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18 de enero de 2025 Twitter Faceboock

Opinión
El arte de rayar la calle

Compartimos una columna de opinión del profesor y artista Benjamín Avilés, candidato a concejal por Antofagasta. En esta aborda debates sobre el arte callejero y sobre la "seguridad y el orden"

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Pensar el arte más allá de la academia y la alienación.

Pensar la ciudad estéticamente nos lleva ineludiblemente a una cuestión de clase. La pulcritud y modernidad que se plantea sobre una ciudad es, en sentido estricto, algo que está en el imaginario de todos. Por eso es fácil escuchar a los políticos en campaña hablar de “seguridad y orden”, pero la contradicción de este discurso radica en que, dentro de lo salvaje e inhumano del capitalismo, la “seguridad y el orden” no pueden existir sin represión, ya que hay problemas inherentes al mismo modelo.

En la ciudad, lo estético se vuelve político, y esa política es la represión: represión para barrer por la fuerza todo aquello que incomoda y ensucia la ciudad, sin eliminar los problemas de fondo que generan lo que les molesta. Gobiernos como el de Gabriel Boric son capaces de desalojar campamentos enteros en vez de resolver los problemas de acceso a la vivienda, pero el problema vuelve a brotar inevitablemente. Pueden pintar de blanco mil veces los bancos de la plaza, pero volverán a ser rayados eventualmente. Todo ese esfuerzo por borrar las marcas de la calle muestra la labor del Estado: “una máquina grotesca creada para contener las contradicciones del sometimiento de una clase sobre otra". Así, diariamente se barre la calle, se expulsan comerciantes irregulares, se borran grafitis, todo en un esfuerzo cotidiano por esconder bajo la alfombra las consecuencias de un sistema profundamente desigual y aparentar que las cosas funcionan y la ciudad progresa.

A pesar de la supervigilancia y la criminalización del arte callejero, este se abre paso como medio de expresión de los oprimidos, quienes, con un plumón, betún o aerosol, dejan su marca en cualquier lugar donde tengan la oportunidad. En cada micro, me quedo observando los rayados en la parte trasera del asiento. Me imagino al estudiante que, un día, sacó disimuladamente un plumón de su mochila para escribir su nombre con un flow impecable, en el apuro del tránsito. Seguro este joven ocupa esa micro cada día para dirigirse al mismo liceo precario, donde escuchará su nombre solo una vez, para decir "presente", y luego será ignorado por un sistema educativo que de conjunto mantiene a sus trabajadores alienados. Escribir su nombre en la micro es una proyección simbólica, no un acto al azar. Se trata de personalizar el espacio genérico que ocupa todos los días y sentirlo propio. No se trata, por cierto, de su nombre asignado al nacer, sino de un sello identitario propio que busca consagrar sobre la superficie del territorio que habita, en un intento por existir en medio de un mundo donde ni su nombre ni sus capacidades parecen importar. En la calle será reconocido por lo arriesgado de su tag. De alguna manera, una mezcla entre persecución, adrenalina y reconocimiento le otorgan la importancia que la sociedad le niega.

Aunque este acto lo realiza presintiendo en la sombra del inconsciente que lleva años preparándose para ser un engranaje más dentro de la maquinaria, cada día cumple horarios, sigue reglas y realiza tareas repetitivas y alienantes. Entonces, ese acto efímero y significativo solo para quien se detenga a admirar el tag en ese asiento, en esa micro, es un acto político inevitable de un ser sensible buscando existir.

Este fenómeno se puede ver en cualquier escuela pública. Las mesas, paredes y baños no se salvan de ser marcadas compulsivamente por los y las estudiantes, en una acción tan propia del ser humano que resulta incómodo tener que llamarles la atención. Sin embargo, no se trata de legitimar cualquier tipo de rayado, porque obviamente también habrá expresiones discriminatorias, machistas u ofensivas. Al fin y al cabo, este tipo de expresiones son un medidor del estado de la sociedad, de los tiempos políticos y de los niveles de consciencia. No por nada, durante 2019, la calle tenía un tono mucho más radicalizado, pasando del ego individual a una expresión reivindicativa de la lucha.

Existe mucho debate en el mundo del arte sobre si es posible denominar arte a todo el universo expresivo del grafiti. Sin embargo, desde una perspectiva marxista, podríamos añadir un elemento interesante al abordar el tema: la dialéctica entre la inmensa capacidad creativa del ser humano y las limitaciones impuestas a su libre desarrollo. En este sentido, podemos observar que, en la ciudad, al acercarnos al centro y a las zonas más vigiladas, encontramos rayados cuyo origen está en la acción rápida y osada de quien, sin perder el estilo, busca hacer algo velozmente. En cambio, si nos alejamos del centro y entramos a las poblaciones, encontramos grafitis más trabajados, con más colores y diversidad de diseños.

Desde su origen, el grafiti ha sido una expresión de los sectores oprimidos, de los barrios populares donde una fuerte presencia de afrodescendientes y latinos vivían marginados en el gueto. Su arte surgía a pesar de los límites impuestos por el sistema. No es el mismo acceso a la cultura que podría haber tenido un artista blanco de clase alta, comparado con el de un chico del gueto, por lo que la inmensa capacidad creativa se veía frustrada. La técnica, el material, el formato y el soporte hubo que inventarlos sobre la marcha.

El grafiti es un acto político de resistencia. Pero ya no basta con aguantar en medio de la opresión. Es necesario ser conscientes de que, mientras el capitalismo siga condenándonos a la alienación, impidiendo el libre desarrollo de nuestras capacidades y limitando nuestra creatividad, no podemos simplemente quedarnos en marcar nuestra presencia en las calles. Es necesario organizarse, levantar una lucha consciente y colectiva por la libertad del arte. Luchar contra la criminalización del arte callejero, pero también por el derecho a hacer y disfrutar del arte. Cuestionar el elitismo artístico y cambiar radicalmente la organización de la sociedad para que no sea un privilegio que las infancias tengan su croquera y lápices para llenar de color esta vida gris a la que nos arrastran. Si no transformamos la necesidad individual de expresarnos en una necesidad colectiva de derribar a quienes nos oprimen, nunca sabremos hasta dónde nos pueden llevar nuestras capacidades, seamos o no artistas.

Cada vez que me he encontrado pintando en la calle, se me acerca una abuelita y me dice: “qué bonito, no como esos rayones feos”. Yo agradezco respetuosamente mientras pienso en todos los rayones feos que yo mismo he dejado. Realmente es mucho más sencillo trabajar en la población (y con permiso) que intentar hacerlo a la mala (que es un arte en sí mismo).

¿Somos capaces de definir el arte fuera de este sistema? ¿Más allá de la academia y sus cánones elitistas? ¿Nos permitiremos ver el aura expresiva en cada tag que queda marcado en la calle?

 
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