Marzo de 1949. Perón firma la nueva Constitución nacional.
En marzo de 1949 se sancionaba una nueva Constitución en la Argentina; la liberal de 1853 sería reemplazada por una Carta magna que expresara aspectos del régimen de nacionalismo burgués que representaba el peronismo.
En marzo de 1949 se sancionaba una nueva Constitución en la Argentina; la liberal de 1853 sería reemplazada por una Carta magna que expresara aspectos del régimen de nacionalismo burgués que representaba el peronismo. Siguiendo el modelo mexicano de propiedad estatal de los recursos energéticos, prohibía la entrega de los recursos nacionales al capital extranjero, reforzando el rol de Estado en la economía. Esta iniciativa implicaba trasladar al plano constitucional las características centrales del gobierno, en lo que hacía a su carácter de bonapartismo sui generis, [1] en tanto reforzaba el poder del Presidente, habilitando su reelección indefinida y otorgaba rango constitucional a la serie de conquistas sociales obtenidas por la clase obrera, -dejando excluido de la Constitución el derecho de huelga-. Al mismo tiempo, se proponía plasmar los aspectos centrales de la ideología de colaboración de clases, armonía social y “humanización” del capital que instaló el peronismo. Sin embargo, como veremos, al tiempo que institucionalizaba gran parte de su obra, el cambio de las condiciones materiales que la hicieron posible obligó a Perón a desandar caminos, mostrando, a la vez, los límites de su nacionalismo.
Fortalecimiento del rol del Estado, derechos sociales, exclusión del derecho de huelga
Entre agosto y septiembre de 1948 el congreso transformó en ley el proyecto que declaraba la necesidad de la reforma. El 5 diciembre se desarrollaron las elecciones para convencionales constituyentes, el Partido Peronista obtuvo 61,3% de los votos, alcanzando 110 de las 158 bancas, mientras que la Unión Cívica Radical obtuvo el 26,8% y llegó a los 48 convencionales, los que abandonaron la Convención en la tercera sesión ordinaria, el 8 de marzo de 1949.
A partir de la sanción de la Constitución, el 11 de marzo de 1949, quedaba establecido que el presidente y el vicepresidente fueran elegidos directamente por el pueblo y a simple pluralidad de sufragios eliminando el Colegio Electoral, y formando con ese fin las provincias, la Capital Federal y los territorios nacionales un distrito único. Así, se le otorgaba por primera vez a los habitantes de los territorios nacionales la posibilidad de votar para elegir presidente y vicepresidente [2]
de la Nación. Junto con la posibilidad de la reelección indefinida del presidente, se fortalecieron sus poderes de veto, se eliminó la potestad del congreso para interpelar a los miembros del Poder Ejecutivo y se consagró la figura del “estado de prevención y alarma” que le otorgaba al presidente la posibilidad de tomar medidas extremas cuando lo considerara necesario.
La Reforma agregó en el Preámbulo la fórmula que se tornará un clásico slogan peronista “la irrevocable decisión de constituir una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana” y buscó plasmar un rol estatal más activo. El papel regulador de las relaciones sociales que la doctrina peronista otorgó al Estado quedó establecido tanto al consagrar su intervención en la economía y el control de los recursos naturales como en la fijación de derechos sociales bajo el postulado de compensar las desigualdades y apuntalar la armonía social. Así en el capítulo III con el título de “Derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura”, se incluían los llamados “derechos especiales” en su art. 37; mientras en el capítulo IV con el título “La función social de la propiedad, el capital y la actividad económica”, los artículos 38, 39 y 40 definían el rol del Estado.
Este último artículo le atribuía al poder público la facultad de “intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad” si lo exigía la custodia del interés general, nacionalizaba las fuentes naturales de energía: “Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas y las fuentes naturales de energía (...) son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación”. Además establecía la propiedad estatal de los servicios públicos (“bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación”) fijando las condiciones en que el Estado recuperaría los que estuvieran en manos de particulares. En el artículo 38 se establecía la función social de la propiedad privada y el 39 postulaba la “humanización del capital”: “El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principio el bienestar social (...) El capital ni quienes lo poseen pueden emplearlo en la explotación del hombre; y quien aplique su libertad individual a esos fines incurre en delito penado por la ley”.
El capítulo III establecía los derechos sociales; el derecho a trabajar con una retribución suficiente para el sustento del trabajador y su familia, a la capacitación profesional, a exigir condiciones dignas y justas para el desarrollo de la actividad, a disponer de vivienda, indumentaria y alimentación adecuadas, a la preservación de la salud, al bienestar, a la seguridad social; derecho de agremiarse libremente y “de participar en otras actividades lícitas tendientes a la defensa de los intereses profesionales”.
El derecho de huelga fue excluido de la nueva Constitución. Uno de los ideólogos de la reforma, Arturo Sampay, justificó la omisión: “El derecho de huelga es un derecho natural del hombre en el campo del trabajo como lo es el de resistencia a la opresión en el campo político; pero (…) es evidente que la huelga implica un rompimiento con el orden jurídico establecido que, como tal, tiene la pretensión de ser un orden justo, y no olvidemos que la exclusión del recurso de la fuerza es el fin de toda organización jurídica.” (Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente, 1949, p. 275).
Una ideología de colaboración de clases con jerarquía constitucional
Como dijimos, la reforma constitucional se proponía plasmar buena parte de los postulados que guiaron la práctica del gobierno peronista. Desde su participación en el gobierno en 1943 Perón afirmó la necesidad de la intervención del Estado para tutelar las relaciones entre capital y trabajo y garantizar la paz social, de lo contrario, el malestar de las masas se tornaría explosivo y la lucha de clases terminaría por “destruir a la nación”.
La imposición de esta ideología de colaboración de clases tuvo como pilar el proceso de subordinación de la clase obrera al Estado a través de sus organizaciones sindicales, que reforzó en los trabajadores la conciencia de la posibilidad de lograr sus demandas mediante la acción del Estado y de la negociación como vía para lograrlas. Esta subordinación de las direcciones al Estado y al partido peronista se expresó abiertamente en el propio debate de la Convención constitucional. Allí, los representantes del sindicalismo, como Emilio Borlenghi, Hilario Salvo, Carlos Correa, José Espejo, entre otros, respaldaron la exclusión del derecho de huelga.
Hilario Salvo, dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica, expresaba: “Como dirigente obrero debo exponer por qué razón la causa peroniana no quiere el derecho de huelga. Si deseamos que en el futuro esta Nación sea socialmente justa, deben estar de acuerdo conmigo los señores convencionales en que no podemos, después de enunciar este propósito, hablar a renglón seguido del derecho de huelga que trae la anarquía y que significaría dudar de nuestra responsabilidad y de que en adelante nuestro país será socialmente justo”. (Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente, 1949, p. 486).
El Secretario General de la CGT, José Espejo afirmó: “La posición de que los obreros, en sus luchas de reivindicación, deben colocarse en una actitud de intransigencia frente a los poderes del Estado es una posición rebelde y destructiva (…) El sindicalismo argentino, o el nuevo sindicalismo, como podríamos llamarlo, tiene su comienzo en Perón, y los obreros argentinos empezamos en ese instante a vivirlo, cuando él después de enunciar sus postulados sociales, se entregó a la tarea de practicarlos”. (Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente, 1949, p. 487). [3]
Se pretendía dar “jerarquía constitucional” a uno de los aspectos más importantes de la ideología peronista, el que se proponía despojar a los trabajadores de todo cuestionamiento a las relaciones sociales capitalistas. La idea de un “orden justo” que garantizaría el Estado y que la huelga vendría a violentar, se sustentaba en la identificación de los intereses de los trabajadores con el desarrollo económico del país y la diferenciación entre “capital explotador” y “capital progresista”. En la práctica y en función de estos postulados, la lucha como herramienta de logro de conquistas fue desplazada progresivamente hasta llegar a castigarse a los sindicatos que utilizaran la huelga por fuera del consentimiento de la central sindical y el gobierno. Sin embargo, así como serán los propios trabajadores quienes desafíen el “orden jurídico” recurriendo a la huelga para defender sus conquistas cuando el propio gobierno peronista las ataque, el mismo debate de la reforma constitucional no estuvo exento de cuestionamientos a la exclusión de este derecho.
Mientras transcurrían las sesiones, sujetos particulares y colectivos peticionaron ante la Convención Constituyente reclamando la inclusión del derecho de huelga. Las peticiones al presidente de la Convención, Domingo Mercante, “en notas mecanografiadas, enviadas por correo con firma y membrete (…) atestiguan procesos internos de discusión y toma de decisiones. (…) realizadas por sindicatos, gremios, comisiones internas y trabajadores y trabajadoras. También participaron activamente grupos de vecinos o colectivos de variada composición, que compartían un vínculo territorial. Muchas se expresaron a través de su pertenencia territorial. También, hubo presencia de comisiones internas, pequeños grupos y establecimientos o fábricas.” La mayoría de estas peticiones demandaban también la eliminación del aparato legal de represión, las leyes de Residencia y de Defensa Social, la eliminación del decreto-ley de Seguridad del Estado, la modificación de las cláusulas limitativas de participación de los extranjeros, la participación en las ganancias, en la producción y la comercialización de bienes, la reforma agraria, entre otras. [4]
Estas demandas no fueron escuchadas y primó el criterio del gobierno y sus ideólogos tan fielmente expresado por las direcciones sindicales. Sin embargo, este interesante proceso de participación pone en evidencia una vitalidad de las bases populares que no podrá ser sojuzgada a pesar del profundo proceso de burocratización y estatización de las organizaciones sindicales, y se expresarán a través de las asociaciones gremiales de base, las comunidades y organizaciones vecinales y las comisiones internas de fábrica.
No es casual entonces que, frente a la crisis que se hará abierta en los años siguientes a la reforma constitucional, el recurso a la huelga sea el instrumento de lucha que las bases obreras, con las comisiones internas a la cabeza y aun en contra de la dirigencia, utilizarán para enfrentar el impacto de la crisis económica y el intento del gobierno peronista de descargarla sobre los trabajadores.
La letra de la Constitución y la crisis económica
En los años 50, y sobre todo durante el año 1954, se dará un aumento en la conflictividad laboral. La utilización del recurso de la huelga constituía en sí mismo un desafío un claro desafío al régimen que se sumaba a la acción de instituciones creadas en la lucha que sobrepasaban la autoridad de la burocracia sindical; aquí el rol de las comisiones internas y los cuerpos de delegados se volvió clave, así como los métodos de lucha empleados: la paralización del trabajo, las asambleas, la conformación de comités de huelga, las movilizaciones. Así se enfrentaba el deterioro del poder adquisitivo, el intento de aumentar la productividad del trabajo y la puesta en cuestión de las conquistas sociales.
También frente a la crisis el gobierno intentó flexibilizar las condiciones de inversión para el imperialismo. Así, por ejemplo, retrocediendo en la política de nacionalizaciones que había caracterizado sus primeros años y del propio espíritu de los postulados constitucionales, en 1953 se dictó la ley de inversiones extranjeras; su reglamentación establecía un trato igualitario entre compañías nacionales y foráneas y una serie de importantes beneficios. Uno de los emblemas de los intentos de atraer inversiones fueron los acuerdos para la explotación de petróleo con la norteamericana Standard Oil, que concedía a la empresa miles de kilómetros en Santa Cruz con el uso exclusivo de caminos, embarcaderos y aeropuertos; el proyecto incluyó una voltereta legal para saltear los principios establecidos en la Constitución, pero la oposición que generó dentro del propio peronismo impidió su aprobación en el Congreso.
La incapacidad del gobierno para resolver la crisis capitalista y controlar a la clase trabajadora decidió, en última instancia, el golpe que lo derrocó en septiembre de 1955. El gobierno de la autodenominada “Revolución Libertadora” buscó imponer el disciplinamiento social para el que consideraba necesario derrumbar el andamiaje peronista, imponiendo la proscripción del partido y anulando la Constitución que imponía obstáculos a la decidida apertura de la economía nacional al capital extranjero que se proponía llevar adelante; nuevamente serán los trabajadores y trabajadoras quienes enfrentarán los ataques de la dictadura durante los años de la llamada “Resistencia”.