El pasado domingo 2 de junio asistimos a un triunfo ampliamente anunciado, que prolonga al obradorismo en la presidencia de México a través de la figura de Claudia Sheinbaum. Pese a lo holgado del resultado final, deberíamos evitar dejarnos llevar por la algarabía. Los números pueden resultar engañosos. Pero leerlos en clave latinoamericana ayudará a situar y dimensionar lo acontecido.
Todos los gobiernos progresistas latinoamericanos surgidos a inicio siglo XXI de las luchas antineoliberales lograron en su primer mandato presidencial asentarse a través de cierta irradiación hegemónica: obtener un gran apoyo a través de políticas sociales redistributivas, de una fuerte retórica nacionalista —acompañada solo de algunas medidas— o del fortalecimiento de la popularidad del caudillo carismático en turno. Todo ello, en un momento de crisis profunda de las fuerzas políticas responsables del neoliberalismo, la mayoría de las cuales desaparecieron o tuvieron que refundarse.
A partir de esta mutada correlación de fuerzas, todos los presidentes fueron reelectos o pudieron sostener a su sucesores con resultados superiores a los de la primera elección: Hugo Chávez pasó de 56,30% en 1998 a 59,76% en 2000 y 62,84% en 2006; Evo Morales, en Bolivia, del 53% en 2005 al 64% en 2009; Rafael Correa en Ecuador obtuvo un 22,8% en primera vuelta y 56,67% en segunda en 2006, a diferencia del 52% de 2009 y el 57% en 2013; en Argentina, Néstor Kirchner obtuvo 22% en 2003, Cristina Kirchner 45,28% en 2007 y en 2011, 54%; en Brasil, Lula da Silva sacó 46% en 2002 y 48% en la primera vuelta de 2006; en Uruguay, Tabaré Vázquez se hizo con el 50% en 2004, y Pepe Mújica obtuvo el 47,9% en la primera vuelta y el 54,63% en la segunda de 2009.
Estos lapsos cubren los seis años del mandato presidencial mexicano, pero no llegan a los doce. La inflexión electoral vino después de los primeros mandatos. Estos gobiernos sufrieron un desgaste después de una década y entraron en crisis poco después. Si bien no se puede aplicar mecánicamente este modelo al caso mexicano, no deja de ser indicativo y revelador para poder pensar en términos de proceso histórico y no de simple acontecimiento político.
Permite entender porqué la elección de Claudia Sheinbaum, candidata de AMLO y de Morena, fue un triunfo anunciado que al mismo tiempo esconde e invisibiliza, una serie de aristas que anuncian la crisis que se puede entrever en el momento de mayor fuerza del obradorismo.
Estos elementos, siempre vistos desde el espejo latinoamericano, anidan fundamentalmente en las contradicciones propias de la fórmula progresista, en este caso del obradorismo. La más general y de fondo es aquella que remite a la dimensión conservadora que caracteriza la composición política ambigua del progresismo. Este elemento se expresa en el alcance limitado de las políticas sociales, las reformas institucionales y la redistribución de la riqueza (luchar contra la pobreza, más que contra la desigualdad), alcance limitado que corresponde a las alianzas con sectores políticos, económicos y sociales portadores de intereses conservadores ligados a una jerarquía y una lógica de ascenso social.
Este rasgo conservador se vuelve francamente regresivo cuando atañe a la contención del conflicto social y la desmovilización de grupos y organizaciones sociales autónomas, con lo cual se limita la dinámica de transformación al obturar su motor fundamental. Al debilitamiento de la capacidad de iniciativa desde abajo corresponde una concentración de poder arriba, en la figura presidencial, en los aparatos estatales y partidarios (paraestatales).
Este esquema básico, sobre el cual he escrito ampliamente en otras ocasiones, es válido tanto para los progresismos latinoamericanos de ayer —en su fase hegemónica— como para el obradorismo de hoy, con más razón siendo un progresismo tardío, es decir fuera de fase y con un fuerte componente conservador desde su mismo nacimiento.
En efecto, al caso que nos ocupa hay que sumarle factores críticos que remiten a la coyuntura, menos favorable respecto del ciclo del progresismo latinoamericano de principios de siglos, el cual se asentaba en un contexto económico expansivo (el consenso de las commodities) y en un ambiente regional propenso al progresismo, de crisis del neoliberalismo y en particular de las fuerzas políticas que lo habían impulsado. Si a esto agregamos el ascenso de viejas y nuevas derechas —que en México no tardarán en levantar la cabeza— y el hecho de que las fuentes de malestar social en el país son múltiples y potencialmente explosivas (pobreza, criminalidad e inseguridad, crisis ambiental), el escenario resulta más problemático.
Así que en el caso mexicano, la continuidad del obradorismo está garantizada en el corto plazo por este triunfo anunciado. Se trata de un triunfo inscrito en la lógica del ciclo político, que no siempre se repite, pero no casualmente suele reproducir ciertos patrones. Si bien México tiene su especificidad, no es ajeno a cierta concatenación de fenómenos y de relaciones causales.
La expansión de Morena y la 4T es incuestionable, así como el efecto social y político de algunos de sus aciertos, pero comporta una mayor responsabilidad política. La capacidad hegemónica de construcción de consenso y alianzas es notable pero frágil, porque encapsula artificialmente una serie de contradicciones en la óptica de la conciliación de clases y de grupos de poder. Finalmente, la estabilidad del escenario económico y de la conflictividad social que permitió asentar un periodo de pax obradorista no están garantizados.
La presidencia de Claudia Sheinbaum se anuncia mucho más precaria de lo que indican los resultados electorales y la correspondiente ocupación de espacios de poder estatal a nivel federal y local. Difícilmente podrá sostenerse a través de la ordinaria continuidad del obradorismo, de un viraje tecnocrático y socialdemocrático, como parece indicar la selección y el perfil de la sucesora.
Es posible que, más temprano que tarde, se requiera de los servicios carismáticos del viejo caudillo retirado en el rancho de Palenque. No sería la primera vez en la historia de México. Pero tampoco el retorno del caudillo es garantía de la continuidad del obradorismo, de la 4T y de que realmente se haga «historia», como decía el eslogan de 2018, recuperado este 2024. |