La guerra de Ucrania volvió cavar trincheras en territorio europeo, en una escala que superó todo pronóstico. Las potencias imperialistas destrozan el espejismo de la eterna paz europea, incentivan la industria de guerra y alistan sus trajes militares. Aunque la carrera hacia una tercera guerra mundial no esté aún en el escenario inmediato, se preparan para un período de mayores enfrentamientos entre las potencias y para redoblar el saqueo imperialista de los pueblos en todo el planeta. Palabras como guerra o imperialismo, que habían sido archivadas por las ilusiones globalistas, vuelven a primer plano.
En la izquierda a nivel internacional hay quienes que se han sumado al carro guerrerista del imperialismo, mientras otros siembran ilusiones en conferencias por la paz y “arbitrajes internacionales” para frenar el brutal genocidio en Palestina y detener la carrera militarista. Utopías pacifistas, mientras se escucha de fondo el ruido de sables.
En las primeras décadas del siglo XX, los debates sobre la cuestión colonial, el imperialismo y la guerra tuvieron un lugar central en las reflexiones del marxismo. Muchos de estos debates tienen resonancia en la actualidad. Recuperar esas polémicas teóricas y estratégicas, que antecedieron a la gran catástrofe de la Primera Guerra, tiene enorme relevancia hoy.
Este artículo es un adelanto de un libro que está en elaboración, donde abordamos un contrapunto desde el marxismo con las teorías de la interseccionalidad y la poscolonialidad. El fragmento que publicamos en esta ocasión hace un recorrido por algunos debates teóricos en la Segunda Internacional acerca de la llamada “política mundial”, la cuestión colonial y la estrategia socialista entre 1896 y 1914. Ojalá que estos debates puedan resultar sugerentes para pensar los desafíos del internacionalismo socialista en la actualidad.
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Desde el último tercio del siglo XIX, el capitalismo atravesó importantes cambios que llevaron a su fase imperialista y abrieron una nueva época histórica: una época de guerras, crisis y revoluciones, como la llamó Lenin. Algunas de las características fundamentales del capitalismo se volvieron en su contrario: el capitalismo de libre competencia se transformó en capitalismo monopólico. Según la clásica definición de Lenin, el imperialismo se distinguía por cinco rasgos fundamentales: la concentración de capital y la formación de monopolios; la fusión del capital bancario con el industrial, dando lugar al capital financiero; la exportación de capitales desde las metrópolis hacia colonias y semicolonias; la disputa de los monopolios por los mercados mundiales y el reparto territorial de la totalidad del mundo entre los Estados imperialistas. [1]
Entre 1876 y 1914, las principales potencias mundiales (Inglaterra, Rusia, Francia, Alemania, Estados Unidos y Japón) se apropiaron de más de 25 millones de kilómetros cuadrados. Es decir, de una superficie dos veces y media mayor que toda Europa. Estas seis potencias oprimían a una población de más de quinientos millones (523 millones) de habitantes en las colonias, lo que era alrededor de un tercio del total de la población mundial de entonces. [2]
Los enormes beneficios de la explotación colonial permitieron a las burguesías de los países centrales otorgar una serie de concesiones a sectores la clase trabajadora. Estas fueron la base de sustento para una aristocracia obrera que, junto a vastos sectores de la pequeñoburguesía, disfrutaban los “privilegios” de la explotación colonial de sus propias burguesías.
Si bien la cuestión colonial aparece en la obra de Marx y Engels, desde su punto de vista esta se resolvería “como consecuencia de la victoria del proletariado en los centros metropolitanos del capitalismo”. [3] Recién al final de su vida, Engels comenzó a vislumbrar la profundidad de las transformaciones que se estaban produciendo e intuyó la importancia que la revolución anticolonial podía adquirir en relación con la lucha de la clase trabajadora en las metrópolis. En 1882, aborda el tema en una carta a Kautsky, criticando en términos muy duros el nacionalismo del movimiento obrero inglés, bajo influencia de las burocracias sindicales.
“Me pregunta usted qué piensan los obreros ingleses de la política colonial. Pues lo mismo que de la política en general; lo mismo que piensan los burgueses. Aquí no hay partido obrero, no hay más que el partido conservador y el partido liberal-radical, y los obreros se benefician tranquilamente con ellos del monopolio colonial de Inglaterra y del monopolio de ésta en el mercado mundial.” [4]
En la carta, Engels reflexionaba sobre una hipotética revolución en los países sometidos por las potencias europeas y la actitud que debía adoptar el movimiento obrero de las metrópolis. Sostenía que la “India quizás haga una revolución” y afirmaba que “eso no sucederá, evidentemente, sin destrucciones, pero son inherentes a toda revolución. Lo mismo puede ocurrir en otros sitios, en Argelia y Egipto, por ejemplo, lo que sería, por cierto, para nosotros, lo mejor.” Su reflexión apuntaba a la posibilidad de revoluciones anticoloniales, no socialistas, en esos países. Consideraba que estas debilitarían el poder de las potencias capitalistas, lo que era beneficioso para la lucha de la clase obrera por el socialismo. La clase trabajadora de los países más desarrollados podría, con el tiempo, convencer a los pueblos coloniales de tomar la senda socialista, dado que las “demandas económicas” los impulsarían en ese sentido. Pero enfatizaba que en ningún caso ese camino debería imponerse por la fuerza: “Una cosa es segura: el proletariado victorioso no puede imponer la felicidad a ningún pueblo extranjero sin comprometer su propia victoria”. [5] Si la clase obrera inglesa no rompía con los lazos que la ataban a la dominación colonial de su propio Estado imperialista sobre la India o Egipto, se transformaba en un mero apéndice del partido conservador y el partido liberal. Si los socialistas no enfrentaban la opresión colonial, comprometían su propia victoria.
Al interior de la Segunda Internacional y en los partidos socialistas nacionales, estos temas llevaron a profundas divisiones entre revisionistas y marxistas, reformistas y revolucionarios, social patriotas e internacionalistas. [6] Disputas teóricas y políticas que las críticas poscoloniales suelen omitir cuando construyen un relato del marxismo como si este fuera unívocamente ciego ante la cuestión racial y colonial.
Antes de 1914, el punto de vista internacionalista prevaleció en las resoluciones de los congresos de la Segunda Internacional. En varias ocasiones, diputados socialistas intervinieron en los parlamentos nacionales para denunciar los escándalos del saqueo colonial, mientras que las juventudes de los partidos socialistas impulsaron campañas antimilitaristas. Esto fue cuestionado por las corrientes revisionistas y oportunistas. Sectores que sostenían que podía haber objetivos “socialistas” en la colonización o que podían moderarse los “excesos” del imperialismo. Mientras el internacionalismo era reemplazado por un punto de vista cada vez más nacionalista, en la práctica política se priorizaba el crecimiento electoral y una acción sindical moderada, para obtener mejoras sociales en las metrópolis. De este modo, se terminaron consolidando las tendencias socialchovinistas. A diferencia de Engels, los socialpatriotas consideraban que la “felicidad” (que para ellos equivalía a decir “civilización europea”) podía imponerse por la fuerza a los pueblos extranjeros. En el momento decisivo, en agosto de 1914, arrastraron a la socialdemocracia en el lodo y la sangre de la “defensa nacional” y llevaron a la clase trabajadora de los diferentes países a degollarse mutuamente en una guerra por el reparto de las colonias.
Revisionismo y colonialismo “socialista”
A fines del siglo XIX en el seno de la socialdemocracia alemana surge la tendencia revisionista, encabezada por Eduard Bernstein. Paradójicamente, mientras el capitalismo engendraba las tendencias que llevarían a la guerra y la revolución años después, Bernstein se embarcaba en una revisión del marxismo de tinte gradualista y plagada de ilusiones en los cambios pacíficos. No percibía que la calma era aparente, y se dejaba endulzar por las mieles del parlamentarismo. Desde su punto de vista, el capitalismo había logrado superar las crisis generales que había analizado Marx. La lucha por el socialismo ya no pasaba por la revolución ni por la lucha de clases, sino que podía avanzar evolutivamente a través de la ampliación de la democracia parlamentaria y el crecimiento de la influencia de la socialdemocracia en los sindicatos y las cooperativas obreras. El movimiento por la conquista de reformas se convertía en un fin en sí mismo: “El objetivo final, cualquiera que sea, no significa nada, el movimiento lo es todo”.
En el seno del SPD se desarrolló el “debate Bernstein” en el que intervinieron numerosos dirigentes socialistas, como Kautsky o Parvus, aunque la refutación más sistemática la hizo la joven Rosa Luxemburg en su obra Reforma o Revolución. Luxemburg impugnó las principales afirmaciones de Bernstein, demostrando que el capitalismo no había superado las crisis recurrentes. La contradicción entre la socialización creciente de la producción y la concentración de la propiedad privada seguía siendo una premisa elemental para el socialismo. El desarrollo de los monopolios y el sistema crediticio no aminoraban las contradicciones del sistema, sino que las agravaban.
Las posiciones diferían también respecto al papel del Estado y la democracia parlamentaria. Mientras que para Bernstein el Estado podía cumplir un papel progresivo en la consecución del socialismo (por la vía de la ampliación de la democracia burguesa), para Rosa Luxemburg el Estado se volvía “cada vez más capitalista” y un escollo insalvable para el cambio gradual. Luxemburg daba importancia a la lucha parlamentaria y sindical, pero discrepaba por completo con el revisionismo sobre los propósitos de la misma. Esas luchas parciales tenían que permitir fortalecer la conciencia de los trabajadores acerca de la imposibilidad de obtener un cambio social profundo sin luchar por el poder político. Luxemburg señalaba lo absurdo de pensar que el “gallinero del parlamentarismo” era el órgano que podía llevar adelante la inmensa tarea histórica de terminar con el capitalismo y construir el socialismo. Como si la burguesía pudiera ser convencida por las “buenas intenciones” de los socialdemócratas de anular sus privilegios y abdicar como clase dominante, sin dar pelea. También cuestionaba que Bernstein sustituyera el papel de la clase trabajadora por una definición abstracta de ciudadanos, sin distinción de clase, lo que implicaba subordinar a la clase obrera a la política burguesa.
Ahora bien, lo que nos interesa destacar es que este debate con el revisionismo estuvo cruzado desde el comienzo por las polémicas sobre la cuestión colonial. En 1896, Bernstein había publicado un artículo en el que defendía una suerte de “socialismo patriótico”. Consideraba que el SPD debía ser leal a su propio gobierno en cuestiones de política exterior y planteaba que, si ya representaban electoralmente a un cuarto del electorado del Reich, debían asumir “cierta responsabilidad de la política de ese Reich”. El británico Belfort Bax, que sostenía posiciones anticolonialistas, aunque con una visión idealista romántica, respondió que Bernstein había “dejado de ser socialdemócrata.” Frente a lo cual Bernstein reafirmó su idea de que “bajo el dominio directo europeo, los salvajes están, sin excepción, mejor que antes”. [7]
En esos mismos años, dentro del SPD sectores revisionistas empezaron a cuestionar la táctica antimilitarista del partido, que tenía como principio no votar presupuestos militares y navales en el Parlamento. En el Congreso de Mainz del SPD (1900) se debatió sobre las causas del imperialismo y la política colonial. Rosa Luxemburg intervino denunciando la intervención de las potencias europeas en China en la guerra de los boxers, esa “sangrienta guerra de la Europa capitalista contra Asia”. Un impulso de la “reacción internacional” que debía ser “respondido de inmediato por una protesta de los partidos obreros unidos de Europa.” El Congreso emitió una resolución que condenaba la “política de robo y conquista” y los métodos coloniales de las potencias europeas como “una burla sangrienta de la cultura y la civilización”. [8] Los revisionistas eran una minoría.
El Congreso de Paris (1900) de la Segunda Internacional ratificó las posiciones internacionalistas. La posición del “colonialismo socialista” se planteó por primera vez en la comisión de asuntos coloniales del Congreso de Ámsterdam (1904). El holandés Van Kol sostuvo que la colonización era “inevitable”. Los pueblos coloniales no estaban preparados para autogobernarse y la colonización debería continuar bajo el socialismo, para abastecer de materias primas. Bernstein apoyó la propuesta de Van Kol, pero esta fue rechazada.
La trata esclavista y el expolio colonial habían marcado por siglos el contacto de la “civilizada” Europa con el continente africano. Pero la cuestión colonial adquirió una nueva fisonomía a fines del siglo XIX, en medio de una desaforada “carrera por África” por parte de las potencias europeas. Antes de 1880, la colonización europea se limitaba a la costa, con algunas excepciones. Francia había conquistado Argelia desde 1830 y en el extremo meridional, holandeses y británicos avanzaban hacia el interior desde la actual Sudáfrica. En las últimas décadas del siglo, franceses, británicos, alemanes, el Rey Leopoldo II de Bélgica y en menor medida españoles y portugueses se lanzaron a conquistar la totalidad del territorio africano. La conferencia de Berlín (1884-1885) estableció reglas comunes para el reparto y se fijó la condición de “establecimiento efectivo en el territorio” para reclamar el control colonial. En las décadas siguientes se terminó de forjar a sangre y fuego el mapa de la partición, sobre la base del aplastamiento militar de la resistencia de diferentes pueblos y etnias africanas, la ocupación, el asesinato en masa, la tortura, las violaciones de mujeres y el trabajo forzado.
En algunos casos, se trató de verdaderos genocidios. Quizás el más descomunal fue el que llevó adelante el Rey Leopoldo II en el Congo. Después de conseguir que la Conferencia de Berlín ratificara la apropiación privada del territorio congoleño -que tenía 20 veces el tamaño de Bélgica-, impuso un régimen brutal de trabajo forzado y terror militar para la extracción de caucho y marfil. Historiadores actuales calculan por millones los indígenas asesinados en el infierno congoleño. Aún hoy resultan escalofriantes las fotografías hombres y mujeres con sus manos o pies amputados. Un castigo frecuente que, junto con violaciones y flagelos de todo tipo, gustaban ejercer los colonos belgas y su ejército privado.
Otra masacre monstruosa, reconocida como genocidio recién un siglo después, fue la que infligió Alemania a los pueblos herero y nama en la actual Namibia. Entre 1903 y 1904 estos pueblos pastores de la región suroeste África se rebelaron contra la brutal ocupación alemana, que los había expulsado de sus tierras. El general Lothar von Trotha fue enviado a aplastar la resistencia con un contingente de 14.000 soldados. Haciendo gala de la elevada cultura alemana, aseguró:
“Cualquier herero encontrado dentro de la frontera alemana, con o sin armas o ganado, será ejecutado. No perdonaré ni a mujeres ni a niños. Daré la orden de expulsarlos y disparar contra ellos”. [9]
Von Trotha no dudó en cumplir con su palabra. Hombres, mujeres y niños fueron fusilados, colgados en árboles y miles fueron obligados a huir hacia el desierto de Kalahari. Los pozos de agua fueron envenenados, para que murieran de hambre y de sed. Copiando los civilizados métodos de los británicos en Sudáfrica, se erigieron campos de concentración donde realizaron experimentos con los prisioneros y asesinatos en masa. Investigaciones históricas recientes estiman que fueron aniquilados unos 80.000 herero y entre 10.000 y 20.000 nama. Este es solo un ejemplo de la forma en que Europa llevaba su “civilización” y su “cultura” a los pueblos africanos.
Rosa Luxemburg recordaría tiempo después este brutal crimen en su artículo “Mujeres proletarias” de 1912:
“El taller del futuro requiere muchas manos y muchos corazones. Un mundo de miseria femenina espera alivio. La esposa del campesino gime mientras casi se derrumba bajo las cargas de la vida. En el África alemana, en el desierto de Kalahari, los huesos de las indefensas mujeres herero se blanquean al sol, perseguidas por una banda de soldados alemanes y sometidas a una horrible muerte por hambre y sed. Al otro lado del océano, en los altos acantilados del Putumayo, los gritos de muerte de las mujeres mártires indias, ignoradas por el mundo, se apagan en las plantaciones de caucho de los capitalistas internacionales.” [10]
En Europa, la colonización se legitimaba en base a discursos racistas, promovidos por el Estado, los militares, las iglesias, la ciencia médica, la eugenesia, la antropología, las sociedades de geografía y ciencias naturales. Definían a los pueblos africanos como “menores de edad”, “salvajes” y “bárbaros”, incapacitados para autogobernarse. Las exposiciones universales eran utilizadas para teatralizar la superioridad europea. Decenas o cientos de indígenas eran expuestos en verdaderos zoos humanos para que los visitantes europeos los observaran, se burlaran y hasta les tiraran comida.
Contra esta fuerte corriente racista, la mayoría del SPD mantuvo públicamente una posición de principios. En enero de 1905, Bebel pronunció un discurso en el Reichstag contra las políticas coloniales alemanas y defendió el derecho de los herero a rebelarse. En cambio, muchos de sentidos comunes reaccionarios fueron impregnando cada vez más las tesis revisionistas del “colonialismo socialista”. Una moción presentada por este sector fue apoyada por casi la mitad de los delegados en el Congreso de Stuttgart (1907).
El debate arrancó otra vez en la comisión de asuntos coloniales, que aprobó una resolución que decía que el congreso “no condena en principio y para siempre toda política colonial que, en un régimen socialista, podrá convertirse en una obra de civilización.” Durante el curso del debate, Van Kol defendió que el “problema de las colonias es el gran problema que dominará la historia moderna. Por lo tanto, es preciso crear una política colonial socialista”. Bernstein argumentó, en igual sentido, que la idea de abandonar las colonias era “utópica” y que la “consecuencia de esta concepción sería que se devuelva Estados Unidos a los indios”. También planteó que “cierta tutela de los pueblos civilizados sobre los pueblos no civilizados” era “una necesidad”. Kautsky respondió a los revisionistas, asegurando que:
“la política colonial significa la conquista y la captura por la fuerza de tierra en el extranjero. Impugno la noción de que la socialdemocracia y la política social tengan algo que ver con la conquista y el dominio sobre un territorio extranjero. (…) Bernstein quiere persuadirnos de que la política de conquista es una necesidad natural. Estoy bastante sorprendido de que haya defendido aquí la teoría de que hay dos grupos de pueblos, uno destinado a gobernar y el otro a ser gobernado, que hay personas que son como niños, incapaces de gobernarse a sí mismas” [11]
El apoyo de la delegación alemana a la moción de Van Kol generó conmoción. Aunque Kautsky discutió fuertemente en contra, su posición había quedado en minoría dentro de la delegación alemana, debido a la sobrerrepresentación que había conseguido el ala sindicalista del partido (un sector afín al colonialismo). La socialdemocracia alemana acostumbraba a dirimir posiciones primero internamente, y recién después votaba de forma unitaria en los Congresos internacionales, sin romper la disciplina de partido. Por lo que todos los delegados apoyaron la moción de la derecha revisionista. Finalmente, al proponerse su aprobación por el Congreso, la resolución que justificaba el colonialismo fue derrotada, pero por muy escaso margen, tan solo 128 votos contra 108.
La resolución final incluyó una enmienda que puntualizaba que por “naturaleza inherente, la política colonial capitalista debe conducir a la esclavización, el trabajo forzado o el exterminio de la población nativa.” También se aprobaron resoluciones que condenaban el militarismo. A propuesta de Lenin y Luxemburg, se incluyó una que planteaba que, en caso de estallar la guerra los socialistas tenían “el deber de actuar para ponerle rápidamente fin” y “utilizar por todos los medios la crisis económica y política provocada por la guerra para despertar al pueblo y obtener así el derrumbe de la dominación capitalista.”
La enmienda aprobada impidió que los sectores revisionistas se impusieran en Stuttgart, pero era un hecho que su influencia crecía. Los oportunistas tenían peso en la fracción parlamentaria y el sector sindical del SPD. El Congreso partidario de Manheim (1906) había consolidado el poder de la burocracia sindical. Al aprobar una “paridad” entre partido y sindicatos, le otorgaba a la burocracia un derecho de veto sobre la política del SPD que afectara “asuntos comunes”. [12] Así, podían vetar la convocatoria a una huelga general. Este sector, encabezado por el dirigente de los llamados Sindicatos Libres, Karl Liegen, se opuso rotundamente a la campaña antimilitarista que impulsaba Karl Liebcknecht desde las juventudes socialdemócratas. Como respuesta, Liebcknecht publicó su folleto Militarismo y Antimilitarismo. Se encontraban en veredas opuestas. Las discusiones anticipaban la evolución que siguió la corriente nacionalista-proimperialista en la Segunda Internacional, que culminó en 1914 con la aprobación de los créditos de guerra.
El debate sobre la guerra y el imperialismo
A partir de 1910, varios acontecimientos internacionales reactivaron la atención sobre la cuestión colonial y la guerra: la Revolución china de 1911, la crisis marroquí ese mismo año y la guerra de los Balcanes en 1912. En este período se produce la ruptura entre el ala centro y el ala izquierda de la socialdemocracia, que previamente habían enfrentado en un frente común al revisionismo.
Kautsky había sido uno de los teóricos más destacados del marxismo “ortodoxo” del SPD en las polémicas contra Bernstein. Sin embargo, terminó encabezando una posición de centro oportunista. En 1910, se abre una importante polémica con Rosa Luxemburg, que comienza con un debate sobre la conveniencia o no de agitar la necesidad de la huelga general para luchar por una reforma electoral. El contexto era un importante proceso huelguístico en Alemania, en medio de una crisis económica y gubernamental. Luxemburg proponía que el SPD convocara a la huelga general para darle una dirección al movimiento hacia objetivos políticos. Kautsky se oponía, y abogaba por posponer cualquier agitación en ese sentido hasta después de las elecciones de 1912 (dos años después). Consideraba que lo más importante era asegurar el triunfo electoral para la socialdemocracia. Para eso había que evitar acciones callejeras que pudieran provocara una respuesta represiva del Estado que cerrara esa oportunidad. En su respuesta a Luxemburg, Kautsky afirmaba que había dos estrategias enfrentadas, una estrategia de desgaste (la suya) y una estrategia de derrocamiento (que le adjudica a Luxemburg). Para Luxemburg, en cambio, la posición de Kautsky era nada más que parlamentarismo. La polémica desemboca en la ruptura política y personal entre Luxemburg y Kautsky, delimitando a la izquierda de la socialdemocracia alemana. [13]
Ahora bien, al igual que ocurrió en el debate con los revisionistas, la polémica entre el centro y la izquierda también se cruzaba con las diferentes visiones que tenía cada grupo acerca del militarismo, el imperialismo y la guerra. Veamos.
El debate arranca a propósito del apoyo del SPD a las conferencias de desarme que estaban llamando varios gobiernos europeos. En 1909, los diputados socialistas en el Reichstag presentan una moción proponiendo “un acuerdo internacional de las grandes potencias para la limitación mutua de los armamentos navales”, lo que genera una importante discusión al interior del partido. Rosa Luxemburg se opone, mientras que Kautsky defiende la posición proclive al desarme. Este publica un artículo sobre el tema en mayo de 1911, donde plantea dar el apoyo a las “propuestas de la burguesía para la preservación de la paz o la limitación de armamentos”.
Luxemburgo responde esa misma semana con dos artículos titulados “Utopías pacifistas”. Allí, apunta su crítica contra los socialdemócratas que habían realizado discursos defendiendo un “desarme parcial”. Sus fundamentos, aseguraba Luxemburg, se aproximaban más al pacifismo burgués que al internacionalismo revolucionario. Para Luxemburg, el militarismo en todas sus formas, como guerra abierta o paz armada, era hijo legítimo del capitalismo, de ahí que no se pudiera terminar con el militarismo sin luchar por el socialismo. Y si era una ilusión pretender moderar los conflictos de clase a nivel de cada Estado, también lo era intentar “disminuir, mitigar y liquidar estos conflictos internacionales.”
A continuación, enumera la serie de guerras ocurridas en los 15 años previos: guerra entre Japón y China en 1895; guerra entre España y Estados Unidos en 1898; guerra de los boers en Sudáfrica en 1899-1902; guerra de los boxers y penetración de las potencias europeas en China; en 1904 la guerra ruso-japonesa; en 1904-1907 la guerra de los alemanes contra los hereros en África; en 1908, la intervención militar de Rusia en Persia; y ese mismo año la crisis de Marruecos. Pero lo más relevante eran las consecuencias de cada uno de esos conflictos: el rearme militar de todas las potencias.
A su vez, Luxemburg señala que hay otro factor de importancia: “el despertar social y político de las colonias y los países que integran las ‘esferas de influencia’ a la vida independiente”. Esto aumenta la fricción a escala global, no la disminuye. Por eso, la principal tarea de los socialdemócratas es enfrentar las ilusiones pacifistas, que la burguesía alimenta, mientras se preparan para la guerra.
Las diferencias entre Luxemburg y Kautsky sobre la política internacional reaparecen durante la segunda crisis marroquí o crisis de Agadir (1911). Alemania había enviado a un buque militar a Marruecos, cuestionando la zona de influencia de Francia. Gran Bretaña apoya a Francia, para frenar las pretensiones expansionistas de Alemania y el conflicto se termina resolviendo sin cañones, con un pacto franco-alemán. Este reafirma el control francés, a cambio de otorgarle a Alemania la parte norte del Congo francés. Poco después se firmó el tratado de Fez, donde Alemania reconoció el establecimiento de los protectorados francés y español en Marruecos, a cambio de territorios en el Congo y en el Camerún alemán. España se quedaba con una región en el norte (incluyendo el Rif y Yebala) y en el sur, lindando con la colonia española del Sahara Occidental. El socialismo español y los sindicatos se habían movilizado contra la presencia colonial en Marruecos durante varios años. La protesta obrera contra la guerra colonial se radicalizó durante la Semana Trágica de 1909, con una huelga general en Barcelona y una fuerte represión.
Luxemburgo escribe sobre la crisis de Marruecos:
“La guerra y la paz, Marruecos, a cambio de Congo y Togo por Tahití, esas son las cuestiones en las que se decide la vida de miles de personas, la felicidad o infelicidad de pueblos enteros. Una docena de caballeros de la industria racistas dejan a los políticos comprometidos que piensen y regatean sobre estas cuestiones como lo hacen en el mercado para la carne y las cebollas, y la gente espera ansiosamente la decisión con angustia como los rebaños de ovejas conducidas a la masacre.” [14]
Aunque la crisis de Agadir en 1911 se terminó resolviendo por vía diplomática, el hecho es que planteó, por primera vez en décadas, la posibilidad real de una guerra entre potencias europeas. Como respuesta, los partidos socialistas europeos organizan manifestaciones contra la guerra, pero la posición de la dirección del SPD es bastante vacilante. Luxemburg la ataca de frente y Kautsky sale en defensa de la línea oficial.
En medio de la crisis, el Buró Internacional (del que formaba parte Luxemburg) había propuesto organizar una reunión de los partidos socialistas europeos para preparar manifestaciones unitarias contra la guerra. Las direcciones de los partidos de Francia, España e Inglaterra habían aceptado. Pero el SPD bloquea la reunión. Un miembro de la dirección del partido alemán responde que había pocas posibilidades de que el conflicto escalara hacia una guerra abierta. Sugiere que podía ser una especie de táctica de distracción del gobierno alemán, ante la proximidad de las elecciones de 1912. Y advierte que, si el SPD se comprometía con una fuerte agitación sobre este tema, podía ser usado en su contra en las próximas elecciones. No había que descuidar los “asuntos internos”.
Luxemburgo hizo pública la carta y armó un escándalo contra esa posición, generando revuelo en el partido. [15] Para ella, el significado histórico de la crisis de Marruecos era una lucha competitiva entre diferentes capitalistas europeos para apropiarse de una parte del territorio africano. Le resultaba inadmisible la propuesta de la dirección del SPD de no hablar del tema, para cuidar una futura campaña electoral. Las “cuestiones internas” no podían separarse de “la creciente dominación del capitalismo, en todas partes del mundo” y del “papel importante que desempeña la política colonial y mundial en este proceso”. [16]
Kautsky salió en defensa de la dirección. Su argumento era que, fuera de un reducido sector del capital bancario y especuladores, las clases dominantes alemanas no estaban interesadas en avanzar hacia la confrontación militar. Luxemburgo vuelve a responder, señalando dos cuestiones. En primer lugar, polemiza con la idea de que la política colonial no era del interés de las clases dominantes. En segundo lugar, recrimina al autor del artículo que no diga “ni siquiera una palabra acerca de los pueblos nativos de las colonias, acerca de sus derechos, intereses o sufrimientos como consecuencia de la política mundial”.
Para Luxemburg, la crisis colonial no solo demuestra la farsa de los discursos pacifistas de la burguesía. También muestra que los pueblos colonizados se rebelan:
“Pero el ‘Némesis’ del capitalismo es que cuanto más este devora el mundo y socava sus propias raíces. Al mismo tiempo que se prepara para introducir el "orden" capitalista en las relaciones primitivas de las tribus de pastores y pueblos de pescadores marroquíes aislados del mundo, se derrumba ya el orden creado por él en todas las esquinas y confines de otros continentes. Las llamas de la revolución arden en Turquía, Persia, México, Haití, ellas acaban sosegadamente los edificios del Estado en Portugal, España, Rusia.” [17]
Frente a esta situación, para Luxemburg no se trata de “permanecer viendo pasivamente el colapso del orden de la sociedad burguesa”, sino que el análisis de la política internacional debe ser “el fundamento intelectual de una política dinámica”.
Las divisiones entre el centro kautskista y la izquierda se profundizan. Y si en el plano interno Kautsky se decanta por una “estrategia de desgaste” o de espera pasiva [18] -que debilita a la clase obrera para los enfrentamientos futuros-, en el terreno internacional tiene una concepción que apuesta por el aminoramiento de las fricciones internacionales y que descarta el escenario de guerra mundial.
En el congreso de Chemnitz del SPD en 1912 se produce un enfrentamiento entre Hugo Haase, por el ala centro y el ejecutivo del partido, y Paul Lensch en representación de la izquierda. Haase sostuvo que la integración económica de los trust a nivel internacional era una contra tendencia al enfrentamiento bélico. Pensaba que el gobierno inglés jugaba a favor del desarme, por lo que la guerra podía evitarse. [19] La izquierda responde que las tendencias a la guerra solo podían frenarse por medio de la lucha independiente de la clase obrera y que la política del gobierno inglés era reaccionaria. Su interés no era el desarme, sino frenar el ascenso de su competencia, el militarismo alemán. Proponen reemplazar la demanda de desarme por la de formación de milicias ciudadanas. Sin embargo, el Congreso aprueba la moción de Haase.
Estas divisiones entre un centro pacifista y la izquierda también se expresan a nivel internacional. En el partido francés, Jean Jaurès había apoyado las posturas de Van Kol sobre la política colonial “positiva”. Frente a la crisis de Marruecos y en general ante el militarismo, era partidario de promover el “arbitraje internacional” para resolver los conflictos. En esta línea, incluso llegó a celebrar el acuerdo franco-alemán para resolver la crisis de Agadir. Jaurès consideraba que un acuerdo entre esas potencias era “la condición absoluta de la paz en Europa”. La creación de una milicia ciudadana defensiva era otra cuestión clave de su planteo para evitar la guerra. Jaurès sostenía que había que reconciliar el patriotismo con el internacionalismo, en base a la idea de la “defensa justa” de la patria ante agresiones extranjeras. Pero se refería así a las potencias europeas, no a los pueblos coloniales.
El PSOE se había manifestado en numerosas ocasiones contra la presencia colonial española en Marruecos. Sin embargo, su política era oscilante. Por momentos, centrada en la consigna “todos o ninguno" (que cuestionaba el método de reclutamiento militar que enviaba a la guerra a los hijos de los trabajadores, mientras los ricos se quedaban en casa). En otras ocasiones, priorizando la idea de "Ni un hombre, ni un céntimo para Marruecos", que hacía más explícito el rechazo a la ocupación colonial. Respecto a la posibilidad de una guerra entre potencias europeas, en declaraciones públicas mantenía una posición alineada con los Congresos internacionales. Aunque su participación en la conjunción republicano-socialista desde 1909 mostraba una temprana tendencia de la conciliación con sectores de la burguesía, que se profundizaría en los años siguientes. Mientras que España se mantuvo formalmente neutral en la guerra, los socialistas expresarían sus simpatías por el bando aliado.
“Guerra permanente o revolución”
Hacia 1912, las fricciones internacionales seguían in crescendo. Tras la crisis de los Balcanes, se convocó el Congreso extraordinario internacional de Basilea. La guerra ya estaba puertas adentro de Europa. El congreso reafirma los principios del internacionalismo socialista y se aprueba la consigna de “guerra a la guerra” contra la “locura universal de la carrera armamentística”. Lenin dirá después que el Manifiesto de Basilea establecía la lucha revolucionaria de los trabajadores contra sus gobiernos en escala internacional. Frente a la guerra, era necesario oponer la lucha por la revolución.
Aun así, en agosto de 1914, la socialdemocracia alemana optó por alinearse con su propia burguesía. Como cobertura a esta traición a todos los principios socialistas, esgrimen dos argumentos centrales. En primer lugar, que para Alemania era una guerra “defensiva” frente a la “ofensiva” del totalitarismo ruso. En segundo lugar, que lo que se “defendía” con el apoyo a su propia burguesía en la guerra eran las libertades y fuertes organizaciones conquistadas por la clase trabajadora en los años previos. Sus organizaciones sindicales, asociaciones, diputados, periódicos y la propia organización partidaria.
En 1916, Luxemburgo publicó el texto “La crisis de la socialdemocracia alemana”, conocido como Folleto de Junius por el pseudónimo con que lo firma. Era una denuncia enérgica de la catástrofe guerrerista y la debacle de la Segunda Internacional.
Sobre el carácter “defensivo” u “ofensivo” para determinar la posición ante la guerra, Luxemburg, Lenin y Trotsky respondieron que era una farsa. Lo fundamental era el carácter imperialista de la guerra, la disputa militar de bandidos que buscaban un nuevo reparto del mundo. Así lo sostenía Lenin:
“Pero figurémonos a un esclavista poseedor de cien esclavos que lucha contra otro, que posee doscientos, por una distribución más "equitativa" de estos esclavos. Es claro que hablar en este caso de guerra "defensiva" o de "defensa de la patria" sería falsear la historia y equivaldría, prácticamente, a una simple farsa de los hábiles esclavistas para engañar al vulgo, a los pequeños burgueses y a la gente inculta. Precisamente así, valiéndose de la ideología "nacional" y de la idea de defensa de la patria, es como la burguesía contemporánea, la burguesía imperialista, engaña a los pueblos en la presente guerra entre los esclavistas por consolidar y reforzar la esclavitud.” [20]
De igual modo lo había planteado León Trotsky:
“Mientras los bobos e hipócritas hablan de defensa, de libertad nacional e independencia, la guerra angloalemana es hecha verdaderamente en pro de la libertad de explotación imperialista de los pueblos de la India y de Egipto, por una parte, y de la división imperialista de los pueblos de la tierra por la otra.” [21]
En segundo término, sobre la cuestión de que se estaba “defendiendo” las organizaciones de la clase obrera, ambos responden en el mismo sentido. Lenin sostiene que las organizaciones de masas legales de la clase obrera habían sido el signo más distintivo de la Segunda Internacional, en especial en el partido alemán. Plantearse una lucha contra la guerra y acciones revolucionarias significaba la ilegalización y persecución por parte de la policía y el Estado. Por ese motivo, los dirigentes del SPD, desde Legien a Kautsky, optaron por sacrificar los objetivos revolucionarios, a cambio de no perder esa legalidad. “El derecho del proletariado a la revolución ha sido vendido por el plato de lentejas de unas organizaciones autorizadas por la ley policíaca vigente.” [22]
En La guerra y la Internacional, León Trotsky hace una profunda reflexión sobre las condiciones en que emerge el oportunismo socialista de la Segunda Internacional. Haciendo un recorrido histórico por las diferentes fases del movimiento marxista plantea que, si bien el Manifiesto Comunista culminaba con el llamado a la unidad de los trabajadores de todo el mundo, ese grito de guerra era todavía prematuro. En la revolución de 1848, Marx y Engels no pudieron actuar como jefes de la clase obrera internacional, sino como la extrema izquierda de un movimiento democrático burgués. La fundación de la Asociación Internacional de los Trabajadores en 1864 retomaba las banderas del internacionalismo proletario. Pero esa organización era “una anticipación de las futuras necesidades del movimiento” más que un instrumento de dirección en la lucha de clases. Existía un abismo entre la teoría y la práctica, entre el objetivo formulado por los comunistas y las posibilidades de acción inmediatas, centradas en el apoyo a los movimientos huelguísticos y la clarificación teórica.
La Comuna de París fue un punto de inflexión, pero ocurrió como un destello: “Así como el Manifiesto comunista fue la anticipación teórica del movimiento moderno del trabajo y la Primera Internacional fue la anticipación práctica de las asociaciones del trabajo del mundo, así la Commune de Paris fue la anticipación revolucionaria de la dictadura del proletariado.” A la derrota de la Comuna, le siguió un período de expansión del capitalismo. Fue un período de crecimiento de las organizaciones obreras y de intervención política legal sobre la base del Estado nacional. El centro de gravedad del movimiento socialista se traslada a Alemania. En el caso del movimiento obrero inglés, el ciclo de avance gradual y posibilismo había comenzado veinte o treinta años antes que en la Europa continental, formando una capa de sindicalistas que adoptaban la política liberal burguesa.
Se había generado una nueva contradicción entre la teoría y la práctica. A comienzos de 1900 “teóricamente el movimiento obrero marchaba bajo la bandera del marxismo.” Pero “el marxismo vino a ser para el proletariado alemán no la fórmula algebraica de la revolución que fue al principio, sino el método teórico por adaptación a un estado nacional capitalista coronado con un casco prusiano.” Los poderosos Sindicatos Libres alemanes ataron su destino a los éxitos de la industria alemana en el interior y el exterior. La socialdemocracia construyó una monumental estructura organizativa con un millón de miembros, cuatro millones de votantes, 91 diarios y 65 imprentas. Pero toda esa actividad se desarrolló bajo el espíritu del oportunismo.
“Los revisionistas alemanes fueron impresionados en su conducta por la contradicción entre la reforma práctica del partido y sus teorías revolucionarias. Ellos no comprendieron que esta contradicción estaba condicionada por circunstancias temporales, aunque prolongadas, y que solo podían ser vencidos por un ulterior desarrollo social. Para ellos era una contradicción lógica. La equivocación de los revisionistas no fue que ellos confirmaran el carácter reformista de las tácticas del partido en el pasado, sino que querían perpetuar el reformismo teórico y hacer de él el único método de la lucha de la clase proletaria.” [23]
Trotsky señala que, en la disputa teórica con el revisionismo, el marxismo salió claramente vencedor. En estas páginas hemos recorrido varios de esos debates teóricos. Sin embargo, la derrota teórica del revisionismo no equivalía a su derrota organizativa, táctica y psicológica.
En 1905, la revolución rusa abrió la posibilidad de otro horizonte histórico, lo que fortaleció al ala izquierda en todos los partidos de la Segunda internacional. El surgimiento de los soviets y la huelga general mostraban un camino alternativo al de la asimilación del movimiento obrero por el Estado burgués. Las lecciones sobre la revolución de 1905 y la primera formulación de la Teoría de la revolución permanente de Trotsky fueron claves en los debates del movimiento marxista internacional. En el período de reflujo posterior, el ala centro kautskista tendió a alinearse con la derecha en los partidos socialistas, delimitándose de la izquierda.
La socialdemocracia alemana, ahondando el camino del oportunismo, “adoptó el culto de la organización como un término en sí mismo”. Y esa fue la base para que la “defensa” de esas organizaciones se erigieran como principal argumento para el apoyo a su propia burguesía en la guerra. ¡Había que preservar la organización socialdemócrata de la ruina! Su millón de afiliados, sus 91 periódicos. Pero la ruina de la socialdemocracia fue que ni una página de sus 91 periódicos denunció la política imperialista. La socialdemocracia no fue un instrumento útil para la clase obrera en momentos de peligro. Fue un peso muerto sobre sus espaldas: “porque se sintieron primero y principalmente como un estado conservador, dentro del estado”.
Ahora bien, había otro elemento fundamental que explicaba el derrumbe de la Segunda Internacional: el crecimiento de un socialismo imperialista. En el Congreso de Stuttgart, la mayoría de los delegados alemanes, en especial los sindicalistas, había votado en contra de la resolución marxista sobre la política colonial. Esos hechos cobraron un nuevo significado en 1914: “Precisamente ahora la prensa de los sindicatos está uniendo la causa de la clase trabajadora alemana al trabajo del ejército de los Hohenzollern, con más conocimiento de causa que el que manifiestan los órganos políticos.” [24]
Cuando los estados capitalistas sobrepasaron su forma nacional para transformarse en poderes imperialistas, el programa del movimiento obrero no superaba las luchas de presión por reformas mínimas en los marcos de la legalidad burguesa. Trotsky encuentra allí el motivo por el cual la clase obrera fue impotente ante la catástrofe de la guerra:
“La razón es el llamado programa mínimo, el cual arregla su política sobre el marco del estado nacional. Cuando su principal interés estriba en los tratados de tarifas y en la legislación social, el proletariado es incapaz de emplear la misma energía en combatir al imperialismo que la que desplegó al combatir el feudalismo. Por aplicar sus viejos métodos de la lucha de clases —la constante adaptación a los movimientos del mercado— a las nuevas condiciones producidas por el imperialismo, él mismo cae en la dependencia material e ideológica del imperialismo.” [25]
El único camino para no caer en esa dependencia del imperialismo era llevar delante de forma práctica la lucha por el socialismo. La clase trabajadora no iba a acumular fuerzas suficientes para resistir la fuerte corriente del imperialismo, si seguía utilizando sus viejas tácticas oportunistas. Solo podía proponerse derrotar al imperialismo, si tomaba el camino de la revolución social. La debacle de la socialdemocracia de la Segunda Internacional, demostró lo primero. Los consejos obreros que la clase obrera rusa volvió a poner en pie en 1917, revelaron que lo segundo había comenzado a ser una posibilidad real y no solo una anticipación teórica.
No hemos abordado en estas páginas los importantes debates teóricos y estratégicos sobre la revolución rusa que se desarrollaron en el marxismo ruso e internacional desde 1905. Estos estaban ligados a las diferentes visiones sobre el imperialismo. En el caso de Trotsky, sus elaboraciones sobre el desarrollo desigual y combinado en la época imperialista fueron el fundamento para la Teoría de la revolución permanente. De este modo, logró articular una visión teórica y estratégica sobre el desarrollo de la revolución socialista en Rusia que rompía con todos los esquemas del materialismo vulgar o evolucionista. Más tarde lo generalizaría como una teoría de la revolución permanente para los países semicoloniales y como dinámica de la revolución mundial. Estos temas serán tratados en próximos apartados.
Solo una minoría internacionalista de la Internacional se opuso a la guerra en agosto de 1914. La Conferencia de Zimmerwald, en septiembre de 1915 agrupó delegados de varios países, entre los cuales había un sector con posiciones pacifistas y un ala revolucionaria formada por los espartaquistas alemanes, Trotsky y Lenin. Aún con limitaciones, ese encuentro permitió retomar el hilo histórico del internacionalismo. Si bien en Zimmerwald y Kienthal los revolucionarios eran una pequeña minoría, los sufrimientos inauditos de las masas durante la guerra dieron lugar a una poderosa ola de lucha de clases que permitió el triunfo de la Revolución Rusa bajo dirección bolchevique. Esto ya pertenece a otra historia. |