivamente la desigualdad y reducir la jornada laboral, dando paso a que los conocimientos científicos y culturales lleguen a porciones cada vez mayores de la población. Difícilmente con la participación efectiva en los asuntos públicos de las mayorías prevalecería la propuesta de construir viviendas ociosas en las que nadie vive antes que dar solución a los millones que se hacinan en villas y asentamientos, o que un puñado acumule fortunas que no podrán gastar por generaciones mientras cientos de millones pasan hambre en el mundo, o que se destruya el medio ambiente hipotecando la vida futura en el planeta para que unos pocos se llenen los bolsillos.
Refiriéndose al Estado obrero, Lenin decía que “cuanto más democrático sea el Estado, no es ya un Estado en el sentido estricto de la palabra”, porque cuanto más participen efectivamente en todos sus asuntos las mayorías populares, más rápidamente comienza a extinguirse toda forma de Estado.
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