Traducción: Guillermo Iturbide y Rossana Cortez.
La crisis del capitalismo francés y el balance del macronismo
La inestabilidad política actual tiene una base económica y geopolítica, inseparable del salto en la crisis del imperialismo francés. A partir de 1945, tras la destrucción de las fuerzas productivas provocada por la Segunda Guerra Mundial y la crisis de los años treinta, Francia se reconstruyó con éxito y recuperó la productividad perdida en el marco de una economía semicerrada y fuertemente dirigida por el Estado. Posteriormente, al capitalismo francés le resultó muy difícil adaptarse a los cambios de la economía mundial que siguieron a la crisis de los años setenta y al final de los “Treinta Gloriosos”. Si bien el ciclo neoliberal vio surgir en Francia grandes conglomerados capitalistas, que supieron aprovechar el aliciente de la liberalización financiera para transformarse y globalizarse, los cambios en su conjunto debilitaron profundamente al capitalismo francés.
Estas dificultades se reflejan en el declive de la industria del país, cuya participación en el PBI ha pasado del 23% en 1980 al 13,5% en 2019, con la pérdida de más de 2 millones de empleos. En mayor medida que el resto de las economías europeas, “las grandes empresas francesas se han convertido en campeonas de la deslocalización” [1] para intentar mantener su competitividad, alimentando el déficit estructural de la balanza comercial a partir de 2005. Al mismo tiempo, se enfrentaron rápidamente a una fuerte competencia internacional en sectores como la industria automotriz. El crecimiento de la industria militar, que ha propiciado el desarrollo de sectores de alta tecnología (aeronáutica, aeroespacial, nuclear e informática), no ha bastado para compensar estos factores. Al contrario, en opinión de Claude Serfati, ha desempeñado un papel principalmente parasitario, captando una gran cantidad de los subsidios públicos y obstaculizando el desarrollo de ramas de la industria civil, por ejemplo en electrónica, que ha visto hundirse a grandes grupos como Alcatel y Thomson. Como señala el economista, incluso sectores dinámicos como la aeronáutica, muy dependiente de la industria militar, no pueden “compensar las debilidades de la industria francesa en su conjunto porque tiene demandas muy específicas hacia los sectores de la metalurgia y de máquinas-herramientas” y el peso de su demanda “es demasiado pequeño para producir los efectos de arrastre que algunos esperan” [2].
Los cambios en la estructura productiva del capitalismo francés, amplificados por la opción estratégica de construir una “economía de servicios” en los años 90, han socavado su capacidad de lograr aumentos de productividad, que ha caído de forma significativa y persistente. Esta situación, alimentada por la subinversión, está creando, en el mejor de los casos, empleos degradados y socavando las bases de una política de redistribución que permitiría alcanzar compromisos duraderos entre la burguesía y sectores de las clases trabajadoras. Mientras Macron se felicita por haber reducido el desempleo, que bajó entre 2014 y 2024 del 9,5% al 7,5% pero que ahora vuelve a subir, esto se logró en base a contratos de pasantías y en “sectores más intensivos en mano de obra con perfiles menos productivos, porque tienen menos experiencia o están menos cualificados”, aumentando las pérdidas de productividad [3]. Al mismo tiempo, la evolución de los ingresos familiares en todo el país explica que muchos trabajadores sientan que su nivel de vida se estanca o disminuye. Como resume Jean-Marc Vittori en el diario económico Les Echos: “con un crecimiento permanentemente inferior al 1%, el aumento del ingreso per cápita se hace minúsculo, ya que la población francesa sigue creciendo entre un 0,3% y un 0,4% al año. Esto significa que mientras millones de hombres y mujeres aumentan poder adquisitivo, otros millones de hombres y mujeres salen perdiendo”.
Esta situación no tiene precedentes en décadas, recuerda el editorialista:
Otros países, como Italia, llevan mucho tiempo experimentando un descenso del poder adquisitivo. Francia, en cambio, no vivía algo así desde la crisis de los años 30 y la Segunda Guerra Mundial. Pero aquellos eran tiempos de crisis. Normalmente, habría que remontarse al siglo XIX para encontrar un desplome semejante, en una época en que la lluvia y el buen tiempo hacían fluctuar los ingresos, en gran parte agrícolas.
Después de los “Treinta años gloriosos”, la economía francesa sufrió una fuerte desaceleración tras la crisis del petróleo de 1973, aunque siguió creciendo en torno al 2% anual. Con la crisis de 2008, se estancó definitivamente. Para contrarrestar estas tendencias y tratar de ampliar su base productiva, la burguesía francesa puso en marcha una política particularmente agresiva de regalos a los empresarios, en forma de subsidios, créditos fiscales y exenciones de aportes a la seguridad social, que se dispararon bajo Hollande y luego Macron, alcanzando más de 160.000 millones de euros al año según IRES. Acompañada de recortes sistemáticos en los impuestos a la producción, el historial de esta agresiva “política de oferta” es claro: ha profundizado la deuda y el déficit sin lograr reestructurar el capitalismo francés, a pesar de los costos adicionales que impone a las clases trabajadoras.
Refiriéndose a períodos como estos, y a la situación mundial después de la Primera Guerra Mundial, Trotsky explicaba en 1921:
Asistimos a dos procesos de la evolución económica: la riqueza nacional y las rentas nacionales disminuyen, mientras que el desarrollo de las clases aumenta. El número de proletarios aumenta, los capitales se concentran en cada vez menos manos, las bancas se fusionan, las empresas industriales se concentran en trusts. Todo lo cual determina que se haga inevitable la lucha de clases, cada vez más aguda, como resultado de la reducción de las rentas nacionales. Aquí está la esencia de la cuestión. Cuanto más se restrinja la base material, más crecerá la lucha entre las clases y los diferentes grupos por el reparto de las rentas nacionales (“Informe sobre la crisis económica mundial y las nuevas tareas de la Internacional Comunista”, en León Trotsky, Los primeros 5 años de la Internacional Comunista, Buenos Aires, Ediciones IPS-CEIP, 2016, p. 234)
Esta situación, en la que se acentúan las contradicciones de clase, explica la intensidad de los conflictos sociales en los últimos años, y está llamada a incrementarse, en un momento en que el fin del dinero fácil a escala internacional (bajos tipos de interés mundiales, políticas de flexibilización cuantitativa del Banco Central Europeo) y el aumento insostenible de los niveles de deuda están dando lugar a un importante retorno a las políticas de austeridad.
Sin embargo, esta cura de austeridad llega después de tres años de inflación elevada que atacó a los salarios. Aunque el alza de los precios se ha suavizado desde 2024, sus efectos acumulados pesan sobre las masas y han convertido el “poder adquisitivo” en la principal preocupación de la población, al tiempo que asestan un nuevo golpe al engaño neoliberal de que la “moderación” salarial se vería compensada por el acceso a productos baratos. Enfrentados a una crisis sin precedentes desde los años 70, cuya causa principal no era una explosión de la demanda sino un “shock de oferta” y la subida de los precios de la energía, los bancos centrales respondieron subiendo los tipos de interés oficiales. Por su parte, el gobierno francés propuso medidas cosméticas como el “escudo arancelario”, destinadas a limitar parcialmente la pérdida de poder adquisitivo y a sustituir los aumentos salariales, con el fin de preservar los beneficios de las empresas. Lejos de resolver la crisis, estas soluciones superficiales han alimentado, por el contrario, el estancamiento y las tendencias recesivas de la economía. Por ejemplo, el número de quiebras empresariales, en particular de las pequeñas y medianas empresas, aumentó a 63.000 en un año en 2024, un 21% más que en 2019, antes de la pandemia de Covid-19. El número de empresas que están encuadradas bajo los Planes de Salvaguarda del Empleo (PSE) y las pérdidas de puestos de trabajo en unidades productivas que no están bajo esa figura van en aumento, afectando incluso a grandes empresas como Michelin y Auchan, que han anunciado miles de despidos y cierres de centros. Los sectores textiles, de la construcción y, sobre todo, la industria automotriz, se han visto duramente afectados, como parte de una crisis más amplia del sector a escala europea. El regreso de la “austeridad” no puede sino agravar esta situación y acelerar el ritmo de los despidos, preparando el terreno para un importante aumento del desempleo.
Frente a esta situación, la destrucción total de las concesiones aceptadas en 1945 por una patronal en posición de debilidad y que buscaba evitar una situación revolucionaria es una cuestión central para la burguesía francesa. El peso de las concesiones hechas a la clase obrera tras la Segunda Guerra Mundial y el nivel de la lucha de clases en el país son, de hecho, una de las explicaciones de la dificultad del capitalismo francés para integrarse en la globalización neoliberal. A diferencia de sus vecinos europeos, la burguesía francesa no ha conseguido destruir fundamentalmente el sistema de aportes patronales, estructurado durante un periodo desfavorable a sus intereses, y transferir estas cargas sobre las espaldas de la población. Aunque la burguesía no ha cesado de intentar hacer retroceder estas conquistas obreras, se ha encontrado con una intensa resistencia de los trabajadores y los jóvenes, que han complicado sistemáticamente sus planes de transformación neoliberal del país. A partir de los años 60, los planes neoliberales de De Gaulle, bajo la influencia de su consejero económico Jacques Rueff [4], tuvieron que enfrentarse a la lucha de sectores como los mineros (1963) y la huelga general de mayo de 1968. En los años 80, las grandes movilizaciones de los jóvenes (1986) y de los ferroviarios (1987) contribuyeron a frenar el intento de la derecha de acelerar decisivamente las reformas emprendidas por el Partido Socialista. En 1994, las protestas de los jóvenes echaron abajo el Contrato de Inserción Profesional, y en 1995 el movimiento obrero hizo retroceder a Alain Juppé [primer ministro de 1995 a 1997] en sus ataques a las jubilaciones de los trabajadores estatales. En la década de 2000, las reformas de las jubilaciones volvieron a provocar importantes movilizaciones (2003, 2010), al igual que la reforma neoliberal de las universidades (en 2007 y 2009).
La enseñanza superior y la investigación es un sector en el que las clases dominantes se han quedado especialmente rezagadas en su empeño por desmasificar las universidades, hacerlas más elitistas y selectivas e integrarlas en el sector privado, como consecuencia de las fuertes protestas de las últimas décadas. A pesar de algunos avances en este sentido (LRU en 2007-2009, ley ORE en 2018, Bienvenue en France en 2019), el número de estudiantes sigue aumentando, al igual que las aspiraciones de las familias obreras de que sus hijos tengan acceso a la enseñanza superior. Para recuperar su ventaja competitiva, el Gobierno apuesta por una combinación de políticas ultraautoritarias (con la criminalización del apoyo a Palestina como caballo de Troya de la criminalización más general de la oposición política en las universidades) y un proyecto de reformas estructurales (aumento de la selección, agravamiento de la precariedad laboral, profundización de la imbricación entre educación y empresa, incluso un aumento de los aranceles de inscripción). Se trata de una apuesta arriesgada en un momento en el que el deterioro estructural de las condiciones de vida y de estudio sigue provocando una fuerte empatía entre la población, y en el que las direcciones de las universidades son una de las mediaciones más irritadas por las ambiciones reformistas de Macron, con su negativa a aplicar aranceles a los estudiantes extranjeros, su rechazo a la Ley de Programación de la Investigación (LPR), su indignación ante las acusaciones de “islamoizquierdismo” contra el Consejo Nacional de Investigación Científica (CNRS) y sus pronunciamientos contra la precariedad estudiantil. Todas estas contradicciones convierten a las universidades en un área explosiva para el gobierno, mientras que el movimiento estudiantil, aunque no esté en el centro de los últimos movimientos de lucha de clases, mostró una tendencia más fuerte que en el pasado a vincularse con las luchas obreras durante la reforma de las jubilaciones [5].
Así, aunque el mercado laboral se ha deteriorado profundamente y se ha precarizado desde 2008, y solo la lucha contra el Contrato Primer Empleo (CPE) en 2006 salió victoriosa, la resistencia obrera (y popular) ha puesto un límite al programa de la burguesía. La explosión de la deuda es una de las expresiones de su incapacidad para llegar hasta el final con una auténtica contrarrevolución social, que el macronismo no ha logrado llevar a buen puerto a pesar de las brutales reformas (seguro de desempleo, jubilación a los 64 años). En este contexto, los discursos tranquilizadores del primer ministro Michel Barnier sobre la necesidad de un “cambio de método” y un “compromiso”, y la voluntad de gravar simbólicamente a las grandes empresas y a los hogares ricos mientras se discute un presupuesto de austeridad histórica como el de 2025, enmascaran los verdaderos desafíos estratégicos para la burguesía. En el nuevo y tenso contexto geopolítico internacional, la crisis de las soluciones neoliberales a la crisis empuja a las clases dominantes hacia una reestructuración más radical, en un momento en que el ciclo de la “mundialización feliz” está llegando a su fin y se multiplican los llamados a una transición hacia una “economía de guerra”. Con respecto a esto, si bien la cámara patronal MEDEF aceptó inicialmente los sacrificios solicitados a condición de que fueran “temporales”, en las últimas semanas el tono de la patronal se ha vuelto más ofensivo ante el temor de que la crisis política pueda conducir a la perpetuación de algunos de los impuestos “excepcionales” y a la ausencia de un plan de reformas estructurales [6]. Dada la decadencia continua del capitalismo francés, la esperanza de conciliación de Barnier refleja la visión del Primer Ministro de un interregno, desgarrado por presiones irreconciliables y destinado a resolverse radicalmente en detrimento de una u otra de las clases fundamentales. Una observación que solo puede verse reforzada por el paso atrás del imperialismo francés.
Una crisis reforzada por el retroceso internacional del imperialismo francés
La apuesta de Macron en 2017 fue reforzar la influencia de Francia y de la Unión Europea en el mundo. Siete años después, su balance va de la mano de una crisis histórica del imperialismo francés a nivel internacional en un periodo convulso de enfrentamiento entre las grandes potencias. Tras la Segunda Guerra Mundial, el imperialismo francés había logrado mantener su status dentro del club de las grandes potencias, pero esta posición se ha vuelto cada vez más difícil de mantener. Uno de los síntomas más visibles de su declive es el debilitamiento de las posiciones coloniales y neocoloniales del imperialismo francés.
En los últimos años, se ha producido un gran revés tras otro en el área de influencia africana del Estado francés. Desde 2013, el imperialismo francés ha pasado de afirmar su dominio en el Sahel con las operaciones Serval y Barkhane, a una gran derrota en lo que siempre ha considerado su patio trasero. Tras las crisis de Malí y Burkina Faso, el ejército francés se vio obligado a retirarse de Níger el año pasado bajo la presión de la junta militar que derrocó al presidente Mohamed Bazoum. En Senegal, la oposición ganó las elecciones presidenciales contra el candidato apoyado por Francia tras una movilización masiva, sobre todo entre los jóvenes. Los numerosos fracasos políticos y militares del imperialismo francés han reforzado su declive estructural como potencia dominante en la región, cuya hegemonía está siendo desafiada por potencias como Rusia, China y Turquía, que se despliegan de forma cada vez más agresiva, al igual que algunos países europeos [7]. Al mismo tiempo, ha surgido una crisis entre el Estado francés y Argelia, con el objetivo de reequilibrar la balanza económica con el antiguo colonizador. Esto ha ido acompañado de un reposicionamiento de Francia en la cuestión del Sáhara Occidental y Marruecos, lo que ilustra tanto el intento del imperialismo francés de mantener sus intereses económicos en la región como el debilitamiento de su autoridad en el Magreb.
Esta caída se vio duplicada por la situación de crisis dentro de las colonias francesas llamadas “de ultramar”. Kanaky experimentó así un proceso a gran escala en 2023 tras el intento de Macron de atacar a un electorado levantisco. Movilizando a una fracción significativa de la juventud y las clases populares canacas del país bajo la dirección de la “Célula de Coordinación de Acción sobre el Terreno” (CCAT), que emana de la dirección histórica del movimiento independentista, y en el contexto de las revueltas, esta cuestión, considerada vital por los separatistas canacos para garantizar la descolonización del archipiélago, cristalizó la ira acumulada después de décadas de opresión colonial y económica y de traición a los Acuerdos de Numea. Brutalmente reprimidas por el Estado francés [8], estas movilizaciones siguen asustando al gobierno, hasta el punto de que Barnier finalmente optó por posponer la reforma electoral en la isla, sin que se haya resuelto ninguna de las contradicciones expresadas durante el movimiento. Al mismo tiempo, la “vida cara” ha dado lugar a un nuevo movimiento en Martinica en los últimos meses en el que han participado algunos jóvenes y trabajadores, a instancias de la organización Unión por la Protección de los Pueblos y Recursos Afrocaribeños (RPPRAC) y la central sindical de la isla, la CGTM. Sin alcanzar la escala y la radicalidad del movimiento de 2009, con una menor intervención del movimiento obrero de Martinica, esta situación ha puesto en primer plano la estructura colonial que caracteriza las posesiones francesas, despertando el miedo del Estado francés de ver el movimiento radicalizarse y exportarse a otras colonias.
Todos estos movimientos se producen mientras los últimos años se han caracterizado por un fortalecimiento del interés geoestratégico de las colonias de ultramar. Para el imperialismo francés, se trata de palancas vitales para insertarse en los escenarios de los grandes conflictos globales que se avecinan, como el de Kanaky, que justifica el lugar de Francia en el “Indo-Pacífico”, donde fue excluida de la alianza militar entre Australia, el Reino Unido y EEUU, la AUKUS. Esta cuestión explica la brutalidad de la represión colonial contra fenómenos que podrían hacer tambalear el control francés sobre estos territorios y la imposibilidad para el imperialismo francés de aceptar concesiones excesivamente significativas. Al mismo tiempo, estos territorios sujetos a una pobreza estructural, y dotados de instancias de contención social mucho más frágiles, son un factor de crisis permanente.
En términos más generales, la fragilidad del imperialismo francés se manifiesta en la incapacidad de su diplomacia para desempeñar un papel propio en los asuntos mundiales. En Oriente Medio, la posición del Estado francés ha prolongado en gran medida el giro neoconservador iniciado por Sarkozy, con un alineamiento cada vez más marcado con las posiciones estadounidenses e israelíes, dando lugar en el país a una represión macartista y dura al movimiento de solidaridad con el pueblo palestino en Francia. Esta posición no deja de generar contradicciones para el imperialismo francés cuando tiene que defender sus intereses en la región, como la reciente escaramuza entre Macron y Netanyahu sobre el Líbano. Sin embargo, cada vez, y como ocurre con todos los temas centrales de la situación internacional (tropas en Ucrania, relaciones con China, etc.), los trucos comunicativos de Macron ponen de relieve su impotencia.
En el mismo sentido, la “autonomía estratégica europea” defendida por Macron durante su primer mandato de cinco años, y que pretendía reducir la dependencia del imperialismo estadounidense, fracasó y se topa cada vez más con la crisis de las potencias europeas. La guerra en Ucrania impulsó un rearme de la OTAN y un acercamiento aún más estrecho de los europeos con Estados Unidos, incluso en términos de compra de armas. El conflicto también contribuyó al debilitamiento de Alemania como aliado central (y competidor) de Francia, que pagó el alto precio de la ruptura energética con Rusia y se volvió más dependiente de la defensa estadounidense, volviendo aún más ilusoria la idea de hacer que el “tándem franco-alemán” sea el centro de gravedad de una Unión Europea estratégicamente “autónoma”.
Si bien los imperialismos europeos tendrán que asumir una parte cada vez mayor del costo de la guerra en Ucrania, estas tendencias abren debates estratégicos fundamentales para Europa, como el informe Draghi que pide la implementación de un gran plan de rearme industrial y militar europeo para emerger de la “lenta agonía” de la UE ante las crecientes tensiones entre Estados Unidos y China. Para enfrentar esta crisis, la UE aparece más que nunca como un bloque imperialista debilitado y dividido, que mantiene su dependencia del imperialismo estadounidense. Esta situación alimenta cierta nostalgia por el “gaullo-mitterrandismo” [9], defendido por figuras críticas con la política exterior del gobierno, desde De Villepin, consagrado como “defensor del pueblo palestino”, hasta La Francia Insumisa (LFI). Las alternativas que esbozan no tienen en cuenta la degradación estructural del país y solo proponen como remedio reconfiguraciones de las alianzas, en particular con los BRICS. Todas ellas implican la preservación y consolidación de los medios militares y económicos del imperialismo: sus multinacionales, su industria de defensa, sus bases en todo el mundo, sus posiciones en instituciones como el FMI, el Banco Mundial, el Consejo de Defensa de la ONU, el Club de París, o incluso su dominio sobre países y territorios históricamente colonizados por Francia.
La crisis política, la crisis del régimen y las soluciones bonapartistas por venir
Estos elementos de la profunda crisis del capitalismo francés explican el alcance de las tensiones políticas y la dificultad del régimen para estabilizarse. Como subrayamos luego del receso estival en un artículo sobre la profundización de la crisis orgánica del capitalismo francés:
La crisis actual marca una nueva etapa en el agotamiento del macronismo, que, en 2017, había proporcionado una solución temporal a la crisis del colapso del bipartidismo LR-PS. Mientras imponía una serie de contrarreformas importantes, el líder del “nuevo mundo” vio cómo su base social, desde el principio minoritaria, se desmoronaba bajo la prueba del poder y de la lucha de clases, con un intenso ciclo de movilizaciones que comenzó en 2016. Este declive fue de la mano del fortalecimiento, por la derecha, de RN y, por la izquierda, de LFI. La aparición de tres bloques en las elecciones legislativas de 2022, que privaron al macronismo de la mayoría absoluta, expresó esta dinámica, que se profundizó de manera inédita en 2024, desembocando en una Asamblea sin mayoría alguna. Si la crisis es política, también marca un punto de inflexión histórico para la Quinta República.
La actual tripolarización del panorama político, ampliamente comentada, es el síntoma de una incapacidad para forjar un bloque mayoritario, capaz de ofrecer una gobernabilidad duradera al régimen y contener la bronca obrera y popular.
Surge cuando las contradicciones de clase mencionadas anteriormente no solo han frenado los intentos de transformación neoliberal del capitalismo francés, sino que también han erosionado sus mediaciones. Como señalamos en la época del movimiento de los chalecos amarillos:
La ofensiva neoliberal de las últimas décadas fue debilitando y deteriorando a niveles insospechados toda una serie de mecanismos como el sufragio universal, los partidos de masas, los sindicatos obreros, así como variadas instituciones intermedias, además de la escuela o el tejido asociativo, argamasa central por la cual se mantenía la influencia de la clase dominante más allá del aparato de coerción.
Estas mediaciones, sindicatos y asociaciones habían permitido históricamente al Estado organizar el consenso de las clases trabajadoras y canalizar sus aspiraciones, formando lo que Gramsci llama el Estado “integral” o “ampliado”, característico de las formaciones sociales llamadas “occidentales”, en el sentido que le da a esta noción la Tercera Internacional [10]. Sin embargo, con su continuo debilitamiento, vemos el resurgimiento de “elementos orientales”, es decir tendencias hacia un menor control sobre las masas, lo que alimenta estallidos espontáneos de la lucha de clases, fuera de los canales históricos del movimiento obrero y del movimiento social, al que el Estado responde con una brutal represión. Las revueltas en los barrios obreros del verano de 2023 o el movimiento de los chalecos amarillos fueron ejemplos vivos de estas tendencias. Si este último no pudo lograr su objetivo de forzar la dimisión de Macron debido a su falta de estructura y su incapacidad de extenderse al ámbito de la producción, el miedo que despertó en la clase dominante permanece siempre presente, al igual que su “espectro” en el movimiento de masas. La idea de que un movimiento de esta naturaleza, combinado con la fuerza de los millones de trabajadores que se movilizaron por las pensiones, sería imparable para el gobierno es fácilmente comprensible y explica la referencia recurrente a la necesidad de un "regreso de los chalecos amarillos".
En este marco general, caracterizado por la posibilidad de explosiones sociales radicales, la ausencia de una mayoría en el Parlamento tras las dos últimas elecciones legislativas, que aceleraron la crisis política en lugar de resolverla, da cuenta cada vez más de la disfuncionalidad de los mecanismos que hicieron posible garantizar una fuerte estabilidad al régimen a pesar de la lucha de clases [11]. El nombramiento del gobierno de Barnier, que en la Asamblea se basa en una coalición entre el grupo macronista (EPR) y Los Republicanos (LR), así como en el apoyo de hecho de RN, no ha resuelto en modo alguno el problema, como lo demuestran las divisiones y el espectáculo caótico de los debates sobre el presupuesto en la Asamblea. Ciertamente, al igual que sus predecesores, el gobierno puede apoyarse en los mecanismos antidemocráticos del régimen (Senado, Comisiones Mixtas, artículo 49-3) para aprobar su presupuesto. Sin embargo, como ha demostrado la reforma de las pensiones, utilizar una herramienta como el artículo 49-3 de la Constitución imponiendo medidas por decreto es costoso y puede empeorar la crisis política, socavando la credibilidad de quienes deciden utilizar ese mecanismo. Al mismo tiempo, Barnier busca mostrar algunas concesiones a las burocracias sindicales para mantenerlas dentro del diálogo social. Pero también en este caso su margen de maniobra se ve limitado por la crisis económica, en una situación nacional e internacional tensa. Además, sigue a merced de las estrategias de las fuerzas políticas que lo apoyan, empezando por RN. Esta situación amenaza con abrir el camino a la parálisis en cuestiones esenciales para la burguesía francesa, mientras que una marcada ingobernabilidad en los próximos meses podría acelerar rápidamente el desgaste del régimen.
Una cosa es segura, si la clase obrera no busca influir activamente en la situación y romper con la actitud de los dirigentes sindicales, que se negaron a enfrentarse al régimen en el momento en que Macron utilizó el artículo constitucional 49-3 para hacer pasar la reforma de las pensiones, lo que llevó a la derrota del movimiento y la contraofensiva que siguió, la situación estancada de la actualidad se terminará resolviendo a favor de las clases dominantes. Dará lugar a un intento de fortalecimiento bonapartista, dando un salto en la movilización del aparato represivo del Estado y de los mecanismos institucionales antidemocráticos para gobernar. Para ello se oponen actualmente varias “fórmulas políticas”. A pesar del centro de gravedad muy derechista del gobierno, la perspectiva de reconstituir un “bloque de centro”, una especie de macronismo 2.0, sigue apareciendo como un horizonte para figuras como el ex primer ministro Gabriel Attal o, más a la derecha, el ex ministro del Interior Gérald Darmanin, que pide por volver a colocar la lucha contra las desigualdades y la discriminación en el centro del discurso del “bloque de centro”. Al mismo tiempo, también está sobre la mesa una opción centrada en la reconstrucción de un “bloque de derecha”, con la idea de imitar las políticas de Sarkozy en 2007, que le permitieron captar parte del electorado del por entonces Frente Nacional (FN) de Le Pen [hoy rebautizado RN]. El actual ministro del Interior, Bruno Retailleau, proveniente de la extrema derecha, encarna esta lógica, pero también la podemos encontrar detrás de la figura del ex primer ministro macronista Édouard Philippe, que ha defendido en los últimos años la jubilación a los 66 años o la idea islamófoba de “un derecho y una organización específica de los musulmanes”.
La extrema derecha en la crisis del régimen
A falta de una solución de continuidad para el régimen, que dependería de que las fuerzas políticas actualmente en el poder reconfiguren sus alianzas e intenten ampliar su base social, la inestabilidad podría prolongarse. Los elementos disfuncionales actuales evocan a la Cuarta República, en la que los gobiernos tuvieron que:
Conciliar la búsqueda de un consenso político bastante amplio con una fuerte concentración de la actividad gubernamental y administrativa. (…) Debemos debatir muy ampliamente en las asambleas cuestiones que conciernen a sectores muy amplios de la población y limitar al máximo las polémicas relativas a cuestiones reales. Debemos dar la impresión de que la acción del poder está permanentemente controlada por los representantes electos de la nación y hacer casi imposible que las masas populares intervengan en el funcionamiento de los distintos órganos del Estado. (…) Esto explica por qué, en ausencia de una hegemonía política estable, basada en fuerzas seguras de sí mismas, la Cuarta República depende de los recursos y actos de equilibrio de la tercera fuerza. (…) El régimen, desde este punto de vista, cumple muy mal su papel de integración ideológica de las masas urbanas. Al mismo tiempo, no satisface realmente a la burguesía, que considera innecesariamente costosas las concesiones hechas a las clases medias (retraso en la concentración económica) y se irrita porque el funcionamiento del poder está sujeto a muchos altibajos (falta de continuidad, dificultad para seguir las orientaciones previamente decididas, etc.) [12].
Esta descripción de los problemas del régimen de la época tiene una fuerte resonancia con el estado de la Quinta República, privado de una mayoría absoluta. Por un lado, lo que allí se llama “burdelización” en la Asamblea, ligado a la ausencia de una mayoría real, despierta la preocupación de la burguesía, al ofrecer a las oposiciones un lugar desde donde hablar y hacen temer “concesiones” al mundo del trabajo, que entraría en conflicto con sus intereses. Al mismo tiempo, la decisión de Barnier de patear para adelante la utilización del mecanismo por decreto del artículo 49-3 lo más que se pueda recuerda las fragilidades del ejecutivo a pesar de las palancas a su disposición para resolver estos debates. Todo esto “irrita” a las clases dominantes y plantea el problema de qué futuro tiene toda esta operación para imponer las reformas neoliberales que piden. Al mismo tiempo, entre las masas populares aumenta la desconfianza hacia la clase política. Si esta situación se prolonga a largo plazo, no se puede descartar la hipótesis, menos que menos en el período actual, de un salto bonapartista que busque modificar radicalmente el equilibrio de poder. En 1958, la inestabilidad gubernamental y sobre todo la incapacidad para resolver la “cuestión argelina” acabaron dando lugar a un golpe militar, con un sector del ejército actuando como árbitro y llamando a De Gaulle al poder. Contra cualquier visión sindicalista o economicista de la crisis, el movimiento de masas debe ser consciente de que si no da una respuesta a la situación, es la burguesía la que lo hará. Esto muestra lo extremadamente peligrosa que es la actitud de los dirigentes sindicales, que esperan un regreso a la “normalidad” y aprovechan la crisis política para quedarse con algunas migajas.
Estos últimos años ya han estado marcados por un profundo endurecimiento del régimen, con una creciente movilización de los mecanismos bonapartistas en el terreno institucional (49-3, 47-1, consejos de defensa, disolución de la Asamblea, etc.), una proliferación de proyectos securitarios, autoritarios y xenófobos (ley antiterrorista de 2017, ley de asilo e inmigración, nuevo plan de aplicación de la ley, ley de seguridad global, ley de separatismo, ley de inmigración, etc.) y un salto en la represión violenta del movimiento obrero y del movimiento social. Tras una ola de represión sindical masiva luego de la batalla por las pensiones, el genocidio en Palestina fue un acelerador de estas dinámicas, abriendo el camino a una ofensiva contra los derechos democráticos sin precedentes en las últimas décadas, dirigida contra el derecho a manifestarse y a organizarse en las universidades, restableciendo una forma de “crimen de opinión” y judicializando directamente a figuras sindicales, políticas e intelectuales. La dura ofensiva xenófoba es la contraparte de estas dinámicas, y es parte de un endurecimiento europeo, donde los programas de los partidos del régimen convergen cada vez más con los históricamente llevados a cabo por la extrema derecha, como hemos visto en la alianza entre Giorgia Meloni, Von der Leyen y el establishment de la UE para endurecer las políticas migratorias. Esta convergencia se expresa en la centralidad otorgada a esta cuestión, pero también en la implementación de políticas brutales, ya sea la apertura de centros de detención en Albania o la financiación de fuerzas policiales y de vigilancia en las costas de Estados no pertenecientes a la UE para impedir que los migrantes crucen el Mediterráneo.
Esta observación plantea el problema del papel de RN, que ha ampliado y consolidado enormemente su base electoral en los últimos años, al tiempo que ha profundizado su aggiornamento neoliberal. El revuelo que suscitó la perspectiva de su victoria en las elecciones legislativas anticipadas demostró que la desconfianza hacia la extrema derecha no había desaparecido por completo, incluso entre las clases dominantes. Como señalamos anteriormente, está relacionado sobre todo con:
La percepción de amateurismo de la extrema derecha, cuya relación todavía se considera demasiado demagógica con su base popular a pesar de un claro aggiornamento neoliberal (ver el escándalo causado por la voluntad de RN de derogar la reforma de las pensiones), pero sobre todo frente a las tensiones explosivas que su llegada al poder podría generar en el país. (Révolution Permanente, "La crise politique, la Vème République et la politique des révolutionnaires". 24/9/2024)
En este contexto, la prioridad de la dirección de RN sigue siendo aprovechar la crisis política para multiplicar las promesas de seriedad y responsabilidad hacia la burguesía y tratar de fortalecer su integración al régimen.
Esta postura, que pretende ser “constructiva”, no deja de generar contradicciones dentro del partido. Es lo que demuestra la distancia que hay entre las enmiendas al presupuesto defendidas por los diputados de RN en comisión y la columna de opinión ultraneoliberal publicada por Jordan Bardella en Le Figaro, donde el príncipe heredero de Marine Le Pen pide “liberar las limitaciones que pesan sobre el crecimiento, modernizar nuestra economía, volver a encontrar el camino de la potencia productiva”, defendiendo la necesidad de reformas estructurales para hacer frente al déficit y dirigiendo un guiño a la patronal lamentando “que en el debate presupuestario la atención actual se centra casi exclusivamente en aumentar y crear impuestos”. Si el perfil más “populista” de Le Pen funciona en tándem con el perfil más “liberal” de Bardella, esta tensión podría generar en última instancia contradicciones frente a la base popular de la extrema derecha, que han obtenido gracias a su programa racista pero también a su “retórica social” y de oposición al macronismo. Al mismo tiempo, estos elementos subrayan hasta qué punto, si “la llegada al poder de RN significaría una profundización de las políticas autoritarias y racistas que ya se han endurecido en los últimos años, con consecuencias inmediatas para los extranjeros y los sectores minorizados”, un gobierno de extrema derecha sería de la misma naturaleza que las otras variantes bonapartistas de las que dispone el régimen para afrontar la crisis actual.
Esta observación subraya el camino sin salida de las lógicas del “mal menor” y del “frente republicano”, que han desempeñado un papel central en el impulso y el mantenimiento del macronismo en el poder desde 2017, sin lograr hacer retroceder a la extrema derecha, cuya influencia ha aumentado constantemente, impulsada por el rumbo autoritario y racista del régimen.
La actualidad de la centralidad estratégica del proletariado a la luz de la experiencia macronista
El macronismo puso en movimiento a la mayoría de los sectores de nuestra clase, como parte de un ciclo de luchas abierto bajo el gobierno de Hollande. Como destacamos a finales de 2022:
Hemos podido observar cómo se han encadenado movilizaciones de prácticamente casi todos los sectores de trabajadores, pero de forma dispersa y desincronizada: Los grandes bastiones del sector privado y la juventud en 2016; los ferroviarios y el sector público en 2018; los sectores pauperizados de la Francia periférica/semiurbana con los Chalecos Amarillos; los trabajadores de transportes en 2019 por las pensiones; numerosas empresas del sector privado en el marco de las luchas contra los despidos y por los salarios a partir del final del primer confinamiento en 2020. Movilizaciones obreras a las que hay que añadir las acciones de la juventud, secundaria y universitaria, movilizada en sus centros de estudio y en las calles por el clima, contra las violencias sexistas, por los derechos LGTB o contra el racismo y las violencias policiales. (Révolution Permanente, "Francia: bases políticas para una nueva organización revolucionaria".
Estas movilizaciones, a las que hay que sumar importantes luchas locales por los servicios públicos, como las numerosas movilizaciones de los trabajadores de la salud contra el cierre de los servicios de emergencia o la de los docentes de Seine-Saint-Denis en defensa de la educación en 2024, han hecho que la clase trabajadora sea, junto a sus aliados, la opositora número uno del macronismo desde hace siete años. Ya en 2014, en La classe ouvrière en France : mythes et réalités, subrayábamos que en el sentido “inclusivo” del término, es decir, de abarcar a todos aquellos que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo y no participan en el cadena de mando del capital, la clase obrera es mayoritaria en Francia. Las movilizaciones que siguieron expresaron este peso objetivo del mundo del trabajo en Francia, y su existencia como tema de lucha, a un nivel alcanzado en ningún otro país capitalista avanzado en los últimos años. A pesar de este dinamismo, la clase trabajadora, sin embargo, continúa siendo ignorada como sujeto en los debates políticos e intelectuales, ligado a la dificultad de estas movilizaciones para lograr victorias y a la desintegración de los elementos de unidad de clase fuera de los momentos calientes de la lucha.
Sin embargo, debemos leer este ciclo no como una serie de acciones independientes entre sí sino como un proceso de luchas de clases durante el cual las masas experimentan e intentan aprender lecciones estratégicas a pesar de su dirección. Este es el tipo de proceso que Rosa Luxemburg llamó “huelga de masas”. En Huelga de masas, partido y sindicatos [13], de 1906, describe cómo las masas rusas aprendieron a lo largo de las luchas que van desde las huelgas de San Petersburgo de 1896 hasta la revolución de 1905, incluyendo la huelga de Batum de 1902, las numerosas huelgas de 1903-1904 y la huelga de Bakú en 1904. En lugar de abordar cada una de estas movilizaciones como una lucha parcial, nos invita a ver la sucesión de luchas como un proceso de aprendizaje continuo. De la misma manera, podemos leer el ciclo de las luchas de clases desde 2016 como la búsqueda, a tientas y tortuosa, por parte de las masas de una solución estratégica a la crisis. Sin embargo, hay que subrayar al mismo tiempo que las burocracias sindicales y la izquierda institucional contribuyen a trastocar el balance de cada una de estas experiencias, en particular negándose a reconocer la vía muerta de estrategias claramente incapaces de lograr victorias en el período actual.
En 2016, en la lucha contra la Ley de Trabajo, se expresó cierto hastío por las manifestaciones rutinarias y vimos la aparición de marchas más radicalizadas compuestas por un número considerable de personas. Al mismo tiempo se expresó una forma de anticapitalismo difuso, formas de manifestarse como “Nuit Debout”, que atrajeron a jóvenes pero también a sectores obreros y sindicalistas, demostraron la voluntad de no limitarse a jornadas de acciones aisladas. El rechazo a estas jornadas rutinarias y pacíficas de protesta obligó a la burocracia sindical en 2018, durante la batalla ferroviaria, a cambiar de método y proponer un calendario de “trabajo a reglamento”, una estrategia que terminaría resultando ineficaz y llevando a la derrota. La explosión de bronca de los chalecos amarillos, por su parte, puso en movimiento a un sector de trabajadores periférico y menos sindicalizado, en torno a métodos de ocupación de rotondas y enfrentamientos. Los dirigentes sindicales les dieron la espalda, llegando incluso a condenar la revuelta en su momento más fuerte, en diciembre de 2018. A pesar de la falta de estructuración y estrategia, esta revuelta hizo vacilar el poder, incluso al resistir la represión violenta y radicalizarse, antes de agotarse después de varios meses. Su estado de ánimo, sin embargo, afectó a sectores obreros más concentrados, como lo demuestra la batalla contra el sistema de jubilación por puntos que quería implementar Macron en 2019. Los huelguistas del transporte parisino RATP encarnaban el sector que más habían tomado los métodos de los “chalecos amarillos” por excelencia, imponiendo a la dirección sindical la huelga indefinida a partir del 5 de diciembre de 2019, que llevaron a cabo durante 2 meses junto a los trabajadores ferroviarios (SNCF). Gracias a la coordinación RATP-SNCF, los huelguistas lograron incluso rechazar la tregua navideña que la dirección sindical pretendía imponer.
La pandemia de Covid, que volvió a poner de relieve a gran escala el papel de los trabajadores en la sociedad, marcó una pausa en este ciclo, pero despertó muy rápidamente a otros sectores. En las industrias aeronáutica y automotriz, muchas fábricas lucharon por el cierre temporal de actividades no esenciales y luego contra los despidos. La inflación de 2021, un fenómeno nuevo en 40 años, provocó una ola de huelgas en empresas no acostumbradas a este modo de acción, ya fuera en sectores más precarios del sector privado o en industrias de producción de maquinaria. En octubre de 2022, la huelga nacional de los petroleros por salarios sacudió al gobierno, generó un amplio apoyo a pesar de estar encabezada por un sector de la aristocracia obrera y planteó en el panorama la perspectiva de un movimiento general por los salarios. Finalmente, hubo que esperar hasta enero de 2023 para que se forjara ese “todos juntos”, ya no en torno a los salarios sino por la batalla contra la reforma de las pensiones.
Reuniendo hasta 3 millones de manifestantes de una manera sin precedentes en el país, generando manifestaciones en todo el territorio, la movilización más masiva de las últimas décadas estuvo marcada por una fuerte presencia de la clase trabajadora y una tendencia, aún embrionaria, a la unidad de sus diferentes sectores. Rechazada por el 96% de los trabajadores, la reforma de las pensiones fue el catalizador de una bronca muy extendida, alimentada por la pandemia de Covid, la inflación y un sentimiento más amplio de rechazo a la explotación capitalista, lo que hace que la perspectiva de trabajar dos años más sea inaceptable. Esta bronca generalizada empujó a la dirección sindical a unirse como Intersindical para convocar a la movilización, en tanto que, unos meses antes, la base de la central sindical CFDT había expresado internamente su voluntad de rechazar todo aplazamiento de la edad de jubilación. Si este arco de fuerzas alimentó la masividad, su estrategia limitó muy rápidamente el potencial del movimiento, hasta el punto de conducirlo a la derrota.
La derrota y el revanchismo patronal, así como la abierta situación reaccionaria con la brutal represión del apoyo a Palestina desde el 7 de octubre de 2023, han puesto a los trabajadores a la defensiva. Sin embargo, incluso en este período vimos resistencias victoriosas, como la de Neuhauser contra la represión sindical. Al mismo tiempo, continuaron agudos procesos de lucha de clases, especialmente en Kanaky pero también en Martinica. Asimismo, las luchas victoriosas de los huelguistas de Onet o de Ibis Batignolles, o la lucha de los trabajadores de Emaús, demostraron que ni siquiera los sectores más precarios estaban condenados al desamparo y a la pasividad. Todo esto pone de relieve cómo el problema de los trabajadores no es que les falte combatividad o un “repertorio de acción” adaptado a la situación, sino la ausencia de una estrategia hegemónica que permita pasar de una multitud de luchas defensivas al enfrentamiento con el plan de conjunto de la burguesía, que quiere imponer una regresión generalizada en el mundo del trabajo. Sin embargo, esta es la única manera de lograr que triunfen nuestras demandas, en una etapa del capitalismo en la que se niega incluso a conceder migajas. Si bien la dirección de la central sindical CGT parece creer que es posible volver al compromiso de antaño, la crisis del capitalismo europeo y francés y la radicalización de la burguesía después de la crisis de 2008 hacen más relevante que nunca la idea de que, en una época de crisis como la nuestra, “las reformas sociales son solo los subproductos de la lucha revolucionaria” y “los capitalistas solo pueden ceder algo a los trabajadores si se ven amenazados con el peligro de perderlo todo” [14]. Esta idea, fácil de entender, precisamente los “representantes” oficiales del movimiento obrero están tratando de esconderla debajo de la alfombra.
Sindicalismo, burocracias y el desafío de una política independiente del Estado
Las burocracias sindicales concluyeron que la derrota de las pensiones se debía, sobre todo, a que Macron estaba demasiado radicalizado, y la dirección de la CGT o de Solidaires explicó que “en otros tiempos y con otros poderes políticos, la movilización podría haber sido suficiente”. Al mismo tiempo, para justificar su estrategia de presión, sostenida durante todo el movimiento, explicaron que los trabajadores no habían querido bloquear el país. “El 7 de marzo de 2023, sobre la cuestión crucial de las pensiones, en la que los empleados estaban muy movilizados y que les afecta directamente, llamamos a generalizar la huelga general, a paralizar Francia... No funcionó”, señaló un integrante de la dirección de la CGT a finales de agosto a Mediapart. Una historia que oculta el hecho de que, frente a un poder verdaderamente radicalizado, la Intersindical nunca rompió con la estrategia de jornadas aisladas, impotentes para bloquear realmente el país y percibidas de esa manera por muchos trabajadores. Como recuerda el sociólogo Karel Yon en un artículo reciente sobre la evaluación de la dirección sindical, “Bernard Thibaut no dijo nada más en 2010 [15]”, tras la derrota de la batalla por las pensiones, también llevada a cabo bajo la dirección de una asociación intersindical amplia. “La repetición de las mismas conclusiones con más de diez años de diferencia sugiere un problema. Lejos de acumular fuerzas de una batalla a otra, el sindicalismo más bien da la impresión de agotarse”, concluye.
Esta evaluación expresa efectivamente un “agotamiento”: el de un sindicalismo en manos de burocracias sindicales reformistas, profundamente adaptadas a su papel institucional, que aumentó ligado al creciente control estatal de las organizaciones del movimiento obrero a lo largo del siglo XX. Si la burguesía intentó integrar los sindicatos en el Estado tan pronto como fueron legalizados en 1884, esta integración no se hizo realidad hasta la Primera Guerra Mundial, cuando las direcciones sindicales se sumaron a la “Unión Sagrada”. Luego se profundizó en el período de entreguerras, con el reconocimiento de los convenios colectivos, el derecho de sindicalización concedido a los trabajadores estatales en la década de 1920 o la creación de delegados de personal sin poderes vinculantes en 1936, luego de la Segunda Guerra Mundial bajo direcciones estrechamente vinculadas a la CGT y al PCF. Al coescribir con la burguesía el programa del Consejo Nacional de la Resistencia (CNR), las burocracias sindicales participan luego en la creación de comités de empresa (puramente consultivos) y el derecho de sindicalización se encuentra legitimado por las instituciones, con su reconocimiento en la Constitución de 1946 y luego en la de 1958, limitándose a un contrapoder de resistencia a los aspectos más autoritarios o ilegales de los empresarios. Esta integración en el Estado se produce al mismo tiempo a través de los distintos organismos de gestión conjunta que se crean durante este período (protección social, seguro de desempleo, pensiones, etc.). Hasta el final de los “Treinta Años Gloriosos”, esta integración no excluyó numerosas huelgas, en el marco de lo que Stéphane Sirot llama “regulación por conflicto”, es decir, la existencia de huelgas controladas, incluso teatralizadas, encaminadas a obtener un compromiso.
A partir de la década de 1980, el sindicalismo experimentó una doble dinámica de declive, particularmente en sus bastiones industriales, y de aceleración de su institucionalización. Para debilitar la capacidad del sindicalismo de “constituir la clase”, el miterrandismo presionó a favor de la descentralización y, por lo tanto, la despolitización del sindicalismo. La obligación de negociar y la posibilidad de desviarse de la ley mediante acuerdos por empresa surgió por primera vez con las leyes Auroux de 1982. Poco a poco, se iría imponiendo la negociación de acuerdos por empresa, concebidos como sustitutos de los conflictos sociales, reemplazando los “acuerdos de armisticio” del período anterior mientras las nociones de “diálogo social” e “interlocutores sociales” se iban volviendo cada vez más importantes. Estos mecanismos de institucionalización a nivel de empresa no impedían que la dirección sindical a nivel nacional se integrara cada vez más en el Estado, ya fuera a través de organizaciones como el CESE o de consultas recurrentes con el gobierno, obligatorias según ciertas leyes desde 2007. La especificidad del sindicalismo francés, cuyos medios financieros dependen más del Estado que de los aportes de sus afiliados, unida a la baja tasa de sindicalización, acentúa aún más su integración en el Estado.
En los últimos años, este sindicalismo moldeado por el neoliberalismo pero nostálgico del fordismo se ha enfrentado directamente a las contradicciones cada vez más agudas de la época. Desde 2008, los sindicatos han estado en el centro del salto en la degradación del “Estado ampliado” descrita anteriormente. Hollande, y luego el macronismo, si bien mantuvieron un elevado número de consultas en diferentes momentos, atacaron directamente al sindicalismo, ya sea a través de la Ley de Trabajo, las ordenanzas de 2017, la creación de los CSE, y trataron de ignorar cualquier compromiso con la dirección sindical, como lo ilustra el aprobación contundente de la reforma de las pensiones de 2023, rechazada por la CFDT. Esta política fue acompañada de una criminalización de parte del repertorio sindical y de un recurso creciente a medidas autoritarias, como hemos visto con la generalización de las requisas a los huelguistas, los juicios contra los trabajadores de la energía por las acciones de lucha de cortes de luz a empresarios y una represión sindical muy amplia, a nivel empresario y estatal. A pesar de estas ofensivas, las burocracias sindicales continuaron tratando constantemente de demostrar que seguían siendo un “socio” confiable del poder en el “diálogo social”. Sin embargo, frente al verticalismo macronista, expresión de las tendencias autoritarias más generales del período, esta estrategia se vuelve cada vez más utópica e impotente, como vimos en la batalla por las pensiones.
En un texto clave titulado “Los sindicatos en la era de la decadencia imperialista”, Trotsky reflejó esta profunda contradicción en 1940:
El capitalismo monopolista no se basa en la competencia y en la libre iniciativa privada sino en una dirección centralizada. Las camarillas capitalistas que encabezan los poderosos trusts, monopolios, bancas, etc. encaran la vida económica desde la misma perspectiva que lo hace el poder estatal, y a cada paso requiere su colaboración. A su vez los sindicatos de las ramas más importantes de la industria se ven privados de la posibilidad de aprovechar la competencia entre las distintas empresas. Deben enfrentar un adversario capitalista centralizado, íntimamente ligado al poder estatal. De ahí la necesidad que tienen los sindicatos -mientras se mantengan en una posición reformista, o sea de adaptación a la propiedad privada- de adaptarse al estado capitalista y de luchar por su cooperación. A los ojos de la burocracia sindical, la tarea principal es la de “liberar” al estado de sus ataduras capitalistas, de debilitar su dependencia de los monopolios y volcarlos a su favor. (...) Los burócratas hacen todo lo posible, en las palabras y en los hechos por demostrarle al estado “democrático” hasta que punto son indispensables y dignos de confianza en tiempos de paz, y especialmente en tiempos de guerra.
En la era de las cadenas globales de valor, las grandes multinacionales y la agudización de la competencia entre potencias, la adaptación de las direcciones sindicales al Estado nacional y sus incesantes intentos de inclinarlo a su lado se convierte más que nunca en una quimera. Las ridículas declaraciones de Sophie Binet, actual secretaria general de la CGT, tras la derrota de las pensiones, explicando que si no fuera Macron quien estuviera en el poder el movimiento habría ganado, reflejan esta impotencia. De hecho, la tendencia mundial es a que el capital exprese ferozmente, sin ningún complejo ni eufemismos, su relación con el Estado, encarnada recientemente por el intercambio entre Elon Musk y Donald Trump, felicitando este último al dueño de Tesla por haber despedido a trabajadores que estaban en huelga. En Francia, esta tendencia a la radicalización de los empresarios fue expresada por los dueños de Neuhauser-InVivo y su departamento de recursos humanos, abiertamente hostiles al sindicalismo y dispuestos a ignorar la ley con tal de intentar despedir a un sindicalista. La súplica dirigida por la secretaria general de la CGT al jefe de la central patronal MEDEF durante el último Festival de L’Humanité [16], evocando la lucha de Neuhauser al tiempo que saludaba una “victoria única, [que] no hemos visto en ningún otro lugar de Francia” antes de explicar que, para ella, “no es una buena manera de resolver los problemas” y, sobre todo, que esta victoria es una excepción porque normalmente “la discriminación sindical funciona porque ustedes tienen nuestras carreras profesionales y nuestras vidas en sus manos”, dan cuenta de esta discrepancia.
Esta falta de determinación, que reproduce derrota tras derrota, refuerza el escepticismo de una mayoría de sindicalistas. Esto es lo que se expresó durante la batalla por las pensiones, donde una gran mayoría pensó que era legítimo luchar pero imposible ganar. Puede incluso convertirse en desmoralización cuando los sindicatos se muestran incapaces de defender las conquistas de la clase y de sus propias organizaciones, como ocurrió con la represión de más de 1.000 sindicalistas de la CGT tras la batalla por las pensiones que no generó ninguna respuesta nacional a gran escala. Los giros electoralistas en nombre de “cortarle el camino” a la extrema derecha, como vimos con el apoyo de la CGT al Nuevo Frente Popular (NPF), que rápidamente dio paso a llamamientos al “diálogo social” y a intercambios cordiales con la MEDEF, sin impotentes para cambiar esta dinámica. Sobre todo porque, si determinados sectores estratégicos como la petroquímica, la energía o el ferrocarril y sus organizaciones (FNME-CGT, FNIC, CGT-Cheminots, SUD-Rail, etc.) han llevado a cabo huelgas reconductibles o indefinidas en los últimos años, este sindicalismo “combativo” o “de lucha de clases” no es suficiente para ofrecer una alternativa real a las burocracias de las grandes centrales sindicales debido a su corporativismo, que reduce su política a una versión “radical” de la estrategia de presión [17]. En el contexto de una mayor centralización que la guerra comercial, las tensiones geopolíticas, la creciente militarización y el recurso a la guerra impondrán a la sociedad, cualquier política sindical que no luche por la independencia de los sindicatos respecto del Estado está condenada a la total impotencia.
El fracaso del Nuevo Frente Popular y el camino sin salida que representa La Francia Insumisa en lo estratégico
Si el reformismo sindical ha sido un freno importante a la dinámica de la lucha de clases desde 2016, su traducción política también ha frenado la capacidad del movimiento de masas para dar un giro en términos de confrontación con el régimen y los patrones. La rehabilitación del Partido Socialista durante las últimas elecciones legislativas ilustra claramente esta paradoja. El movimiento contra la Ley de Trabajo había sido un momento de ruptura de grandes sectores del “pueblo de izquierda”, y en particular de sectores obreros, con el PS, en torno al lema “PS nunca más”, lo que llevó a su casi “pasokización” [18]. Sin embargo, el partido logró recuperarse, primero en 2022, en el marco de la alianza NUPES, a pesar de su 1,7% en las elecciones presidenciales, antes de fortalecerse considerablemente en 2024 gracias al NFP, que llegó incluso a candidatear a François Hollande, arquitecto de un gobierno neoliberal, antiobrero, imperialista, racista y autoritario. LFI, que era entonces la organización hegemónica de la izquierda y estaba en una posición fuerte para reorganizar este espacio político, demostró así su dependencia de los social-liberales. Mientras buscaba mantener el diálogo con la vanguardia de las luchas de los últimos años y movilizar electoralmente a la juventud y a los barrios obreros, adoptando posiciones contra la islamofobia, la violencia policial o a favor de Palestina, el movimiento de Jean-Luc Mélenchon selló alianzas con el PS en base a concesiones programáticas llevando a no plantear la derogación de la Ley de Trabajo ni la vuelta a la jubilación a los 60 años, los despidos o la lucha contra la violencia policial, demostrando de paso que su programa de “ruptura” era permanentemente negociable en nombre del compromiso electoral. Esta política también permitió que el ala derecha del partido, en torno a Hollande y Glucksmann, regresara y disputara el liderazgo de la izquierda en torno a un proyecto anti-Mélenchon.
Si bien LFI se presenta como un proyecto de izquierda radical que rompe con Hollande, esta paradoja ilustra claramente la vía muerta de su proyecto, inseparable de su estrategia. Sintetizando sus ideas, recuerda Jean-Luc Mélenchon en “¡Hagámoslo mejor!” que para él ningún “cambio radical en el orden político y económico” puede “tener significado alguno fuera de una voluntad colectiva explícitamente formulada en formas democráticas. Convicción democrática, las elecciones son la forma necesaria de movilización política capaz de invertir el curso de las cosas no solo mediante la conquista del poder político sino mediante la participación popular que debe construirse y luego mantenerse”. Las posiciones a veces valientes adoptadas por LFI, que han dado lugar a importantes ofensivas contra el movimiento, contrastan con su horizonte político, que sigue siendo estrictamente electoral e institucional. Por lo tanto, aunque LFI es capaz de criticar al régimen, se adapta constantemente al marco de la Quinta República, respetando sus pilares como el ejército, la industria militar y por supuesto sus instituciones, como lo demuestra la ausencia en el último período de cualquier campaña sobre las perspectivas ya extremadamente limitadas de una eventual “Sexta República”. Esta tendencia se ha acentuado con el peso creciente del grupo parlamentario rebelde y la conquista de bancas en el Parlamento (vicepresidencias, presidencia de la Comisión de Finanzas o de la Comisión de Asuntos Económicos), que se ha convertido en el centro de gravedad de la acción política del movimiento entre elecciones.
Esta oposición institucional puede haberse mostrado, en momentos de movilización, como una forma de ser correa de transmisión de las luchas al parlamento. Sin embargo, a medida que LFI se consolida, sus posiciones parlamentarias sirven cada vez más para demostrar su capacidad de gobernar y su seriedad, alimentando en el proceso, como en los debates sobre el presupuesto, la ilusión de que el Parlamento, dominado por la derecha y la extrema derecha, sería capaz de derrotar al ejecutivo. Si LFI ha logrado establecerse como una fuerza dinámica de izquierda, que atrae a sectores de la clase trabajadora y al movimiento obrero, el movimiento conduce a un doble callejón sin salida. Por un lado, en momentos de lucha, LFI no propone una orientación que permita avanzar en términos de relaciones de fuerzas, en el terreno de la lucha de clases, como vimos durante la batalla de las pensiones, cuando la principal propuesta de Mélenchon al movimiento obrero fue llamar a las burocracias sindicales a organizar una manifestación un sábado. Por otro lado, para aspirar a llegar al poder, el movimiento no puede proponer una ruptura real con el régimen y sus partidos. Esto explica la opción de poner en pie un “frente republicano” junto con el macronismo en las elecciones legislativas, guiados por la esperanza de romper el cordón sanitario en torno al LFI, que dio oxígeno al “bloque de centro”, o la búsqueda permanente de una vía de conciliación con el PS, incluso en un momento en el que estaba más en crisis que nunca. Estas decisiones políticas están totalmente en línea con la estrategia explícita de Mélenchon de oponer su “revolución ciudadana” a la revolución proletaria, asociada con lo que él llama la “vieja izquierda”. Como explica: “nuestra revolución consiste más en la recuperación de los medios de decisión política que en la propiedad de los medios de producción” [19]. Todos estos elementos hacen de LFI un obstáculo para que el movimiento de masas complete su ruptura con la Quinta República y sus partidos, y se fije como objetivo atacar seriamente el poder patronal. En la década de 1930, Trotsky ya subrayaba, con respecto a la política de la SFIO [antecesora del actual PS] y del PCF, que llevaban “su oposición al límite suficiente para exasperar a la burguesía, para movilizar las fuerzas de la reacción (...) pero perfectamente insuficiente para la movilización revolucionaria del proletariado”, concluyendo: “es como provocar al enemigo de clase solo por placer, sin dar nada a la propia clase. Es un camino seguro, y el más corto, hacia la ruina” (“Diario del exilio”, en Trotsky, ¿Adónde va Francia? / Diario del exilio, Buenos Aires, Ediciones IPS-CEIP, 2013). La política de LFI está marcada por la misma contradicción, amplificada por su total exterioridad respecto al movimiento obrero.
Estos límites se expresan a nivel organizacional. Después del entusiasmo de la campaña legislativa, el NFP se estanca y se enfrenta a una vía muerta en lo político y a la incapacidad de fomentar una dinámica activista, poniendo de relieve los límites de esta política de conciliación de clases para construir una alternativa sólida y duradera a RN, como señalamos en junio, cuando esta observación iba muy en contra de la corriente. Desde la propia LFI, en julio pasado, algunos de sus intelectuales señalaron que “el movimiento está decayendo, como lo demuestra la incapacidad de iniciar una dinámica de ampliación acumulativa. El anclaje en diferentes movimientos se materializa en figuras que funcionan como símbolos, pero no en la estructuración concreta. (…) Al no existir la posibilidad de influir en el destino del movimiento, el cuerpo militante se infantiliza y las fuerzas activas se retiran” [20]. Dos académicos, observadores de LFI, señalaron recientemente:
LFI es un "partido acordeón". Despliega su atractivo militante durante las elecciones presidenciales. (…) Pero lucha por retener a los activistas después del ciclo presidencial al que sigue una fuerte desmovilización militante en la base. Los líderes del partido toleraron un bajo compromiso entre las elecciones presidenciales, por un lado porque dependen de las redes sociales, los medios de comunicación y la plataforma parlamentaria, pero también porque los activistas, más comprometidos de manera sostenible, a menudo son portadores de expectativas democráticas y recompensas simbólicas que los líderes del movimiento no está dispuestos a satisfacer [21].
La consolidación de una operación basada en un núcleo de dirigentes cooptados por Jean-Luc Mélenchon, aunque señalada desde hace años desde el seno de LFI, atestigua el anclaje de esta lógica, que es la contrapartida del proyecto de construcción de una máquina de conseguir que “el pueblo” vote en lugar de ser una herramienta política para los trabajadores y las clases populares. “Es un movimiento. No queremos ser un partido. El partido es la herramienta de clase. El movimiento es la forma organizada del pueblo”, asumió en este sentido Jean-Luc Mélenchon en 2017, en el momento de la creación de LFI. Este diseño organizativo convierte a los diputados en “líderes locales del partido”, en torno a quienes se estructura la actividad. Estos últimos están al mismo tiempo subordinados a los deseos de la dirección central no controlada por la base y capaz de operar con un burocratismo brutal, como vimos con las purgas en el momento de las elecciones legislativas.
Este tipo de estructura, sobre todo, no prepara para momentos de reveses y de radicalización de las clases dominantes, y atestigua la esperanza de un crecimiento electoral pacífico, sin rupturas. A diferencia del reformismo clásico, cuyo respeto a la oposición entre “política” y “sindicato” iba acompañado de una intervención en ambos terrenos y un trabajo para organizar la clase, el neorreformismo del LFI esencialmente construye posiciones parlamentarias, un movimiento “gaseoso” y una influencia política e ideológica, reforzada durante dos años por su trabajo intelectual en torno al Instituto La Boétie. De hecho, la concepción “populista de izquierda” de la política convierte al líder populista en la base central de la unificación de un pueblo heterogéneo, concebido sobre todo como una “masa de maniobra” electoral, y encuentra en la democracia burguesa el marco insuperable para su acción. Recientemente, las implicaciones de esta lógica se han expresado en el desinterés, cada vez más asumido por el LFI, por la idea de una unificación de las clases populares y una batalla contra la creciente influencia de RN sobre el proletariado. Explicando, por ejemplo, que “no hay gente enfadada que no sea fascista, son fascistas estén enfadados o no y, ante todo, racistas”, Mélenchon presenta ahora periódicamente la creciente adhesión de sectores del proletariado a las ideas de la extrema derecha como un problema insoluble en el futuro inmediato, y exige que se dé prioridad al fortalecimiento de su actual base social acercándose a quienes se abstienen de votar. Bajo el pretexto de una crítica legítima a la desaparición de la importancia del antirracismo en la lucha contra la extrema derecha por parte de figuras políticas como Ruffin, este enfoque expresa sobre todo una lógica enteramente electoralista e inmediatista, que elude problemas enormes, como el creciente ascendiente por parte de la extrema derecha sobre las clases trabajadoras y, en última instancia, la confianza en que un accidente electoral les permita conquistar el poder.
Una estrategia para que el proletariado se convierta en sujeto hegemónico
El ciclo de lucha de clases abierto desde 2016 ha demostrado que el proletariado, en toda su diversidad, ha sido el principal opositor a los planes neoliberales y antiobreros del gobierno. Sin embargo, para vencer, la clase obrera no puede simplemente luchar, debe unir sus fuerzas, reconocerse como clase y asumir el papel dirigente de todas las masas populares y oprimidas, construyendo organizaciones que le permitan, en la lucha y a más largo plazo, acumular fuerzas para prepararse para pasar a la ofensiva. Las estrategias de los reformistas sindicales y políticos son un obstáculo para dar ese salto subjetivo. Mientras que los primeros se niegan a hacer de las luchas el terreno de la política de clase, volviéndolas inofensivas con sus estrategias de presión sobre las instituciones, más o menos radicales, los segundos proponen una política que puede parecer más radical en el discurso, pero que en última instancia subordina las movilizaciones a la actividad parlamentaria y electoral de un aparato que pretende hacerse de un lugar en las propias instituciones. En ambos casos, y de forma complementaria, estos planteos se oponen a trabajar por forjar al proletariado como clase hegemónica, que se ponga a la cabeza de la lucha de todos los oprimidos y explotados. En Su moral y la nuestra, Trotsky resume los elementos “político-morales” –no en el sentido de moral burguesa, abstracta, desconectada del movimiento real de la lucha de clases, sino en el sentido de los principios que deben guiar una acción revolucionaria– que fundamentan una estrategia radicalmente distinta. Implica rechazar
procedimientos y métodos indignos que alzan a una parte de la clase obrera contra otras; o que intentan hacer feliz a las masas sin su propio concurso; o que reducen la confianza de las masas en ellas mismas y en su organización, sustituyendo tal cosa por la adoración de los “jefes”. Por encima de todo, irreductiblemente, la moral revolucionaria condena el servilismo para con la burguesía y la altanería para con los trabajadores, es decir, uno de los rasgos más hondos de la mentalidad de los pedantes y moralistas pequeñoburgueses.
y orientarse con una brújula que ponga en el centro los valores y los “medios” que
que acrecientan la cohesión revolucionaria del proletariado, inflaman su alma con un odio implacable contra la opresión, le enseñan a despreciar la moral oficial y a sus súbditos demócratas, lo impregnan con la conciencia de su misión histórica, aumentan su bravura y su abnegación en la lucha.
Estos factores “ético-políticos”, tomando prestada una noción de Gramsci, son esenciales para la formación de la conciencia de clase.
Contrariamente a lo que piensan las burocracias sindicales, que culpan a los trabajadores de la derrota en la batalla de las jubilaciones porque no avanzaron hacia una huelga general por su cuenta, o las fuerzas que, como la LFI, convierten a los trabajadores y a las clases populares en una masa de maniobra al servicio de sus ambiciones electorales, creemos que son las perspectivas propuestas a los trabajadores las que no están a la altura del nivel de conciencia expresado en el movimiento de masas en los últimos años, cualesquiera que sean sus límites y contradicciones. Evidentemente, la “crisis de subjetividad” del proletariado sigue siendo una realidad. El estalinismo y la ofensiva ideológica de las últimas décadas han hecho estragos en este terreno, y el horizonte de la revolución socialista ha desaparecido momentáneamente a los ojos de las masas populares. Pero en Francia desde 2016 hemos asistido al despliegue de una agenda de lucha de clases sin un equivalente en los países capitalistas avanzados. Aunque no ha obtenido victorias decisivas, puso de manifiesto una tendencia de las masas a intervenir directamente en los acontecimientos históricos. La cuestión entonces es saber cómo construir una izquierda anticapitalista, comunista, que esté a la altura y contribuya a armar al proletariado con una estrategia revolucionaria.
Una izquierda de este tipo necesita hacer balance del rico ciclo de lucha de clases de los últimos años. Sobre este punto, en nuestro primer balance tras la lucha de las jubilaciones, ya destacábamos hasta qué punto el movimiento obrero y los diversos sectores del movimiento social habían descuidado la discusión táctica y estratégica en los últimos años, señalando que
es necesario que la vanguardia dé mayor importancia a la discusión de estas cuestiones clave, y no solo a las necesidades inmediatas de la lucha. Mientras las burocracias obreras, de hecho, agentes de la V República a la que se niegan a cuestionar, son el factor más conservador de la situación, las luchas feministas, antirracistas, ecologistas, antifascistas y otras, que se han caracterizado por una cierta vitalidad en los últimos años, siguen sin tener un horizonte estratégico. Tras la canalización, el desvío y la derrota del auge revolucionario de los “años 68”, los movimientos sociales han ido relegando progresivamente la perspectiva de la destrucción del aparato capitalista y estatal y la reflexión sobre los medios necesarios para lograrlo (organización, uso de la fuerza, toma del poder, etc.), como si la revolución ya no formara parte de sus objetivos de lucha. Sin plantear de nuevo el problema de la ruptura con el capitalismo, y todo lo que ello implica, no podremos salir de una postura defensiva.
En concreto, esto significa abordar problemas tan diversos como la coordinación de los sectores en lucha, los frentes únicos y los programas para construirlos, las alianzas entre el movimiento obrero y los movimientos contra la opresión o la crisis climática, la autoorganización y la lucha por darles una orientación independiente, inseparable a su vez de la construcción de un partido revolucionario.
En los últimos años, con Révolution Permanente, hemos llevado a cabo experimentos a escala nuestra que han tratado de imprimir otro tipo de lógica en el movimiento obrero, buscando reflexionar en tiempo real sobre las cuestiones en juego en cada una de las grandes luchas en curso, y defender consignas e iniciativas que procuren una política de independencia de clase, que permite ir más allá del marco impuesto por las burocracias. En noviembre-diciembre de 2018, el Pôle Saint-Lazare impulsado por los ferroviarios de la Gare du Nord y el Comité Adama fueron un intento de encarnar, a pequeña escala, la posibilidad de una alianza estratégica entre el movimiento obrero, los barrios populares y los Chalecos Amarillos. En 2019-2020, la Coordinadora RATP-SNCF en el marco de la primera batalla de las jubilaciones fue una herramienta para vincular desde abajo a los trabajadores de los depósitos de ómnibus, de las líneas de subterráneos y de las estaciones de París, estuvieran sindicalizados o no, decididos a ir más allá del plan de las direcciones sindicales. La Coordinadora permitió mantener la huelga renovable y evitar una tregua navideña que podría haber resultado fatal para la movilización, desempeñando un papel importante en la cohesión y consolidación de la vanguardia del transporte parisino. En 2020, la huelga de Grandpuits contra el plan de Total de suprimir empleos y reconvertir la última refinería de la región de Île-de-France, dirigida por un comité de huelga, fue una escuela de autoorganización, pero también de alianza con el movimiento ecologista, contribuyendo a difundir la idea profundamente subversiva del “control obrero” como clave de una reorganización ecológica de la producción sobre las ruinas del capitalismo. En 2023, en la lucha por las jubilaciones, la Red por la Huelga General fue la principal portavoz de una estrategia alternativa a la de las burocracias sindicales, basada en el método de la huelga renovable, el llamado a la autoorganización, la ampliación de las reivindicaciones para incluir la cuestión de los salarios, así como la lucha contra la Ley de Inmigración, o incluso, a su nivel, hacerse cargo de la solidaridad frente a las requisas. En los periodos de paz, esa política se tradujo en una firme defensa de la independencia de clase, sobre todo en el contexto de las elecciones, oponiéndose abiertamente a la lógica del mal menor, que lleva a elegir entre la peste y el cólera, y a políticas de conciliación de clases como el NFP (Nuevo Frente Popular), que permitió rehabilitar al Partido Socialista en la izquierda.
Todas estas experiencias y orientaciones ponen en práctica elementos de lo que sería una política hegemónica para el proletariado. No se trata solo de ganar luchas, conquistar aliados o defender ciertos principios. También es una apuesta fundamental para la unificación del propio proletariado. Sin embargo, como señaló recientemente David Broder, la propia identidad de la “clase obrera” ha sido abandonada en gran medida por la izquierda y, en varios países, la derecha y la extrema derecha se aprovecharon de esta identidad. A partir de una visión falsa y reaccionaria, la figura del “obrero” se pone en acción contra las huelgas, contra franjas enteras del proletariado, racializadas e inmigrantes (y en particular contra los más explotados, es decir, los trabajadores indocumentados y/o extranjeros), y contra las luchas contra la opresión. Sin embargo, “a la izquierda a menudo le cuesta responder a estas declaraciones, contentándose con insistir en que es mejor dirigir el enojo contra la clase dominante”, sin captar la potencia de la propia identidad de clase como palanca de unión de todos los sectores explotados. Esta constatación, que compartimos, se ve reforzada por la incapacidad de la izquierda de obtener victorias o de presentar un programa que rompa realmente la “resignación” frente a “procesos económicos contra los que no pensamos que se pueda luchar”, como lo describe Félicien Faury, lo que alimenta la competencia entre las diferentes franjas del proletariado por arrebatar algunas migajas.
En Francia, el abandono del discurso de clase por parte de La France Insoumise (LFI), principal fuerza política de la izquierda, se vio agravado por la incapacidad histórica de sus rivales trotskistas para ofrecer una alternativa real en este terreno. Mientras que el NPA (ahora NPA-A) liquidó estratégicamente la centralidad de la clase obrera por un programa que sitúa en el centro las “luchas” concebidas como una “suma de movimientos sociales”, Lutte ouvrière propone una visión “sindicalista” de la clase, en la que todas las cuestiones no directamente relacionadas con la explotación capitalista (en sentido estricto) son secundarias, o incluso podrían convertirse en factores de división del proletariado. Es una lógica que justifica el rechazo de LO a abordar cuestiones feministas, LGBTI, ecologistas o antirracistas. Estos planteamientos hacen imposible trabajar seriamente en la unificación de la clase, tarea que hoy va de la mano de la lucha contra las opresiones que la dividen, pero también hace imposible forjar representaciones de la clase acordes con la realidad contemporánea y las preocupaciones reales de la nueva generación de trabajadores. Eso es lo que está en juego en una estrategia hegemónica que pueda ayudar a la nueva generación de trabajadores a reconstruir su conciencia de clase y a reapropiarse de las experiencias, luchas y métodos del pasado. Esta conciencia no puede crearse en frío, tiene que desarrollarse mientras se lucha.
La huelga de Neuhauser contra el despido de Christian Porta, delegado sindical de la empresa, es un interesante ejemplo de ello. Uniendo huelgas, batallas legales, autoorganización, comités de apoyo, alianzas con ecologistas y un bombardeo mediático, el movimiento consiguió arrancar una improbable victoria a una multinacional decidida a hacer de todo por deshacerse de un trabajador militante. Atrajo a un gran número de trabajadores de la fábrica y obtuvo un amplio apoyo local, en una región en la que el RN está prosperando, lo que expresa la posibilidad de forjar contratendencias, en el terreno de la lucha de clases, al arraigo de la extrema derecha. Consolidar este tipo de experiencia significa trabajar políticamente hacia estas nuevas generaciones proletarias que no se ven a sí mismas como proletarios, sino como miembros de una “clase media” degradada o “precaria”. En este sentido, necesitamos reapropiarnos de las experiencias, luchas y modos de existencia de la clase en el pasado, en paralelo a actualizar lo que ella es hoy y crear representaciones que hagan visible esta nueva realidad. Esta lucha implica también la promoción de una perspectiva colectiva global, estructurada en torno a la clase obrera, la del comunismo. Puede ser un contrapeso esencial a la influencia ideológica del reformismo, pero también del “neoliberalismo popular”, que exalta los valores empresariales y ofrece a los trabajadores y a los jóvenes una ilusoria salida individualista a la crisis actual.
Un programa obrero para enfrentar la crisis
Por ser “político”, el trabajo para hacer del proletariado un sujeto hegemónico implica luchas programáticas que buscan dar forma a las aspiraciones de la clase, tendiendo un puente entre sus demandas inmediatas y el cuestionamiento a la explotación y a la propiedad privada capitalista. Aunque la LFI ha invertido enormemente en el terreno ideológico en los últimos años, su programa pretende resolver los problemas urgentes de la situación en el marco de los acuerdos con el régimen y las grandes empresas, sumándose en este terreno a los limitados programas de la burocracia sindical. Pero la clase obrera necesita un programa de acción serio para afrontar el próximo período, que no se detenga donde comienzan los imperativos dictados por las clases dominantes.
El actual plan de austeridad es un emblema de la necesidad de ir más allá de lo aceptable para los capitalistas. Mientras ellos piden compensar el déficit con ataques brutales a los trabajadores, las clases populares y los jóvenes, es necesario que nos neguemos claramente a pagar su deuda. El presupuesto de Barnier empeorará la vida cotidiana de millones de trabajadores erosionando muchos derechos, socavando los servicios públicos, aumentando el desempleo y encareciendo el costo de la vida. Frente a los regalos para la patronal, a la escalada de un militarismo que no conoce la austeridad y al reforzamiento de la policía, la clase obrera debe imponer sus propias prioridades: rechazar la más mínima ayuda a las grandes empresas, defender la financiación masiva de los servicios públicos y una seguridad social integral. Sin embargo, no basta con mejorar la financiación de los servicios públicos si la educación y la salud siguen en manos de las clases dominantes, quienes amenazan constantemente con privatizarlas y ya las tratan como empresas. En este sentido, es imperativo exigir que los servicios públicos estén bajo control de los trabajadores y usuarios, ya sea en la salud, la educación o el transporte, que deberían ser gratuitos.
Lo que es cierto para el presupuesto también lo es para las empresas. El desempleo y los despidos no son más que otra forma de hacer pagar la crisis de los capitalistas a los trabajadores. En los últimos meses hemos asistido a una serie de cierres de centros de trabajo: MA France, Vencorex, Steris, Michelin, etc. En los próximos meses y años, esta tendencia podría intensificarse, con importantes amenazas para empresas como Stellantis, lo que podría tener graves consecuencias para muchos fabricantes de equipos. Al tiempo que tratan de reestructurar sus actividades económicas, los empresarios utilizan estos despidos y cierres para presionar a la mano de obra. El salto al desempleo masivo presionará a la baja los salarios de toda la clase trabajadora. En este contexto, la lucha por la defensa del empleo concierne a todos los trabajadores, no solo a los directamente afectados por los despidos. Por lo tanto, debemos exigir la prohibición de los despidos y la contratación efectiva de todos los trabajadores precarios, con contratos de duración determinada y temporales. La única manera de garantizar esta prohibición es organizándose y luchando en el lugar de trabajo, exigiendo a los dirigentes sindicales que pasen de las denuncias impotentes a los actos. Esto significa romper el diálogo social que protege a un gobierno antiobrero y ponerse a la cabeza de una lucha nacional, empezando por coordinar a los trabajadores de las empresas y fábricas amenazadas con cierres y planes de despido.
En un momento en que los empresarios aumentan los ritmos de trabajo para algunos mientras despiden a otros, hay que vincular estas reivindicaciones a la lucha por el reparto del tiempo de trabajo para todos, sin pérdida de salario, para acabar con el desempleo. Por último, cuando los capitalistas amenazan con cerrar las fábricas, la nacionalización parcial o total, con indemnización o compra, no puede ser una solución. Equivale a socializar las pérdidas para privatizar las ganancias, imponiendo a los trabajadores condiciones en línea con las del sector privado y terminando, generalmente, en la privatización. Frente a este programa, defendemos la apropiación de la herramienta de producción, mediante la expropiación de las fábricas afectadas controlada por los trabajadores. Los obreros, sin los cuales ninguna fábrica puede funcionar, son mucho más capaces de dirigirlas que los capitalistas. El control obrero de las fábricas sería también una palanca para avanzar hacia una transformación ecológica de la economía, en alianza con el movimiento ecologista, en la perspectiva de una verdadera planificación, totalmente incompatible con dejar la economía en manos del gran capital.
Estos combates están estrechamente vinculados a la defensa de las condiciones de trabajo y salarios. En este sentido, en lugar de luchar a nivel de la empresa, donde la relación de fuerzas es más desfavorable, o de prometer grandes negociaciones con la patronal, como hace la izquierda institucional, hay que construir un gran movimiento nacional que no deje al margen a ningún sector. Este movimiento debería luchar por un aumento salarial de 400 euros para todos, un aumento del salario mínimo hasta 1800 euros netos, y un aumento de las prestaciones sociales y las jubilaciones, que se han visto erosionadas por la inflación en los últimos años, mientras las ganancias de las grandes empresas se han disparado. Nadie debería ganar menos que el salario mínimo revalorizado para vivir, y los salarios deberían estar indexados por inflación; estas medidas deben financiarse con las ganancias de los empresarios y los miles de millones que esconden en paraísos fiscales. Este combate está estrechamente vinculada a la lucha por la igualdad salarial entre hombres y mujeres, y también entre trabajadores franceses y extranjeros.
Los últimos años han demostrado hasta qué punto se profundizó el racismo de Estado en un contexto de crisis, y fue capitalizado por la extrema derecha. La lucha por la unidad de la clase obrera debe dar una importancia central a este problema, empezando por exigir la regularización de todos los inmigrantes sin papeles y reclamar la libertad de circulación y de instalación. En el mismo sentido, y dado el peso del colonialismo en Francia, cada vez más brutal con la decadencia del imperialismo, es fundamental defender claramente el derecho a la autodeterminación de los pueblos colonizados. A pesar de las sucesivas leyes, los departamentos y colectividades de “ultramar” siguen siendo territorios de segunda clase ocupados por Francia. Sus poblaciones locales históricas viven, trabajan o están condenadas al desempleo sin tener, en la práctica, los mismos derechos y condiciones que los trabajadores y las clases populares de Francia. Más que nunca, la lucha por el derecho a la autodeterminación, incluida la separación y la independencia, de las poblaciones canacas, guadalupeñas, martiniquesas, reunioneses, polinesias y guyanesas es una lucha de nuestra clase. Esta lucha exige el fin de todas las operaciones francesas en el extranjero y el cierre de todas las bases militares, pero también un apoyo más amplio a todos los pueblos oprimidos del planeta. Esto es particularmente cierto en el caso del pueblo palestino, que en la actualidad está sufriendo un genocidio en Gaza a manos de un Estado racista y colonial. Para nosotros, los derechos de los palestinos solo pueden garantizarse en el marco de un Estado único, laico, obrero y socialista, donde musulmanes, cristianos y judíos puedan vivir en paz.
Por último, el movimiento obrero necesita un programa frente al autoritarismo, la crisis política y del régimen de la V República. Carente de perspectiva, el movimiento obrero contempla la ofensiva antisindical, la creciente represión y la imposición de leyes rechazadas por una abrumadora mayoría de la población, pidiendo, en el mejor de los casos, la sustitución del gobierno y de Macron por otros políticos. Mientras el presupuesto demuestra cada día los mecanismos antidemocráticos con los que cuentan las clases dominantes para atacarnos, debemos oponernos al régimen con los métodos de la lucha de clases. Para ello, el movimiento de masas que todavía tiene expectativas en el sufragio universal y la democracia burguesa, con, según una reciente encuesta de Ipsos, el 70% de la población que cree que puede “influir en las cosas votando en las elecciones”, no debe contentarse con luchar para elegir a un nuevo monarca republicano, o para instaurar por enésima vez otro régimen parlamentario, como defiende LFI con su VI República. Inspirándose en lo mejor de las tradiciones democráticas radicales de la historia revolucionaria francesa, el movimiento obrero debería exigir, por el contrario, el fin de la Presidencia de la República, del Senado o del Consejo Constitucional, y la instauración de una asamblea única, que concentre los poderes ejecutivo y legislativo, y cuyos miembros sean elegidos por dos años y revocables. Esta perspectiva podría encontrar eco en una situación en la que la podredumbre del régimen se extiende ante nuestros ojos cada día, y permitiría desbaratar cualquier intento de reforma cosmética del régimen que seguramente se barajará para calmar el enojo imperante.
Como comunistas revolucionarios, sabemos que ni la más democrática de las repúblicas burguesas resolverá los problemas centrales de la población mientras los medios de producción o de comunicación sigan en manos de una minoría de parásitos, los Arnault, los Bolloré, los Niel, los Pinault o los Bettencourt, a cuyo servicio gobierna Macron, como cualquier gobierno de derecha o de izquierda. De hecho, la crisis insoluble del capitalismo, con el retorno de las guerras entre las grandes potencias, los genocidios y las consecuencias crecientes de la catástrofe climática, hace más urgente que nunca arrebatar el poder a los explotadores. Para lograrlo, no se trata simplemente de reemplazar por trabajadores a los patrones, banqueros y tecnócratas que están a la cabeza de los ministerios y administraciones, sino de reemplazar el Estado de una minoría de capitalistas por un Estado obrero, cuya fuerza se utilizaría únicamente contra los explotadores y acaparadores, y ya no para poner a las familias en la calle, reprimir a los pobres que se ven obligados a robar comida para sobrevivir o a los trabajadores que se rebelan.
Allí donde el Estado actual llama a los trabajadores a elegir cada cinco años a un representante de la clase dominante para oprimirlos, nosotros defendemos la perspectiva de un poder obrero establecido por asambleas elegidas por los trabajadores y las clases populares en los lugares de producción y en los lugares donde viven. Sin dejar de expresar este objetivo, estamos dispuestos a poner toda nuestra energía en luchar junto a todos los trabajadores, utilizando los métodos de la lucha de clases, contra el autoritarismo del régimen defendiendo un programa democrático radical. Estamos convencidos de que, entablando esa lucha, las masas se acercarán a la conclusión de la necesidad de un gobierno de los que nunca han gobernado, un gobierno de los trabajadores, de las clases populares y de todos los oprimidos. |