John Lennon escribió la canción Strawberry Fields Forever dedicada al lugar donde jugaba cuando era niño. El tema icónico de Los Beatles reivindica la infancia y los sueños; “Vivir es fácil con los ojos cerrados” (Living is easy with eyes closed) cantan Los Beatles sin tenerle miedo a irse a dormir cuando la oscuridad dulce envuelve al mundo. Alguien que, como Lennon, rescata la infancia en su nuevo libro La realidad por sorpresa es José Luis Juresa, psicólogo y escritor, autor de libros como Lacan: la marca del leer y Gérard Haddad: un periférico del psicoanálisis, entre otros, y ganador del premio Lucian Freud de ensayo psicoanalítico.
En el texto, Juresa hace una crítica a la lógica del capitalismo salvaje que busca moldear “cuerpos deshumanizados, expropiados de todo ‘espíritu’, extraviados como restos de un almicidio”. Para la rueda del capital, los sueños no sirven para nada y a la infancia —el estado de constitución de la existencia, condición necesaria para que la vida sea posible— hay que aplastarla y arrasar con los campos de fresas donde jugaba Lennon para convertir a los humanos en máquinas productivas. El autor da cuenta de su mitología personal a través de sus muertos sagrados, como el encuentro en un sueño con su psicólogo, “el decir de un analista que aún sin estar puede seguir analizando”, y la narración de los últimos días de su padre, otro cuerpo inmortal con el que sigue ligado y que le sigue hablando a pesar de la muerte.
“En ‘La realidad por sorpresa’, José Luis Juresa reinventa el psicoanálisis”, escribe Alexandra Kohan. La realidad de un sujeto afectada por los desvíos, por la irrupción de lo inédito, la realidad de una escucha en la que acontece el amor. “En ese ‘entre dos’ del analizante y el analista acontece la realidad de la cura”, escribe José Luis.
“[Juresa] avanza, pero piensa mejor, vuelve a decir, depone la certidumbre, construye metáforas extraordinarias para alcanzar expresiones más plenas, coloca al analista en el lugar de un gran lector y no en el de quien detenta el poder de saberlo todo. Sus 234 páginas son el gesto emocionante de alguien que no solo sabe, sino que va más allá: sabe no saber”, escribe la periodista y escritora Leila Guerriero. La escritura de Juresa es democrática sin ser banal, allana el camino de la comprensión y clarifica conceptos complejos.
Es una prosa poderosa y auténtica que logra lo que escribe Al Alvarez sobre Freud en La voz del escritor: “Freud se consideraba a sí mismo un científico y buscaba descubrir ‘el método científico por el cual se puede estudiar el inconsciente’. Pero, como había aprendido de poetas y filósofos, respetaba lo que tenían para decir, la manera en que lo decían y seguía su ejemplo. De ahí la claridad de su lenguaje y su vívida presencia en la página, llevando al lector de un punto del argumento a otro y reforzando cada punto con historias clínicas tan intrincadas y envolventes como la ficción. Freud mismo estaba desconcertado por sus dones literarios y por la relativa ausencia de parafernalia y jerga científica en su obra”.
Uno. El mono hegemónico
Juresa detalla con una claridad expositiva notable el mito de “La horda primitiva”, que inventó Freud en su texto Tótem y tabú y que luego fue reinterpretado por el psicoanalista Gérard Haddad: para imaginar el origen de la civilización, piensa en un tiempo precivilizatorio. En este reino había un “mono dominante”, una cosa no humana que oficiaba de sometedor, un ser imposible que buscaba devorarlo todo y ocupar para sí todo el goce de las mujeres del clan. El resto de los hombres de la horda se complotó para asesinarlo. “Después del crimen, los miembros del clan deciden abstenerse de ocupar el lugar de ese [monstruo] imposible con el que no se podía vivir. La vida se hizo posible fuera del poder concentrador, acaparador y monstruoso de un ser absoluto, indiferente del resto. Ese asesinato marca la fundación, según esa mitología freudiana, de una imposibilidad que posibilita vivir socialmente. Nadie podrá ocupar nuevamente el lugar del goce absoluto porque ese lugar no está reservado para ningún ser humano; si no fuera así, habría graves consecuencias para la civilización”, escribe el autor.
Esa primera muerte instaura la espiritualidad de todos los que se asocian en el pacto civilizatorio. La civilización se funda sobre el recuerdo de un muerto cuyo espíritu da cuenta de la posibilidad de que la humanidad exista. La muerte del monstruo funda la hermandad entre los integrantes del grupo en la promesa de que nadie ocupará ese lugar. Inspirado en Haddad, Juresa asegura que la superación de fondo es pasar de ver a los padres como seres todopoderosos a verlos como hermanos. “Los padres se transforman en seres cuya potencia se iguala a aquella de la que nosotros somos capaces”. Concluye que no se trata de “matar al padre”, sino de verlo como uno más, lejos de los seres sabelotodo y excepcionales.
El giro inteligente que reescribe Juresa es que la cara más brutal del capitalismo global busca que “matemos al padre” para que nos olvidemos de que nuestra existencia dependió del amor, de la leche materna, del apoyo de un otro. Confunde el mito de Freud y lo reconvierte para sí: la idea de la autonomía personal del individuo máquina, que todo lo puede y que se sobreadapta a la lógica del capital a tiempo completo, que no depende de nadie, un individuo extremadamente voluntarioso, sin pasado, sin historia. Hay una enfermedad —el nacimiento y la infancia— que hay que curar olvidando lo más rápido posible las tierras de fresas donde jugaba cuando era niño. “Es precisamente lo que esa ideología de la autonomía personal, la construcción del ‘self’ y el entrenamiento del yo proponen. Al ver como ‘sometimiento’ una dependencia fundante de su condición humana, proponen el dominio de todos los elementos de la realidad que le conciernen al individuo, incluso sus progenitores, quienes le ‘recuerdan’ su ‘pecado original’: haber dependido su existencia del amor de sus padres o progenitores”. Es por eso que el monstruo capitalista busca que matemos al padre en lugar de que lo veamos como uno más, omitiendo que la muerte del mono originario permite un conglomerado fraterno de seres humanos unidos por la paternidad, la sangre, el trabajo, la comunidad y el sexo.
El capital en su modo más feroz busca ocupar el lugar del monstruo hegemónico precivilizatorio del que habla Freud en el mito de la horda. “El capitalismo global desregulado y sin límites es una gran máquina ‘desaparecedora’. La impotencia del intento de dominio absoluto retorna como tierra arrasada en su extremo: la eliminación. Los cuerpos estallados se convierten en el reflejo fantasmal de la impotencia para ejercer su control total, desde Auschwitz hasta Hiroshima. Distintos modos de diseminación, de evaporación, de desintegración, hasta el punto de poner en peligro real la especie. La lógica del capitalismo que Lacan ubicó como ausente de límite hace de la imitación su síntoma”, escribe Juresa. El mono hegemónico está en las megadevaluaciones, en los dueños que no ceden nada, en la licuación de los salarios, en la destrucción de un plan productivo nacional, en la humillación y las campañas de desprestigio contra cualquiera que piense diferente, y en la total pérdida de soberanía que ponen en peligro la convivencia civilizada y la cohesión social de un país.
Dos. La infancia que insiste
La máquina capitalista busca la tiranía de lo siempre igual, la repetición perfecta multiplicada sin límite. La cadena de montaje y la infancia son antagónicas —detalla Juresa— y los individuos a la medida del tecnocapitalismo deberán olvidarse de la infancia para siempre y ser adultos. “La infancia, antes que un período de la vida, es la estructura misma sobre la que la vida humana es posible. El cachorro humano termina de madurar en condiciones ‘sociales’, es decir, en las redes del lenguaje en que el cuerpo es recibido. Ese estado ‘latente’, llamado ‘infancia’, es la estructura de todo lo que nos sucede, de todo lo que nos acontece si nos denominamos ‘humanos’. Y digo que la infancia insiste del mismo modo en que la humanidad insiste en ser tal como si fuera el espíritu de su existencia. Habría que anular la infancia para convertirnos directamente en máquinas, eliminar ese estado de latencia, nacer ya directamente ‘productivos’, ‘accionantes’, decididos, sabios. Pero no. Es la infancia que insiste lo que Freud pudo y supo escuchar como condición de la existencia humana”, escribe Juresa.
El psicoanálisis es peligroso para el capitalismo caníbal porque en un análisis el sujeto recupera una memoria que se aloja en su cuerpo y atesora —escribe Juresa— las huellas más secretas y singulares de su vida, a veces desconocidas hasta para el propio individuo. El analista escucha el ruido de los cuerpos desaparecidos bajo una sobreadaptación, pone la oreja sobre aquello que no encaja y crea las condiciones para volver a traer el cuerpo a la vida dentro de esa misma civilización que quería despojarlo de toda singularidad. El esfuerzo del analista podría ser encontrar las hendijas por las cuales la persona deshumanizada pueda encontrar la luz para reencontrarse con su alma. Según Walter Benjamin, el aura refiere a la singularidad de las obras de arte originales, característica tensionada por la reproducción y las copias masivas. El psicoanálisis viene a darle voz a seres auténticos mientras el sistema quiere máquinas copiadas sin aura en términos benjaminianos.
“La causa de lo que nos ha hecho sentir vivos será imborrable por generaciones, porque de esa tierra fértil brotará una y otra vez la vida. Si el psicoanálisis no se entiende así, no será nada más que otra materia de reciclado, un envase más para la molicie de reparación, un miserable parche siempre a punto de pincharse y de vencerse”, escribe Juresa. Luego desarrolla que Freud denominaba al psicoanálisis “la ciencia del alma” porque recuperar el alma es como hacer reaparecer un cuerpo en el que se siente la presencia de una verdad que no es la verdad de nadie más que de ese cuerpo, que con esa verdad puede relacionarse mucho mejor con los otros y con su tiempo, al contrario de todo esfuerzo encapsulante del “sí mismo” y de la cultura del yo, yo, yo. Juresa especifica que las palabras son las que logran darnos cuenta de algo acerca de dónde está nuestro espíritu, porque se produce un alivio cuando, gracias a las palabras, “el alma vuelve al cuerpo”.
Tres. La realidad por sorpresa
“En la amistad, como en el amor, es mucho más lindo atravesar el espejo, como hace Alicia, antes que pretender reflejarnos en él”, escribe Alexandra Kohan. Un análisis viene a sacarnos de la prisión del espejo para salir de la pecera y nadar por los océanos infinitos en un viaje donde irrumpe un saber que no estaba en los planes. “Aparece un ‘ovni’ en el cielo del ser, descolocando las creencias en las que se afirmaba. Lo que no puede reflejar el espejo es lo que ese cuerpo siente. El individuo a punto de reventar de ira, de bronca, no encuentra lugar para vivir porque su cuerpo, aplastado sobre los ideales que lo definen en el campo de lo ‘visible’ en el espejo, no admite ninguna escucha, ningún ‘agujereado’ que lo desvíe de lo que ‘se espera’. Freud decidió darle lugar a un simple pedido: ‘Déjeme hablar’, es decir, ‘Escúcheme’. Y no solo Freud las escuchó, sino que le dio lugar a esa escucha, intentando sostener el vacío personal, es decir, sin prejuzgar ni juzgar en lo posible, sino leyendo sobre el texto de lo que escuchaba, como lo hizo con los sueños. Cuando un ser que habla no siente ya la presión de hablar tal como ‘debe ser’ [en el espejo] y solo habla de lo que siente y piensa, inmediatamente el efecto es de pacificación”, narra Juresa.
El psicoanálisis va tallando un saber singular e intransferible sobre lo que en cada sujeto significa vivir. En la realidad de cada sujeto, escribe Juresa, habita toda la variedad de fenómenos que Freud, contrariamente a los psiquiatras, se decide a escuchar para poder leer, a partir de esa escucha, la causa del deseo que los anuda como tales, los “síntomas”. La clave está en no aplanar la realidad en la que el sujeto habita para que el sujeto acepte salirse del espejo, lo atraviese y acepte que hay algo que está al margen de su voluntad para que desborde la realidad que hasta el momento el individuo “gobernaba”. “La realidad no solo es la del individuo, sino la del sujeto del inconsciente, mucho más amplia y desconocida”. Así, el paciente irá componiendo una nueva trama de la realidad en donde enlaza situaciones, personas y cosas de una forma novedosa que alivia. “Es un cuerpo que vive y respira de otro modo muy distinto y singular”. La realidad por sorpresa, la realidad que nos toma por sorpresa, el hallazgo de un análisis, una realidad que acontece entre “dos”, la realidad de la cura que coincide con la realidad del sujeto; el paciente dice y el analista lee y, entre ese diálogo, se crea una música nueva, una realidad que es un evento en la que el sujeto siente la vida y la vive, una realidad por sorpresa en la que uno, como Lennon, retoma el juego en un campo de fresas inagotable. |