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La Izquierda Diario
18 de enero de 2025 Twitter Faceboock

Por qué la ecología pierde siempre
Seb Nanzhel

En Pourquoi l’écologie perd toujours (Por qué la ecología pierde siempre), Clément Sénéchal, anterior responsable de defensa de Greenpeace, somete a juicio político la ecología institucional, desde las ONG hasta la EELV (Europa Ecología Los Verdes). Un debate que merece la pena proseguir.

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Nota publicada originalmente en Révolution Permanente

En Pourquoi l’écologie toujours perd, Clément Sénéchal, anterior responsable de Greenpeace y columnista de la revista Frustration, busca comprender una de las paradojas actuales de la ecología. Aun habiéndose vuelto ineludible en el discurso, ha sufrido una derrota tras otra. Si «el Gobierno actual no hace nada, como los anteriores, para detener la máquina infernal [...] no es el único culpable». El autor señala la «gran responsabilidad» de «algunas élites de la ecología oficial [que] han hecho de la ecología un objeto de lucha para privilegiados, una causa divisible, negociable y, sobre todo, rentable [1]». Su valoración (bastante) crítica de la ecología institucional pone de relieve la necesidad de vincular la ecología y el mundo del trabajo, así como la urgencia de dotar a la ecología de una estrategia. Su valoración se beneficiaría por otro lado de un análisis igualmente serio de los fracasos de LFI en el último ciclo, para extraer perspectivas más consecuentes que puedan sacar a la ecología de su estancamiento.

Mostrar las cosas para cambiarlas: el nacimiento de la “ecología del espectáculo”

Clément Sénéchal rastrea el surgimiento de una ecología burguesa, que él denomina «ecología del espectáculo». Nació en la corriente de los años 1960-1970, con la fundación de Greenpeace y WWF, y «se desarrolló como una simple operación de sensibilización mediática, propagando la ilusión de que bastaría con mostrar las cosas para cambiarlas [2]». Para el autor, esta ecología del espectáculo se ilustra mediante «un antiespecismo sentimental, desinteresado de las cuestiones humanistas. La sacralización de la naturaleza [...] y una moral buenista». Una moral que relativiza las estructuras de explotación y dominación en el corazón de la crisis ecológica, pero que también alimenta «una vindicta centrada más en los técnicos que en los que dan las órdenes, más en los que viven de su trabajo que en los que organizan el sistema que los explota [3]».

El énfasis que pone la ecología del espectáculo en la «conservación» de la naturaleza también forma parte de un paradigma imperialista, especialmente fuerte en el caso del WWF, como demuestra el historiador Guillaume Blanc, citado por Sénéchal: «El WWF permite a los administradores coloniales convertirse en expertos internacionales [...] Se desplazan de país en país y de zona protegida en zona protegida, imponiendo las mismas normas coercitivas: destinar más tierras a parques, criminalizar a las personas que viven allí [4]». En un momento en que se cuestionaban los imperios coloniales, «la conservación aparecía como una forma aceptable (y rentable) de sensibilizar a la opinión pública sobre el control occidental de los recursos naturales en nombre del bien común [5]». Para Sénéchal, «el ecologismo moderno sitúa así la ecología fuera del movimiento obrero, convirtiéndola en un espacio aparte, como un santuario. En consecuencia, se niega a desestabilizar realmente el sistema económico responsable de la destrucción de los ecosistemas [...] Por el contrario, éste cimentará una separación con la tradición socialista, la más capaz de examinar las contradicciones del capitalismo, incluidas las ecológicas [6]».

Una combinación preparada para perder

La parte central del libro es sin duda la más interesante. Clément Sénéchal propone comparar la ecología del espectáculo con el último ciclo político. Desde su rebasamiento total durante las marchas por el clima hasta su desprecio por los Gilets jaunes (chalecos amarillos), pasando por su integración en el macronismo, «el aparato político, construido en parte sobre el campo ideológico abierto por las asociaciones ecologistas en los años setenta, parece inexorablemente desprovisto de eficacia política». Las dos patas del ecologismo, EELV y las ONG, se ven desbordadas por lo que está en juego. Una combinación preparada para perder [7]».

Después de una participación poco gloriosa en el Gobierno de Hollande, bajo el cual murió el activista medioambiental Rémi Fraisse en 2014 en la lucha contra la presa de Sivens y que también vió el uso de «leyes de emergencia para poner a otros activistas medioambientales bajo arresto domiciliario en el momento de la COP21[8]», muchos miembros de EELV se unieron al macronismo. Clément Sénéchal analiza la trayectoria oportunista de Nicolas Hulot, Daniel Cohn-Bendit, el diputado Paul Molac, François de Rugy y Barbara Pompilli. Barbara Pompilli justifica sus virajes políticos por la búsqueda de «soluciones prácticas para todos, que atraigan a las empresas».Sénéchal muestra también que estos intercambios van en ambos sentidos: EELV ofrece una vía de reciclaje para macronistas en su crisis de culpabilidad o estancados en su carrera, como Cédric Villani o Flora Ghebali.

En este contexto, «el caldo de cultivo de las ONG no se queda atrás»: proclamar a bombo y platillo su independencia de la esfera política no les impide abastecer al macronismo de un gran número de cuadros. Por ejemplo, Pascal Canfin, antiguo portavoz de EELV y luego director de WWF, ocupa el segundo puesto en la lista de Renacimiento para las elecciones europeas de 2019. Una vez elegido, «hizo pivotar un voto a favor de las infraestructuras de gas [...] desde lo alto de su nuevo escaño plegable, atacó a Greta Thunberg, [y] justificó la reintroducción de los neonicotinoides». De estas «trayectorias marcadas por el pantouflage político», como las de Mathieu Orphelin, antiguo portavoz de la Fundación Nicolas Hulot, Diane Simiu y Marine Braud, procedentes ambas del WWF, «hay que recordar que han encerrado a la ecología en una carrera hacia las instituciones, donde se ha vuelto ilegible e insignificante [9]».

Lejos de ser meras trayectorias individuales, estos vaivenes son sintomáticos de la permeabilidad y la complementariedad entre la ecología institucional y las políticas neoliberales. En un momento en el que la explosión de los Gilets jaunes (chalecos amarillos) muestra a todo el mundo que «el fin del mundo y el fin de mes» son una misma lucha, «¿quién recuerda que fue Nicolas Hulot, junto con Greenpeace Francia y el WWF, quien hizo campaña a favor de la introducción de un impuesto sobre el carbono durante el Grenelle del medio ambiente?. Compromisos voluntarios, pequeños gestos individuales, el principio de “quien contamina paga”... Durante años, los ecologistas han compartido en última instancia la misma agenda que la clase capitalista. [10]». Peor aún, EELV se suma al coro de denigración y condena de los chalecos amarillos, orquestado por el gobierno para justificar la represión.

Esta complementariedad es especialmente explícita en el caso de las ONG. Clément Sénéchal describe así el mecanismo de las campañas corporativas: «culpar a una empresa para provocar un escándalo, y luego negociar con ella “compromisos voluntarios”. La empresa señalada promete hacer sus productos más ecológicos para satisfacer a la patrulla y a sus clientes». Aunque la idea de señalar a las grandes empresas pueda parecer atractiva, en realidad la campaña corporativa es totalmente funcional a las políticas de lavado verde. Peor aún, también representa un mercado para las ONG, que venden su experiencia y sus etiquetas a las empresas. «Las multinacionales a las que se dirigen las ONG que desean comprar una certificación para mejorar su imagen tienen que recurrir a «terceros»: empresas que suelen incluir a antiguos activistas de ONG, que les asesoran y venden su sello [11]. El autor destaca el caso de Bruno Rebelle, número dos de Greenpeace y fundador de una consultoría paralela que vende sus consejos a las empresas señaladas por la ONG. Al final, la campaña corporativa «transmite la falsa pretensión de que las empresas privadas podrían autorregularse y poner en marcha un “círculo virtuoso” de prácticas ecológicas a la escala adecuada».

El análisis es especialmente contundente cuando el autor detalla su propia experiencia como «responsable de defensa» de Greenpeace. «Cuando comencé este trabajo en 2016, en realidad estaba entrando en un mundo social poblado -y controlado- por los opositores a la ecología. Por ejemplo, rápidamente tuve que conocer a la Alianza para el Aceite de Palma Sostenible, socio de la agroindustria dirigida entonces por una figura destacada del Grupo Nestlé». La propia defensa, «un papel en el que pretendemos pedir favores y gestos que nunca obtendremos» a políticos e industriales, acaba, «hasta cierto punto, por domesticarnos. De adversarios, pasamos a ser compañeros [...] cualquier perspectiva de conflicto político queda entonces reducida a la nada, hasta la náusea [12]».

Estos resultados presentan el cuadro de una «ecología burguesa que empuja a sectores enteros de las clases trabajadoras hacia la extrema derecha, porque se sienten víctimas de una forma de violencia simbólica de la ecología oficial», como explica el autor en Libération. Aunque Sénéchal muestra eficazmente el callejón sin salida al que ha llegado la ecología institucional en el último ciclo político, le habría venido bien dar más relieve a la reciente movilización contra la reforma de las pensiones, que sólo menciona a través de la famosa foto de Marine Tondelier depositando flores a los pies de los policías. Salvo algunas convergencias interesantes sobre los piquetes de basureros, esta secuencia de eventos representó una oportunidad perdida para vincular las cuestiones medioambientales y el mundo del trabajo. También reveló el callejón sin salida de la estrategia de La France Insoumise, que sale extrañamente ilesa de estos duros balances de la ecología institucional. Tras el fracaso de su «guerrilla parlamentaria» y su intento de canalizar la cólera a través de marchas «ciudadanas», LFI acabó alineándose con el ala derecha de la intersindical. Aunque el movimiento tenía un gran potencial, acabó extinguiéndose por la estrategia de presión y jornadas aisladas de la intersindical, sin que LFI intentara formular ninguna propuesta para construir una huelga general. Un «olvido» tanto más desafortunado cuanto que LFI se ha consolidado como un actor central de la ecología política en los últimos años.

¿Por un «frente popular» ecologista?

¿Cómo salir de este punto muerto? Clément Sénéchal celebra con razón la emergencia de una ecología dispuesta a enfrentarse a los responsables de la crisis actual, en la línea de les Soulèvements de la Terre. «Recuperar la Tierra plantea inexorablemente la cuestión del método y del nivel de la confrontación. Implica necesariamente una mayor apertura a la complementariedad de las tácticas y un cuestionamiento del tótem de la propiedad privada». Pero para el autor, si bien es necesario «anclar las batallas sobre el terreno», «también deben formar parte de un continuo ascendente y alimentar un aumento de la generalidad capaz de alcanzar salidas políticas más amplias». Así, «para dar una forma de permanencia a los cambios estructurales que hay que realizar, la ecología debe también recuperar el poder institucional. [...] E implicarse allí donde crece el poder de acción, como Rachel Kéké, antigua sindicalista victoriosa, o Alma Dufour, antigua militante de Amis de la Terre (Amigos de la Tierra), ambas convertidas en diputadas [13]». En su opinión, sólo la unificación de los distintos sectores que han participado en la lucha en los últimos años, como los movimientos obrero, feminista y ecologista, y los barrios populares, en un «frente popular puede reforzar seriamente la relación de fuerzas ecológica».

Si bien el llamamiento de Clément Sénéchal a tomar partido, su llamada a reflexionar sobre la unidad de nuestro campo social y su reflexión sobre la escala necesariamente macroscópica de las transformaciones sociales que hay que llevar a cabo plantean problemas reales, su afirmación de que el apoyo a La France insoumise «aumentaría el poder de acción» de la ecología es mucho más discutible.

Tras el incendiario ataque a EELV, parece sorprendente que el autor deposite tantas esperanzas en la fuerza política que ha permitido recomponerse a los defensores de la ecología burguesa. Como él mismo señala, fue la NUPES la que «permitió a los Verdes volver a la Asamblea Nacional», aunque habían auto-disuelto su grupo parlamentario en 2016 y sólo habían obtenido un diputado, abandonando inmediatamente el grupo para unirse a los macronistas en las elecciones de 2017. La France Insoumise es enteramente responsable de la resurrección del repelente que es EELV, por un lado a través de la NUPES concebida y puesta en marcha por Mélenchon para conjurar la debilidad del aparato de LFI al margen de las elecciones presidenciales(pour conjurer la faiblesse de l’appareil insoumis en dehors des élections présidentielles), y luego con el Nuevo Frente Popular. Esta lógica de unión de la izquierda se consiguió a costa de un sucesivo corrimiento a la derecha del programa de LFI, en particular en el ámbito de la ecología, con la desaparición del programa del Nuevo Frente Popular de la mayoría de las medidas del programa de LFI designadas como «fuertemente estimulantes» (y ya ultra mínimas) sobre las grandes empresas, como la obligación de medir su huella de carbono. Sacar a la ecología de su callejón sin salida exigiría, por el contrario, asumir plenamente la ruptura con la ecología burguesa de EELV, y tratar de organizarla dentro de un proyecto totalmente independiente del régimen.

En cuanto al programa, también nos parece peligroso defender un «aumento de la generalidad política» de la ecología a través del proyecto de LFI. Al proponer que los problemas medioambientales se resuelvan en el estrecho marco del parlamento y de las instituciones burguesas, el programa de L’Insoumis se aleja de la reflexión que anima al movimiento ecologista. Peor aún, actúa como contrapeso a los avances de este último. Por ejemplo, mientras que una parte del movimiento ecologista radical empieza a «problematizar el tótem de la propiedad privada», el programa de LFI lo respeta escrupulosamente, defendiendo en cambio que la cuestión clave es la regulación y supervisión de la propiedad privada por parte del Estado.

En este sentido, su programa no está muy alejado «del falso tópico de que las empresas privadas podrían autorregularse y poner en marcha un “círculo virtuoso” de prácticas ecológicas», que Clément Sénéchal denunció anteriormente. En la versión insumisa del tópico, las grandes empresas podrían autorregularse bajo la égida del Estado, por ejemplo condicionando las ayudas a la patronal (que seguirían existiendo, por supuesto), o mediante el «deber de diligencia» que permitiría garantizar su «responsabilidad» social y medioambiental, pero también mediante compromisos de reducción de su huella de carbono.

Del mismo modo, mientras que la creciente preocupación por la cuestión eminentemente mundial de la ecología podría acelerar la recomposición de un antiimperialismo consecuente, sobre todo entre los jóvenes, el programa de LFI se empantana en el chovinismo con su «proteccionismo ecológico» y su defensa del presupuesto del ejército francés. El intento de conciliar la defensa de los intereses de una potencia imperialista como Francia con las cuestiones medioambientales roza el ridículo cuando LFI propone «sentar las bases intelectuales indispensables para la organización de un ejército post-petróleo». Por último, cuando la ilusión de un Estado al servicio del bien común se hace añicos, entre otras cosas por su catastrófica gestión de la crisis y la represión del movimiento ecologista, LFI desempeña un papel de rehabilitación de las instituciones burguesas, presentadas como la piedra angular de la «bifurcación ecológica».

Desde la reforma de las pensiones al nombramiento del gobierno Barnier, pasando por el fracaso silencioso del procedimiento de destitución de Macron y la resucitación de EELV y del PS, los logros de LFI en la última secuencia política habrían merecido ser analizados por Clément Sénéchal con la misma seriedad que los del ecologismo burgués. Es una tarea de clarificación imprescindible para avanzar en la unificación de un bloque social capaz de sacar a la ecología de su ciclo de derrotas.

Pourquoi l’ecologie perd toujours? abre un debate sobre los resultados de la ecología institucional y las conclusiones estratégicas y políticas que deben extraerse de ellos. Se trata de una interesante contribución a un movimiento más amplio de reflexión estratégica dentro de la ecología radical, junto con el libro Les Soulèvements de la terre o Stratégies pour une révolution écologique et populaire, del activista anarquista Peter Gelderloos. En un momento en que la catástrofe ecológica y la radicalización de las clases dominantes se intensifican, estos debates son saludables y merecen continuar.

Traducción: youssef Moussadak

NOTAS

[1] Clément Sénéchal, Pourquoi l’écologie toujours perd, París, Seuil, 2024, p. 11.

[2] Ibídem, p. 57-58.

[3] Ibid, p. 50

[4] Ibídem, p. 60.

[5] Ibídem, p. 60

[6] Ibídem, p. 61

[7] Ibídem, p. 67

[8] Ibídem, p. 76

[9] Ibídem, p. 83

[10] Ibídem, p. 100

[11] Ibídem, p. 90

[12] Ibídem, p. 175

[13] Ibídem, p. 183

 
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