1. INTRODUCCIÓN: LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
El rumbo socialista que, con el respaldo de la URSS, asumió la Revolución cubana a partir de 1961, fue un claro indicio de que la existencia de un régimen socialista en vastas regiones del mundo, aun con todas sus deformaciones, significaba para la porción del mundo capitalista –y en particular para los países del “Tercer Mundo”– una amenaza permanente. A fin de contener la radicalización de las protestas, la burguesía de los países latinoamericanos se vio obligada a ceder con frecuencia, aunque no sin resistencia, ante los reclamos de los trabajadores. El Estado Social o de Bienestar obtuvo así un cierto impulso para su desarrollo -menor, obviamente, que en Europa-, el cual solo a través de golpes de Estado y de la instauración de regímenes dictatoriales pudo ser interrumpido.
Ahora bien, la velocidad con que la hegemonía norteamericana se expandió por el mundo –y muy particularmente por América Latina– tras la caída, en 1991, de la URSS, representa una muestra de lo mismo, esto es, del contrapeso que el socialismo existente ofreció a la tendencia acumulativa del capital. En la década del 1990, en efecto, toda América Latina se sumió de pronto en el llamado “neoliberalismo”. La derrota electoral del sandinismo en Nicaragua, los cuestionables triunfos de Salinas de Gortari en México y de Fujimori en Perú, pero también el final de la dictadura pinochetista en Chile, la llegada a la presidencia en Brasil del teórico de la dependencia Fernando Henrique Cardoso, y la asunción del peronista Menem en Argentina, todo sirvió para aplicar, con mayor o menor profundidad, las mismas políticas de ajuste, apertura comercial, privatizaciones y endeudamiento consensuadas en Washington. Solo Cuba, a contrapelo del mundo, logró sostenerse en su “socialismo”, no sin entrar en el llamado “período especial”.
La evidencia de que la lógica acumulativa del capital lograba imponerse más allá del signo político de los gobiernos de turno, generó una honda crisis de representatividad. Fue así que los movimientos sociales, que no fueron un invento de nuestro tiempo ni de nuestra geografía, tuvieron, no obstante, aquí y entonces, un protagonismo que los ubica en un punto destacado de la historia. Como habría de expresarlo, en 2005, la Sexta Declaración de la Selva Lacandona:
Los zapatistas decimos que la globalización neoliberal es una guerra de conquista de todo el mundo, una guerra mundial, una guerra que hace el capitalismo para dominar mundialmente (...). Pero no es tan fácil para la globalización neoliberal, pues (...) así como hay una globalización neoliberal, hay una globalización de la rebeldía. Y en esta globalización de la rebeldía no solo aparecen los trabajadores del campo y de la ciudad, sino que también aparecen otros y otras que mucho los persiguen y desprecian por lo mismo de que no se dejan dominar, como son las mujeres, los jóvenes, los indígenas, los homosexuales, lesbianas, transexuales, los migrantes, y muchos otros grupos (Ejército Zapatista de Liberación Nacional, 2005).
Cierto es que cada movimiento social, pronunciándose contra una de las múltiples injusticias del sistema, tenía, por eso mismo, un alcance limitado y ninguna capacidad para afectar al sistema de conjunto. Pero si uno hacía el ejercicio de sumar abstractamente la energía desplegada por todas esas organizaciones, la fuerza que obtenía como resultado era considerable. La necesidad de unificar los movimientos sociales parecía, pues, evidente. Los caminos para ello eran, no obstante, algo más difícil de visualizar.
Para los empapados en las filosofías de la diferencia, los derechos afectados por el neoliberalismo habían sido tantos, las reivindicaciones habían sido tan diversas, que resultaba ya ociosa la indagación de cualquier fundamento social, tendiente a atacar el sistema desde sus cimientos. Todas ellas, en todas partes, constituían un ataque contra el capitalismo global o, como dirían Hardt y Negri, contra el “imperio”. Eso daba a la militancia más soltura para desenvolverse, para desplegarse fuera de las ataduras que un partido, con un programa integral de transformación social, suponía. Ahora cada reclamo podía lanzarse al ruedo sin necesidad de articularse con los demás reclamos ni ahondar en las causas estructurales de aquello contra lo cual se combatía. Cada militante podía serlo de la causa que más inmediatamente le concernía, sin involucrarse en la lucha de clases, vista como una lucha más, no más relevante que otras. Pero para que la espontaneidad no se diluyera en la nada o en logros parciales e inconexos, para que toda esa energía desplegada pudiera ser encauzada hacia la lucha contra ese capitalismo al que, en última instancia, todos criticaban pero contra el cual nadie tenía un programa de acción concreto, hubiera hecho falta el proyecto de un orden social diferente. Tal cosa, sin embargo, constituía una amenaza contra la diferencia. Desde esta perspectiva, pues, el punto de confluencia, la bandera común de los movimientos sociales no podía ser otra que la del “anticapitalismo”; la estrategia, “estar en contra, en todas partes” (Hardt y Negri, 2002: 190).
Un segundo intento en pos de la unidad de los movimientos sociales consistió en el encuentro “cara a cara”. Enmarcándose en la consigna altermundista “otro mundo es posible”, ubicando la teoría “no a la vanguardia sino a la retaguardia” de los movimientos, cuya capacidad de inventiva parecía demostrada, llenando el vacío dejado por la “izquierda tradicional”; innumerables congresos y foros se esforzaron por crear lazos entre las múltiples organizaciones y colectivos dispersos por América Latina y el mundo, para extraer de allí las enseñanzas de nuevas prácticas políticas. El año 2001, además de ser el año de la Marcha por la dignidad indígena en México, y del levantamiento popular en Argentina, y de tantos otros acontecimientos de impacto geopolítico, como el atentado contra las Torres Gemelas en Estados Unidos; fue el año en que tuvo lugar, en Brasil, el primer encuentro del Foro Social Mundial. Las prácticas de democracia participativa promovidas desde el foro Social Mundial fueron pensadas, no obstante, como complementos del orden social vigente, como formas de democratizar la democracia. No llegó a plantearse la necesidad de un orden social alternativo ni la conquista del poder.
Así, pues, hasta el despuntar del nuevo siglo, el clima posmoderno mantuvo las diversas reivindicaciones sociales desentendidas de la lucha por el control estatal. Como dice, no sin ironía, Agustín Cueva:
La propuesta de desplazar el ‘locus’ de la política hacia fuera del Estado, tal como lo proponen algunos ‘movimientos’ de Occidente, no supone ningún acuerdo que obligue también a la burguesía a retirarse de él. Por el contrario, se basa en un ‘pacto social’ sui generis según el cual la burguesía permanece atrincherada en el Estado (además de no ceder ninguno de sus bastiones de la sociedad civil), mientras que las clases subalternas se refugian en los intersticios de una cotidianidad tal vez más democrática, en la que el Estado no interviene en la medida en que las formas de sociabilidad elegidas no obstruyan la reproducción ampliada del sistema capitalista-imperialista (Cueva, 2007).
Un tercer camino hacia la unidad de las reivindicaciones, en un contexto económico y mundial relativamente favorable a América Latina debido al encarecimiento de las materias primas, abandonaría, sin embargo, la prédica anti-estatal. En efecto, la necesidad, por parte de los movimientos sociales, de ejercer una influencia política mayor y, por parte de los gobiernos, de compensar su propia pérdida de legitimidad tras años de políticas económicas regresivas, explica el fenómeno del progresismo latinoamericano de la primera década de este siglo. La síntesis del Estado con los movimientos sociales, punto nodal de dicho progresismo, asumió la fórmula laclauniana del significante vacío (cuya supuesta vacuidad discutiremos), a través de la cual el poder estatal buscó aglutinar los movimientos que, en no pocos casos, cuando sus demandas resultaban satisfechas por él, asumían el rol de fuerzas de apoyo y legitimación, confiriéndole en las calles un sesgo pluralista del que carecían en las altas esferas del poder; pero que en otros casos, cuando el rumbo del gobierno se alejaba de sus reclamos, tomaban distancia de él, en algunas ocasiones, hacia la izquierda, y en otras tantas, incluso, hacia la derecha.
Ahora bien, a lo largo de la región, según la idiosincrasia del lugar y del proceso político en curso, el significante que actuó como receptor de significatividades ha sido diverso. Tres han sido los significantes más destacados: el del “populismo”, el del “buen vivir” y el del “socialismo del siglo XXI”. Un breve análisis de los mismos y de las dificultades que afrontaron nos permitirá reconocer los límites del progresismo como alternativa, no ya al capitalismo sino, incluso, al neoliberalismo como lógica acumulativa del capital.
2. LOS SIGNIFICANTES VACÍOS2.1. El “populismo”
Donde la tradición “nacional-popular” tenía un arraigo más hondo, como era el caso de Argentina, la categoría de “lo popular” fue la que funcionó como tal. En La razón populista, Laclau empieza a enfocar el fenómeno de la hegemonía en una forma concreta de gobierno: la que él llama “populismo”. La vaguedad de ese concepto, según nos dice, no proviene de “ningún subdesarrollo ideológico o político” sino de la heterogeneidad característica del tejido social, de la pluralidad de demandas que el fenómeno llamado populista articula (Laclau, 2005: 128); no expresa, pues, sino el carácter vacío de ese significante. Para Laclau, el pueblo es la unidad resultante de las demandas parciales aunque, como veremos, nada garantiza que “los contenidos implicados en algunas de las demandas democráticas particulares” no vayan a ser sacrificados (Ibíd.: 117).
Desde su mismo origen, que remite tanto al término latín populus (la totalidad social) como a plebs (un determinado sector de la sociedad), hay en la idea de “pueblo”, según Laclau, una tensión entre la particularidad y la universalidad. Laclau creía que la unidad de las demandas particulares no iba a surgir espontáneamente de ellas, como esperaba el autonomismo, pero tampoco de la imposición de una universalidad abstracta, como querían los partidos comunistas, los cuales buscaban “subordinar todas las especificidades nacionales a un centro internacional y a una tarea universal” (Ibíd.: 229). Dice Laclau:
El Komintern fue la peor expresión de esta política esterilizante [según la cual, los diversos partidos comunistas], lejos de ser alentados a constituir singularidades históricas a través de la articulación de demandas heterogéneas, fueron concebidos tan solo como sucursales que debían aplicar automáticamente las políticas planificadas desde un centro (Ibíd.).
Laclau hace extensiva esta crítica al trotskismo, al señalar, con una alta dosis de provocación:
Las pequeñas facciones que, aún en la actualidad, se consideran a sí mismas secciones locales de ‘internacionales’ imaginarias, no son otra cosa que la reducción al absurdo de esta tendencia antipopulista de la tradición comunista (Ibíd.: 230).
Mucho antes que él, sin embargo, había Trotsky cuestionado la política del Komintern. Contra Stalin –según el cual “la base para la actuación de todo partido, incluyendo al norteamericano, está en los rasgos generales del capitalismo, iguales en su esencia en todos los países, y no en la fisonomía especial que presente en cada país”–, Trotsky decía:
No es cierto que la economía mundial represente en sí una simple suma de factores nacionales de tipo idéntico. No es cierto que los rasgos específicos no sean “más que un complemento de los rasgos generales”, algo así como las verrugas en el rostro (…). Baste recordar el hecho de que el proletariado de un país retrógrado haya llegado al poder muchos años antes que el de los países más avanzados. Esta sola lección histórica basta para demostrar que, a pesar de la afirmación de Stalin, es absolutamente erróneo orientar la actuación de los partidos comunistas sobre unos cuantos “rasgos generales”; esto es, sobre el tipo abstracto del capitalismo nacional (Trotsky, 2007: 10).
Pero al reconocer la importancia de las particularidades, Trotsky no perdía de vista la totalidad en la que estaban insertas:
Las peculiaridades económicas de los diversos países no tienen un carácter secundario, ni mucho menos: bastará comparar a Inglaterra y la India; a los Estados Unidos y el Brasil. Pero los rasgos específicos de la economía nacional, por grandes que sean, forman parte integrante, y en proporción cada día mayor, de una realidad superior que se llama economía mundial, en la cual tiene su fundamento, en última instancia, el internacionalismo de los partidos comunistas [Ibíd.].
Según esto, el error del progresismo no estaría en atender las demandas heterogéneas sino en atenderlas insuficientemente por no estar dispuesto a enfrentar las condiciones estructurales en que se hallan insertas. El planteo laclauniano no habilita a pensar el lazo entre las diversas particularidades como herramienta para un cambio social radical:
La historia no es un avance continuo infinito, sino una sucesión discontinua de formaciones hegemónicas que no puede ser ordenada de acuerdo con ninguna narrativa universal que trascienda su historicidad contingente (…). La pregunta relevante en lo que a las condiciones históricas respecta es: ¿vivimos en sociedades que tienden a incrementar la homogeneidad social mediante mecanismos infraestructurales inmanentes o, por el contrario, habitamos en un terreno histórico donde la proliferación de antagonismos y puntos de ruptura heterogéneos requieren formas cada vez más políticas de reagrupamiento social –es decir, que estas dependen menos de las lógicas sociales subyacentes y más de las acciones, en el sentido que hemos descripto–? La pregunta no necesita respuesta: es obvia (Laclau, 2005: 281 y 285).
Para el marxismo, como veremos, las dos visiones que Laclau presenta como “alternativas” son igualmente ciertas, aun cuando una de ellas pueda resultar, es cierto, menos “obvia”.
2.2. La prédica del “buen vivir”
Mientras tanto, en aquellos países con un alto porcentaje de población originaria, y en los que por entonces se celebró una Asamblea Constituyente, el rol significante lo proporcionó el concepto del “buen vivir” (“sumak kawsay”, en quechua; “suma qamaña”, en aimara), que intentaba retomar el modo de vincularse con la naturaleza y con la comunidad propio de los pueblos andinos y de la Amazonía ecuatoriana antes de la colonización. El mismo venía siendo elaborado desde los años ’90, cuando el capitalismo, a 500 años del arribo de los europeos a América, recrudecía, con su renovada avidez de recursos naturales, las prácticas coloniales. Sin embargo, la reivindicación del buen vivir, proveniente del indigenismo, se fue vinculando cada vez más, en una “ecología de saberes” (para usar los términos de De Sousa Santos), con las reivindicaciones de otros movimientos sociales, configurándose como una alternativa al capitalismo basada en lo ancestral y no ya en los “modernos” modelos de socialismo. Como dijeran Antonio Luis Hidalgo-Capitán y Ana Patricia Cubillo Guevara:
A principios del siglo XXI, el buen vivir latinoamericano se ha convertido en el concepto más innovador y con mayor potencial del campo de la Economía Política del Desarrollo, equivalente a lo que representó el concepto de dependencia latinoamericana en las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo XX (Hidalgo-Capitán y Cubillo Guevara, 2017: 1).
En los debates de Montecristi, a partir de los cuales se fue elaborando la nueva Constitución de Ecuador, el Buen Vivir pareció convertirse en la clave para construir un programa político desde la pluralidad:
Cuando algunos asambleístas vinculados al partido indigenista Pachakutik propusieron la incorporación del sumak kawsay en la Constitución ecuatoriana, los asambleístas del bloque oficialista de Alianza PAÍS, liderados por el presidente de la Asamblea, Alberto Acosta, aceptaron el término, traducido como “buen vivir”, en la medida en que, al ser un nombre desnudo, podía ser llenado de contenido por medio de un proceso participativo. Así, la Asamblea Constituyente de Ecuador, bajo la presidencia de Alberto Acosta, se convirtió en un foro de reflexión sobre el buen vivir” (Ibíd.).
Según el entonces presidente de Ecuador, Rafael Correa, “el socialismo del siglo XXI” implicaba recuperar el “vivir bien” de los pueblos originarios, sin plantear la lucha de clases. Pero con ello no se hacía sino recaer en un oportunismo adaptable no solo a la estructura de clases sino, incluso, a la dinámica más coyuntural y transitoria del capitalismo. En efecto, si, en materia de derechos laborales y de industrialización, el “buen vivir” del siglo XXI no pudo siquiera equipararse al “bienestar” de mediados del siglo XX, se debió a que el contexto de este había sido el del capitalismo industrial, al cual, por sustitución de importaciones, estaban incorporándose, con todas las limitaciones que impone la dependencia, varios países latinoamericanos. El “buen vivir”, en cambio, tomaba forma en medio del capitalismo llamado “posindustrial”, el del neoliberalismo, que constituye una nueva lógica de acumulación, basada en la precarización laboral, la tercerización, el extractivismo, el predominio del capital financiero y, por lo tanto, en el endeudamiento masivo de los Estados, con las limitaciones que todo eso supone para un auténtico “vivir bien”.
2.3. El “Socialismo del siglo XXI”
Finalmente, en los países en que la lucha contra el neoliberalismo adquirió rasgos de mayor radicalidad, como fue el caso de Venezuela, una tercera figura actuó como significante vacío: la del “socialismo del siglo XXI”. Fue en el V Foro Social Mundial que el presidente venezolano Hugo Chávez instó a los países de la región a adoptar ese rumbo. Sin embargo, la expresión “socialismo del siglo XXI”, acuñada por el sociólogo Heinz Dieterich, nunca ha pasado de ser un título para un contenido incierto. En Venezuela, que para entonces había obtenido un control firme del Estado y de ciertas empresas estratégicas, la apuesta parece haber consistido en promover, con el apoyo estatal, ciertas relaciones socialistas o socializantes al margen de las relaciones capitalistas vigentes, en una suerte de coexistencia pacífica con ellas. Así, por ejemplo, frente a la desocupación y exclusión social generada por el neoliberalismo, se promovió la economía social, fomentándose la creación de cooperativas y microempresas; se alentó la creación de medios alternativos ante la concentración mediática, y ante el descrédito de la democracia, con fuerzas opositoras en mayor o menor medida alineadas con el imperialismo, se promovieron distintas iniciativas de participación popular, las cuales, según sugiere Modesto Emilio Guerrero, fueron pensadas también contra la burocratización de la propia fuerza política, que empezó a hacerse sensible desde el momento en que arribó, por elección popular, al gobierno:
Yo no quiero terminar como Savonarola”, dijo [Hugo Chávez] varias veces en 2002, acudiendo a la metáfora de Maquiavelo sobre el héroe de Florencia que cayó en derrota por estar desarmado. Es la misma imagen usada por el escritor Isaac Deutscher para referirse al destino trágico de León Trotsky cuando quedó “desarmado” ante la naciente burocracia en la URSS de la década del veinte”. (Guerrero, 2013: 289).
3. LOS LÍMITES DEL PROGRESISMO
Se suele acusar a Marx de no haber desarrollado una teoría política. En tal objeción se parte de la separación entre economía y política y se espera que cada una de esas esferas obtenga su propia teoría. No se advierte que el análisis económico de Marx es parte –una parte nodal– de la teoría política marxista, pues el presupuesto de esta consiste en la imposibilidad de desvincular el funcionamiento del Estado de la base económica en que se sustenta y, por consiguiente, la imposibilidad para aquel de actuar como “significante vacío”. Su contenido de clase podrá ser transitoriamente matizado, discursivamente silenciado, pero no deja de estar en todo momento presente y presto a manifestarse cada vez que los reclamos lleguen a constituir una amenaza para el orden de clases. Ese contenido de clase del Estado es, precisamente, el que le marca un límite en sus reclamos a los movimientos sociales que buscan integrarse a él. Para Laclau, por el contrario, es solo la particularidad del sector que oficia como significante vacío lo que obstaculiza el paso hacia una mayor universalidad:
Cuanto más extensa sea la cadena de equivalencias que un sector particular represente y cuanto más se transformen sus objetivos en un nombre para la emancipación global, más indefinidos serán los vínculos entre ese nombre y su significado original específico y más se aproximará al estatus de significante vacío. Como, no obstante, esta total coincidencia de lo universal con lo particular es en última instancia imposible, siempre quedará un residuo de particularidad” (Laclau, 2003: 62).
Tal “residuo de particularidad” podrá actuar de base explicativa de muchas medidas erráticas del grupo hegemónico pero hay límites que no provienen de su particularidad; más aún, límites que, nacidos de la estructura social, se imponen incluso a su particularidad. Al pasar por alto esta dimensión estructural como el lugar de anclaje entre la particularidad del Estado y la totalidad social, Laclau convierte el rol hegemónico en una cuestión de mera “representación”; representación que, por lo demás, lo es de un imposible y que, en tanto significante, para tornarse tanto más universal se va tornando cada vez más vacía. Así, por ejemplo, el significante “populismo” se fue vaciando de contenido de clase para poder representar a vastos sectores de la burguesía. De allí la maleabilidad discursiva del kirchnerismo, que podía pasar de defender reclamos de los trabajadores a defender intereses del capital concentrado sin demasiados sobresaltos.
Por lo demás, parece lógico esperar que en esa mayor generalización del significante, los vínculos entre el representante y lo representado se tornen cada vez más lábiles, existiendo en esa conexión débil un riesgo de éxodo de las demandas insatisfechas ante el deterioro de las condiciones económicas. Peor aún, según Laclau, la carencia, para constituirse en demanda, debe identificar a algún actor social como responsable de esa carencia. En otros términos, la articulación de las demandas no es posible sin la representación de un antagonista, que irá constituyéndose también como significante vacío. Dado que el populismo, para presentarse a sí mismo como progresista, tendió a señalar como antagonista a “la derecha”, el riesgo de que ese éxodo, producto del desencanto, fluyera justamente hacia allí, era patente [1].
Con respecto a la prédica del buen vivir, acaso ningún conflicto exhiba mejor sus límites como el suscitado entre el posdesarrollismo y el neodesarrollismo. En efecto, desde el punto de vista teórico, el ambientalismo presupuesto en la prédica del buen vivir se había nutrido de la crítica al crecimiento proveniente de Europa. Los mismos defensores de esta crítica, como Latouche, se esforzaron por mostrar la necesidad de trasladar su propuesta de desaceleración económica, originada en el Norte, también a los países del Sur, donde, aunque la producción industrial no fuera desmesurada, la expectativa de crecer los condenaba a una búsqueda de ingresos basada en la extracción desmesurada de los recursos naturales. De esta manera, Latouche sostiene que, tratándose del Sur, “la problemática del decrecimiento ofrece la posibilidad de no pasar por la época industrial y acceder directamente a un equilibrio posindustrial” (Latouche, 2009: 227) [2].
Más allá de lo impracticable que es esta propuesta en un marco capitalista, lo cierto es que el incremento de los precios relativos de las materias primas respecto al de los productos industriales, lejos de fomentar en nuestros países un equilibrio posindustrial, desencadenó la búsqueda del crecimiento sobre la base del extractivismo. El oportunismo más cortoplacista se impuso a las ideas posdesarrollistas, las cuales resultaron sospechosas de querer dejar pasar lo que se consideraba una oportunidad histórica para América Latina. Claudio Katz caracteriza de la siguiente manera el nuevo desarrollismo que así se fue gestando:
El neo-desarrollismo visualiza a la agro-exportación como una potencial proveedora de divisas para la industrialización. Pero este cambio implica aceptar la remodelación neoliberal del agro y la consiguiente concentración de tierras, especialización en exportaciones básicas, pérdida de cultivos diversificados y acentuado deterioro del medio ambiente. Al igual que sus antecesores, los nuevos desarrollistas estiman que el crecimiento industrial aumentará el empleo, expandirá el mercado interno y mejorará el consumo. Pero a diferencia del pasado se han generalizado tecnologías que reducen la utilización de la mano de obra y la creación de trabajo ya no acompaña el ritmo de inversión. Que la expansión de la economía sea incentivada por el mercado o por la regulación estatal no modifica esta carencia de empleo. En ambos casos el capitalismo latinoamericano genera insuficientes puestos de trabajo y estabiliza la precarización en labores informales, descalificadas y mal remuneradas. El neodesarrollismo no ofrece respuestas a esta seria adversidad (Katz, 2016: 1).
El desconcierto que generó esta tensión entre el “neodesarrollismo” propulsado por casi todos los gobiernos progresistas de la primera década del siglo XXI y el “posdesarrollismo” pretendido por los movimientos indigenistas y ecologistas, puede traslucirse en las siguientes palabras de uno de los máximos referentes del Foro Social Mundial:
Es necesario desaprender algunas cosas que aprendimos para poder crear espacios, porque mucha gente está hablando de Sumak Kawsay pero después combina Sumak Kawsay con neoextractivismo, con productivismo selvático… No se puede. Las dos cosas no van juntas (De Sousa Santos, 2010).
En cuanto al intento bolivariano de hacer prosperar una economía basada en la cooperación como contrapeso al capitalismo, el fracaso no fue menos rotundo. En efecto, al dejarse subsistir el capitalismo, no solo se abandona a gran parte de la clase trabajadora a la explotación capitalista –algo ya de por sí condenable–, sino que se permite que el capital siga acumulando, lo cual, si bien en épocas de prosperidad económica puede resultar durante algún tiempo compatible con el crecimiento del sector socialista, tarde o temprano tendrá que obstruirlo. Debe considerarse casi como una ley económica la tendencia del capital a la hegemonía. El capitalismo se basa en la apropiación individual del trabajo colectivo. En una fábrica pueden, por ejemplo, trabajar cien personas pero el producto de todo ese trabajo pertenece a una persona solamente: el dueño de la fábrica. De allí la fortaleza del capital: si cien personas se asociaran entre ellas y repartieran equitativamente el producto, cada una de ellas tendría mucho menos que lo que tenía el capitalista del ejemplo anterior. Por supuesto, podrían no repartirse todos los ingresos sino acumular como una empresa capitalista, reduciendo los ingresos de cada trabajador asociado a un mínimo indispensable, equivalente a lo que hubieran obtenido en caso de ser asalariados, y destinar el excedente a la inversión. Pero entonces, el principio cooperativo es tergiversado por la lógica acumulativa del capital. Es esta dinámica de la apropiación individual del producto colectivo (obtenido a través de la explotación) la que le ha dado al capitalismo la capacidad de imponerse a nivel mundial, subsumiendo a las demás formas de producción. Es ella la que ha desvirtuado los regímenes socialistas que quisieron construirse en un plano nacional enmarcado en un mundo aún capitalista, para contener al cual debieron traspasar la propiedad, otrora en manos de los capitalistas, no a los trabajadores sino al Estado, el cual, al igual que el capitalista, puede concentrar en sus manos el fruto del trabajo colectivo (despojando a los trabajadores). Es esta misma dinámica la que impide la reducción de la jornada laboral, a pesar de la evidencia de que las jornadas agobiantes disminuyen el rendimiento de los que trabajan y dejan sin trabajar a muchos que querrían hacerlo: no al producto nacional bruto, no a la economía global, sino al interés del capitalista individual es al que perjudicaría dicha reducción de horas laborables por trabajador. Es esta misma dinámica la que exacerba el individualismo y la soberbia, pues si imaginamos un mundo basado en la propiedad individual solo de los propios frutos, cada uno podría estar orgulloso de sus logros pero estos serían más o menos equivalentes a los de las otras personas, mientras que en el capitalismo, al poder apropiarse un individuo los frutos del trabajo de muchos, los “logros de una persona” pueden ser desproporcionadamente superiores. Y así podríamos seguir identificando en este simple elemento (la apropiación individual del fruto del trabajo colectivo), la causa de muchos males que percibimos en la sociedad contemporánea, pero limitémonos a decir que es esta misma dinámica la que vuelve infructuoso el proyecto de ir reemplazando al capital de a poco, fomentando en ciertos sectores la economía social y otras medidas socializantes. Además de que la acumulación en el sector privado tenderá a sobrepasar a la de tales emprendimientos, se estará debilitando la unidad de la clase trabajadora, al consolidarse un amplio sector de trabajadores precarizados.
Esta imposibilidad de hacer funcionar una economía sobre bases socialistas en paralelo con las relaciones capitalistas llevó al régimen chavista, bajo el gobierno de Maduro, a basar su sostenimiento (cada vez más, a medida que perdía el apoyo de sectores populares) en un control férreo, represivo, por parte del Estado. La represión violenta que siguió al reciente proceso electoral no es sino un signo más de esta tendencia.
El proyecto progresista basó sus esperanzas de realización, a comienzos del siglo XXI, en la propia dinámica del capitalismo, partiendo de una coyuntura relativamente favorable. La reversión de esa bonanza, al no haber sido aprovechada para abolir la desigualdad de clases ni concretar cambios profundos en lo económico (donde no se superó, y hasta se preservó, la tercerización del trabajo, y se mantuvo, y hasta incrementó, la matriz extractivista, y ni siquiera se quiso “incumplir” con los “compromisos” de deuda, una de las vías de expoliación de nuestros pueblos, tal como el marxismo, desde los tiempos de Marx, viene señalando) ni en lo político (donde la “verticalidad” con que suele reaccionarse ante estructuras solo formalmente democráticas –que muchas veces, es cierto, limitan al Estado solo para fortalecer el poder de los grandes grupos económicos–, impidió explorar en el plano nacional las formas de democratización probadas en niveles más bajos) debía provocar un retroceso de los gobiernos progresistas latinoamericanos que tantas expectativas habían generado, y una reaparición de las recetas económicas neoclásicas, poco antes desprestigiadas por las profundas crisis sociales que, como en la Argentina del 2001, habían desatado; desmintiendo que la noche oscura del neoliberalismo hubiera terminado. Por el contrario, asistimos en Latinoamérica, desde entonces, a la configuración de lo que hemos de llamar una “espiral de derecha”. En la medida en que merman los recursos con que sostener las medidas progresistas, son esos mismos gobiernos los que inician medidas de ajuste y endeudamiento, obviamente, con los difusos límites que sus espacios políticos poseen. Frente a ellos, la derecha, beneficiada por el desprestigio en que esos espacios van cayendo (el cual, obviamente, es alimentado por los medios de comunicación hegemónicos), se fortalece hasta el punto de poder desplazarlos ya sea por vía de las urnas, como en Argentina, Uruguay o Chile; de un golpe institucional, como en Brasil o Bolivia, o de un simple corrimiento del espacio gobernante, como ocurrió en Ecuador con el “correísmo” de Lenin Moreno. Pero la aplicación mucho más drástica de políticas de ajuste en un contexto de extrema pobreza, lima rápidamente la credibilidad de los gobiernos de derecha. Y así volvemos una y otra vez de la “noche neoliberal” hacia un progresismo crepuscular desde donde nos hundimos nuevamente en aquella. Pero en este ir y venir nos vamos alejando cada vez más del centro a la periferia.
4. LA IDEA DE “REVOLUCIÓN”
La fórmula del significante vacío no solo ocultaba el contenido de clase del Estado, sino que buscaba velarnos la posibilidad de una transformación radical de la sociedad. En efecto, cuando, en la primera década del siglo XXI, una modificación de los términos de intercambio, favorable por esta vez a los países productores de materias primas, generó un nuevo auge del progresismo, que logró legitimarse incorporando a su base de apoyo el dinamismo de las agrupaciones sociales, pareció llegado el momento de declarar la muerte o pérdida de la “revolución”, reemplazando su mención en nuestro léxico político por la más cadenciosa, y supuestamente menos culpable de modernidad, palabra “emancipación”. Como dice Jorge Alemán, en la línea discursiva de Laclau:
El término emancipación testimonia por parte de la izquierda, el duelo por la palabra revolución y todo el aparato conceptual y político que el término vehiculizaba. La revolución sí creía saber de qué quería desconectarse, incluso disponía de una figura histórica que iba a realizar como sujeto histórico dicha desconexión. Finalmente, podía nombrar “objetivamente” a qué nuevo orden social se iba a acceder. Este modo radicalmente moderno e ilustrado de interpretar el anudamiento entre una voluntad colectiva, una convicción política y el proletariado como sujeto orientado por una ley histórica, concluyó en el oscuro desastre totalitario. Por ello, en primer lugar, la emancipación, valga la redundancia, debe emanciparse de la “metafísica” histórica que la tenía capturada bajo el nombre de revolución (Alemán, 2015)
Y para dejar claros los contrastes con la idea de emancipación, agrega:
La emancipación es una apuesta sin garantías que no dispone de ninguna fórmula a priori de desconexión del capital y que, por lo tanto, no presenta un sujeto constituido, ya que él mismo debe advenir (Ibíd.).
Desde luego, no se trata de justificar las prácticas totalitarias cometidas por el poder soviético. Pero lo que puede salvarnos de esos deslizamientos a través de los cuales las teorías se tuercen hasta devenir su contrario, es justamente un programa, una visión clara, aunque no rígida, de los objetivos, capaz de dialogar con los acontecimientos, de recoger las experiencias históricas, como atañe a los procesos dialécticos, enemigos declarados de todo “apriorismo”. Lo que, a nuestro entender, ha padecido el marxismo en sus comienzos (sin que esta tendencia se haya revertido nunca plenamente) no es ningún apriorismo programático sino, incluso, lo contrario: una falta de conceptualización del socialismo.
Desde los tiempos de Marx hubo siempre más “crítica del capitalismo” que teoría socialista, si bien las experiencias revolucionarias ayudaron a reparar, en parte, esa carencia. Hoy estamos en condiciones de hacer avanzar la idea socialista, delimitándola de las concepciones burocráticas y autoritarias, y acaso sea este uno de los principales desafíos que nos plantea el presente. La propuesta de hacer callar la teoría para que hablen los acontecimientos, de liberar el anticapitalismo a su suerte, podrá hacernos sentir más aligerados en lo personal, pero es, según creemos, exactamente lo contrario de lo que se necesita. Todo “a priori” es recusable: incluso el del concepto vacío.
5. CONCLUSIÓN: LA UNIDAD DE LA IZQUIERDA
No cabe duda de la urgencia que reviste para el “campo popular” la unificación de sus luchas. Sin esa unidad, el avance del capital se torna, en esta aciaga época neoliberal, incontenible. Según hemos visto, sin embargo, no han sido pocos los esfuerzos que, desde fuera o dentro del gobierno, se han hecho en pos de esa confluencia. A esta altura, no obstante, el fracaso de los mismos resulta evidente. Tomados por el progresismo burgués, los reclamos populares no solo quedaron siempre truncos, no solo debieron moderarse y torcerse hasta no comprometer los fundamentos sociales, sino que debieron retroceder cuando el progresismo, enfrentado a la restricción externa y los pagos de intereses de deuda, emprendió el camino del ajuste. El punto arquimédico de todo proyecto social son las relaciones de producción que defienden. Montado sobre relaciones sociales capitalistas, el progresismo no pudo escapar a los reflujos que las mismas periódicamente experimentan ni a la tendencia, permanentemente impuesta por la dinámica de acumulación capitalista, a hacer recaer sobre los trabajadores el peso del ajuste. Por eso, a la hora de buscar una confluencia, tanto o más importante que quiénes van a confluir es dónde van a hacerlo. Si para confluir con los diversos sectores sociales se renuncia a cualquier planteo radical, disimulando el contenido de clase de cada actor social y, en particular, del Estado; si para ello se desplaza el sitio de confluencia cada vez más hacia la derecha, la unidad de allí resultante no será de izquierda –y, en determinados contextos, ni siquiera “progresista”– aun si participan de ella organizaciones autoproclamadas progresistas o de izquierda. Por redundante que suene, se necesita una “unidad de la izquierda” que sea ella misma de izquierda; no la unidad de los “sectores populares” sin más, no la conformación de un “frente popular”. La teoría de la revolución permanente ofrece un claro ejemplo de lo que significa una unificación auténtica de los reclamos populares al proclamar que las tareas de la revolución democrático-burguesa deben ser asumidas por la revolución socialista. En otras palabras, una verdadera “unidad de la izquierda” debe darse cita en ningún otro lugar que en la izquierda, y desde allí, afirmados en el proyecto socialista, procurar la confluencia de las luchas populares.
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