Frente a las cada vez más obscenas desigualdades entre una minoría cada vez más rica y una mayoría cada vez más grande de masas empobrecidas, no faltan quienes quieren convencernos de que el capitalismo no es en sí mismo sinónimo de desigualdad, sino que el problema es su versión neoliberal, y se trataría de “redistribuir” mejor la riqueza “regulando” mejor el mercado y poniendo límites a sus maniobras más salvajes, como las desregulaciones y reformas impuestas por el neoliberalismo.
Pero ya hace más de una década que economistas críticos, no necesariamente marxistas sino simplemente honestos con las estadísticas, muestran conclusiones verdaderamente escandalosas: la desigualdad en las sociedades capitalistas del siglo XXI alcanza niveles que son tan altos como los que conoció el capitalismo hace más de un siglo, y eso ocurre tanto en los países imperialistas más ricos como en los países semicoloniales y dependientes en los que el atraso económico se hace más gravoso por el mismo saqueo imperialista. Esto desmiente la noción de que, a lo largo de la historia del capitalismo, el aumento de la productividad y de la riqueza generada derramaría en una mejora del bienestar distribuida más o menos equitativamente. Por el contrario, un puñado de milmillonarios se lleva cada día una parte más grande de la “torta” de la producción social.
Lo cierto es que, en la historia del capitalismo, solo se registró una moderada reducción de la desigualdad durante algunos períodos excepcionales. A principios del siglo XX, mientras la revolución asomaba en distintas latitudes, en los países de Europa en los que la clase obrera había organizado partidos y sindicatos masivos fue capaz de arrancar algunas concesiones a los capitalistas y sus Estados –que contaban como margen con la explotación que estos países hacían del mundo colonial y semicolonial–. La otra ocasión fue después de la Gran Depresión de 1929 y tras la Segunda Guerra Mundial, en épocas de Guerra Fría. La misma existencia de una alternativa como la de la URSS –aún ya burocratizada bajo la política stalinista, lo que más adelante llevaría a su derrota, pero que por entonces salía fortalecida de la guerra– era vista como una amenaza para el capitalismo mundial que obligaba a la nueva potencia hegemónica, Estados Unidos, a competir. Para apaciguar a las clases subalternas y alejar el fantasma de la revolución impulsó, dentro de sus fronteras y en el resto del planeta bajo su influencia –aprovechando la oportunidad de reconstruir lo que había destruido la guerra–, políticas que implicaron algunas mejoras en el nivel de vida de la población. Eso es lo que se conoció como el Estado de Bienestar. Es decir, solo bajo amenaza de perderlo todo en la lucha de clases es que el capitalismo puede verse obligado a conceder algo.
Es que el problema no es solamente que algunos tengan demasiado y otros tengan poco. El capitalismo es un sistema que necesita la división en clases: la riqueza que la burguesía acumula requiere mantener en su condición de desposeídos a las trabajadoras y trabajadores, porque si estos últimos tuvieran sus propios medios de subsistencia, no dejarían su vida trabajando para ellos.
Con la caída del muro de Berlín, cuando ya ningún otro sistema le competía como alternativa, toda pretensión de un capitalismo con rostro un poco más “humano” fue dejada en el olvido. La percepción de que su dominio ya no se encontraba amenazado impulsó a los dueños de empresas, a los banqueros, a los especuladores de todo tipo, a presionar descaradamente por ganar más porciones de la torta de la riqueza social. El llamado neoliberalismo fue un festival de ataques contra los salarios y las condiciones de vida. El derecho a la vivienda, a la salud, a la educación, al tiempo libre, se erosionaron para las grandes mayorías. Se puso en evidencia que lo que los marxistas decíamos no había dejado de ser verdad: este sistema no puede sostenerse si no transforma en fuente de lucro todas las dimensiones de la vida, imponiendo la conversión de cualquier servicio público fundamental en un negocio privado, a lo que contribuyeron las desregulaciones estatales proempresariales que caracterizaron estas décadas, así como las distintas burocracias de las organizaciones obreras, como los sindicatos –ahora estatizados–, que en vez de resistir los ataques patronales prefirieron alinearse con sus intereses y contener los intentos de enfrentarlos. No podemos entonces sorprendernos de que el resultado sea un aumento sin precedentes de la desigualdad.
Por supuesto, esta tendencia no es lineal sino que depende de relaciones de fuerza establecidas entre las clases en cada país o región. Pero esta lucha entre capital y trabajo por el reparto de la torta es, como decía Marx, una “guerra de guerrillas” en los marcos del capitalismo, en la cual la clase trabajadora es la parte más débil, tratando siempre de recuperar parte de lo perdido.
¿No tendrá el capitalismo una forma de resolver los problemas sociales sin generar nuevas crisis si se le da tiempo y se lo deja actuar? Eso escuchamos de parte de sus defensores frente a cada nueva crisis del sistema: si la lucha de clases no pusiera “palos en la rueda”, el capitalismo podría encontrar formas más equilibradas, más pacíficas, de desarrollarse.
Pero los marxistas sabemos que es la misma lógica capitalista la que, por sus propias contradicciones, lleva a crisis recurrentes. Estas no son eventos aislados o excepcionales producidos por el mal manejo o la avaricia desmedida de algunos sectores de la clase dominante, sino que se inscriben en el ADN del sistema.
Dijimos que la única fuente real en la creación de nuevos valores, de nuevos productos o servicios que vendidos en el mercado redunden en ganancias para los capitalistas, es la explotación del trabajo asalariado. Pero cuando cada capitalista ofrece en el mercado sus mercancías, encuentra allí la competencia con otros capitalistas. Y en esa competencia puede salir obteniendo mayores márgenes de ganancia o salir del juego devorado por otros capitales. Todos compiten para ver quién se queda con la tajada más grande de plusvalía.
Una forma de extraer más plusvalía es extendiendo la jornada de trabajo, pero eso tiene límites materiales y biológicos: nadie puede trabajar todo el día. Otra forma es incorporando maquinarias, tecnologías y formas de organización del trabajo que permitan aumentar la producción o reducir costos, para obtener así un mayor rendimiento de la fuerza de trabajo que controla. Pero como la ganancia proviene del nuevo trabajo incorporado en el proceso productivo por la fuerza de trabajo (y no de las máquinarias utilizadas, ni de su forma de organizar el trabajo), menos trabajo incorporado –en relación a todo el capital invertido– son menos ganancias. Puede intentar producir en mayores cantidades, pero no podrá venderlo todo en el mercado y deberá descartar parte de esa producción. Esta ley no es lineal: Marx señala numerosas contratendencias en su estudio del capitalismo, pero más tarde o más temprano se verifica, y opera como un freno a la capacidad de los capitalistas para aumentar indefinidamente su producción y su enriquecimiento.
He aquí entonces la contradicción intrínseca del capitalismo: no solo necesita emplear cada vez más trabajadores extendiendo así la fuerza social que, al decir de Marx, puede ser su propia sepulturera, sino que necesita también sacar mayor provecho a la fuerza de trabajo que emplea aumentando su productividad, pero así termina disminuyendo a nivel global la proporción que cada mercancía incorpora de tiempo de trabajo humano.
En una sociedad no regida por la lógica de obtener ganancias explotando trabajo ajeno, la innovación tecnológica que permita reducir el tiempo de trabajo necesario no sería en sí una mala noticia: significaría que podríamos dedicar menos tiempo a la producción de aquellos bienes que la sociedad necesita y ganar más tiempo de ocio. Pero en el capitalismo, lo que sería un beneficio para toda la sociedad se convierte en un problema potencial para cada capitalista particular, que se hace evidente en las crisis. Por eso el capitalismo es hasta ahora el único sistema social que hace de la abundancia una desgracia: solo en el capitalismo la población puede morirse de hambre no por falta de producción de alimentos sino por sobreabundancia de ella.
El capitalismo ha intentado distintos mecanismos para palear esta contradicción que lo constituye, pero en la medida en que ninguno puede solucionar un problema que está en la base misma de su lógica, es decir, en la forma misma que tiene de explotar el trabajo ajeno, más bien ha extendido sus crisis a niveles superiores en todos los sentidos: en su magnitud, en su geografía, en su virulencia. Esas son de hecho las marcas del imperialismo como una de las fases del capitalismo que definiera Lenin: una época de crisis, de guerras y, por sus consecuencias sociales, en muchos casos también de revoluciones. El siglo XX lo mostró de sobra, dislocando y hundiendo en la miseria a las grandes mayorías casi periódicamente.
La crisis de 1929 fue una de las más grandes de la historia. Llevó la quiebra masiva de bancos y empresas llevando a millones a la desocupación –solo en EE. UU. la desocupación llegó al 25 %– y el comercio entre países se desplomó. Hubo muchos procesos revolucionarios en diversos países en el contexto de la crisis. Finalmente, para “resolver” esta crisis económica y política, el capitalismo llevó a la mayor masacre de la historia de la humanidad, la Segunda Guerra Mundial.
Otro ejemplo tenemos en la década de 1970, escenario de otra de las grandes crisis capitalistas a nivel global: la “crisis del petróleo” de 1973 –aunque ese año marca su epicentro, el proceso es más amplio–. A pesar de tener que afrontar un proceso de reestructuración productiva y de sufrir derrotas militares, como la de la guerra de Vietnam, esta vez el imperialismo norteamericano fue lo suficientemente fuerte para transferir parte de la crisis al resto del mundo. Poco antes había decretado el fin de la convertibilidad entre el dólar y el oro, es decir, que EE. UU., basado en su poderío económico y militar, pasaba a controlar la maquinita que imprimía la “moneda mundial” sin límite preestablecido. Acá está la base de lo que se conoce como la “financiarización de la economía”, un salto en la creación de capital ficticio que no tiene correspondencia con la producción. La década de 1980 nos depararía un neoliberalismo arrasando con los derechos de los trabajadores y apretando las cadenas de los países oprimidos.
Durante el ciclo neoliberal el capitalismo logró compensar aquella caída de las ganancias en relación a inversión total de capital gracias a la restauración del capitalismo en aquellos países donde anteriormente revoluciones habían expropiado a la burguesía, sobre todo en China; encontró una nueva “selva virgen”, es decir, un lugar donde con menor inversión de capital podía obtener mayores ganancias, gracias a los bajos salarios y al atraso. A su vez, al incorporar masivamente nueva fuerza de trabajo, pudo expandir las condiciones para la explotación de los trabajadores en todo el mundo. Esto no impidió, sin embargo, toda una serie de crisis que, aunque no llegaron a dislocar el mercado mundial, tuvieron consecuencias internacionales (la crisis asiática, la mexicana de 1994, el default ruso en 1998, la caída de las empresas “punto.com” entre 1998 y 2001). Y así llegamos a la crisis global de 2008, que estalla cuando queda en evidencia que una serie de instrumentos financieros eran puro capital ficticio que no valía nada, mostrando los límites de la “financierización de la economía” para hacer funcionar al capitalismo. Para colmo, pasados unos años China, que era la gran “selva virgen” del capitalismo mundial, pasó a ser su contrario: un competidor ofensivo en la disputa por los mercados internacionales. Hoy, los cientos de millones de trabajadores incorporados en su momento al mercado mundial para bajar los salarios ya no impiden la escasez de inversiones rentables. Todo esto prepara el camino para próximas crisis. El capitalismo no puede vivir sin ellas.
Por todo esto, la única manera de enfrentar estas crisis periódicas, así como la incertidumbre y precariedad constitutivas de las condiciones de la clase trabajadora, no es dar tiempo, dejar hacer o a lo sumo regular mejor los “instintos salvajes” del capitalismo, lo cual históricamente se demostró imposible, sino terminar con el trabajo asalariado y el sistema capitalista mismo.
|