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La Izquierda Diario
8 de mayo de 2024 Twitter Faceboock

Tribuna abierta
Tiempos y destiempos en los escenarios de confrontación social
Juan manuel nuñez
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“¿Nunca oíste la hojarasca crepitar?”

Luis Alberto Spinetta

Hacia fines del 66’, diluidas las ilusiones que los habían conducido a la asunción de Juan Carlos Onganía en Junio de ese año, los representantes de los trabajadores argentinos comienzan un plan de lucha. El mismo no implicaba una ruptura con los planes del proyecto de Onganía, más bien intentaba, empujados a la confrontación por los avances de los planes ordenancistas y eficientistas del gobierno, plegarse al baile tortuoso que ya habían ensayado en la víspera: golpear, para después negociar. Las efectivas escenas montadas años ha, podían intercalar, según las circunstancias, violentos llamados a ocupar fábricas y espacios públicos, con búsquedas de consensos y puentes de diálogo con los gobiernos y diversos actores.

Y es que, tras las sucesivas normalizaciones de las representaciones sindicales luego del derrocamiento de Perón, se había configurado la integración del actor sindical al sistema político con un comportamiento singular: presionar a los sucesivos proyectos –y al sistema político crónicamente fragmentado- con huelgas y movilizaciones, con el objetivo de condicionarlo y negociar pragmáticamente. Así, la amenaza a la desestabilización social que encarnaba cada acción directa buscaba efectos en diversos tableros: la mejora de la masa salarial, la defensa y el fortalecimiento de las organizaciones sindicales, la mostración de su poderío al líder exiliado y la posibilidad de condicionar y/o vetar las políticas económicas que atentaran las bases de sustentación de ese poder.

El Plan de Acción decretado por la CGT en diciembre del 66’ –huelgas y movilizaciones escalonadas, que concluía con un paro general de 48 hs para marzo del año siguiente, representaba un compás más de ese movimiento tensionado entre la confrontación y el acuerdo.

La respuesta al Plan de lucha del Onganiato reformula el escenario, los repertorios y los horizontes del universo sindical: denuncia el accionar disolvente de los dirigentes gremiales, amenaza con el despido sin indemnización a los empleados estatales que se plieguen al plan de acción y quita la personería jurídica a varias direcciones sindicales. La CGT, ante el viraje catastrófico de la situación, retrocede, suspende el plan de lucha, intenta replegarse defensivamente. Fragmentado, en la semiclandestinidad, con gran parte de los gremios intervenidos, las gramáticas y lógicas de acción política de los sindicatos argentinos comienzan un proceso de recomposición.

Vale decir, ante tamaña derrota, las modalidades de accionar, identidades y formas organizacionales obreras y populares entran en una situación de incertidumbre, reconfiguración y crisis. Toda una época en la historia del movimiento obrero se cierra allí. Digo cierre de época y doy a esa palabra un color específico: las racionalidades consolidadas se vaporizan, se abren las compuertas para que se formulen profundos cuestionamientos a las prácticas precedentes, se exploran nuevas trayectorias.

La denuncia impugnadora al vandorismo por sus prácticas instrumentales, venales y cortoplacistas se generalizan; empero, bien visto el asunto, el señalamiento vociferante tiene un potencia cegadora, en tanto no era más que la carnadura generalizada, el nombre propio de un conjunto discreto de prácticas políticas,organizacionales y de producción simbólica de la acción social. Vandor era la personificación de un modo organizativo –jerárquico, institucionalizado y piramidal-, unas formas de confrontación –agresivo en lo táctico, tibiamente reformista en lo estratégico-, y un universo referencial signado por el imaginario del regreso del peronismo. La derrota del 66’-67’ abre el abismo. Cesa, por obsolescencia, una etapa.

La historia posterior es conocida: reformulación, en la semiclandestinidad, de las modalidades de impugnación al régimen dictatorial; hipotética juntura inestable entre peronismo y socialismo; asedio, por izquierda y desde abajo, a las direcciones gremiales; ciclo de rebeliones obreras-estudiantiles; emergencia de las voluntades fierreras; derrota en todos los frentes del proyecto de reconversión encabezado por la Revolución Argentina.

¿No habitamos, en lo formal, un espacio vital parecido al del universo obrero y popul(ar de comienzos del 67’? Las derrotas vacían los sentidos previos, enfatizan los señalamientos críticos, cristalizan impotencias que ciegan horizontes. A no dudarlo, nuestro presente se encuentra signado por una doble imbricación: a- la ofensiva sin cortapisas de un proyecto de poder que expresa las demandas comunes de la gran burguesía argentina y sus tentáculos institucionales e internacionales (judiciales, políticos, mediáticos, etc), efectuado bajo modalidades que amalgaman las diversas tradiciones antiplebeyas de nuestra historia (liberales, conservadores, neofascistas); b- la desproporción entre las dimensiones de esta avanzada y las respuestas –mínimas, descompaginadas- de los sectores brutalmente afectados por aquella ofensiva. Somos contemporáneos a un empalme inédito, empíricamente constatable, entre paritarias firmadas a la baja por más del 30%, desfondamiento de los presupuestos que sostenían la educación y la salud pública, criminalización de toda voluntad opositora organizada, y las débiles y fragmentarias resistencias que se vienen articulando.

Enfaticemos rápidamente que el emparejamiento entre dos épocas distintas de derrota y cesura sólo puede ser sostenida desde el lado de lo formal: en los sustancial ¿en qué se parece el proyecto desarrollista de Onganía con el actual?, ¿qué puntos de semejanza puede tener las composiciones heterogénas de nuestras clases populares con las de antaño?, ¿cómo comparar la persistente identidad popular peronista de hace 50 años con su dispersión actual? Además, se nos dirá, la derrota cegetista representó un corte temporal abrupto, la actual es un proceso larvado, de retrocesos pausados, pero continuos. Cierto: Milei es todo, menos un rayo en cielo sereno.

Lo que queremos señalar, al mirarnos en el espejo de las incertidumbres de ese verano del 67’, es que con la derrota de una política es derrotada también el conjunto de racionalidades que la dotaban de sentido. Viejas prácticas se vuelven obsoletas y retardatarias, algunas palabras pierden sentido, tácticas y estrategias deben ser repensadas. En las militancias cotidianas, las direcciones sindicales, las discusiones de delegados ¿no habitamos ese destiempo? Como si el resorte de la acción llegara siempre tarde, como que no podemos subirnos al tren de actuar y pensar en tiempo presente.

Lo difícil de pensar, justamente porque somos contemporáneos a un proceso que está en pleno curso, es la asincronía, el vacío entre la obsolescencia de las prácticas instituidas y la invención de formas de intervención, de organización y de reflexión nuevas. Dijimos, con una derrota son derrotadas también las lógicas de sentido que estructuraron la política derrotada. Más que bregar por el retorno del vencido a la arena de su búsqueda bajo el signo de la repetición, o señalar la –siempre ajena- indeterminaciones de la voluntad, se trata de deslindar los rasgos de lo perimido ¿Sobre qué recursos simbólicos, sobre qué pilares organizativos y modos de confrontación se configuraron las lógicas, la cultura política en pleno proceso de cesación?

Luego de la crisis de la convertibilidad, más allá de los virajes en el patrón de acumulación y la reorientación en las alianzas sociales que lo sustentaban, con sus sus zigzagueos y puntos ciegos, se impusieron nuevos parámetros que reformularon los vínculos entre los sectores populares y el proceso de reorganización socio-estatal.

Sin duda, ese lazo difícilmente podría, luego de los sucesivos estallidos, muertes y rebeliones que empujaron a mejor vida a la paridad cambiaria -y que condicionaron el reordenamiento- estar centralmente zurcidos con los hilos de la ciega violencia estatal.

La estructura que se fue consolidando fue algo más que la cooptación gubernamental de algunas militancias populares; la matriz de agregación que comienza a generalizarse con la emergencia del primer kirchnerismo –pero que sus sucesivas encarnaciones heredan-, es un proceso complejo de ampliación de las bases de sustentación del nuevo orden. La recomposición de una legitimidad estatal descoyuntada parió varias novedades: comenzó a integrar en la agenda diaria las demandas largamente postergadas de los sectores subalternos, se rearticularon sus gramáticas y símbolos en el entramado oficialista e incorporaron diversas militancias la gestión social y cultural. El kiirchnerismo fue omnívoro, no sólo por su capacidad para reabsorber y resignificar diversas tradiciones nacionales-populares, plebeyas y de izquierda, también porque tendió a nutrirse de la multiplicidad de mundos militantes que lucharon contra la larga década menemista.

Así, se fue consolidando una cultura híbrida, que cruzó la representación de los diversos intereses populares con la gestión de sus intereses al interior de la gestión pública, que apelaba a su movilización instrumental y canalizaba esas energías hacia la transacción de sus demandas por canales oficiosos

La novedad de la existencia de políticas activas que emergían de la propia gobernanza estatal cambio bruscamente las sensibilidades respecto de los años precedentes. Las lógicas del funcionariado, del teje y maneje diario por los recursos públicos, se mestizaron junto con los horizontes y gramáticas combativas de antaño.

No quitemos, ahora que somos contemporáneos a su agotamiento, vocación trasformadora a este proceso de estatalización de las diversas demandas postergadas. Estas lógicas institucionalizadas de representación de los conflictos, de rosca como modalidad existencial de la política, de mostración instrumental para el fortalecimiento de los recursos organizativos, constituye una lógica compartida tanto por diversos actores –sindicatos, movimientos sociales, organismos de derechos humanos, organizaciones universitarias-, como excedentaria a una identidad política específica.

Se sabe que las novedades ritualizadas traman sus propios mitos, y que los mitos llaman a la herejía. La lógica funcionó mientras cumplió su promesa de reparar, incluir y repartir los bienes sociales, culturales, etc. Efecto del caos de la convertibilidad, existía por la tensión entre esa insumisión fundadora y su rearticulación institucioanlizada. Síntoma de su agotamiento, de pérdida de su impulso impugnador originario es el reemplazo del arco referencial justiciero setentista por uno cada vez más centrado en las búsquedas de pactos y concertaciones. Como si, frenada la capacidad militante transformadora, se buscara congelar la escena en la reproducción de un perpetuo empate.

Al parecer, la búsqueda de concertación como horizonte, las unidades ciudadanas para la concordia, más que alumbrar instancias comunes para que las partes se reconozcan, dialoguen y distribuyan racionalmente lo que le corresponde, parieron la extenuación del ansia predatoria de los privilegiados, su violencia desnuda, en acto. Al parecer, éstos, como decía un florentino tiempo ha, solo ante el amenazador tumulto encuentran su límite. Sólo el temor vence al odio.

Una gramática política se agota en sí misma, cuando las lógicas que la estructuraban se vuelven inefectivas. El temor a perder lo conquistado, el señalamiento obsesivo de la amenaza latente, el pavor a regresar a un nuevo proceso de exclusión, también encandila cegadoramente al proponer como única variante, ante las diversas ofensivas neoconservadoras, el gesto de aferrarse al lugar.
Lo agotado es un modelo organizativo que redundó en un modo de acumulación centrípeto y acentuó lógicas tribales de organicidad, un repertorio de confrontación que zigzagueó entre la movilización instrumental y la mediación de la rosca más o menos institucionalizada, y una gramática que, mientras más percibía el peligro de la recaída neoliberal excluyente, redoblaba la apuesta de dibujar una estrategia reactiva, de supervivencia.

Ese retroceso, lento, pero sin pausa, afectó, a no dudarlo, como dijimos, los distintos ímpetus y trayectorias. Militantes sociales formados bajo las ásperas condiciones del menemato terminaron, más que defendiendo y representando los intereses comunes de sus representados, por las mismas racionalidades sedimentadas, los lugares formales de su propia representación. Transfirieron, como un estigma, a las nuevas camadas, la siempre certera búsqueda del mal menor. En un plano declinante de dos lustros, la descomposición e inefectividad de esta modalidad puso en primer plano rasgos que el dinamismo gestionario de sus primeros impulsos ocluían: lógicas cortoplacistas e instrumentales, pragmatismos ciegos a las consecuencias de sus actos, endogamias, pérdida de irreverencia y de espíritu herético. En fin, dieron forma a la catástrofe que vivenciamos.

¿Podremos, en los intersticios de una cesura, como los derrotados del 67’, construir nuevos trayectos militantes, otros símbolos, sacarnos la modorra atomizadora que nos llevó hasta aquí? De seguro, entre los varios caminos que el futuro nos depara, hay uno ocluído por la propia experiencia colectiva. Otros, apenas transitados, no solo conectan con las tradiciones plebeyas, democráticas y contestatarias de nuestra historia, también nos indican ciegamente que las crisis recomponen las identidades sedimentadas, crean nuevas modaildades organizativas, abren, ante la obsesiva repetición de lo mismo, el fuego de lo imprevisto. Veremos si, rápidamente, de la época concluída, emergerán nuevas figuras o si la recomposición de la experiencia tardará años, lustros o décadas. Cómo dijo el Poeta que invocamos al comienzo: bienvenidos al jardín de los presentes.

 
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