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14 de enero de 2024 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
Apuntes sobre la lucha de ideologías más allá de la Restauración burguesa
Matías Maiello | @MaielloMatias

El texto que publicamos a continuación es una contribución del autor para los debates de la próxima conferencia de la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional –impulsora de la Red Internacional de La Izquierda Diario– que comenzará en el mes de febrero. Incluimos también una versión en formato PDF para facilitar la lectura.

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Luego de la caída del Muro de Berlín la intensidad del enfrentamiento político apareció como el signo de una “Era de los extremos” definitivamente superada. El extremo centro, como lo llamó Tariq Ali, se adueñó de las democracias neoliberales. El neoliberalismo, con sus matices, se había erigido en el marco casi exclusivo de un amplio espectro de partidos políticos reducidos a la condición de muertos vivientes, entre los que se contaban muchos que habían sido socialmente reformistas o nacionalistas burgueses en países de la periferia. En su momento, inspirada en Carl Schmitt, Chantal Mouffe planteaba la necesidad de revalorizar la noción de antagonismo como forma de revitalizar estas alicaídas democracias. Sostenía que la desaparición de la anterior oposición amigo–enemigo entre totalitarismo y democracia podría conducir a una profunda desestabilización de las sociedades occidentales. Pero se trataba de un reconocimiento acotado de la dimensión antagónica de lo político convertido en un agonismo en los marcos de la democracia burguesa. Los enemigos políticos pasaban a ser adversarios que compartían aquel marco común.

El panorama de los últimos años parece resistirse cada vez a este tipo de domesticación de lo político. Por un lado, la emergencia de las llamadas nuevas derechas a escala global. De la mano de este fenómeno ha vuelto el uso y abuso del término fascismo en el lenguaje político corriente. Algunos autores como Enzo Traverso lo remiten a un “posfascismo”, otros como Maurizio Lazzarato, a un “nuevo fascismo”. Por otro lado, desde la Primavera Árabe en 2011 han proliferado amplios procesos de movilización con grados variables de violencia en los más diversos países. Las revueltas se han transformado en una parte ineludible de la situación global. A su vez, el fenómeno bélico ha mutado respecto a las décadas anteriores a partir de la guerra en Ucrania dando lugar a un nuevo nivel de enfrentamiento entre potencias mundiales. El genocidio a cielo abierto del Estado de Israel sobre Gaza es su más reciente capítulo y tiene el potencial de desestabilizar Medio Oriente. Como contrapartida, ha asomado un amplio movimiento global de solidaridad con el pueblo palestino. La intensidad del enfrentamiento político parece volver a la escena sin pedir permiso.

En la actualidad, las tendencias profundas de la época imperialista de guerras, crisis y revoluciones, como la llamó Lenin, reaparecen en los primeros planos [1]. Al mismo tiempo, como dijera alguna vez Fredric Jameson, parece que aún es “más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo”. Esto tiene que ver en buena medida con la crisis que atraviesa el proyecto socialista revolucionario. Entre sus causas más relevantes podríamos destacar tres. En primer lugar, el descrédito que sufrió en manos del estalinismo con dictaduras burocráticas parasitarias de los ex–Estados obreros que terminaron pasándose con armas y bagajes a la restauración capitalista. En segundo lugar, el papel que jugaron la socialdemocracia y los diversos movimientos nacionalistas burgueses que hablaron en nombre del socialismo. En muchos casos se plegaron directamente a la las políticas neoliberales. También hubo fenómenos como el chavismo que se autodefinió como “socialismo del siglo XXI”, cuando en realidad fue una corriente estatista burguesa que en su momento de auge tuvo roces con el imperialismo y que en la actualidad lleva adelante una agresiva política neoliberal. En tercer lugar, hay que mencionar que las cuatro décadas de dominio del neoliberalismo no han pasado en vano en cuanto a la subjetividad de las grandes mayorías.

La recomposición del proyecto socialista en el siglo XXI tiene muy diversas aristas. Hay una dimensión táctica referida a cómo se llevan adelante los combates particulares. Una estratégica que hace a la utilización de los resultados de aquellos combates –victorias o derrotas– para los fines u objetivos socialistas. Estos objetivos se condensan en el programa socialista revolucionario. Sin embargo, no necesariamente se agotan en él. El propio Programa de Transición, elaborado por Trotsky y adoptado por la IV Internacional, era un programa que llegaba solo hasta el comienzo de la revolución socialista [2]. Hay también una dimensión ideológica que implica recrear un imaginario socialista, de una sociedad que supere el horizonte de barbarie que plantea el capitalismo. En la actualidad esto implica tanto una revisión del pasado como una comprensión del presente y una proyección hacia el futuro. En estas páginas nos proponemos desarrollar algunos apuntes sobre esta última dimensión, centrándonos en dos temáticas que consideramos fundamentales: la democracia consejista y la planificación socialista. Antes de introducirnos en ellas, comenzaremos por ubicar sintéticamente las coordenadas de cómo llegamos hasta acá y cuáles son las condiciones –diferentes a las del siglo XX– en las cuales tiene lugar la lucha por recrear el proyecto socialista hoy.

Choque de hegemonías y choque de ideologías

En su interpretación de los Cuadernos de la Cárcel de Gramsci, Nicola Badaloni destacaba la especificidad del choque de hegemonías respecto al más genérico choque de ideologías. El primero expresa una contraposición de ideologías de un tipo particular. Se trata de ideologías en las cuales se condensan comportamientos y concepciones del mundo que son propias de modos de producción diferentes con sus respectivas realidades. De esta forma se configura un choque de hegemonías cuando coalicionan las relaciones sociales existentes con otras nuevas que han surgido y se han hecho históricamente visibles. Con esta distinción, Badaloni se proponía destacar la especificidad de la lucha de ideologías, como choque de hegemonías, que se planteara en el siglo XX a partir del triunfo de la Revolución rusa.

Con su emergencia, esa revolución desmintió la pretensión universalista de la burguesía que postulaba sus intereses particulares como intereses de “toda la humanidad”. Quedó expuesto aquello que decía Marx sobre que, bajo el capitalismo, “la aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la propiedad privada”. Un universalismo nutrido también de la expoliación y opresión del resto de los pueblos del mundo y que bajo las banderas de la “civilización” había llevado a la Primera Guerra Mundial. El individualismo burgués, que en la representación más elemental de Marx era la apariencia ideológica de una base colectiva inconsciente (el capital), pasaría a medirse con la capacidad reguladora de un colectivismo conscientemente asumido y, por lo tanto, capaz de institucionalizarse [3].

El período de entreguerras estuvo marcado por revoluciones cuya derrota afirmó el aislamiento de la Revolución rusa. La burocratización stalinista de la URSS y, a partir de ella, de la Internacional Comunista retroalimentaron el ciclo de aislamiento y derrotas. Pero el capitalismo estaba muy lejos de estabilizarse y el individualismo burgués continuaba ampliamente cuestionado. Gramsci y Trotsky analizaron la necesidad del capital de una reconfiguración a gran escala para contrarrestar su crisis. Vieron en el fascismo y en el americanismo dos respuestas para ello. La alternativa se resolvió a favor de este último. Esto solo fue posible, como avizorara Trotsky, mediante una nueva guerra mundial. Gramsci había destacado que para EE.UU. era relativamente más fácil racionalizar la producción y el trabajo gracias a las particularidades de su desarrollo histórico. Esto dio lugar a una combinación particular entre fuerza y persuasión donde fueron claves los altos salarios basados en un gran aumento de la productividad y el consumo de masas. Bajo el americanismo “la hegemonía nace de la fábrica”, con menos necesidad de intermediarios profesionales de la política y de la ideología para ejercerse.

Casi en espejo, Trotsky señalaba, en referencia a la hegemonía proletaria en la URSS, que: “En última instancia, la clase obrera puede mantener y fortalecer su rol dirigente, no mediante el aparato del Estado o el ejército, sino por medio de la industria que da origen al proletariado” [4]. Pero bajo la dirección del stalinismo el curso adoptado fue el contrario. Como analizara en La revolución traicionada, con la liquidación de los soviets y el afianzamiento de una nueva casta burocrática se impuso una dictadura sobre el proletariado. La cuestión de la hegemonía sobre el campesinado fue “resuelta”, a finales de los años ’20, a través del poder coercitivo del Estado. La burocracia minaba en un mismo movimiento tanto la planificación económica como la conciencia de lo colectivo y, con ellas, el necesario desarrollo de un nuevo individualismo en los marcos de la colectividad y la revitalización de la sociedad civil. A esta revitalización, Trotsky la vinculaba estrechamente con el resurgimiento de los soviets como organismos de autodeterminación de las masas.

Luego de la Segunda Guerra Mundial los contrastes se hicieron más profundos. En Europa se desviaron o derrotaron importantes procesos en Francia, Italia y Grecia, y las nuevas revoluciones que triunfaron (China, Indochina, etc.) lo hicieron en países atrasados de la periferia capitalista con nuevas burocracias que se hicieron del control del Estado desde el inicio. Al haberse configurado a imagen y semejanza de la URSS stalinista, impusieron nuevas relaciones sociales fronteras adentro, pero no impulsaron la extensión de la revolución internacional. Todo esto contribuyó progresivamente a la identificación entre el colectivismo y el totalitarismo burocrático. La lucha de hegemonías prosiguió pero de forma cada vez más degradada. El mundo capitalista, que venía de provocar una masacre a escala global coronada por las bombas de Hiroshima y Nagasaki, respondió al desafío de la revolución con el desarrollo del “Estado de bienestar”. Sobre la base de la destrucción provocada por la guerra vivió un auge económico de tres décadas en torno al cual en diferentes países se fueron introduciendo elementos de planificación estatal de la economía capitalista y una serie de derechos laborales y sociales en un contexto de pleno empleo. En la periferia, con el llamado proceso de “descolonización”, el imperialismo se allanó a la independencia formal de múltiples países para atemperar las rebeliones contra su dominación.

Para finales de la década de 1960, el experimento de un capitalismo “regulado” desde el Estado había fracasado. La crisis económica retroalimentó la crisis fiscal y redobló la presión sobre la tasa de ganancia. La combinación entre crisis mundial y lucha de clases quebró el equilibrio relativo que había caracterizado toda la etapa previa de la Guerra Fría. El ascenso generalizado de la lucha de clases abarcó tanto el centro y la periferia capitalista como el otro lado de la Cortina de Hierro. A la derrota de este ciclo le siguió la crisis definitiva de la URSS y el auge del neoliberalismo con Reagan en EE.UU. y Thatcher en el Reino Unido. La restauración del capitalismo de la mano de la burocracia en la URSS, China y los Estados donde se había expropiado a la burguesía daría lugar a una etapa global de Restauración burguesa [5]. El capitalismo emergía triunfante del choque de hegemonías que había marcado el siglo XX. En este nuevo contexto, ante la crisis definitiva del esquema capitalista anterior y la caída de la tasa de ganancia, serían desmantelados los muros de contención del viejo Estado de bienestar y se volverían a ajustar las cadenas de los países de la periferia con el llamado “Consenso de Washington”.

El final de aquel choque de hegemonías [6], sin embargo, no significó –ni podía hacerlo– un retorno al momento de choque de ideologías previo a la Revolución rusa, sino la emergencia del “pensamiento único” y del “no hay alternativa”. Como señalara Perry Anderson en su clásica editorial “Renovaciones”, lo que devino fue la consolidación, unida a su difusión universal, del neoliberalismo que se había venido gestando como corriente, tras bambalinas, ya desde la década de 1930. Más allá de las limitaciones que impidieron –e impiden– su realización plena, el neoliberalismo como conjunto de principios logró imponerse a nivel global. Configuró, al decir de Anderson, la ideología más exitosa de la historia de la humanidad [7]. El individualismo burgués encontró el terreno despejado para avanzar a niveles nunca antes alcanzados. El neoliberalismo se asoció con una idea de democracia definida por su mera oposición al totalitarismo. Identificó la idea de libertad con el modelo del libre mercado contra cualquier tipo de colectivismo entendido como estatismo. La idea de globalización operó como traducción del dominio incontestado del imperialismo norteamericano.

En la actualidad, estos tres pilares están en crisis. En primer lugar, las democracias neoliberales adquieren cada vez más rasgos autoritarios y aparecen impotentes ante las contradicciones que atraviesan las sociedades contemporáneas. Son cuestionadas mayormente por derecha –la toma del Capitolio norteamericano fue uno de los síntomas más significativos–, pero también por las revueltas que han atravesado diversos países en la última década. En segundo lugar, la globalización “armónica” ha llegado a su fin. Se produce un choque entre la integración global establecida bajo la hegemonía norteamericana –actualmente en crisis– y el desafío redoblado a este orden mundial por parte de potencias “revisionistas” como Rusia y China. La guerra en Ucrania implicó el retorno de la guerra interestatal con el involucramiento de potencias en ambos bandos (aunque con EE.UU. y la OTAN actuando por procuración). La guerra comercial y las crecientes tensiones militares con China es otro capítulo en el mismo sentido. Recientemente se ha sumado el genocidio del Estado de Israel en Gaza. En tercer lugar, la libertad de mercado ha sufrido un duro golpe con la crisis de 2008 y el rescate masivo de bancos y corporaciones que trajo aparejado un aumento exponencial de la desigualdad global. Una especie de caída del muro de Wall Street.

Es importante no confundir estos elementos de crisis con un repliegue del neoliberalismo como tal. Desde luego, su vitalidad está directamente ligada a la hegemonía norteamericana hoy en decadencia. En la actualidad el capitalismo carece de un proyecto hegemónico alternativo, como fueron en su momento el fascismo o el americanismo. Sin embargo, el neoliberalismo tampoco se encuentra expuesto a una lucha de hegemonías como la que marcó el siglo XX. De allí que se sobreviva en su decadencia. Las llamadas nuevas derechas avanzan en postulados autoritarios y esgrimen discursos nacionalistas, aunque en la periferia siguen embanderadas detrás del neoliberalismo más radical. Los discursos contra el socialismo o el comunismo, identificándolos con regímenes capitalistas autoritarios como el chino o el venezolano, intentan darle nueva vida al discurso neoliberal ensayando una mímica de choque de hegemonías como caricatura de la Guerra Fría. Esto no significa que estos discursos no tengan cierta potencia ideológica en escenario actual pero se basa en la falta de alternativas, sobre todo, en la prolongada crisis del proyecto socialista revolucionario.

A diferencia del siglo XX, hoy ya no se trata de un choque de hegemonías. La característica saliente de la etapa actual es la ausencia de hegemonías, tanto en lo que respecta al socialismo como al propio capitalismo. Ahora bien, en contraste con la anterior etapa de la Restauración burguesa se da una reapertura del terreno para una lucha de ideologías y, con ella, se plantea como posibilidad el horizonte de transformar el proyecto socialista en fuerza material. No se trata de una reedición de la lucha de ideologías tal como se dio con anterioridad a la Revolución rusa, como sostienen los sectores de la izquierda norteamericana que propician una especie de retorno a la socialdemocracia de los orígenes [8]. Es necesario partir del balance del siglo XX y retomar lo más avanzado que dieron aquellas experiencias. Recrear la perspectiva de un socialismo desde abajo para el siglo XXI –en contraposición a la experiencia stalinista– implica partir de las realidades actuales del capitalismo, de la clase trabajadora y los oprimidos para que pueda ser vista como una alternativa a la crisis civilizatoria que nos impone el sistema capitalista.

Vamos a ensayar una aproximación a algunos elementos que consideramos significativos para fundar estar perspectiva, articulados en torno a las temáticas de la democracia consejista y de la planificación socialista. Ambas han sido relegadas a partir de la experiencia del siglo XX y obturadas por un sentido común que establece un antagonismo insalvable entre democracia política y emancipación económico–social. Sin embargo, siguen siendo temáticas fundamentales para la recreación del proyecto de un socialismo desde abajo. De allí la necesidad de una indagación histórica y teórica sobre las mismas para pensar su actualidad.

La temática de los consejos y el poder constituyente en nuestra época

Tradicionalmente enfrentados, el acercamiento entre liberalismo y democracia comienza sobre todo a partir de las últimas décadas del siglo XIX. En su momento Tocqueville expresaba aquella mutua desconfianza, la democracia podía llevar a la independencia y a la libertad de los ciudadanos o a su servidumbre. Era el fantasma de la imposición plena de la voluntad de las mayorías. Así, terminaba La democracia en América, cuya segunda parte fue publicada originalmente en 1840, señalando que: “Las naciones de nuestros días no pueden impedir la igualdad de condiciones en su seno; pero de ellas depende que la igualdad les lleve la servidumbre o a la libertad, a la civilización o a la barbarie…” [9]. Pasaron las revoluciones de 1848, pero sería la Comuna de París de 1871 la que obligaría al parlamentarismo liberal a ensanchar definitivamente su base electoral, la cual se encontraba limitada por diferentes formas censitarias de propiedad, educación, etc. que garantizaban la homogeneidad de intereses representados por los parlamentos. En aquel entonces la discusión racional le daba su legitimidad a la ley en tanto expresión de un “interés general” acotado a los intereses de la burguesía. Con el arribo de la política de masas aquella legitimación entraría en crisis.

El afianzamiento de la idea de soberanía popular como medio de legitimación de la democracia trajo aparejada una contradicción hasta hoy irresoluble por las clases dominantes. Una soberanía popular no atenuada siempre fue potencialmente peligrosa para la sociedad burguesa, ya que en teoría podría cuestionar su pilar fundamental: la propiedad privada de los medios de producción. La emergencia de la política de masas, con el amplio desarrollo de partidos obreros y sindicatos acrecentó el problema de cómo lidiar con el pueblo trabajador. Como señalara Gramsci, los elementos sociales que anteriormente no tenían “vela en este entierro”, por el solo hecho de unirse modificaron la estructura política de la sociedad [10]. La respuesta burguesa fue ocupar el espacio en la sociedad civil que había dejado desguarnecido el liberalismo clásico dando lugar a un “Estado integral” (dictadura + hegemonía [11]). Ya no se trataba de esperar el consenso sino de organizarlo mediante la estatización de las organizaciones del movimiento obrero y de masas y el desarrollo de burocracias en su interior asimilando a sus líderes para que colaboren en el mantenimiento del orden (por convencimiento o por corrupción), lo que Gramsci denominará “transformismo”.

La irrupción de la Revolución rusa y su influjo sobre Europa occidental ubicó en nuevo nivel la contradicción planteada por la política de masas. Carl Schmitt fue uno de los ideólogos que más vivamente captó este problema desde el punto de vista burgués. Con el concepto de “dictadura soberana” tematizó el pasaje de la soberanía popular a la dictadura del proletariado. Los soviets o consejos emergieron como la forma política de un nuevo poder constituyente, expresión de una soberanía popular que rompía la estructura burguesa del pueblo poniendo en el centro a la clase trabajadora. Organismos de este tipo no solo se desarrollaron en Rusia sino también en Alemania con los räte de la revolución de 1918, en Italia con los consejos de fábrica durante el Bienio Rojo, en el Reino Unido con los shop stewards comittees, etc. Esta tendencia a la emergencia de organismos de autoorganización con centralidad de la clase trabajadora se expresará en repetidas oportunidades en los principales procesos de lucha de clases del siglo XX.

De este modo quedarán delineadas dos tendencias contrapuestas. La primera hacia la autonomía de la clase trabajadora, la segunda hacia la estatización de sus organizaciones. Entre ambas se configura una verdadera “guerra de posiciones” –que incluye también movimientos propios de la “guerra de maniobra”– preparatoria para los choques decisivos entre las clases, en la cual la burguesía buscará estatizar al movimiento de masas y asimilar a sus líderes, mientras que la clase trabajadora deberá pugnar constantemente por desarrollarse en forma independiente del Estado capitalista y combatir el transformismo. En este marco adquiere mayor complejidad la pelea por el desarrollo de consejos en tanto organismos independientes –no controlados por la burocracia–, capaces de articular a los diferentes sectores de la clase trabajadora y a esta con sus múltiples aliados, y de ligar lo social con lo político para evitar que el que el movimiento quede circunscripto a las luchas parciales y a la participación electoral. El desarrollo de corrientes propias de un partido revolucionario al interior de las organizaciones de masas se torna indispensable para ello.

Ahora bien, los soviets o consejos no son una entidad misteriosa, son organismos de frente único de masas, es decir, producto de la unificación de la clase trabajadora y sus aliados en la lucha contra el capital. Se trata de instituciones capaces de armonizar las diversas reivindicaciones y formas de lucha. Reúnen a todos los representantes de los grupos movilizados y no están ligados a ningún programa a priori. Abren sus puertas a todos los explotados y su organización se renueva constantemente con el movimiento. Todas las tendencias políticas del pueblo trabajador pueden disputar su dirección en base a la más amplia democracia [12]. Durante buena parte del siglo XX, los consejos tuvieron como enemigos a las principales corrientes del movimiento obrero. Fueron combatidos por la socialdemocracia en todos los países, empezando por Alemania. La burocracia stalinista los aplastó en la URSS. Más allá de sus fronteras, los suprimió de su estrategia, primero con la política ultraizquierdista de “clase contra clase” –que negaba cualquier confluencia con los trabajadores socialdemócratas– y luego con la política de Frentes Populares que subordinaba las organizaciones obreras a la burguesía. Durante la segunda mitad del siglo XX, hicieron otro tanto las estrategias militaristas del maoísmo y las corrientes guerrilleras que los sustituyeron por partidos organizados en forma de ejército popular.

En este escenario hostil, sin embargo, las tendencias a la constitución de organismos de autoorganización de tipo consejista estuvieron lejos de desaparecer. En la propia revolución española, en pleno auge de la política de Frente Popular, luego del alzamiento de Franco, la clase trabajadora emprendió la constitución de múltiples organismos que se hicieron cargo del orden público, del control del abastecimiento, del control de las empresas, del poder local y de la justicia (comités locales, patrullas de control, comités de abastos, tribunales revolucionarios) [13]. Aunque no prosperaron, expresaban in nuce una nueva institucionalidad paralela a la del Estado republicano. Aquellas tendencias volvieron a emerger en los diferentes procesos revolucionarios. En la Revolución boliviana de 1952 en torno a la COB y dos décadas después en la Asamblea Popular. En la Revolución húngara de 1956 contra la burocracia stalinista se desarrolló toda una red de consejos de obreros y campesinos. En la Revolución portuguesa de 1974 con los comités de fábrica, inquilinos y soldados. En la Revolución iraní de 1979 con los shoras. En Chile, a partir de 1972, con los Cordones Industriales. Todas experiencias que no llegaron a configurar plenamente un poder de los consejos pero que mostraron lo persistente de la tendencia a su desarrollo, incluso, sin ninguna de las principales corrientes políticas actuantes apostando estratégicamente por ellos.

Con el advenimiento de la etapa de la Restauración burguesa los grandes aparatos burocráticos socialistas, comunistas y nacionalistas burgueses adversarios de estas tendencias a la autoorganización dejaron la escena o se transformaron en meras sombras de lo que fueron en el siglo XX. Pero también las tendencias al desarrollo de consejos perdieron su medio natural: la derrota histórica de finales del siglo pasado abrió un período de décadas sin revoluciones. En este lapso la fisonomía de la clase trabajadora se modificó enormemente. Sufrió un profundo proceso de fragmentación atravesado por múltiples formas de precarización laboral. Los sindicatos, aunque retrocedieron, continuaron siendo las organizaciones importantes de la clase obrera configurándose un nuevo salto en su estatización. Las burocracias dejaron por fuera de los sindicatos a importantes contingentes de la clase obrera (precaria y desocupada). Emergieron los “nuevos movimientos sociales” que también sufrieron un amplio proceso de estatización mediante las ONG o sus vínculos directos con el aparato estatal. Es decir, el “Estado integral” cambió su fisonomía pero mantuvo su función esencial de organización del consenso para las clases dominantes.

Ahora bien, en paralelo a este proceso, la clase trabajadora se extendió globalmente como nunca antes en la historia con la incorporación de cientos de millones de asalariados a sus filas. La clase obrera industrial retrocedió en relación a los servicios pero al mismo tiempo se fue concentrando en otras actividades (logística, transporte, etc.), multiplicado sus “posiciones estratégicas” [14]. Se hizo más heterogénea, mucho más feminizada, inmigrante, multiétnica, dándole una capacidad de articulación hegemónica potencial muchísimo mayor ante importantes movimientos que crecieron en fuerza, empezando por el movimiento de mujeres y diversidades, también el movimiento antirracista o el movimiento medioambiental. El hecho de que como clase sus miembros se encuentren en la intersección de muchos de estos movimientos, le otorga un potencial hegemónico muy significativo. A su vez, el proceso de urbanización acercó en buena medida a muchos de sus aliados. La gran cuestión de actualidad es cómo articular esta multiplicidad de formas de lucha y movimientos para que no se difuminen en luchas corporativas o terminen articulados por el propio “Estado integral”.

Por todo ello es decisivo preguntarnos si el tipo de desarrollo capitalista de las últimas décadas, con las nuevas características que ha adquirido la clase trabajadora y el desarrollo de aquellos diversos movimientos, le resta valor o no a la temática de los consejos. Creemos que no lo hace. Al contrario, la actual fragmentación y heterogeneidad de la clase trabajadora, la multiplicidad de movimientos y formas de lucha, se corresponde con la esencia misma de los consejos como forma política. La ausencia de esta capacidad de articulación de lo heterogéneo en torno a un núcleo de clase propia de los consejos fue una de las causas fundamentales de que la energía desplegada por el movimiento de masas en las decenas de procesos de revueltas de la última década se agotara en sí misma o fuese canalizada dentro de los regímenes burgueses impidiendo el desarrollo de nuevas situaciones revolucionarias. La mayor complejidad y diversidad de las estructuras sociopolíticas y del entramado de clases es, justamente, la que vuelve plenamente madura la temática de los consejos. No solo en tanto instrumentos de lucha sino como instituciones de un nuevo tipo de democracia alternativo a la democracia burguesa.

Los consejos como alternativa al estatalismo y la democracia capitalista

En sus análisis sobre la emergencia del thatcherismo en los años 80, Stuart Hall afirmaba que la potencia del discurso antiestatalista de la derecha neoliberal se cimentaba en dos fenómenos. Por un lado, la asimilación del estatalismo capitalista por parte del Partido Laborista y sectores de la izquierda británica. Por otro, la experiencia del “socialismo realmente existente” donde el Estado, en lugar de desaparecer progresivamente, se había convertido en una fuerza gigantesca, burocrática y totalitaria, que se tragaba a la sociedad civil en nombre del pueblo. La contraposición reformista entre la lógica del mercado y la lógica del Estado (burgués) como garante de determinadas necesidades sociales y derechos se había agotado en sí misma con la propia decadencia del Estado de bienestar. Los ciudadanos habían sido convertidos en clientes pasivos y dependientes de la predisposición del Estado a otorgarles derechos [15]. La derecha neoliberal opuso así la idea de libertad entendida como “libertad de mercado” al estatalismo, identificando a este último con “lo colectivo” en general.

Este esquema planteado por Hall no es difícil de proyectar en experiencias más actuales. La ausencia de una alternativa de izquierda clara a este dilema, desde nuestro punto de vista, está muy ligada al repliegue de la temática de los consejos. Esta tiene una dimensión teórica clave para el marxismo revolucionario referida a las formas políticas a través de las cuales es posible concebir el pasaje de la sociedad capitalista a la sociedad socialista. Luego de la Comuna de París, ya Marx y Engels habían considerado “corregir” el Manifiesto Comunista para plantear que “la clase trabajadora no puede simplemente tomar posesión de la maquinaria del Estado tal como está, y ponerla en movimiento para sus propios fines” [16]. No se trataba simplemente de reemplazar un estatalismo por otro, sino de poner en pie un determinado tipo de Estado, o “semi–Estado” como decía Engels, que bregara por su propia extinción. Es decir, que progresivamente fuese reabsorbido por la propia sociedad civil a partir de la desaparición de la división en clases durante un proceso de transición al socialismo.

Los consejos son la forma política capaz de expresar institucionalmente aquella reabsorción de las funciones estatales por la sociedad civil en la transición al socialismo. Son la vía para horadar la división entre gobernantes y gobernados. Expresan las formas transitorias de poder político capaces de preparar concretamente la extinción del Estado. En términos generales, la temática de los consejos, va más allá del propio marxismo. Incluso una teórica liberal como Hannah Arendt señalaba que: “desde las revoluciones del siglo XVIII, todo gran levantamiento ha desarrollado los rudimentos de una forma de gobierno enteramente nueva, que surgió independiente de todas las anteriores teorías revolucionarias, directamente del curso de la misma revolución, es decir, de las experiencias de la acción y de la resultante voluntad de los ejecutantes para participar en el desarrollo posterior de los asuntos públicos. Esta nueva forma de gobierno es el sistema de consejos” [17]. Lo distintivo de la temática conciliar en el marxismo, que la diferencia de desarrollos como los de Arendt, es que plantea la posibilidad de integrar “libertad” y “necesidad”. Es decir, que los asuntos públicos incluyen la planificación racional de los recursos económicos para la satisfacción de las necesidades sociales. Luego volveremos sobre esto.

A la hora de comparar la democracia consejista y la democracia burguesa hay que partir de dos diferencias esenciales que van más allá del régimen político y hacen al carácter de clase del Estado, a la diferencia entre un Estado de los trabajadores y un Estado capitalista. La primera, refiere al reemplazo de los destacamentos especiales armados con los que la burguesía se garantiza el monopolio de la violencia (ejército, policías, gendarmes, etc.) por el armamento del pueblo. Esta última es una bandera que viene de las revoluciones burguesas pero que, desde el punto de vista de la revolución socialista, adquiere un contenido específico ligado al monopolio de la fuerza por parte de la clase trabajadora y el conjunto de los explotados. La segunda diferencia esencial se vincula a la subversión de las relaciones de propiedad. El nuevo Estado de los trabajadores se basa en la propiedad social de los medios de producción. Dicho esto, es posible comparar las formas políticas de los regímenes democrático-burgueses con las de la democracia consejista para identificar algunos núcleos fundamentales que las distinguen.

Uno de los aspectos más conocidos del análisis de Marx de la Comuna de París es su crítica a la división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). Le atribuyó un carácter ficticio que, históricamente, derivó en una progresiva concentración del poder en manos del ejecutivo, exacerbada en los momentos de crisis. En los regímenes presidencialistas, el Presidente sería un virtual sustituto del monarca constitucional. En el caso de Estados Unidos, para defender la necesidad de una presidencia fuerte y unipersonal, Alexander Hamilton tomaba como referencia la figura del dictador republicano romano [18]. Por su parte, las “cámaras altas” o senados, vendrían a actuar como cámaras de control frente a los parlamentos de base electoral más amplia. Representarían un resguardo frente a la voluntad popular en el terreno legislativo. El poder judicial proclama su verdadera “independencia” respecto al voto popular. Se lo concibe como poder “contramayoritario”. Todo el sistema de checks and balances tiene por objetivo evitar decisiones fundamentales que puedan afectar los intereses de las clases dominantes. Dicho en términos clásicos: sirve para limitar la soberanía popular.

Marx, en su momento, no escribe ni un tratado de derecho constitucional, ni una historia del derecho público, le interesa contraponer la república burguesa a la Comuna como forma política. Al principio de división de poderes le opone un “órgano de trabajo”, ejecutivo y legislativo al mismo tiempo. Este aspecto es central para entender la temática de los consejos. La noción de “órgano de trabajo” implica que una misma asamblea, como fue el caso de la Comuna, no solo es electa para discutir sino para llevar adelante sus propias resoluciones. Se trata de un principio indispensable para la democracia de los consejos ya que esta tiene funciones de gobierno mucho más amplias que cualquier democracia burguesa. No se limita a definir los lineamientos políticos del Estado sino que incluye la planificación democrática de la economía. En la república burguesa, la economía es controlada y organizada arbitrariamente por los propietarios de los medios de producción, la porción de la misma que depende de representantes electos está, en el mejor de los casos, acotada a las proyecciones del presupuesto estatal. En cuanto al poder judicial, la unificación de poderes no es completa, en la democracia consejista se mantiene separado pero pierde su independencia respecto al voto y la participación popular.

Otro tema central es la responsabilidad ante los electores y la revocabilidad de todos los funcionarios públicos en cualquier momento. Este solo hecho plantea un principio muy diferente al de la democracia delegativa burguesa. En ella, por lo menos en la teoría, la autoridad legítima surge del consentimiento general de aquellos sobre quienes va a ejercerse. Este principio atravesó las revoluciones burguesas, tanto la inglesa, como la francesa, como la norteamericana. La masa de ciudadanos es, ante todo, una fuente de legitimidad política más que un conjunto de personas llamadas a tomar parte en el gobierno. Su derecho es el derecho a consentir el poder. La libertad de opinión para que la voz del pueblo pueda llegar a quienes gobiernan aparece como un pobre sustituto de la ausencia de un derecho a dar instrucciones, una contrapartida a la independencia de los representantes respecto a los representados. A través del voto solo se puede sancionar o repudiar una conducta ya realizada. El principio de representantes responsables y revocables en todo momento, constitutivo de la democracia consejista, implica ampliar la influencia de los representados más allá de aquel juicio retrospectivo para darles la potestad de determinar el curso mismo de acción a seguir. Dicho en otros términos, apunta a acotar la separación misma entre representantes y representados y a trazar una vía para superarla. Coherente con ello, se basa en el principio igualitario de la eliminación de los privilegios de los funcionarios públicos con un salario igual al de cualquier trabajador.

Sobre la base de las diferencias que fuimos señalando hasta acá, en 1934 Trotsky ensayó una crítica de la estructura institucional de la Tercer República francesa que aporta importantes elementos para esta reflexión. Allí resignificaría algunas de las observaciones de Marx para delinear un régimen alternativo a través de una serie de planteos programáticos. A saber: la supresión tanto del Senado como de la presidencia de la República y la constitución de una asamblea única que debía combinar los poderes legislativo y ejecutivo, donde “sus miembros serían elegidos por dos años, mediante sufragio universal de todos los mayores de dieciocho años, sin discriminaciones de sexo o de nacionalidad. Los diputados serían electos sobre la base de las asambleas locales, constantemente revocables por sus constituyentes y recibirían el salario de un obrero especializado”. No se trataba del programa de una república de consejos sino de un programa transicional democrático-radical para confluir con los trabajadores reformistas contra las tendencias bonapartistas del régimen bajo la premisa de que “una democracia más generosa facilitaría la lucha por el poder obrero” [19].

Es de desatacar que en el planteo de Trotsky la elección de diputados sobre la base de asambleas locales está referenciada en el modelo de la Convención jacobina de 1793. En aquel entonces, muchas de estas asambleas no se disolvieron luego de la elección y tomaron un rol activo en el proceso político. Aquí tenemos esbozada otra característica central de la democracia de los consejos: establecer los medios para la facilitar la participación activa y directa de los trabajadores y sectores populares en los asuntos públicos. Como señalara Lenin en El Estado y la revolución, el objetivo de la democracia consejista es que una mayoría de trabajadores se transforme en algún momento en funcionario público. O como señalara Gramsci: “El consenso se supone permanente activo, hasta el punto de que los consentidores podrían ser considerados como ‘funcionarios’ del Estado y las elecciones un modo de enrolamiento voluntario de funcionarios estatales de cierto tipo, que en cierto sentido podría emparentarse (en planos distintos) al self–government [autogobierno]” [20]. Es decir, esta democracia no se limita a obtener el consentimiento mayoritario, tampoco al derecho a revocar representantes, sino que depende también de la capacidad que tengan las instituciones democráticas del Estado de los trabajadores de impulsar una alternancia en las posiciones de “gobernante” y “gobernado” de los mayores contingentes posibles del movimiento de masas. El objetivo sería lograr la progresiva confusión práctica entre ambas posiciones.

En otros términos, se trata de trazar un camino de desprofesionalización y difusión de la actividad política. Si tuviéramos que emparentarlo a alguno de los principios democráticos clásicos sería sobre todo al de isegoria, que era el derecho igualitario de los ciudadanos a hablar en asamblea. Claro que, a diferencia de la democracia antigua, en el marxismo este principio aparece directamente ligado a la propagación de las condiciones materiales para su ejercicio. Una garantía fundamental para este tipo de isegoria en un Estado de trabajadores estaría dada, como señalara Lenin: “por el hecho de que el socialismo reducirá la jornada de trabajo, elevará a las masas a una nueva vida, colocará a la mayoría de la población en condiciones que permitirán a todos, sin excepción, ejercer las ‘funciones del estado’, y esto conducirá a la extinción completa de todo estado en general” [21].

A través del conjunto de estos mecanismos, la democracia de los consejos busca establecer un contacto infinitamente más estrecho, más orgánico, más honrado, con la mayoría del pueblo trabajador que cualquier institución parlamentaria. Su característica más importante no es reflejar estáticamente una mayoría, ratificada cada 2, 4 o más años, sino formularla dinámicamente. Por este motivo es potencialmente capaz de superar la imposibilidad de los mecanismos jurídicos y parlamentarios para expresar el poder constituyente de las mayorías en momentos de cambios revolucionarios. Trotsky formulaba esta relación orgánica y dinámica en los siguientes términos:

El Soviet engloba a los trabajadores de todas las industrias, de todas las profesiones, cualquiera que sea el grado de su desenvolvimiento intelectual o el nivel de su instrucción política […] Los Soviets son un instrumento de dominio proletario que no pueden ser sustituidos por nada, precisamente porque sus cuadros son flexibles y elásticos y todas las modificaciones no solo sociales, sino también políticas que se producen en la posición relativa de las clases, pueden hallar inmediatamente su expresión en el mecanismo soviético. Empezando por las grandes fábricas, los soviets hacen entrar luego en su organización a los obreros de los talleres y a los empleados de comercio; de ahí se trasladan a los pueblos, organizan la lucha de los campesinos contra los terratenientes, y alzan más tarde a las capas inferiores y medias del mundo campesino [22].

Más allá de la concatenación histórica específica que señala Trotsky, referida a la Rusia revolucionaria, nos interesa destacar el concepto que expresa. Esta estructura “flexible y elástica” permite que el sistema de los consejos se ensanche o reduzca según se extiendan o disminuyan las posiciones sociales conquistadas por el proletariado y el movimiento de masas. Son las instituciones más aptas para la consecución democrática de la revolución social en su dinámica interna, en sus errores y en sus éxitos. Ahora bien, cuando se consolida el avance en la transición al socialismo –estadio que quedó bloqueado en la URSS con la burocratización stalinista– la democracia soviética tiene la capacidad de extenderse a toda la población, perdiendo por eso mismo y desde entonces su carácter estrictamente gubernamental y, por esa vía, transformarse en una poderosa herramienta de cooperación de productores y consumidores.

Todas estas características hacen al contraste entre la democracia de los consejos y las instituciones basadas en el sufragio universal como tal que apelan exclusivamente a la igualdad formal del ciudadano atomizado. Como sintetizara Ellen Meiksins Wood en la democracia capitalista, la separación entre el estatus civil y la posición de clase opera en dos direcciones:

… la posición socioeconómica no determina el derecho a la ciudadanía –y eso es precisamente lo que significa democrático en la democracia capitalista– sino que, debido a que el poder del capitalista para apropiarse del trabajo excedente de los obreros no depende de un estatus jurídico o cívico privilegiado, la igualdad civil no afecta directamente ni modifica significativamente la desigualdad de clases; y justamente esto limita a la democracia en el capitalismo. Las relaciones de clases entre el capital y la fuerza de trabajo pueden sobrevivir hasta con una igualdad jurídica y el sufragio universal. En ese sentido, la igualdad política en la democracia capitalista no sólo coexiste con la desigualdad económica, sino que la deja fundamentalmente intacta [23].

Este es el límite insalvable de las instituciones basadas en la igualdad formal ciudadana para cualquier tipo de transición al socialismo. Y aquí es importante aclarar una confusión muy común. La diferencia entre los mecanismos de elección de las instituciones de la democracia burguesa y los de una democracia de los consejos no consiste en que una exprese el voto “universal” y la otra no. Toda democracia, en tanto régimen de dominación de clase, se basa en una exclusión. En la democracia burguesa, el excluido típico es el extranjero, ya que se basa en una concepción nacionalista de la democracia. Solo hace falta analizar la realidad de la principal democracia burguesa del planeta, la de EE. UU., donde millones de inmigrantes que son trabajadores en suelo norteamericano están excluidos del voto y de la ciudadanía por este motivo. A esto podríamos agregar que el federalismo norteamericano permite recortar derechos electorales a nivel de cada Estado y organizar las elecciones arbitrariamente (distribución arbitraria de casillas de votación, “supresión” de votantes, diseño arbitrario de distritos) y deja a más de 21 millones de ciudadanos (no extranjeros) excluidos del “sufragio universal” por no contar con los documentos que se les exigen para votar. La diferencia con la democracia consejista es que en ella la exclusión es de clase. Al tratarse de una república de trabajadores, los consejos pueden plantear –no necesariamente deben hacerlo, depende de la relación de fuerzas– una limitación de los derechos políticos para la antigua clase de los explotadores. En el caso de una revolución socialista en EE.UU., seguramente, afectaría a una proporción infinitamente menor que la excluida en la actualidad.

En cuanto a la determinación de la base electoral a partir de la cual se constituye la representación, existe una diferencia de concepto muy importante entre la democracia delegativa burguesa y la democracia consejista. En la primera, la elección se realiza sobre un criterio exclusivamente territorial que, como tal, su rasgo decisivo en la determinación más o menos arbitraria de circunscripciones y distritos electorales ligados a las subdivisiones políticas internas de cada Estado. Si en general el voto “ciudadano” se caracteriza por diluir a la clase trabajadora en el conjunto de la población, en particular las circunscripciones territoriales de los regímenes democráticos burgueses suelen conformarse de forma tal de diluir aún más el peso político de las concentraciones de trabajadores urbanos. Este tipo de organización de la representación se condice con la separación entre el estatus civil y la posición de clase. Pero, sobre todo, es coherente con el hecho de que el ámbito de la producción social –en su sentido amplio– está excluido de la democracia. La democracia burguesa convive con el “despotismo de fábrica” mediante el cual el capital dirige el proceso de producción y se beneficia de la explotación de la fuerza de trabajo colectiva [24]. Una dictadura patronal al interior de los establecimientos de trabajo que, a lo sumo, aparece moderada por determinada legislación que protege al trabajador de la pura arbitrariedad.

En contraste, la democracia consejista es la ampliación de los principios democráticos al conjunto de la vida social. Frédéric Lordon formula una idea interesante en este sentido bajo la noción de “recomuna”. Con esta expresión hace jugar la idea de “república” pero para ampliar en número y finalidades “la cosa pública” de la que intenta dar cuenta. Su objetivo es sugerir –contra lo que define como una inconsecuencia del capitalismo a la cual este ata toda su supervivencia– que el principio de la democracia radical se debería aplicar a toda empresa concebida como coexistencia y concurso de potencias independientemente de su objeto. Para graficarlo, pone como ejemplo la producción industrial de bienes señalando, con razón, que no hay ningún motivo por el cual se la deba eximir de una forma democrática, teniendo en cuenta que quienes participan de ella ponen en común allí parte de su vida. El volumen de empleo, lo que se debe fabricar, cantidades, ritmos, etc. no deberían escapar a la deliberación común puesto que tienen consecuencias comunes. “El sencillo principio recomunista –dice– es entonces que lo que afecta a todos, debe ser objeto de todos –¡lo dice la propia palabra recomuna!–, es decir constitucionalmente e igualitariamente debatido por todos” [25].

La ampliación de la “cosa pública” está en el centro de la particular determinación de la base electoral a partir de la cual se constituye la representación en la democracia consejista. Desde luego, esta no escapa al sustrato territorial pero no se limita a él. La noción “espacio público” supera los límites democrático-burgueses para entrelazarse con el entamado que hace a la producción y reproducción de la sociedad. Los establecimientos de trabajo, como las fábricas, las empresas, las oficinas, los campos, los hospitales, así como las escuelas y las universidades –con sus docentes, sus trabajadores no docentes, sus estudiantes–, entre otros, se transforman en las “circunscripciones” básicas de la democracia consejista como lugares de deliberación y de elección de representantes. Estas, a su vez, conservan una dimensión territorial en la que se agrupan y se vinculan con el territorio conformando consejos locales, regionales o nacionales. Este tipo de organización política que coincide aproximadamente con la organización de la propia sociedad para su producción y reproducción como tal tiene varias virtudes que hacen a la esencia de este tipo de democracia. Por un lado, posibilita y facilita que el pueblo trabajador, en tanto soberano, no se disuelva luego de cada elección. Por otro lado, permite conectar a todo nivel, la deliberación con la ejecución.

Ahora bien, ¿es viable este tipo de organización democrática en las sociedades complejas contemporáneas? Hay una crítica tradicional al sistema de consejos según la cual representaría una experiencia históricamente perimida incapaz de adaptarse a las complejidades de las sociedades actuales. Sin embargo, el trasfondo de esta crítica es que cuanto más complejas son las sociedades, más difícil sería la democracia en general. Si nos situamos desde el punto de vista del capitalismo, en buena medida esto es cierto. Como señala Perry Anderson, “la libertad de una democracia burguesa parece establecer los límites de lo socialmente posible para la voluntad colectiva de un pueblo, y, por tanto, puede hacer tolerables los topes de su impotencia” [26]. Pero la clave de la democracia de los consejos es que va más allá del capitalismo, empezando por las posibilidades para la democracia que plantearía una reducción drástica de la jornada laboral habilitada por la planificación racional de la economía y del trabajo, y, más en general, por el hecho de que, como decía Marx, ya no sea el tiempo de trabajo la medida de la riqueza, sino el tiempo disponible [27].

La pregunta es si con los cambios de las últimas décadas y las características que han adquirido las sociedades, la temática de los consejos y la crítica que esta contiene a la democracia delegativa burguesa han perdido o han aumentado su valor. Para nosotros la respuesta es claramente la segunda. Las condiciones de las sociedades contemporáneas, la mayor complejidad de las estructuras sociales y político-culturales, la extensión exponencial de la clase trabajadora y su mayor heterogeneidad, la multiplicidad de “movimientos”, la inmigración masiva –enemiga irreconciliable de las nociones nacionalistas de democracia–, entre otras características, vuelven plenamente madura la temática de la democracia de los consejos. La experiencia más desarrollada al respecto, que fue la de los soviets rusos durante los primeros años de la revolución, ya tiene más de un siglo. Para reactualizar la temática de los consejos no es posible quedarnos allí. Parafraseando a Trotsky, la democracia consejista del siglo XXI será tan distinta a la de los soviets rusos como lo son nuestras sociedades contemporáneas de la Rusia zarista semifeudal.

Las teorías del “Estado combinado” que pretendieron amalgamar la democracia burguesa con la democracia de los consejos –desde el planteo original de Rudolf Hilferding hasta versiones posteriores como las de Nicos Poulantzas o Antoine Artous, entre otras– han presentado a los consejos como especie de “cámaras sociales” o como expresión de una institucionalidad corporativa complementaria [28]. Lejos de estas caricaturas, la gran potencialidad de las formas consejistas de democracia para la actualidad es su capacidad para hacer emerger la heterogeneidad sustancial y la vitalidad de las clases subalternas atomizadas y homogeneizadas idealmente en las democracias burguesas. El régimen de partido único con el que se ha buscado identificar posteriormente a “los soviets”, fue establecido como norma por el stalinismo, en el marco de la burocratización de la URSS asediada por las dificultades excepcionales que tuvo encarar la construcción socialista en un país aislado, pobre y atrasado con los medios disponibles hace un siglo. En ese sentido, es de primer orden revalorizar la batalla encarada en su momento por Trotsky y la Oposición de Izquierda por el establecimiento de la pluralidad de partidos soviéticos, ya que representa un hilo de continuidad fundamental para recrear la temática de la democracia consejista hoy [29]. La lucha de intereses, de grupos e ideas entre diferentes partidos y movimientos, las luchas electorales y los debates acalorados están en el origen y en la esencia misma del sistema de consejos, tan afín a la vorágine de las pasiones políticas como contrario a la frialdad burocrática.

La identificación de la idea de los consejos con la deriva totalitaria de la URSS bajo el estalinismo, cuando en realidad este fue su peor enemigo, es uno de los modos, cada vez más vetusto, de justificar la decadencia de las democracias delegativas burguesas realmente existentes. Hoy estas avanzan a paso firme hacia un autoritarismo cada vez más totalitario aplastando las libertades democráticas. Las elecciones periódicas se han transformado en especie de ritos simbólicos donde el elector solo es convocado para definir formalmente entre candidatos discursivamente enfrentados, pero con programas que se emparentan en lo central y que todo el mundo sabe que no cuentan a la hora de gobernar. Las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información han ampliado el espacio de la opinión pública pero, como norma, no pueden hacer más que reproducir las tendencias básicas de las democracias actuales. Ofician como pobre sustituto del estrechamiento de su base social, limitada a sectores de las clases medias urbanas y a los estratos más altos de las clases trabajadoras; un fenómeno que, por cierto, acompañó desde siempre al neoliberalismo.

Las condiciones han cambiado bastante desde que Giovanni Sartori comenzara a analizar la “video–política” bajo la cual el pueblo soberano “opina”, en buena medida, en función de lo que los grandes medios de comunicación inducen a opinar [30]. Las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información han amplificado aquella tesis. Controladas por un reducido número de megacorporaciones, han sido utilizadas por las clases dominantes para desarrollar mecanismos típicamente totalitarios. Una vinculación de los líderes políticos con una masa atomizada por encima de las mediaciones políticas paralela a la transformación de los partidos políticos en muertos vivientes. Las nuevas formas de conducción de la opinión pública, han fortalecido su función coactiva hacia las clases opositoras a través del consentimiento de los grupos sociales aliados, como la define Peter Thomas [31]. Estos procesos han ido de la mano con la degradación práctica de cualquier incidencia sustancial de la voluntad popular a la hora de definir la acción concreta de gobiernos cada vez más independientes de los “representados”.

Sin embargo, este no es el destino fatal de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información. Como mostraron los procesos de revuelta de la última década en todo el mundo, las nuevas tecnologías también encierran un potencial democrático muy importante. Sin duda, la reformulación de la temática de los consejos para el siglo XXI implica también la exploración de aquellas potencialidades democráticas de las nuevas tecnologías, sustrayéndolas del control de despótico de las corporaciones. Una forma de hacerlo sería establecer el control de los mismos en forma democrática, proporcionalmente a los votos obtenidos por cada agrupamiento en las elecciones a los consejos. Las nuevas tecnologías tendrían un enorme potencial en una democracia consejista para la democratización de la información y para la ampliación de los canales democráticos de discusión pero, sobre todo, para aumentar la incidencia de sectores cada vez más amplios en la toma de decisiones (estratégicas y cotidianas), es decir, ampliar la participación y la prerrogativa democrática de dar instrucciones de gobierno.

Desde luego, el sistema de los consejos no puede hacer milagros, su función es reflejar la voluntad popular de la forma más dinámica, democrática y amplia posible. La potencia de una democracia de los consejos dependerá siempre de la vitalidad y el convencimiento de las grandes mayorías para avanzar hacia el socialismo. La construcción de una sociedad socialista solo puede ser fruto de la actividad consciente. Lo que sí podemos afirmar es que la democracia de los consejos basada en el impulso de la autoorganización es la única forma política –de las que hoy conocemos– para emprender una transición hacia el socialismo y hacer viable la perspectiva de la extinción del Estado.

Planificación, colectivismo y nuevo individualismo

La temática de los consejos se vincula con otra que es fundamental a la hora de pensar la relación entre “libertad” y “necesidad”, entre democracia política y emancipación económico-social en el proyecto socialista. Nos referimos a la problemática de la planificación racional y democrática de los recursos de la economía orientada a la satisfacción de las necesidades de las grandes mayorías. Es decir, por fuera del principio rector de la ganancia, funcional al dominio de un pequeño sector de la población que concentra los medios que necesitan nuestras sociedades para su producción y reproducción.

La “economía” tiene un peso determinante en el discurso del capitalismo. Marx supo analizarlo en profundidad en El Capital y determinar sus causas y efectos reales. Es decir, cómo la fijación –a través de su generalización y persistencia– de ciertas prácticas se traduce en una determinada forma (fetichista) de tomar conciencia de las relaciones existentes. La teoría burguesa clásica de la estructura de la sociedad se basa en la hegemonía inmediata de lo económico. Desde el siglo XIX, como analiza Foucault, tendrá lugar una transformación crucial de la gubernamentalidad moderna mediante la introducción de la economía política como principio de limitación de la acción de gobierno, donde este solo podrá hacer “lo que debe hacer” si respeta las leyes “naturales” de la economía. Un gran viraje tendrá lugar a partir de 1870 con el pasaje de las concepciones “clásicas”, que aún referían al valor trabajo como explicación del excedente y la ganancia, a la escuela de la utilidad marginal para la cual el valor de un bien pasa a depender de la utilidad que tenga para los diversos agentes económicos. A partir de entonces el acento estará puesto en el deseo subjetivo [32]. Con la teoría subjetiva del valor, el irracionalismo se impone en el pensamiento económico burgués.

El auge del neoliberalismo despliega estas viejas tendencias en toda su dimensión y las generaliza. El individuo deviene sujeto racional a través del reconocimiento de la posibilidad de maximizar sus capacidades y gestionar sus conductas con el fin de lograr el mayor beneficio con los menores costos. Aquí, afirma Foucault, hay un importante componente del orden de la internalización de la obediencia, de la sujeción a un poder exterior creyendo ejercer la propia libertad singular. El neoliberalismo lleva mucho más allá la lógica del liberalismo. No se trata solo de imponer límites a la acción estatal, sino que la economía de mercado se constituye en el principio de regulación interna de la acción gubernamental. A su vez, el neoliberalismo norteamericano procuró extender la racionalidad del mercado, sus esquemas de análisis y sus criterios de decisión, incluso a ámbitos no primordialmente económicos, como la familia, la natalidad, la delincuencia, la política penal, etc.

El “pacto social neoliberal” vino a sustituir al pacto bienestarista que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Su constitución fue mucho más elitista. Su base social más estrecha. Combinó la exaltación del individuo y su realización en el consumo con el aumento de la explotación, la degradación social de la mayoría de la clase trabajadora, la desocupación y la pobreza, siendo el “clientelismo” y la criminalización las políticas fundamentales del neoliberalismo para estos sectores. A partir de 2008, con el salto en la desigualdad a nivel global y, actualmente, con un mundo atravesado por las crecientes tensiones militares y comerciales entre potencias, aquellas técnicas “productivas” del poder propias del neoliberalismo ligadas al consumo, al crédito, etc., se encuentran en una profunda crisis estructural [33]. Las revueltas que tiñeron el panorama político de la última década son una expresión genuina de ello.

El problema de fondo está relacionado con la ausencia de nuevos motores de acumulación de capital. La rentabilidad de la inversión en los principales sectores de creación de valor está cerca de los mínimos posteriores a 1945 [34]. El ciclo neoliberal ha sido capaz de expandir sus límites a través de determinadas tendencias contrarrestantes a la caída de la tasa de ganancia, pero no ha resuelto las causas de la caída de la productividad. A partir de la restauración del capitalismo en la ex–URSS, en Europa del Este, y sobre todo en China, el capitalismo encontró una nueva “selva virgen”, aquel “afuera” donde acumular capital del que hablaba Rosa Luxemburg. Pudo expandir enormemente la ley del valor e incorporar masivamente nueva fuerza de trabajo (aumentando la plusvalía absoluta en todo el mundo). Pero lo que marca la tónica de los últimos años es que estas contratendencias se están agotando. China se transformó de un país pobre, destino para la acumulación de capital de las potencias imperialistas, en uno que compite en el mercado mundial por las oportunidades de acumulación. La financierización de la economía, que ha servido hasta ahora como una válvula de escape, también encuentra sus límites.

Ahora bien, la crisis del neoliberalismo no implica la reversión de sus consecuencias. Bajo el Estado de bienestar la ideología del pleno empleo y las prácticas políticas que trajo aparejadas reforzaron extraordinariamente la subordinación de la clase trabajadora. A través del estatalismo vinculado a la idea de la producción y protección laboral, la figura del trabajador/a como productor fue sustituida por la del trabajador “sujeto de derechos”. Luego, bajo el neoliberalismo se verificó un salto fundamental en la invisibilización del trabajador/a en tanto productor/a, que pasó a ser representado como asalariado-consumidor o mero ciudadano. A partir de la teoría del “capital humano” el trabajador apareció como empresario de sí mismo. Se consolidó la imagen de la sociedad como conjunto de individuos concebidos como “agentes económicos” activos y libres, guiados por el egoísmo, que gestionan sus conductas para conseguir el mayor beneficio.

Detrás de la teoría del “capital humano” se esconde el potencial creador de la clase trabajadora. En este sentido, son muy pertinentes los desarrollos de Gramsci en los que pone el acento en el trabajador no solo como asalariado sino también como productor [35]. Este carácter le ha sido negado al trabajador en forma radical bajo el neoliberalismo. Aparece como un mero representante de un interés corporativo más de la sociedad cuando como productor es portador potencial de nuevas relaciones sociales de cooperación, de una fuerza social y productiva que puede abrir paso a una nueva civilización. Este potencial creador de las trabajadoras y los trabajadores, tanto en el terreno económico como en el político, es un punto de partida indispensable para recrear el proyecto socialista. Sin él, quedaría clausurada la posibilidad de la clase trabajadora –y con ella del movimiento de masas– de hacerse cargo de la producción.

El socialismo es, por un lado, el movimiento real que, como decían Marx y Engels, anula y supera el estado de cosas actual donde los trabajadores y las trabajadoras pugnan por recuperar su tiempo libre, su tiempo de vida. Por otro lado, también es el objetivo de una nueva sociedad donde los productores se asocien libremente, trabajen con medios de producción colectivos y unan sus fuerzas individuales como una gran fuerza de trabajo social. Desde ambos puntos de vista, el socialismo se opone a la abstracción de la sociedad económica como puro automatismo que plantea la ideología neoliberal y cuyo núcleo reside en el intento de fagocitar a la sociedad civil en una sociedad económica reducida a la oferta y la demanda. Esta noción de la sociedad económica es la idea de fuerza de la burguesía en la medida en que se presenta como indistinguible de las relaciones de propiedad surgidas en la sociedad civil. Mientras tanto, el Estado que de hecho apoya y defiende las relaciones de propiedad, se presenta como externo a ellas [36].

El consumo productivo de trabajo abstracto, es decir, del trabajo en su forma puramente social, no necesariamente debe dar lugar a la relación de explotación burguesa. Puede ser la base de una organización social que tome lo colectivo como punto de partida y lo convierta en condición normal de la que pueda surgir la conciencia de individuos que autogestionan sus vidas. Se trata de hacer consciente la interdependencia entre las personas, de hacer visible aquella cooperación que aparece como “espontánea” y que la “mano invisible” del mercado se encarga de ocultar. La individualidad es el conjunto de relaciones de las que forma parte cada individuo. La cuestión es si el individuo se concibe a sí mismo no como mónada aislada, sino como rico en posibilidades que le ofrecen los demás individuos y la sociedad. La rehabilitación consciente de la cooperación que existe negada como tal bajo el capitalismo es la base del principio de planificación económica en tanto necesidad social. La ausencia de este principio se expresa catastróficamente en las crisis capitalistas.

La noción de planificación económica socialista expresa el horizonte capaz de dar respuesta a las manifestaciones de la crisis del modo de producción capitalista. La idea de que cualquier tipo de planificación lleva necesariamente a la burocratización se basa en una lectura unilateral de la experiencia de la URSS bajo el estalinismo. Este “sentido común” ha sido utilizado como herramienta de lucha por parte de la burguesía contra la perspectiva socialista. Lo cierto es que el estalinismo fue enemigo de la democracia consejista y, por tanto, enemigo de la planificación democrática de la economía. Este debería ser el punto de partida de cualquier balance serio del asunto, incluso haciendo abstracción del atraso y el aislamiento de la URSS. Para un proyecto socialista desde abajo, las temáticas de la planificación y del consejismo están indisolublemente ligadas. Desde este punto de vista, el plan y la libertad no se contradicen. Esto no significa que no haya tensiones entre un polo del plan que lleva a la centralización –para poder contemplar el conjunto de las necesidades y recursos sociales– y otro que hace a la construcción del plan “desde abajo”.

El plan debe adoptar la forma de un conjunto de alternativas entre las cuales pueden elegir las voluntades individuales canalizadas en nuevas instituciones consejistas. Se trata de organizar el modo en que la necesidad puede convertirse en un aumento de la libertad. Es decir, superar la constatación post festum de las necesidades sociales –con la irracionalidad que implica desde el punto de vista de la producción y el consumo– para que estas puedan ser conscientemente percibidas a través de una disposición activa de los propios productores/consumidores y, a partir de ello, adoptar un determinado curso de acción entre las alternativas disponibles. El objetivo es que la gestión social se convierta en colectiva y supere el momento inconsciente propuesto por el capitalismo como sistema de apropiación privada de los frutos del trabajo. La contrarrevolución estalinista dejó trunco el proyecto plasmado por Lenin en El Estado y la revolución y luego retomado por Trotsky en La revolución traicionada, para quienes aquella reapropiación de lo colectivo iba de la mano del renacimiento del individuo dentro de la “colectividad”.

Como señalara Gramsci, el individualismo que se ha vuelto antihistórico es aquel que se manifiesta en la apropiación individual de la riqueza, mientras que la producción de la riqueza se ha ido socializando cada vez más [37]. A esto le contrapone un nuevo individualismo que se presenta como un tipo diferente de tensión de voluntades, utilitaria pero desinteresada, de la misma naturaleza que la que determina el renacimiento del individuo dentro de la “colectividad”. Es decir, un nuevo individualismo desarrollado a partir de lo colectivo, más precisamente, de la articulación de la autogestión de la vida colectiva. Donde el individuo no se limita a aceptar pasivamente la impronta que le imponen, desde afuera, unas relaciones sociales inconscientemente asumidas y pasa a ser protagonista consciente del gobierno y la planificación de lo colectivo. El salto cualitativo en lo económico de lo privado a lo colectivo es el marco potencial para una revitalización de la sociedad civil –también tematizada por Trotsky en sus escritos sobre la transición– como lugar de autogobierno y desarrollo de la libertad individual. También es el sustrato para el desarrollo de aquel nuevo individualismo formado en las condiciones dadas por una sociedad que se autogestiona a través de la planificación de su relación orgánica con la naturaleza y con sus propias formas de vida. De esta forma la necesidad puede transformarse en mayor libertad, claro que no en omnipotencia, sus posibilidades dependen del nivel alcanzado por la civilización en un momento determinado.

La temática de la planificación socialista en el siglo XXI

Como sabemos, Marx y Engels fueron muy prudentes a la hora de delinear los contornos de una futura sociedad socialista. Críticos del socialismo utópico, sus principales desarrollos se basaron en conclusiones de experiencias históricas, en primer lugar, de la Comuna de París. Esto no quita intuiciones muy relevantes como las expresadas, por ejemplo, en la Crítica al programa de Gotha donde Marx incluye toda una serie de consideraciones respecto a las “fases” del comunismo. Allí describe una primera fase donde todavía no hay abundancia y es necesaria alguna norma de reparto de los recursos existentes, donde cada quien recibe de la sociedad según su trabajo. Para sostener esta norma de reparto aún es necesario que exista alguna forma de Estado. A diferencia de esta, la “fase superior” del comunismo tendría por lema “a cada quien según su necesidad de cada quien según su capacidad”. Es decir, cada individuo aporta a la sociedad según su capacidad y recibe según lo que necesita. Más allá de estos términos generales, los fundadores del marxismo tuvieron poco que decir acerca de las formas de planificación de la producción.

La experiencia de la URSS en el siglo XX planteó nuevos términos para este debate. A diferencia de la etapa previa de lucha de ideologías, el choque de hegemonías expresó la temática de la planificación en términos ya no solo teóricos sino históricos. Ninguna recuperación de esta temática en el siglo XXI puede prescindir de extraer las conclusiones de aquella experiencia. Sin embargo, se presenta una dificultad adicional para ello. Cuando Marx formula su esquema de las “fases” del comunismo no tenía en mente que la revolución triunfase en un país atrasado y quedase aislada internacionalmente. La URSS no alcanzó ninguna de aquellas dos “fases” descriptas por Marx. No fue una sociedad socialista. En La revolución traicionada, Trotsky afirma que: “Sería más exacto, pues, llamar al régimen soviético actual, con todas sus contradicciones, no un régimen socialista, sino un régimen preparatorio o de transición del capitalismo al socialismo” [38]. Esta definición es el punto de partida para abordar críticamente aquella experiencia.

Dicho esto, la temática de la planificación socialista no puede ser igual en la actualidad que hace medio siglo cuando cayó la URSS y se restauró el capitalismo en los países donde se había expropiado a la burguesía. Hoy la recreación de esta temática debe dar cuenta de los saltos que se han dado en el desarrollo tecnológico y que tendrían consecuencias fundamentales de aplicarse a la planificación socialista. Desde luego la tecnología no resuelve nunca por sí misma las contradicciones esenciales de una sociedad, pero plantea nuevas alternativas y posibilidades mucho más amplias para la elaboración de propuestas políticas sobre diversos problemas con los que se enfrentaron las experiencias anteriores. El punto de partida, antes como ahora, sigue siendo la socialización de los medios de producción y la existencia de un Estado de los trabajadores basado en una democracia de los consejos, pero los medios han cambiado y es necesario tomar nota de ello.

El siglo pasado estuvo atravesado por múltiples debates en torno a las posibilidades de planificación socialista de la economía: sobre la viabilidad de la sustitución del mercado por la planificación; sobre el cálculo de los valores en una economía planificada; sobre compatibilidad entre la centralización del plan para comprender el conjunto de las necesidades sociales y la descentralización requerida en términos de preferencias individuales y democratización; sobre la cuestión de la calidad y la innovación en una economía no regida por la ganancia capitalista; entre otros. En lo que va del siglo XXI estos debates han tenido un relativo nuevo impulso a partir de los grandes avances de la informática, la cibernética y las tecnologías de comunicación. Autores como Evgeny Morozov, Daniel Saros, Paul Cockshott, Maxi Nieto, entre otros han expuesto diferentes ángulos de la problemática de la planificación ligada a las nuevas tecnologías, no necesariamente vinculadas a una perspectiva socialista revolucionaria pero con formulaciones sugerentes que muestran la vitalidad del tema.

Uno los debates clásicos en torno a la planificación cuyos términos se han modificado más radicalmente es el del llamado “cálculo socialista”. En su momento había sido motorizado por figuras de la Escuela Austríaca, enemigas del socialismo, como Ludwig von Mises y Friedrich Hayek entre las décadas de 1920 y 1940. El planteo era que la única forma de cálculo económico racional la proporcionaba espontáneamente el mercado a través del dinero y la competencia. Esto hacía del socialismo un sistema económico inherentemente ineficiente. Según Mises, probar que el cálculo económico era imposible dentro de una economía socialista era probar también que el socialismo era impracticable. No había forma de calcular el volumen de información necesaria para evaluar los usos alternativos de la fuerza de trabajo y los recursos disponibles, no era posible dar cuenta del complejo patrón de demanda de bienes finales e intermedios necesario para una planificación a escala. En contraste, el capitalismo permitiría una participación mucho más amplia en la toma de decisiones a través del mercado.

Sin embargo, estos argumentos refieren a un capitalismo utópico que, no solo nunca existió, sino que se choca de frente con las características más básicas de la época imperialista, marcada por el enfrentamiento militar entre potencias para dominar de los mercados y por las profundas tendencias oligopólicas y monopólicas del sistema. En la actualidad, estas características, en muchos casos exacerbadas, junto con el fabuloso cúmulo de capital ficticio en la economía mundial y sus respectivas “burbujas” hacen aún más utópica la transparencia del sistema de precios. Aquellos argumentos de Mises y Hayek recibieron diferentes réplicas, pero aquí nos interesan las que dan cuenta de los cambios más recientes.

En su clásico “El uso del conocimiento en la sociedad”, Hayek afirmaba que “debemos considerar al sistema de precios como un mecanismo para comunicar información; función que, por supuesto, cumple menos perfectamente a medida que los precios se vuelven más rígidos” [39]. Paul Cockshott y Maxi Nieto resaltan esta definición del sistema de precios como “mecanismo para comunicar información”, es decir, de los precios no como información en sí sino como medio que la trasmite. Entonces, si el sistema de precios es un sistema de comunicación es evidente que puede ser reemplazado por otro. La única limitación para lograrlo sería de carácter técnico, relativa a la capacidad de procesamiento de datos necesaria para el volumen de información de una economía a tiempo real. La conclusión de los autores es clara en este punto: los requerimientos computacionales para una genuina planificación socialista a gran escala ya están dados por el desarrollo actual de la tecnología [40]. En el mismo sentido, Daniel Saros sostiene que los argumentos de la Escuela Austríaca en relación al cálculo socialista han sido superados por el desarrollo de la tecnología informática moderna [41].

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en la URSS hubo diversos intentos de utilizar las tecnologías de información avanzadas para la planificación, pero ninguno de ellos fue llevado a la práctica. Uno de los más conocidos despliegues en este sentido tuvo lugar en Chile, bajo el gobierno de Salvador Allende, con el sistema Cybersyn a cargo del cibernetista británico Stafford Beer, cuyo objetivo era coordinar centralizadamente las industrias del sector estatal de la economía. Hoy estamos a años luz de las tecnologías sobre las cuales se basaban aquellos experimentos. En tiempos de Big Data, la tecnología para la planificación correspondiente a la producción y al flujo de productos ya existe gracias al software de códigos de barras y de gestión de inventarios. Para marcar el contraste, por ejemplo, el gran proyecto de Viktor Gluschkov en la década de 1960 en la URSS consistía en digitalizar las comunicaciones telefónicas para trasmitir mayor cantidad de información al servicio de la planificación. Hoy las tecnologías de la información y la capacidad informática, así como los desarrollos de la Inteligencia Artificial abren un campo totalmente novedoso para una planificación socialista si lo comparamos con el siglo XX.

Se trata de tecnologías que ya están siendo utilizadas a gran escala por las grandes corporaciones capitalistas para la planificación intrafirma, la cual convive con la anarquía capitalista a nivel global producto de la competencia por maximizar ganancias. Como señala Nieto:

Todas estas posibilidades ya se adivinan en el funcionamiento de algunas de las grandes empresas actuales punteras en la aplicación de las nuevas tecnologías de la información como puede ser Wal–Mart. Este gigante de la distribución opera como un sistema en red que conecta en tiempo real el ‘centro’ con las tiendas, almacenes y proveedores, todo ello a través de la comunicación por satélites utilizando etiquetado de Identificación por Radio Frecuencia (RFID) que permite rastrear la ubicación exacta de cualquier producto en toda la cadena de suministro. Amazon, empresa líder en la logística inteligente, es un caso similar. Pone a disposición de los consumidores una infinidad de productos y para ello altera los stocks y realiza peticiones de suministro a los proveedores en función de las ventas en tiempo real. Además, asigna ubicaciones, rutas y almacenes mediante algoritmos. Estas empresas, y otras muchas igualmente avanzadas en otros campos, prefiguran el tipo de funcionamiento de una economía socialista planificada orientada a la satisfacción de las preferencias de los consumidores [42].

Otro de los grandes problemas cuyas coordenadas se resignifican en la actualidad es el de la contradicción entre los elementos de centralización de la planificación –obligada a tomar en cuenta el conjunto de la economía– por un lado, y la definición democrática del plan y el carácter descentralizado de las preferencias individuales por el otro. Hayek sostenía que, siendo que los valores de los factores de producción no dependen solo de la valoración de los bienes de consumo sino también de las condiciones de suministro de los diversos factores de producción, solo una mente que conociera simultáneamente todos estos hechos y las respuestas que se seguirían necesariamente de ellos, podría dirigir una planificación de la economía. Históricamente, los desarrollos en la URSS mostraron a la planificación como una realidad, incluso bajo la bota de una burocracia totalitaria que minaba constantemente el plan al mismo tiempo que lo dictaba. Un país atrasado con resabios semifeudales, devastado por una cruenta guerra civil, por dos guerras mundiales y una amplia contrarrevolución burocrática logró, a partir de la expropiación de los medios de producción a la burguesía y una planificación (burocrática), convertirse en la segunda potencia económica del planeta. Incluso llegó a disputar el liderazgo tecnológico en el terreno militar y aeroespacial. A pesar de Hayek, y de la propia burocracia stalinista, se demostró la viabilidad de la planificación.

Ahora bien, la planificación centralizada con métodos burocráticos permite concentrar recursos para objetivos globales definidos como prioritarios, por ejemplo, la carrera armamentística y aeroespacial en la URSS [43]. Sin embargo, si vamos al terreno de la diversificación de la economía o de los bienes de consumo, los objetivos de la producción pueden multiplicarse exponencialmente haciendo mucho más desagregada, detallada y compleja la planificación. El volumen de información necesario crece a la par de la diversificación de la economía. Trotsky afirmaba que:

Si existiera una mente universal, como la que se proyectaba en la fantasía científica de Laplace –una mente que pudiera registrar simultáneamente todos los procesos de la naturaleza y de la sociedad, medir la dinámica de su movimiento, prever los resultados de sus reacciones recíprocas–podría, por supuesto, trazar a priori un plan económico perfecto y exhaustivo, empezando por el número de acres de trigo y terminando con el último botón de los chalecos. La burocracia a menudo imagina que tiene a su disposición una mente como ésa; por eso prescinde tan fácilmente del control del mercado y de la democracia soviética [44].

Bajo este prisma, Trotsky abordaba en la década de 1930 las pregunta sobre ¿cuáles son los organismos que tienen que elaborar y aplicar el plan?, ¿cuáles son los métodos para controlarlo y regularlo? y ¿cuáles son las condiciones para que tenga éxito? Es importante remarcar que aquí no estaba refiriéndose a una sociedad socialista, sino, como decíamos antes, a un régimen preparatorio o de transición del capitalismo al socialismo que era lo que existía efectivamente en la URSS. Para responder aquellas preguntas analizaba tres sistemas: 1) el sistema de comisiones del plan, centrales y locales; 2) el sistema de regulación del mercado; 3) el sistema de regulación por las masas a través de la democracia soviética. El primero expresaba el elemento de centralización. Los anteproyectos elaborados por aquellas comisiones tenían que demostrar su eficacia económica a través del cálculo comercial, ya que era mediante el segundo sistema que los innumerables protagonistas de la economía, estatal y privada, colectiva e individual, hacían pesar sus necesidades y su fuerza relativa mediante la presión directa de la oferta y la demanda. Mientras no se superase la etapa de transición, el control económico era inconcebible sin dar cuenta de las relaciones de mercado, que de lo contrario emergían de facto. A su vez, la democracia soviética –liquidada por la burocracia– era el único sistema capaz de controlar a los dos anteriores.

Al haber eliminado todos los mecanismos de control, la planificación burocrática aumentaba exponencialmente uno de los problemas básicos de toda planificación que es la desproporción entre las diferentes ramas de la economía. Como señalaba Trotsky, una cosa es producir un millón de pares de zapatos en vez de dos millones y otra cosa muy distinta es construir solo la mitad de una fábrica de zapatos. “Las leyes que gobiernan la sociedad transicional –afirmaba– son muy diferentes de las que gobiernan el capitalismo. Pero en no menor medida se diferencian de las futuras leyes del socialismo, es decir de una economía armoniosa que se basa en un equilibrio dinámico probado, seguro y garantizado. Las ventajas productivas del socialismo, de la centralización, de la concentración, de la administración unificada son incalculables. Pero la aplicación errónea, particularmente el abuso burocrático, las puede convertir en sus opuestos” [45]. La clave de todo el asunto para Trotsky era que la prioridad absoluta en los objetivos de la planificación debía ser mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y sus familias. Garantizar la buena alimentación, vestimenta, vivienda y todo lo que hacía al bienestar del pueblo trabajador era la esencia del éxito del plan o, mejor dicho, la condición misma para cualquier planificación de la economía desde la perspectiva de una transición al socialismo.

Ahora bien, aquellos tres niveles de los que hablaba Trotsky (de elaboración proyecto de plan, de control en términos de mercado, de control democrático de los consejos) también es posible pensarlos en nuevos términos a partir de las condiciones actuales. En primer lugar, la elaboración misma del plan. El carácter necesariamente global del plan marca una tensión entre el plan centralizado y su construcción desde abajo. Sin embargo, los recursos informáticos y capacidad de manejo de información a tiempo real existente hoy facilitarían ampliamente la confección de varios planes alternativos a partir de los consejos democráticamente electos, con participación de los sindicatos, los movimientos sociales, las universidades, las organizaciones medioambientales, etc. Los planes generales macroeconómicos deberían describir diferentes estructuras futuras alternativas de la economía así como elecciones sobre cuestiones como la tasa de acumulación, tamaño de los diferentes sectores (educación, salud, etc.), consideraciones medioambientales, duración de la jornada laboral, asignación de fuerza de trabajo y recursos por sector, etc. Los diferentes planes podrían estar a disposición de todo el mundo y ser la base para un amplio debate que incluya la popularización de sus puntos fundamentales. La elección entre los planes propuestos se podría debatir públicamente en los consejos, en los medios masivos de comunicación y someterlos a algún tipo de referéndum general.

De por sí este tipo de abordaje de las decisiones en el terreno económico contrastaría con la forma en que se toman las decisiones en cualquier país capitalista por más democrático que sea. No solo porque la mayoría de las decisiones fundamentales (inversión, distribución del trabajo, acumulación, etc.) bajo el capitalismo se toman en forma fragmentaria, incoherente y anárquica, sin considerar las necesidades sociales y las proporciones globales entre las diferentes ramas de la economía, y a la vez despótica, ya que son los propietarios de los medios de producción los que las deciden a su arbitrio. Incluso bajo las democracias burguesas, el sector de la economía ligado al Estado –que incluye por ejemplo, temas globales como el endeudamiento público–, cuya proyección se expresa generalmente bajo la forma de presupuestos anuales, se decide en los parlamentos –sino directamente en los poderes ejecutivos– a espaldas de las grandes mayorías. Estas, votando cada 2 o 4 años, solo pueden impugnar aquellas decisiones post festum en la elección siguiente cuando las consecuencias para la economía y la sociedad ya están desplegadas. La posibilidad de discusión global del destino de los recursos económicos a través de un plan decidido democráticamente marca, en sí mismo, un salto sideral desde el punto de vista democrático respecto a cualquier régimen político capitalista.

Este abordaje democrático es también fundamental para enfrentar la dislocación que ha provocado el capitalismo en el metabolismo socionatural y que plantea la urgencia de superar este modo de producción. Dentro del ecosocialismo conviven a grandes rasgos dos grandes tendencias. Por un lado, quienes apuntan hacia el decrecionismo y plantean una drástica reducción planificada de la producción social para bajar la presión sobre los recursos del planeta. Por otro lado, los ecomodernistas que encuentran la respuesta a este problema en la aceleración del desarrollo tecnológico. Versiones como la de Aaron Bastani con la idea de un “comunismo de lujo totalmente automatizado” hacen del desarrollo tecnológico en sí, directamente un fetiche capaz de solucionar una amplia gama de temas críticos, incluida la respuesta a la crisis ecológica. Como señala Esteban Mercatante en “Ecología y comunismo” [46], no se puede confiar en que la tecnología –que nunca es neutra sino que depende de las relaciones sociales en las cuales se inscribe–, por sí sola resolverá los trastornos que cualquier planificación socialista heredará del capitalismo. Al mismo tiempo, autoimponernos de antemano que el comunismo deberá ser decrecionista termina cercenando alternativas que podría plantearse una sociedad basada en la socialización de los medios de producción para compatibilizar el bienestar del conjunto de la sociedad con un metabolismo socionatural equilibrado. Al respecto, Mercatante retoma algunos planteos muy pertinentes de Troy Vettese y Drew Pendergrass en Half–Earth Socialism que buscan salirse de los binarismos entre decrecionismo y ecomodenismo. Los autores plantean que si el objetivo del socialismo es permitirle a la humanidad regularse conscientemente a sí misma y su intercambio con la naturaleza, la mejor forma de alcanzar este objetivo es elegir entre planes alternativos que representen distintas visiones de cómo la capacidad productiva de la sociedad puede ser desplegada. Muestran incluso cómo desarrollos más recientes como los modelos de evaluación integrada usados por los científicos del clima también pueden enriquecer los mecanismos de planificación [47]. La planificación sobre bases socialistas puede trazar varios caminos hacia un equilibrio con el metabolismo socionatural. La elaboración y discusión democrática de planes económicos alternativos, con las nuevas posibilidades existentes para ello, también podría cumplir un papel muy importante aquí.

A su vez, las nuevas tecnologías también permitirían amplificar, de un modo imposible en el siglo XX, el otro polo de la planificación: la confección del plan desde abajo. Es decir, la incidencia no solo en la elección entre planes alternativos globales sino en la elaboración de los insumos (información) mismos utilizados para la confección del plan y así ampliar la gravitación de las preferencias individuales en el proyecto global. Como señala Daniel Saros, en la actualidad la tecnología de la información hace posible la comunicación de escalas de valoración individuales de una manera mucho más efectiva y reflexiva que el mecanismo de mercado que, cabe destacar, deja insatisfechas todas las necesidades que las grandes mayorías no pueden respaldar con dinero. Saros propone un mecanismo de clasificación de preferencias formulado a través de “perfiles de necesidades” que permitiría que los propios consumidores establezcan cuales son los productos (genéricos y específicos) más solicitados otorgando una escala de clasificación [48]. Algo así como una solicitud anticipada de productos a través de una plataforma electrónica similar a las que utilizan las grandes tiendas virtuales de e–commerce. Más allá de los términos concretos de su planteo –debatibles en muchos aspectos y elaborados en un nivel de detalle que no podemos abordar aquí–, este tipo de aproximaciones resultan estimulantes para reflexionar sobre las posibilidades de intervención directa de trabajadores y consumidores en la elaboración misma de un proyecto de plan. Saros, incluso, piensa este mismo esquema ajustado casi a tiempo real. El concepto es que, señalando sus preferencias y necesidades individuales, todo trabajador y consumidor realizaría su aporte parcial a la planificación global a partir de un cierto nivel de planificación individual, no demasiado diferente al que realizan hoy por hoy muchas familias.

Cuestiones como las que fuimos señalando permitirían, con el apoyo de las nuevas tecnologías, alejarse de la idea burocrática de la “mente universal” que criticara Trotsky. Y, al mismo tiempo, coordinar innumerables procesos macroeconómicos con los niveles microeconómicos a través de un flujo constante de información muy superior al de cualquier mercado. Como señala Morozov, ya no hay ninguna necesidad de comprimir una gran cantidad de hechos heterogéneos en la camisa de fuerza de precios, cuando los chips de computadora pueden comunicar esos hechos directamente [49]. Desde luego todo esto implicaría que los medios para crear modos alternativos de coordinación social, la llamada “infraestructura de retroalimentación”, tendría que ser socializada y quitada de las manos de los gigantes tecnológicos que la monopolizan en la actualidad. De esta forma, la planificación en una economía de transición podría adelantarse al sistema de regulación del mercado proyectando su eficacia a través del cálculo comercial a partir de poner en acción anticipadamente a los protagonistas colectivos e individuales, estatales y privados de la economía previendo la oferta y la demanda de manera plausible. También a nivel de las diferentes ramas de la economía podría servir de herramienta contra las desproporciones. Podría actuar eficazmente sobre los problemas de calidad de los que alertaba Trotsky, así como aumentar la durabilidad de los productos contra la obsolescencia programada, irracional y tan costosa en términos ecológicos. Este tipo de problemas constituyen un obstáculo insalvable para la burocracia, en tanto la calidad supone la democracia de los productores y de los consumidores, así como la libertad de crítica y de iniciativa.

Desde luego, todos estos esquemas tienen en la actualidad un valor aproximativo para fomentar la imaginación política. Muchos de los autores que fuimos citando sostienen visiones evolutivas del avance hacia el socialismo y sobreestiman las virtudes de la tecnología en sí para resolver problemas que, en últimas instancia, son políticos y dependen de métodos revolucionarios. A su vez, en el caso concreto, las determinaciones históricas específicas plantearán escenarios diversos. Por otro lado, la planificación implica cuestiones centrales como ser la existencia de una moneda fuerte –en el caso de una economía o conjunto de economías de transición en el marco del mercado mundial capitalista– sin la cual todos los cálculos podrían naufragar en una marea inflacionaria. Pero, por sobre todo, será en el sistema de regulación de las masas a través de la democracia de los consejos donde se definirá si la planificación será o no controlada democráticamente de conjunto y con ello la vitalidad de una economía basada en la propiedad verdaderamente social de los medios de producción. De ahí la indisoluble vinculación de la temática de la planificación con la de los consejos y de ambas con la perspectiva socialista. La incorporación de nuevas condiciones para pensar cada uno de estos problemas hace también a la lucha de ideologías en la actualidad y a la capacidad de recrear un imaginario socialista en el siglo XXI. Su suerte estará vinculada, en primer lugar, a la evolución política de la clase trabajadora y a la posibilidad de nuevas revoluciones socialistas que aún están por hacerse.

La lucha de ideologías y las prácticas políticas

A lo largo de estas páginas nos hemos concentrado en la democracia consejista y la planificación socialista. Desde luego la lucha de ideologías en la actualidad no pasa exclusivamente por ellas, pero se trata de dos problemáticas centrales para restablecer el vínculo entre libertad y necesidad, fundamental para recrear el proyecto socialista en el siglo XXI. Ambas, lejos de expresar elucubraciones arbitrarias sobre el futuro de la humanidad echan raíces en las crisis orgánicas del capitalismo contemporáneo. Bajo su influjo se produce la desarticulación, más o menos generalizada, de la estructura hegemónica que sustentó el ciclo neoliberal. La crisis de la democracia burguesa y el estrechamiento del pacto social neoliberal son la base potencial para la visibilización de formas alternativas para la resolución de viejos problemas, tanto por izquierda como por derecha. En este marco se reactualizan las perspectivas de un choque de ideologías y, con ellas, la necesidad de desplegar el proyecto socialista en sus diferentes dimensiones.

El desarrollo de una nueva ideología –“nueva” no en el sentido de mera novedad sino como factor actuante a algún nivel en la realidad– es condición necesaria pero no suficiente para desplazar las creencias cristalizadas como sentido común. Un enfoque revolucionario, que aspira a entablar una verdadera lucha de hegemonías, implica que la lucha de ideologías se despliega de la mano de determinadas prácticas que se le corresponden. Cuando emergieron por primera vez los soviets en 1905, tanto Trotsky como Lenin –este último en polémica con la mayoría de los bolcheviques– vieron en ellos una nueva práctica política desarrollada por el movimiento de masas, antagónica a la práctica burguesa de la política, que permitía articular las diversas reivindicaciones y formas de lucha en nuevas instituciones de autoorganización para crear un poder alternativo. Este tipo de aproximación tiene mucha actualidad para pensar la recuperación de la temática consejista hoy.

El problema pasa por la correspondencia entre la democracia consejista en su dimensión ideológica y una determinada práctica de la política. Este vínculo implica el establecimiento de una forma específica de intervención en los procesos de lucha de clases, estrechamente ligada al desarrollo de instituciones propias de la clase trabajadora y el movimiento de masas. La misma comienza a nivel de la vanguardia y de los sectores de masas que primero se movilizan, incluso a nivel molecular, a través de instituciones de unificación y coordinación de las luchas. Ante la mayor heterogeneidad y fragmentación de la clase trabajadora cobran especial vigencia políticas como la desarrollada por Trotsky bajo el nombre de “comités de acción” que hemos abordado más específicamente en otros artículos [50]. Este tipo de instituciones son un engranaje indispensable para hacer efectivas políticas de frente único y, por tanto, para el desarrollo de consejos propiamente dichos. Al mismo tiempo, tienen la capacidad de potenciar las fuerzas de los revolucionarios como organizadores de los sectores más avanzados del movimiento obrero y de masas.

Otro tanto sucede con la temática de la planificación socialista. Si bien, por un lado, al igual que la democracia de los consejos, en tanto sistema, presupone la conquista de un Estado de los trabajadores, por otro lado, tiene un sentido más amplio, como manifestación ideológica, que se vincula con la idea fuerza de lo colectivo. Las crisis capitalistas con su papel desorganizador de las relaciones de producción permiten marcar la necesidad de la planificación y de lo colectivo. Ante estas crisis, la perspectiva de la planificación se vincula en primera instancia con la noción de “control obrero” de la producción, que cuestiona el mando capitalista al interior de las empresas al tiempo que busca introducir una idea elemental de planificación racional de los recursos. Es una apelación a los saberes y a la creatividad de los trabajadores en tanto productores para desenmascarar las estafas de los capitalistas y exponer el derroche y la arbitrariedad productiva que impone el capitalismo en pos de la ganancia.

Trotsky lo presenta de ese modo en el Programa de Transición. En tanto consigna transicional, el control y la gestión de los trabajadores, se vincula con el cuestionamiento de experiencias cercanas a los trabajadores, como el despotismo patronal, los privilegios y la arbitrariedad en la organización capitalista de la producción y apropiación de sus frutos [51]. En el Programa de Transición conviven dos dimensiones del control y la gestión obreras. Una vinculada a acciones parciales como la ocupación y gestión obrera directa de las empresas privadas que cierren para transformarlas en empresas de servicios públicos. Otra más amplia, vinculada más directamente a la conquista de un Estado de los trabajadores, relacionada con la expropiación de los bancos privados y la estatización del sistema de crédito, así como con la expropiación de sectores estratégicos de la economía. En ambos casos su implementación representa una escuela de planificación económica que busca allanar el camino a nuevas prácticas, ligadas también al desarrollo de comités de fábrica y empresa, y a la coordinación de esos a nivel local, regional y nacional.

Tomadas de conjunto, tanto la articulación en instituciones de autoorganización en la perspectiva de los consejos, como el control obrero en la perspectiva de la planificación de la economía, remiten a un tipo de práctica no corporativa de la política que apunta a la emergencia de la clase trabajadora como sujeto hegemónico. La misma trasciende la rutina impuesta por el régimen burgués, limitada a la interpelación del trabajador como asalariado que lucha por el precio de fuerza de trabajo o como ciudadano atomizado que vota cada tantos años al político de su preferencia. Plantea un determinado tipo de intervención en los sindicatos que, además de las luchas salariales, implica el combate por la unidad de los diferentes sectores del movimiento obrero y de masas que la burocracia divide. Otro tanto en el terreno electoral y parlamentario, donde implica una intervención estrechamente vinculada al desarrollo de la lucha extraparlamentaria.

La importancia de esta aproximación se debe a que las ideologías son también prácticas que se ajustan a una determinada concepción del mundo. Adquieren consistencia y se encarnan en sectores de masas no por casualidad, sino porque expresan de algún modo necesidades estructurales profundas. Desde luego, esto no sucede mecánica ni automáticamente. Para ello deben tomar la forma de una lucha de ideologías capaz de influir duraderamente en las prácticas y cristalizar en una disputa de hegemonías alternativas. Esto implica la constitución de instituciones independientes, propias del movimiento de masas. Se configura así la “guerra de posiciones” que debe librar la clase trabajadora por su autonomía frente la estatización de sus organizaciones. Una “guerra de posiciones” de carácter preparatorio que no solo incluye momentos de “guerra de maniobras” sino que adquiere su sentido final en la prueba del pasaje estratégico a la “guerra de maniobras” por la conquista del poder [52].

En esta “guerra de posiciones”, la lucha por constituir partidos revolucionarios en terreno nacional e internacional busca condensar la voluntad de la que emana y que impulsa la lucha de ideologías y el desarrollo de nuevas prácticas capaces de coagular en una verdadera alternativa hegemónica. Lo hace a partir del despliegue de todo una serie de engranajes que hunden sus raíces en la clase trabajadora, en los movimientos sociales y democráticos, en sectores de la intelectualidad. Como dijera Gramsci: “El elemento decisivo de toda situación es la fuerza permanentemente organizada y predispuesta desde largo tiempo, que se puede hacer avanzar cuando se juzga que una situación es favorable (y será favorable sólo en la medida en que una fuerza tal existe y esté llena de ardor combativo). Es por ello una tarea esencial la de velar sistemática y pacientemente por formar, desarrollar, tornar cada vez más homogénea, compacta y consciente de sí misma a esa fuerza” [53].

En tiempos como el actual, donde se conjugan el retorno de la intensidad de lo político y una reapertura del terreno para la lucha de ideologías, la recreación del proyecto socialista y el horizonte de su transformación en fuerza material están cada vez más entrelazados. Los apuntes que hemos presentado en estas páginas tienen el doble objetivo de repensar dos problemas centrales para la lucha de ideologías como la democracia consejista y la planificación socialista en función de las nuevas circunstancias históricas y, al mismo tiempo, su vínculo con el desarrollo de nuevas prácticas, de instituciones propias del movimiento de masas y organizaciones revolucionarias. Más allá de los aspectos que abordamos, muy parcialmente por cierto, el sentido de estas líneas es, por sobre todo, impulsar un debate que creemos indispensable para la reconstrucción del marxismo revolucionario en el siglo XXI. Esperamos haber contribuido a ello.

 
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