Conocer el origen medieval de la universidad quizá contribuya a dar la batalla contra los nuevos inquisidores y sus cómplices. En esta clave fue pensada esta contribución.
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“Cuando Guillermo corrigió su doctrina cayeron sus lecciones de dialéctica en tal descrédito que apenas tenían audiencia”; así se refiere el filósofo Pedro Abelardo al combate intelectual que emprende contra quien fuera su maestro, Guillermo de Champeaux. La doctrina de un maestro cuestionada y superada por el razonamiento de su discípulo abre paso a nuevas y mejores ideas. Abelardo no se dejó adoctrinar por Guillermo. Simplemente escuchó y pensó. Al advertir las inconsistencias del maestro, propuso un argumento superior. Así, se impuso sobre él. Los estudiantes ya no tienen interés por escuchar a aquel cuya tesis fue desacreditada y comienzan a seguir al que empleó la razón para vencer.
Frente a los que se valen de cualquier recurso de alto impacto para ganar voluntades y sumar seguidores –desde el grito destemplado que aturde el pensamiento, hasta la cuidada estética capilar que simula irreverencia -, Abelardo no apeló a ningún efecto especial. Solo formuló sus ideas de tal modo y con tal fundamento que no pudieron ser racionalmente negadas. Abelardo convenció. Tan sencillo y tan complejo como eso.
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París, siglo XII. Una revitalizada vida urbana pone en circulación personas y mercancías y con ella, se desarrolla un intenso movimiento de ideas. En contraste con la cultura del encierro, de la repetición y el silencio que caracterizaba la enseñanza de los monasterios, en las escuelas que surgen alrededor de las catedrales se reúnen unos activos “artesanos del saber”. ¿En qué consiste su tarea? Leen, razonan, y sobre todo, discuten. Frente a una tesis, su antítesis, hasta producir la síntesis que permita dar un salto en el conocimiento. De este modo, con el método escolástico nace el oficio intelectual en occidente, con todos los límites del sistema feudal y de un encuadramiento eclesiástico que no querrá que la razón tome vuelo. Sin embargo, surgen espacios en los cuales la palabra no será un acto de fe, ni una coartada haragana para justificar privilegios; espacios en los que “no daba lo mismo decir una cosa u otra”, o más bien, “no se podía decir cualquier cosa”. Y no nos referimos a la permanente censura de la iglesia; sino a la disciplina del pensamiento que supone rechazar las afirmaciones carentes de rigurosidad, o peor aún, que se pronuncian a sabiendas de no tener el más elemental vínculo con lo real.
Abelardo, el “caballero de la dialéctica” como lo llamaban, lleva muy lejos este método, esta forma de pensar y, por eso, muchos advierten en él una oscura amenaza. El 0800 Papa abre su línea para quien guste denunciar. La acusación es clara. Abelardo “estaba dispuesto a emplear la razón para explicarlo todo, incluso aquellas cosas que están por encima de la razón”, dice el monje Bernardo de Claraval en la carta que dirige al Pontífice. “¿Hay algo más hostil a la fe que negarse a creer lo que no puede alcanzarse con la razón?”; todos los peligros concentrados en una pregunta. El #Noalarazon se convierte en tendencia. Abelardo adoctrina, crea doctrina- lo cual, dado su oficio de maestro, era esperable -; una doctrina que, aún sin proponérselo, puede contribuir a cuestionar el poder. El poder amenazado pasa a la ofensiva y los profesionales del pensamiento tendrán que encontrar un ámbito en el que protegerse.
Así, se forma la universidad. Un gremio de intelectuales que desde su origen lucha por -y gracias a ello logra- darse sus propios estatutos; estatutos que consagran su autonomía y su inmunidad frente a las autoridades señoriales. Pero además, la universidad nace en un clima de conflicto del que nunca será ajena. Las disputas religiosas y los enfrentamientos entre los distintos poderes movilizan a los universitarios. En este sentido, esta trascendente creación medieval, que expresa tanto como niega su época, surge como una institución sustancialmente política.
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Otra vez París, 1229. Tras una gresca en una taberna de estudiantes, la monarquía suprime la autonomía de la universidad y juzga a los involucrados. Los universitarios reaccionan con una manifestación que ocupa las calles y que termina con una feroz represión. Pero la aplicación del protocolo salió mal. A la huelga, compañeros… Sí, ¡Huelga! La universidad paraliza las actividades y sus integrantes se marchan a Orleans para continuar con su oficio. Toda la dinámica económica que giraba en torno de este centro desaparece. La ciudad decae y las autoridades comienzan a preocuparse. El conflicto se mantiene durante dos años, hasta que el Papa se ve obligado a dictar una bula en la que se establecen definitivamente los derechos de los universitarios; además de restaurar la autonomía y la inmunidad se incorpora...el derecho a huelga como derecho inherente a la universidad.
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Salamanca, 1462. Las disputas entre las distintas facciones en que se divide la oligarquía son constantes y alteran la vida de la ciudad. La política se dirime a través de combates, a veces extremadamente violentos, entre los “bandos urbanos” y sus seguidores, en los cuales intervienen -¿por qué no?- muchos universitarios. La participación de maestros y estudiantes en estas parcialidades expresa la politización de un actor que el poder monárquico pretendía neutralizar. Así, el rey ordena “que ningún estudiante ni persona de la universidad no sea ni pueda ser de bando alguno, ni pueda ayudar a ninguno de los bandos y si lo hiciere, siendo persona asalariada, se le suspenda el salario por un año”; [1] y si reincidiera, “se le quite el salario perpetuamente.” Pero “si no fuere persona asalariada, por hacerse de un bando no sea reconocido como estudiante y lo aparten del gremio, no goce de ninguno de sus privilegios y sea desterrado de la ciudad”. [2] Se exige a los universitarios que se abstengan de esta intervención política, puesto que, de lo contrario, los estudiantes “se distraen de sus estudios a los que fueron enviados por sus padres y parientes, gastando en los dichos bandos aquello que debían gastar en la adquisición de la ciencia”. [3] -A la universidad se viene a ¡ES-TU-DIAR!, clama el mensaje viral, en la prehistoria del algoritmo-.
Sin embargo, los poderes laicos y eclesiásticos no solo encuentran en la universidad un peligro, también descubren una oportunidad; la oportunidad de formar cuadros intelectuales para ocupar cargos en sus respectivas cortes. El poder que en el origen la acechaba, comenzará a nutrirse de ella, poniendo a la universidad y a los maestros a su servicio. La decadencia de la institución está asegurada.
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En contraste con esa monumental “conmoción epistemológica” que fue el método escolástico para occidente y que alumbró a la corporación universitaria, [4] en los últimos siglos medievales quienes permanecen en la universidad experimentan su languidez y decrepitud. El pensamiento sumido en el letargo parece ser la expresión más dramática del sometimiento al poder. [5] Pero no se trata solo de un sometimiento pasivo, de esa pereza intelectual que acompaña los tiempos de crisis de los sistemas sociales, se trata de un sometimiento activo, de un compromiso lacayuno con sus ahora mandantes.
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Finalmente París, 1431. En el contexto de la Guerra de los Cien Años y de la ocupación británica de Francia, se produce uno de los hechos más oprobiosos de la historia intelectual. Mientras Juana de Arco lidera la lucha contra el invasor, los claustros parisinos se llenan de maestros partidarios del bando inglés. Tras ser tomada prisionera, Juana debe enfrentar una abrumadora maquinaria de persecución, de la que la Universidad de París es su principal sostén argumental. El objetivo es dejar fuera de juego a una mujer insumisa que osó liderar un ejército. Los maestros formulan la acusación de herejía para que sea juzgada por la Inquisición, al mismo tiempo que se rinden a los pies del soberano inglés, al que en una genuflexa carta le dicen: “Estamos seguros de que por su buen oficio la mujer será llevada ante la justicia para reparar los grandes males y escándalos que notoriamente ha traído a este reino. [6] En palabras de Le Goff, la universidad no hizo otra cosa “que complacer a su señor extranjero, a la vez que seguía la opinión popular sumamente hostil a la Doncella”. [7] Subordinación al interés externo y seguidismo indolente del estado de ánimo de las masas; ánimo que los propios poderes contribuyen a forjar. –“La gente está cansada de”, “con los ingleses estábamos mejor…”-.
Juana, mujer, joven, campesina y combatiente enfrenta a un círculo de varones tan serviles como temerosos de las mujeres sin miedo. La condena debía ser ejemplar.
En la hoguera donde finalmente ardió Juana, la dignidad de la institución que alojaba a sus detractores se convirtió en cenizas. Secuaces del poder y adaptándose al clima de época, los universitarios niegan su origen y se ponen a merced de sus nuevos amos. Y aunque el poder los usa, a veces no perdona a los traidores. Lejos de la autonomía que la constituye como sujeto colectivo, la universidad es despojada de sus privilegios por un monarca que la convierte en su servidora.
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El mundo cambió. Se abre una nueva era para los intelectuales en la cual el saber “puede proporcionar un medio de vida, y hasta de ennoblecimiento, al otorgar una profesión y favorecer la participación en el gobierno”; [8] el intelectual abandona la incomodidad de pensar en contradicción para apoltronarse en su sillón de funcionario – ¿rector, diputado o senador?-. El pasado contrasta con un presente desolado que anticipa un futuro estéril.
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Discursos de odio, que siempre son discursos de clase, persecuciones e inquisidores, inflamadas fake news sin internet, justificación de invasiones y masacres, decretos de una grotesca autoridad, conformismo intelectual. Estos son algunos de los síntomas de la crisis de un sistema que no puede ofrecer nada más que opresión, degradación y muerte.
Un “mundo caduco”, una época histórica en la que “la ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a otros ciegos y los despeñan en los abismos”. [9] El amargo retrato medieval de Umberto Eco nos sirve como guía para pensar nuestras propias crisis y sus decadencias. Mientras se escriben estas líneas, en una nueva edición de la farsa de la historia, la Universidad de Buenos Aires rinde involuntario homenaje a los maestros parisinos; por razones cronológicas no pueden asistir al convite, sino con gusto los recibirían las autoridades. París, siglo XV; Buenos Aires, siglo XXI.
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Argentina, 2024. La metáfora de una motosierra -poco lograda, como todo en estos tiempos- no se limita a recortar recursos hasta la asfixia, también apunta a cortar con el mayor ruido posible la capacidad de pensar. Una vez más, sigue siendo imprescindible pensar y subvertir. Para eso, el trabajo intelectual debe recuperar su hondura colectiva, porque sólo desde esa dimensión será posible que el pensamiento encarne en la acción. Apostamos a ser esas/os maestras/os y estudiantes indóciles que no se contentan con interpretar el mundo; decretamos que es necesario y urgente transformarlo de raíz. |