El artículo de Matías Maiello “Apuntes sobre la lucha de ideologías más allá de la restauración burguesa” aborda varias cuestiones fundamentales de la perspectiva socialista en la actualidad, en torno a dos ejes: democracia soviética y planificación de la economía.
Partiendo de los planteos que realiza Matías, quisiera retomar en estas líneas [1] la cuestión de las condiciones actuales de la lucha ideológica, así como la de la actualidad del socialismo, tomando otros aspectos posibles.
La idea de este artículo es trabajar la reflexión en cuatro niveles, cada uno de los cuales implica problemas diversos, pero también los mismos problemas vistos desde ópticas distintas según el caso: 1) características de la lucha ideológica a nivel del sentido común de masas de la actualidad; 2) crisis, recomposición y perspectivas del marxismo; 3) el rol de la política cultural en los marcos de la lucha ideológica en un contexto de crisis civilizatoria y como parte de una concepción de revolución permanente; 4) futuros posibles del socialismo.
Por el nivel de amplitud que implica cada uno de los niveles enumerados, resulta imposible analizarlos en profundidad en un solo artículo. Por ello, el objetivo principal de estas líneas será dejar planteada una serie de argumentaciones básicas sobre cada una de las cuestiones, como material para la discusión.
La cuestión de la lucha ideológica al nivel del sentido común de masas
Un primer problema a considerar es la extrema heterogeneidad de fenómenos ideológicos actuales a nivel internacional, que impone pensar distintos aspectos de lucha ideológica. El hecho de que hayan crecido en los últimos años diversas tendencias de derecha y extrema derecha es innegable, pero al mismo tiempo ha crecido (en sectores más puntuales) un renovado interés por el socialismo, como se puede ver en el proceso de crecimiento de la DSA en EE. UU. (aunque esa organización haya tenido un previsible empantanamiento con su política de “entrismo” en el Partido Demócrata) o que en ámbitos intelectuales y académicos se vuelva a discutir sobre el comunismo y la revolución (por tomar un ejemplo reciente, el libro de Lea Ypi sobre su infancia en la Albania “comunista” se ha convertido en un best-seller en Europa, siendo una autora que defiende abiertamente el carácter progresivo de las revoluciones en la historia al mismo tiempo que es crítica del estalinismo). También, como señalaremos más adelante, hay una cierta recuperación de la autoridad del marxismo en el plano teórico, en cuestiones como la crisis económica, pero podemos señalar que los fenómenos ideológicos más extendidos a nivel de masas han estado más vinculados a las posiciones de derecha que a las de izquierda.
En líneas generales, podríamos decir que a nivel del sentido común de masas se pueden identificar dos grandes fenómenos: a) un crecimiento de tendencias identitarias y soberanistas; b) diversas formas de “neoliberalismo popular”. Estas tendencias, en diversos aspectos contradictorias entre sí, están dadas por la crisis del “neoliberalismo progresista” y de la llamada “globalización”, aunque en un contexto de generalización de la ideología del consumo como forma de realización del individuo aislado.
Más allá de sus diferencias, superposiciones y contradicciones, lo que une la lucha ideológica contra ambas tendencias (soberanistas/identitarias y neoliberales) es una cierta reposición de la cuestión de clase, que es la forma más elemental de introducir una cuña contra la identificación por parte de sectores obreros y populares con posiciones afines a los intereses de la burguesía.
Respecto de las tendencias identitarias y soberanistas, ha crecido en sectores de la izquierda (como el ala Jacobin de la DSA o la ruptura de Die Linke encabezada por Wagenknecht en Alemania), la posición de que ante la política de lugares comunes progresistas, que aleja a las bases obreras y populares de la izquierda y las acerca a las posiciones de la extrema derecha, se hace necesario copiar la táctica del adversario, sea adquiriendo un discurso economicista que se presenta como “de clase” y relegando la lucha antirracista al lugar peyorativo de “identity politics” (Jacobin), sea adoptando posiciones como la de la regulación de la inmigración (Wagenknecht).
Frente a estas posiciones, la práctica de la FT-CI consiste en recuperar la interpelación clasista, unida a una perspectiva hegemónica, señalando por un lado la comunidad de intereses entre toda la clase trabajadora más allá de sus orígenes étnicos o nacionales y de cualquier otro tipo de diferencia y al mismo tiempo la necesidad de unir a la clase con los movimientos de lucha contra las diversas opresiones. Las intervenciones de Anasse Kazib y Révolution Permanente se destacan especialmente en este aspecto. Partiendo de este marco, creo que se podría reforzar, como lucha ideológica amplia para difundir masivamente, la primera cuestión más básica señalada más arriba, dado que es la que impacta sobre los sectores de la clase trabajadora que no están involucrados en movimientos de lucha o sociales y la que apunta a golpear sobre la división entre nativos y extranjeros o entre quienes se identifican erróneamente con una mayoría racial, étnica o cultural contra minorías oprimidas. Al mismo tiempo, sirve para reintroducir la cuestión de clase en los movimientos organizados en torno a otro tipo de demandas. Aquí se podría pensar en realizar una propaganda lo más popular posible en torno a tres cuestiones centrales: a) la común imposición de trabajar para vivir; b) la similitud de condiciones de vida (barrios populares o zonas conurbanas y/o periurbanas en las que arrecia la “desertificación de los servicios públicos”; c) el carácter general de la ofensiva capitalista que ataca simultáneamente derechos de las distintas fracciones de la clase obrera y sectores populares; d) la debilidad de las respuestas aisladas o sectoriales.
Varias de estas cuestiones quedaron planteadas en torno a procesos como los de los Chalecos Amarillos, la reciente lucha en Francia contra la reforma de las jubilaciones y el posterior levantamiento de los barrios populares, así como en la relación entre Generación U y BLM en Estados Unidos.
En cuanto al “neoliberalismo popular”, sus ideas básicas se podrían sintetizar del siguiente modo: a) el capitalismo es el único sistema posible; b) si uno –como individuo aislado– se esfuerza y trabaja mucho, podrá acceder a unas buenas condiciones de vida; c) esas buenas condiciones de vida están definidas esencialmente por la posibilidad de acceder al consumo, no solo para cubrir las necesidades básicas, sino para acceder a productos diversos como forma de ocupar el (o suplantar la falta de) tiempo libre; d) la política es cosa de “los políticos” y no se concibe como la acción de las masas en la escena pública, como política de clase, ni como política revolucionaria; e) que los empresarios generan la riqueza y dan trabajo.
En este contexto, considero que la lucha ideológica contra estos supuestos debería partir de los niveles más elementales, tomando diversas cuestiones relacionadas con esos núcleos básicos: a) que el capitalismo no solo no es el único sistema posible, sino que es uno de los tantos sistemas que ha existido a lo largo de la historia de la humanidad; b) que la sociedad capitalista no se compone de individuos que hacen su vida de manera separada para lograr cada uno su bienestar, sino que es una estructura compleja, compuesta de sistemas y organizaciones de todo tipo, basada en relaciones de clase y una organización y división del trabajo social comandada por la burguesía; c) que las buenas condiciones de vida no dependen del acceso al consumo en los términos promovidos por el actual sistema, sino de la posibilidad de satisfacer las necesidades del desarrollo personal de cada quien, que no podrán ser descubiertas plenamente hasta tanto las constricciones materiales (empezando por la necesidad de trabajar de manera más o menos forzada para vivir) nos lo sigan impidiendo; d) que la antipolítica (a simple vista razonable contra personales políticos patronales totalmente desprestigiados) implica la renuncia a la intervención de la clase trabajadora y el pueblo en los asuntos públicos; e) que el capital del empresario es producto de la explotación de la fuerza de trabajo.
Al mismo tiempo, varios de los argumentos contra el “neoliberalismo popular” podrían agregarse o complementarse con los más básicos sobre la cuestión de clase que señalábamos respecto del soberanismo/identitarismo.
Frente a quienes confrontan estas miradas pero señalan la importancia de la “redistribución” mediante la intervención estatal para compensar las injusticias del capitalismo, cabe replicar que la idea del Estado como regulador de las injusticias del capitalismo tiene el límite de su carácter de clase, expresado especialmente en la dinámica regresiva de los reformismos en las crisis, explicada a la perfección por Stuart Hall en su clásico libro sobre el ascenso del thatcherismo. Por eso, es necesario cambiar el sistema a través de la lucha de clases, con una revolución social surgida desde abajo capaz de organizar a la sociedad sobre nuevas bases (aquí entran, a su vez, las consideraciones del artículo de Matías sobre soviets y planificación). A esto hay que sumar la inviabilidad de la continuidad de la explotación capitalista desde el punto de vista ecológico, sobre lo que venimos trabajando. Este último argumento también puede utilizarse para debatir contra quienes acusan al marxismo y el socialismo de “estatista”, con las debidas readecuaciones.
A continuación, señalaremos algunas cuestiones sobre el correlato que estos debates al nivel del sentido común tienen en el plano de la recomposición teórica del marxismo, con sus avances y contradicciones.
Mil y un marxismos y necesidad de una nueva síntesis
En un contexto en el que el marxismo recuperó autoridad en lo relativo a la explicación de la crisis capitalista, a partir de 2008, está planteado reflexionar sobre las posibilidades de una recomposición teórico-política más amplia. Por eso es importante intentar trazar un mínimo inventario de lo conquistado (en sentido amplio).
En el artículo “¿Más allá de los mil y un marxismos?”, que escribimos a propósito de los debates suscitados por el libro Tras las huellas del marxismo occidental, de Santiago Roggerone, señalábamos algunas cuestiones para pensar el estado actual de la teoría marxista y sus desafíos. En primer lugar, que los “mil y un marxismos” de la actualidad han aportado diversas elaboraciones que resultan puntos de apoyo: mayor conocimiento de la obra de Marx y Engels; análisis del capitalismo y el imperialismo actuales; elaboraciones sobre la relación entre producción y reproducción social en el capitalismo, incluyendo el rol de las mujeres y el feminismo en la lucha de clases; análisis sobre problemáticas como las del Estado, la ideología y la hegemonía; elaboraciones sobre la cuestión ecológica y su relación con el socialismo, así como reflexiones sobre las relaciones entre el marxismo y las ciencias; estudios sobre los cambios en la clase obrera a escala internacional (vinculados por ejemplo con el desarrollo específico de la logística) y su impacto en las formas de organización y de lucha de clases. A esta lista se podrían agregar las elaboraciones sobre la planificación socialista y sus actuales recursos tecnológicos que se comentan en el artículo de Matías.
Esto se da en un contexto en el que la distinción canónica trazada por Perry Anderson entre “marxismo clásico” y “marxismo occidental” es más difusa que la que aparece en el planteo de su clásico Consideraciones sobre el marxismo occidental. Esto ocurre por varias razones: la primera es que si bien existen corrientes marxistas militantes, no existe un movimiento obrero socialista o marxista de masas como en el pasado; la segunda es que la sobre-extensión de la academización genera entrecruzamientos entre las tendencias que se reclaman partidarias del marxismo clásico, así como otras más vinculadas a las diversas tradiciones del llamado “marxismo occidental”, tanto en el debate y análisis de problemas compartidos, como en la participación militante en movimientos diversos. Sin abrir de nuevo la discusión sobre hasta dónde es correcta o no la categoría utilizada por Anderson, se puede señalar igualmente que la diferencia principal entre quienes pertenecen a los distintos legados de ambas tradiciones sigue siendo, más que nada, el énfasis en la tarea de construcción de partidos. Pero quien desee tener interlocutores reales en debates que tengan algún impacto por fuera de su propio nicho, debe debatir en ambos campos.
Desde el punto de vista de un marxismo militante que busca construir una organización partidaria, la pelea por la recomposición teórica es (o debería ser) inseparable del trabajo por crear una tendencia revolucionaria al interior de la intelectualidad. Y en ese mismo marco, avances en esa dimensión implicarán también necesariamente el crecimiento de una tendencia más decidida hacia la militancia revolucionaria por parte de al menos una franja del marxismo académico, lo cual a su vez replanteará la relación entre el marxismo y el proceso de academización.
En este contexto, está planteado pensar en qué medida existen ya o pueden generarse condiciones para una “nueva síntesis” o –mejor dicho y para usar un término menos pretencioso– una nueva recomposición del marxismo que permita integrar todos estos diversos aportes en una teoría poderosa para la crítica del capitalismo, la prefiguración de la construcción del socialismo y la teoría de la revolución, en la que particularmente el trotskismo puede hacer aportes destacados y específicos.
En el artículo citado más arriba, señalábamos al respecto que el trotskismo podía aportar a esa “nueva síntesis” tres elaboraciones centrales: la teoría de la revolución permanente “como explicación global del carácter y proceso de las revoluciones contemporáneas”, la cuestión de la auto-organización de las masas y la crítica del estalinismo (incluyendo estrategia y programa alternativos).
Sobre las dos últimas cuestiones, el artículo de Matías plantea un amplio conjunto de consideraciones. En el siguiente apartado me referiré un poco más en detalle al primero: la teoría de la revolución permanente y su vigencia, en un marco de crisis civilizatoria que plantea para la izquierda trotskista rejerarquizar la política ideológica y cultural.
Crisis civilizatoria, revolución permanente y lucha ideológica
En Resultados y Perspectivas (1906), Trotsky había señalado que la mecánica de la Revolución rusa llevaría al proletariado al poder a la cabeza de una sublevación nacional con una “política democrática general” pero que el ejercicio del poder (ante la resistencia de la burguesía) impondría la necesidad de pasar de una política democrática general a una “política de clase”. Por política de clase, Trotsky entendía una política de ruptura con la burguesía encaminada a la revolución socialista. Por esa misma razón, su concepción de la hegemonía incluía con más fuerza que la de otros marxistas rusos la cuestión de la lucha decidida de la clase obrera por sus propios intereses (sin desconocer la importancia de tomar las demandas de los sectores aliados).
El problema principal subjetivo para una política revolucionaria en la actualidad reside en las dificultades para operar estos pasajes de una “política democrática general” a una “política de clase”, es decir, en la discontinuidad entre una y otra. Dos parecerían ser las razones principales. Una, la crisis del movimiento obrero como sujeto político que pueda aglutinar a su alrededor a todos los sectores oprimidos. La otra, la falta de una perspectiva socialista como algo deseable y posible no solo en las masas desmovilizadas sino también en buena parte de los movimientos organizados en torno a demandas puntuales (mayormente adaptados a “conseguir derechos” dentro de las democracias capitalistas). Como surge de la propia enumeración de estas dificultades, las mismas pueden hacerse extensivas a la cuestión de la hegemonía, en tanto ambas teorías persiguen una dinámica similar: la transformación de las luchas sociales, económicas, democráticas en luchas por el socialismo, a través de la consolidación de una fuerza social y política que persiga ese objetivo. Por supuesto que este problema subjetivo está vinculado al rol de las conducciones burocráticas de la clase trabajadora y los diversos movimientos y sus estrategias reformistas que actúan como aparato de contención y conservador, jugando el rol de “policía” ya señalado en su momento por Gramsci y Trotsky. Pero, precisamente por eso, la cuestión de la recomposición subjetiva es central, aunque no dependa enteramente de nuestra voluntad, que no puede reemplazar las experiencias de las masas.
Entonces, junto con la participación decidida en la lucha de clases, buscando confluir con los sectores más combativos de las masas y colaborando en la producción de conclusiones políticas comunes al calor de la experiencia, se plantea una lucha por influir en las formas de pensar, tomando las cuestiones anteriores que fuimos planteando en estas líneas: a nivel del sentido común está planteada una lucha ideológica en torno a sus núcleos elementales, la que a su vez se sustenta en una nueva situación del marxismo y sus posibilidades de recomposición, la que por ahora está más avanzada en el plano teórico que en el político, razón por la cual se plantea volver a reflexionar sobre la operatividad de la teoría de la revolución permanente (así como la de la hegemonía) y trabajar en aquellos aspectos que podrían incidir en restituir (por supuesto que no solamente en base a nuestra voluntad sino en la medida en que mejore la situación de la lucha de clases) su dinámica virtuosa.
Para ello, hay que pensar los modos de contribuir a una precondición de esa dinámica, que es la de una clase trabajadora con subjetividad de clase productora (y por ende consciente de su oposición de intereses con el capitalismo). Para ello, volveremos sobre algunos aportes de Mariátegui y Gramsci.
En 1923, en una situación mundial con ciertos puntos de contacto aunque también grandes diferencias con la actual, Mariátegui definió (en sus conferencias en la Universidad Popular González Prada) la crisis del capitalismo como una crisis de civilización, económica, política e ideológica. De allí que Mariátegui prestase especial atención a las vanguardias artísticas como expresión de la crisis, así como del inicio de construcción de algo nuevo, en el marco de una situación internacional dominada por el peso de la Revolución rusa. Involucrado más tempranamente que Mariátegui en la organización obrera, Gramsci había señalado –en artículos como “Socialismo y cultura” (1916), “Por una Asociación de Cultura” (1917) o “Cultura y lucha de clases” (1918)– el carácter integral de la crisis como una crisis de la civilización capitalista, al igual que Mariátegui, al mismo tiempo que planteaba la importancia de que la clase obrera asumiera críticamente la herencia cultural de la sociedad actual y buscara sentar las bases de prácticas culturales alternativas. En los años de L’Ordine Nuovo profundizaría esta orientación, uniendo sus preocupaciones culturales a la idea de la clase obrera como clase productora.
Pensada en su carácter integral, la crisis implica una necesidad de atender no solamente a la cuestión política y económica sino a la ideológica en un sentido amplio, a lo que hicimos referencia en otro artículo, tomando una vieja interpelación de Horacio González sobre la “cultura de izquierda”. Esto incluye la discusión con las ideas del sentido común tanto como con las de la intelectualidad, pero también la promoción de una práctica política que revalorice las cuestiones culturales. En este marco, la lucha para construir partidos revolucionarios, junto con la agitación política con orientación hegemónica, el desarrollo de tendencias clasistas y antiburocráticas en los sindicatos y organizaciones de masas y la promoción de instancias de auto-organización, la disputa ideológica a nivel de la comunicación de masas (diarios digitales, radio, TV, redes sociales) y al interior de las instituciones educativas como escuelas y universidades, debe incluir decididamente el desarrollo de instituciones político-culturales (desde suplementos teóricos, revistas u editoriales hasta casas socialistas que agrupen trabajadores, mujeres, estudiantes, intelectuales y artistas). Incluso, en situaciones de crecimiento del activismo social y político, este tipo de instancias actúan naturalmente como lugares de reagrupamiento y organización, a tono con las peleas cotidianas compartidas.
Ante posibles –y previsibles– objeciones por “culturalismo”, señalo dos salvedades. En primer lugar, que el planteo no consiste ni en sostener que se puede hacer una “cultura socialista” predominante en las masas bajo la dominación del capitalismo, ni en proponer una “cultura proletaria” de cuño populista o estalinista ni una política “contracultural” que prescinda de la lucha política contra el Estado burgués. Contra ese tipo de opciones, el desarrollo de instancias político-culturales que promuevan valores contrapuestos a los de la ideología capitalista actual –que en momentos de lucha de clases más intensa actúan naturalmente como lugar de reagrupamiento y debate– es parte de la lucha política por una estrategia revolucionaria, al mismo tiempo que busca apuntalar la idea de la clase trabajadora como “clase productora” y por ende capaz de construir (con las alianzas del caso) una gravitación en el plano intelectual. Obras de teatro, conciertos, exposiciones pictóricas, actividades sociales y deportivas, charlas o cines/debate no reemplazan a la política “pura y dura” pero sí pueden darle un sustrato más amplio en prácticas que colaboren con la conformación de una nueva subjetividad socialista y revolucionaria, que vaya más allá tanto de las luchas puntuales como de la “política democrática general”. Esta lucha hace a la cuestión de reconstituir el horizonte socialista como algo deseable y posible para el movimiento de masas, sobre lo que haremos unas últimas consideraciones.
Futuros posibles del socialismo
En las conclusiones de Los fines de la historia (1992), el ya nombrado Perry Anderson se preguntaba sobre las posibilidades del socialismo hacia el futuro, en pleno momento de auge del neoliberalismo. En esa reflexión, el historiador británico presentaba cuatro “imágenes en el espejo”, siluetas de otras experiencias históricas con las que pretendía pensar qué podía ocurrir con el socialismo a partir de entonces: jesuita, leveller, jacobino y liberal eran esas imágenes. Jesuita, porque se podía pensar que el socialismo sería olvidado y visto, en el mejor de los casos, como una curiosidad, tal como ocurría a los historiadores contemporáneos con las misiones de la Compañía de Jesús en los territorios guaraníes durante los siglos XVII y XVIII. Leveller porque la otra opción era, en lugar del olvido, la “sustitución de valores”. La Revolución inglesa del siglo XVII, más allá de su radicalidad y su carácter pionero, no había tenido continuidad ideológica por la predominancia en sus protagonistas de imaginarios religiosos formateados por el protestantismo. De allí que la Gran Revolución francesa se había llevado adelante al servicio de la misma clase social, pero sin inspiración alguna en las ideas de su antecesora del otro lado del Canal de la Mancha. Jacobino era, en la perspectiva de Anderson, el caso que sintetizaba la tercera opción: “la mutación”. El jacobinismo como tal no había perdurado, sino que para sobrevivir se había transformado, hacia la derecha en liberalismo y hacia la izquierda en socialismo. Se podían percibir elementos de continuidad en cada uno de los herederos, pero eran en lo sustancial corrientes que defendían ideas distintas entre sí y respecto de sus antecesores. Por último, la imagen del liberal cerraba la enumeración de destinos posibles con la idea de la “redención ulterior”. Vilipendiado por las experiencias de política de masas que iban del bolchevismo al Estado de Bienestar, pasando por el corporativismo fascista, el liberalismo había terminado el siglo XX prevaleciendo sobre sus oponentes, bajo la forma de la ofensiva neoliberal.
Como señala el artículo de Matías, Anderson radicalizaría luego esta definición de la redención ulterior del liberalismo, señalando en su editorial “Renovaciones” (2000) al neoliberalismo como la ideología más exitosa de la historia.
En su libro Hemisferio Izquierda (2010), Razmig Keucheyan volvió sobre estas imágenes en el espejo del socialismo, para constatar que la hipótesis de los jesuitas no se había comprobado y señalar asimismo que la de la redención ulterior parecía improbable. En un marco de análisis que buscaba trazar el mapa de múltiples teorías y posiciones críticas del capitalismo, no necesariamente socialistas y en buena parte de los casos, muy poco afines al marxismo –los “nuevos pensamientos críticos”–, Keucheyan señalaba una idea que parece plausible: se podría pensar el período histórico actual como un momento similar a aquel situado entre la Revolución inglesa del siglo XVII y la Revolución francesa del siglo XVIII.
La idea es sugerente por varias razones, la primera de ellas es que no considera imposible la revolución hacia el futuro (a diferencia de Anderson). En segundo lugar, merece tomarse en serio esta idea de que las futuras revoluciones serán con imaginarios acordes a sus propios problemas, pero distintos de los que fueron predominantes en las revoluciones del siglo XX. Sin duda que el socialismo del siglo XXI (no confundir con el estatismo burgués con un poco de movilización de masas, que Chávez definió con ese nombre) no será la “redención ulterior” del socialismo del siglo XX, precisamente porque la existencia el estalinismo y su debacle impiden volver a foja cero. Asimismo, se puede pensar en términos de “sustitución de valores” toda una serie de cuestiones nuevas o que debieran ser incorporadas con un énfasis mayor o consideraciones específicas en un socialismo del futuro. Por ejemplo, la relación entre crecimiento y decrecimiento según los países y las actividades económicas, en lugar de la idea genérica de “desarrollo de las fuerzas productivas” y la imagen de una “abundancia” generalizada o el peso de la cuestión de la liberación de las mujeres en un contexto de ascenso de las luchas feministas y de crecimiento de la composición femenina de la clase trabajadora a nivel mundial. Sin embargo, cabe señalar, que la “sustitución de valores” con la que Anderson define la relación entre levellers y jacobinos podría ser engañosa: más allá de las grandes diferencias de contexto e imaginario y de la falta de referencia de los segundos en los primeros, muchas de sus ideas son parecidas. La misma salvedad se puede hacer para un nuevo socialismo en el siglo XXI: mientras mantenga sus líneas estratégicas de expropiar a la burguesía para dirigirse a la construcción de una sociedad sin clases, no podrá renunciar a buena parte del legado del marxismo, por más que lo reconstituya en marcos político-ideológicos nuevos. En este sentido, la reconstrucción de un imaginario socialista podría combinar aspectos tanto de “sustitución de valores” como de “mutación” y en la medida en que se sostengan núcleos básicos de la crítica marxista al capitalismo, de “redención ulterior”. Un trabajo teórico, político y de organización firme y sostenido –en sus múltiples niveles– y las experiencias de la lucha de clases con sus avances, retrocesos, aportes y contradicciones irán empezando a delinear cuál será finalmente la “imagen en el espejo”. |