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La Izquierda Diario
13 de octubre de 2015 Twitter Faceboock

Tribuna Abierta
Aproximación a los orígenes del movimiento obrero en la Argentina
Herman Schiller
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La mayoría de los autores que escribieron historias del movimiento obrero argentino coinciden en destacar que la primera huelga producida en el país tuvo como eje a los tipógrafos en 1878. Sin embargo no fue así, ya que varios años antes se registraron otros hechos similares, quizás no tan relevantes para la historiografia proletaria, pero cuya significación no puede desconocerse teniendo en cuenta la época. En 1855, por ejemplo —tres años después de la caída de Juan Manuel de Rosas—, las coristas del Teatro Argentino encabezaron el primer movimiento de protesta reclamando una función anual en su beneficio. Les siguieron los lancheros de la Boca que, en 1871, ante la intención patronal de rebajar sus salarios, decidieron levantar sus remos. A partir de entonces los obreros comenzaron a forjar sus organizaciones. En 1874 los talabarteros se reunieron en el Teatro Alcázar, ubicado al 800 de la calle Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen, entre Piedras y Tacuarí), e intentaron construir su “unión profesional”, pero la asamblea concluyó en una verdadera batalla campal.

Los trabajadores hacían así sus primeras experiencias organizativas; y varios nucleamientos, antes y después de los talabarteros, consiguieron superar sus contradicciones, conformando sus respectivas estructuras gremiales: la Internacional de Carpinteros, Ebanistas y Anexos, en 1855; los panaderos, en 1856; y los obreros ferroviarios que crearon La Fraternidad en 1877.

De cualquier manera es cierto que la fecha clave en la génesis del proletariado organizado de la Argentina es el citado 1878, cuando una imponente asamblea de “mil y tantos tipógrafos” (de acuerdo al testimonio del periodista e historiador Rafael Barreda) decidió “insistir nuevamente ante los propietarios de diarios y regentes de imprentas para que aceptasen las nuevas tarifas, ya que, en caso contrarío, se produciría la huelga”. Pero la patronal no se avino al aumento de “tarifas” (que, en el lenguaje de aquella época equivalía a “jornales” o “salarios”); y los tipógrafos, ante la ira y el escándalo de las clases altas, iniciaron la huelga el 2 de setiembre de ese año. Sobre aquellos protagonistas de la lucha, Roberto Payró (el conocido autor de “Cuentos de pago chico”) escribió:

“El gremio tipográfico bonaerense no fue nunca una masa inerte, manejada a capricho, sino la clase más independiente y levantisca que haya existido en nuestra Capital… Entusiastas y arrebatados, del taller pasaron al comité y a las manifestaciones y muchas veces, en la imprenta, componían con el fusil al alcance de la mano, y luego dormían junto a las cajas, prontos a impedir con su sangre un empastelamiento…”. Los trabajadores se mantuvieron firmes durante unos cuarenta días y los sectores dominantes no disimularon su fastidio.

LA “SUBVERSIÓN” DE SIEMPRE

Dalmacio Vélez Sarfield, el famoso autor del Código Civil, llegó a decir en el matutino “El Nacional” de esos días que la huelga era “una irrupción de derechos exagerados que no se podía admitir porque significaba contemporizar con esas exageraciones, lo que importaba subvertir las reglas del trabajo”, agregando algo que parece escrito 130 años después por los epígonos del capitalismo y la globalización: “El socialismo usa las huelgas como instrumento de perturbación, pero el socialismo no es una necesidad en América”. Mientras duró la huelga de los tipógrafos, los diarios “más importantes” se vieron obligados a reducir su material de lectura a pesar de haber apelado a los empleados administrativos y a alguno que otro “crumiro”(carnero, en el idioma de aquellos años). Los diarios “menos importantes” dejaron de publicarse. Los trabajadores no pudieron ser doblegados tampoco por la represión policial. Los patrones, además, tropezaron con la solidaridad obrera internacional, cuando intentaron contratar tipógrafos en Uruguay. Rafael Barreda testimonió que “el gremio de tipógrafos de Montevideo, a cuyo esfuerzo quisieron recurrir algunas empresas, aplaudió, en telegrama dirigido a sus compañeros de Buenos Aires, la trascendental huelga que se estaba desarrollando del otro lado del Plata, adhiriéndose a ella y prometiendo que, a pesar de las muchas solicitudes, nadie vendrá de allí”. La huelga, ante la energía revelada por los trabajadores, resultó finalmente victoriosa. Los patrones, para impedir el descalabro económico que se avecinaba, decidieron otorgar el aumento de salarios reclamado, así como también rebajar la jornada laboral a 10 horas en verano y 12 en invierno. Sucedió en 1878, hace 137 años. El líder de aquellos tipógrafos corajudos fue un inmigrante de origen francés llamado M. Gauthier, que había llegado a la Argentina escapando de las feroces masacres desatadas por las fuerzas represivas de su país de origen para abatir aquella histórica experiencia que fue la Comuna de París.

“A LAS ARMAS, A LAS ARMAS”

El 1º de Mayo de 1886 alrededor de 200.000 obreros norteamericanos iniciaron una huelga para exigir las ocho horas de trabajo. El movimiento fue muy combativo y el diario “New York Times” salió a repudiar la medida con estas palabras: “La huelga puede paralizar la industria y detener la prosperidad del país, pero no logrará el objetivo de destruir el orden existente”. Y la amenaza de este diario, supuestamente progresista, se cumplió enseguida: la policía norteamericana disparó sobre los manifestantes con el saldo de muchos muertos y heridos. Dos días después, el 3 de mayo de 1886, se produjeron nuevas masacres, especialmente en la fábrica de maquinarias McCormick de Chicago donde la policía disparó a mansalva, dejando otro tendal de muertos y heridos. La indignación popular fue creciendo y el anarquista de origen alemán August Spies, director del periódico “Chicago Arbeiter Zeitung” (Diario de los Trabajadores de Chicago), frente al espectáculo terrible de la sangre derramada, hizo imprimir en inglés y alemán la circular que, en sus párrafos clave, decía: “Trabajadores, a las armas. Venguemos a los muertos. Los amos han soltado sus sabuesos, la policía. Mataron a seis de nuestros hermanos en la fábrica McCormick esta tarde. Los mataron porque osaron pedir que se acorten sus horas de trabajo. Durante años han soportado las humillaciones más abyectas; durante años han sufrido enormes iniquidades; han sido esclavos miserables y obedientes todos estos años. ¿Para qué? Para satisfacer la codicia insaciable, para llenar los cofres del amo haragán y ladrón. La sangre de los trabajadores asesinados pide venganza. Si se fusila a los trabajadores respondamos de tal manera que nuestros amos lo recuerden durante mucho tiempo. Es la necesidad la que nos hace gritar: ¡A las armas!”.

Los actos y movilizaciones se sucedieron. Miles de trabajadores salieron a la calle, pero al morir un policía, nunca se supo cómo, detuvieron a ocho referentes anarquistas a los que se culpó del asesinato.

En un juicio absolutamente viciado de irregularidades, los obreros fueron condenados y ahorcados.

El crimen de Chicago indignó a la clase trabajadora que realizó manifestaciones en todo el mundo. Tres años después, en 1889, un congreso obrero y socialista internacional decidió adoptar el 1º de Mayo como jornada internacional de los trabajadores.

También en la Argentina se cumplió la disposición por iniciativa del club socialista alemán Verein Vorwarts (Unión Adelante), conocido también como Club Vorwarts. En su primera reunión denunció la explotación de los trabajadores y el carácter oligárquico del gobierno de Juárez Celman.

En ese año de 1890 se agravó la crisis económica argentina y la propia burguesía estaba inquieta. Y, cuando el senador Aristóbulo del Valle denunció desde su banca que el gobierno oligárquico había lanzado emisiones clandestinas de papel moneda, el pánico burgués fue muy grande y se lanzó sin demora a convertir en oro todo su dinero.

En ese clima socioeconómico, con las organizaciones opositoras perseguidas y los politiqueros conservadores intentando manipular a las masas con espejitos de colores, se decidió realizar el primer gran “mitin” del 1º de Mayo en el Prado Español de la Recoleta.

Asistieron más de 3000 obreros; y José Winigier, presidente de la comisión organizadora, rindió homenaje a los caídos en Chicago y, después, hizo referencia al angustioso presente de los trabajadores y a la necesidad de profundizar la lucha contra la explotación. “La victoria del socialismo es solo cuestión de tiempo”, señaló.

La prensa burguesa argentina no ocultó su estupor y preocupación. El diario “La Prensa”, de los Paz, llegó a decir que “asusta ver a estos elementos obreros”, en tanto que “La Nación”, el diario que en 1870 había fundado Bartolomé Mitre, el genocida del pueblo paraguayo, manifestó su indignación por el hecho de que “los discípulos de Carlos Marx ya se habían instalado en Buenos Aires”. Y enfatizó que las autoridades deberían preocuparse más, porque “en este mitin, la religión, la política, la sociedad y el gobierno han recibido recias sacudidas”.

ASCENSO DE MASAS Y GOLPES

Estos fueron los primeros balbuceos. Mucha sangre obrera, mucha sangre de explotados, corrió desde entonces aquí y en todo el mundo. Podría dedicar páginas enteras a la narración de cada uno de los 1º de Mayo que jalonaron las luchas del movimiento obrero en la Argentina. Solo quiero referirme brevemente a tres que me parecen emblemáticos.

El primero es de 1909, cuando un asesino con uniforme, el jefe de policía coronel Ramón Lorenzo Falcón (el mismo que dos años antes, en 1907, había reprimido la huelga de los inquilinos de los conventillos), ordenó masacrar en Plaza Lorea a los trabajadores anarquistas. Fue una de las jornadas más tristes del proletariado argentino. Jornada que recién se saldaría cuando el obrero anarquista, de origen judío, Simón Radowitzky, seis meses después, el 15 de noviembre, hizo justicia. Y los trabajadores de origen italiano salieron a la calle para entonar aquello de “Ha morto Ramón Falcón, masacratore; e viva Simón Radowitzky, vindicatore”.

(Dicho sea de paso: 76 años después, en 1985, el que esto escribe compartía la conducción en Radio Universidad de La Plata de un programa que se llamaba “Radio libre”. Fue en ese momento que el doctor Federico Storani, interventor de esa casa de altos estudios, de la cual dependía la emisora, ordenó el levantamiento del espacio porque consideró que mi comentario de elogio a Radowitzky constituía “una apología de la violencia que no condice con la política pacifista del gobierno democrático”. 14 años más tarde, en 1999, apenas Fernando de la Rúa asumió como presidente de la Nación, aquel mismo Storani, ahora en su carácter de ministro del Interior, ordenó reprimir a los trabajadores que bloqueaban el puente que une las ciudades de Corrientes y Resistencia, con el saldo de muertos, heridos y detenidos. También el “antiviolento” Storani tiene sus manos manchadas de sangre obrera).

El segundo episodio tuvo lugar en 1936. Hacía cuatro meses que las bases —hartas de la claudicación y parsimonia de los dirigentes sindicales que no ponían ninguna energía para solidarizarse con la heroica y prolongada huelga de los trabajadores de la construcción—, habían destituido a la cúpula amarilla de la CGT. La nueva conducción se propuso entonces cerrar filas en torno de un programa mínimo de reivindicaciones. Presidía la República el gobierno fraudulento del general Agustín P. Justo, una especie de continuación “constitucional” de los golpistas que el 6 de setiembre de 1930 habían derrocado al ya desprestigiado presidente Hipólito Yrigoyen. El general Justo estaba totalmente identificado con los intereses patronales. Era la época que el escritor nacionalista José Luis Torres denominó “década infame”: había aumentado aceleradamente la desocupación, la miseria popular y, por contrapartida, la combatividad obrera.

La “CGT roja” contaba en 1936, según datos del Departamento Nacional del Trabajo (aquel organismo que, ocho años después, en 1944, Perón convertiría en la Secretaría de Trabajo y Previsión), con 317 sindicatos y 262.630 cotizantes, en tanto que los trabajadores “más moderados” se nucleaban en torno de la USA (Unión Sindical Argentina) con 31 sindicatos y 25.093 cotizantes; la FACE con 25 sindicatos y 8012 cotizantes; y los sindicatos autónomos, con 83 organizaciones y 72.834 afiliados.

La “CGT roja”, luego de los cambios que se habían producido el 12 de diciembre de 1935 al dejar atrás a los dirigentes más proclives a la conciliación de clases, resolvió plantearse una decidida lucha anticapitalista.
Y, en aquellos primeros meses del ’36, concretamente los días 1º y 2º de abril, se aprobó una declaración de principios que, entre otros conceptos, decía:

“El actual régimen social capitalista, fundado en la propiedad privada de los medios de producción y de cambio, es para la clase trabajadora una permanente causa de explotación, injusticia y miseria. La CGT llama a todo el proletariado del país a organizarse en el terreno sindical para conquistar mejores condiciones de trabajo y remuneración, pero también para bregar por la completa emancipación del pueblo productor”.

También exigía “la transformación de nuestra economía agraria y la nacionalización de las empresas controladas por el capital extranjero”.

En esta atmósfera de ascenso de las masas, el 1º de Mayo de 1936 pasó a adquirir nueva fuerza. El acto, realizado en Plaza Once con el espíritu de los “frentes populares” que impulsaban los partidos comunistas y estaban en boga en todo el mundo a pesar de las críticas de Trotsky y de otros sectores, congregó a una multitud excepcional para la época (10.000, según el cálculo siempre mezquino de la policía; 80.000, de acuerdo a los medios obreros) bajo estas consignas:

“Por las cuarenta horas de trabajo semanal; por el plan de emergencia de la CGT; por la libertad de todos los presos sindicales e ideológicos; contra la perenne amenaza de guerra que se cierne cada vez más sombría sobre el mundo; por las libertades indispensables para el movimiento obrero; por la dignificación de la vida de los trabajadores; contra la reacción y el egoísmo del capital”.

Los anarquistas criticaron a los organizadores por permitir el acceso a la tribuna de los políticos burgueses —como orador central fue designado Lisandro de la Torre—, pero estas rencillas y contradicciones internas no impidieron que fuera sin duda la mayor demostración popular de la época.

La marcha, con posterioridad al acto, recorrió las avenidas Rivadavia y de Mayo, dobló por Florida y luego se dirigió por Diagonal Norte hasta su desconcentración en Carlos Pellegrini (aún no se había terminado de construir el Obelisco). Los manifestantes corearon consignas contra el gobierno, los burgueses explotadores, la policía, los militares, el fascismo y el “egoísmo capitalista” (una expresión esta última muy usada en aquellos días en el campo popular). Rosendo Fraga, un periodista y escritor de derecha, admitió no hace mucho en su libro apologético sobre el general Agustín P. Justo, que el entonces presidente de la Republica se sintió jaqueado por aquella gigantesca movilización.

El tercer episodio es relativamente más reciente. Ocurrió el 1º Mayo de 1943. Treinta y cuatro días después, el 4 de junio, se produciría en la Argentina uno de los tantos golpes de Estado de los milicos reaccionarios. Por supuesto que lo primero que hicieron fue reprimir a la izquierda, encarcelar a los dirigentes obreros que ellos consideraban “rojos y subversivos”, perseguir a los estudiantes y exonerar a cuanto profesor les pareciera con una leve inclinación “progresista o bolchevique”. También se desató una intensa campaña judeofóbica encabezada por el ministro de Educación, el escritor ultraderechista Gustavo Martínez Zuviría, más conocido como Hugo Wast, que consideraba al “comunismo internacional” y al “judaísmo internacional” como sinónimos. Una sinonimia que entonces era muy común en el discurso fascista, al ritmo de lo que dictaban las “potencias nacionales”, aunque hoy parezca de otro planeta.

Dejamos para otra ocasión la polémica con aquellos nacionalistas que opinan que lo que hicieron el 4 de junio de 1943 los generales Arturo Rawson, Pedro Ramírez y Edelmiro Farrell y los coroneles del GOU (Grupo de Oficiales Unidos) encabezados por Juan Domingo Perón, no fue un golpe sino una revolución para impedir el fraude que estaba preparando el presidente derrocado Ramón S. Castillo.

La opinión de ellos no es la nuestra. Para nosotros la causa principal de ese golpe del 4 de junio de 1943 fue otra y tiene que ver con lo que había pasado 34 días antes, el 1º de Mayo, cuando el conjunto de las izquierdas (una vez más, en Plaza Once) lograron reunir alrededor de 200.000 personas en el día universal de la protesta proletaria.

Ese acto multitudinario, con centenares de banderas rojas flameando unitariamente y el estupor que produjo entre los fascistas la reciente paliza sufrida por los nazis a manos del pueblo de Stalingrado, ahondaron la histeria de la derecha y de los militares más reaccionarios de la Argentina que suponían que ya tenían encima la revolución socialista.

Por eso dieron el golpe. Casi todos los golpes en nuestro país, para no decir todos, se desencadenaron esencialmente para frenar el ascenso de las masas. Traigo a colación aquel episodio del ’43, olvidado por una historiografía en boga, porque nos puede servir de referente a quienes no nos cansamos de llamar a la unidad de los trabajadores más combativos y a la unidad de los revolucionarios sin sectarismos ni exclusiones, no solo para poner nervioso al régimen de injusticia, sino, fundamentalmente, para derrotarlo.

 
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