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La Izquierda Diario
12 de diciembre de 2024 Twitter Faceboock

Panorama internacional
Crisis de hegemonía y desarrollo acelerado de nuevos fenómenos políticos y de la lucha de clases
Claudia Cinatti

En este artículo presentamos las principales definiciones sobre la situación internacional debatidas en la reunión de Comité Nacional del PTS de Argentina realizada este 8/12. Este punto acompañó las discusiones sobre situación nacional y orientación política, temas que reproducimos en otros artículos de La Izquierda Diario.

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El triunfo de Donald Trump ha impactado de lleno en la situación internacional acelerando en lo inmediato las tendencias convulsivas a la descomposición del orden liberal surgido de la posguerra fría, comandado por Estados Unidos. La percepción de inestabilidad y desorden se expresa en todos los ámbitos, desde la escalada de conflictos de dimensión global, como la guerra de Rusia y Ucrania/OTAN y la guerra de Israel en Medio Oriente, hasta las tensiones interestatales y las crisis políticas en países periféricos y en países centrales. Para dar solo algunos ejemplos, en las últimas semanas del año colapsó la coalición de gobierno en Alemania; cayó el primer ministro de Francia profundizando la crisis de Macron; fracasó un intento de autogolpe del presidente de Corea del Sur; y se desmoronó el régimen de Bashar al Assad en Siria tras una ofensiva relámpago de milicias islamistas. En estas condiciones de crisis de hegemonía vienen desarrollándose fenómenos novedosos tanto políticos como de la lucha de clases.

Como venimos sosteniendo, desde la crisis de 2008 que marcó el agotamiento de la hegemonía neoliberal –hiperglobalización + democracia liberal- se ha abierto una nueva etapa de reactualización de las tendencias profundas de la época imperialista de guerras, crisis y revoluciones (Lenin), que se manifiesta en el retorno a la rivalidad entre grandes potencias, las guerras de dimensión global, el militarismo, las tendencias y crisis orgánicas abiertas, hundimiento del centro neoliberal, polarización política asimétrica (por ahora más intensa en la extrema derecha) y degradación bonapartista de la democracia liberal, sobre la base de la herencia neoliberal de profunda desigualdad y fragmentación social que ha dejado un tendal de perdedores.

Tensiones económicas y geopolíticas

Las condiciones estructurales de esta nueva etapa son la decadencia del liderazgo de Estados Unidos que ha visto deteriorada su capacidad de imponer orden, la emergencia de China como potencia competidora, liderando un bloque con Rusia (al que se van sumando otros países en conflicto con Occidente, como Irán y Corea del Norte) y el surgimiento de potencias intermedias con capacidades diversas para gestionar sus alineamientos en función de sus intereses nacionales. Trump es a la vez un síntoma de esta crisis hegemónica y un intento de “solución de fuerza” para intentar recomponer el poderío del imperialismo norteamericano, reformulado en clave de una suerte de “realismo sui generis”. La futura administración trumpista se ha apropiado tanto del lema aislacionista del “America First”, como de la máxima reaganiana de imponer la “paz a través de la fuerza”.

A juzgar por su primer mandato y por la conformación de su futuro gabinete, es probable que Trump repita la receta de lo que los analistas de relaciones internacionales definen como “diplomacia mercantil”, priorizando las tarifas y sanciones económicas como método de disciplinamiento, sumado a cuotas variables de proteccionismo cuya máxima expresión es la guerra comercial con China. Esta diplomacia mercantil de garrote (tarifas, sanciones y guerras comerciales) y zanahorias (reformulación de tratados bilaterales) se sostiene en el reforzamiento del aparato militar con función disuasiva, es decir, militarismo pero no necesariamente guerrerismo intervencionista al estilo neoconservador.

El éxito de este esquema trumpista en el primer mandato es muy discutible. Lo que se ha establecido como política de estado es la hostilidad hacia China (continuada por Biden). Ha servido fundamentalmente para retrasar y dificultar, aunque no impedir, el desarrollo y el acceso de China a tecnología de Inteligencia Artificial para uso militar.

Sin embargo, la efectividad de la guerra comercial es dudosa en cuanto al impacto en la reducción del déficit comercial norteamericano y la competencia en otros mercados. Además, China sigue siendo principal socio comercial de gran parte de los países, incluidos los que están en zona de influencia directa de Estados Unidos como América Latina, lo que significa que Washington en su “desacople” con la economía china no ha logrado avanzar hasta imponer la elección de uno de los dos bandos como sucedía durante la guerra fría, y difícilmente logre hacerlo, aunque exista tensión permanente. El ejemplo quizás más elocuente es el del gobierno de Milei, un sirviente incondicional de Estados Unidos que tuvo que admitir que no puede prescindir de su relación con China. La voltereta es notable. Milei pasó de jurar que nunca haría negocios con comunistas a percibir al gobierno chino como un “socio interesante que no pide nada salvo que no lo molesten”.

A diferencia de 2016 cuando el problema central de Estados Unidos era poner fin a la desastrosa guerra de Afganistán tratando de disimular su derrota, el segundo Trump asume en una situación internacional que tiene elementos “pre-1914”. En la que, como diría el historiador Christopher Clark, sus principales protagonistas parecen avanzar como sonámbulos hacia una conflagración de dimensiones globales. Para decirlo más precisamente, no estamos en los inicios de la Tercera Guerra mundial, pero hay un salto en el militarismo de las grandes potencias.

Ucrania y Medio Oriente: dimensión global de los conflictos

La dinámica que han tomado la guerra de Rusia y Ucrania/OTAN y la guerra de Israel en Medio Oriente, con sus reverberaciones, está mostrando la profunda interrelación de estos conflictos y su dimensión global, al implicar a las grandes potencias occidentales y al bloque conformado por China y Rusia al que se han sumado Irán y Corea del Norte.

La guerra de Rusia y Ucrania/OTAN ha entrado en una escalada peligrosa, dado que ambos bandos intentan llegar mejor posicionados para una eventual negociación para poner fin a la guerra, que aparentemente estaría en la agenda de Trump.

A modo de despedida, el presidente Biden, seguido por otros aliados de la OTAN, cruzó su última “línea roja” y autorizó a Ucrania la utilización de armamento ofensivo para atacar directamente el territorio ruso, una peligrosa evolución de la guerra “proxy”. En respuesta, Putin ha revisado la doctrina nuclear aunque sin dar el salto a la utilización de armas nucleares tácticas, y redobló el ataque contra Ucrania, sobre todo a la infraestructura civil y energética, incorporando a decenas de miles de soldados norcoreanos a las filas del ejército ruso.

Ya es un hecho admitido incluso por el propio Zelenski que Ucrania deberá resignar parte de su territorio –la discusión es cuánto de lo que ha ocupado Rusia en estos casi tres años de guerra-. A cambio de aceptar esta pérdida, y como pago de sus servicios por haber peleado una guerra “proxy” de Occidente contra Rusia, Zelenski aspira a que al menos sus aliados occidentales le den alguna garantía de seguridad y de máxima admitan a Ucrania a la UE y/o a la OTAN (ambas muy improbables). Además, se juega su futuro político en un país devastado por la destrucción y por el enorme endeudamiento que el FMI y las potencias occidentales no le perdonan, a pesar de los servicios prestados.

Además de las conquistas territoriales, el objetivo de Putin es hacer imposible cualquier escenario de incorporación de Ucrania, y por extensión Moldavia y Georgia a bloques enemigos. La crisis actual en Georgia, con movilizaciones masivas contra el gobierno por la suspensión de las negociaciones con la UE, que recuerdan las de la plaza Maidan, muestra la magnitud de la disputa geopolítica.

Escalada en Medio Oriente

El escenario de la guerra de Ucrania –y las tensiones en torno a una posible negociación- se conecta directamente con la dinámica que se abrió en Medio Oriente, tras la caída de Bashar Al Assad en Siria. Se trataba de un régimen dictatorial con pies de barro, que había perdido el control de franjas importantes del territorio y se sostenía fundamentalmente en el apoyo militar de Rusia e Irán. Ambos se aliaron a Al Assad por motivos diversos: Rusia para conservar su única posición en Medio Oriente e Irán para asegurarse un territorio para reabastecer a sus aliados-.

La escalada guerrerista del estado de Israel en Medio Oriente, que incluye el genocidio en Gaza, la ofensiva de colonos en Cisjordania, la guerra contra Hezbollah en el Líbano, y el conflicto con Irán (que ramifica a Siria, Irak y Yemen) se da en el marco de la mayor sintonía y afinidad entre el gobierno de extrema derecha de Netanyahu y Trump, que amenazó a Hamas con desatar un “infierno en Medio Oriente” (parece que todavía puede ser peor) y se espera que endurezca la política contra Irán, aunque eso no necesariamente signifique que Estados Unidos se involucre en una guerra abierta contra el régimen iraní.

En este contexto se comprende el avance relámpago de las milicias islamistas de HTS (Hayat Tahrir al-Sham –Organización para la Liberación del Levante), que en apenas 10 días terminaron en Damasco, sin enfrentar resistencia del ejército sirio. Este desprendimiento de Al Qaeda (ex Frente Al Nusra) cuenta con el apoyo ya indisimulado de Turquía. El HTS llegó Damasco al frente de un conjunto variopinto de fuerzas irregulares, aunque no necesariamente logre hegemonizar a todas las fracciones armadas y a sus respectivos esponsores internacionales. Por el momento, el HTS intenta presentarse como una variante “moderada” para ser aceptable por Estados Unidos y las potencias occidentales (que lo tienen en su lista de organizaciones terroristas) y mandar un mensaje a Netanyahu que, por las dudas, ya ocupó una zona tapón en los Altos del Golán y se apresta a capitalizar la situación.

En síntesis “Occidente” e Israel celebran la caída de un aliado de su enemigo principal, pero el futuro de Siria es un campo minado. Erdogan, el presidente turco, es el ganador neto y está aprovechando para retomar la ofensiva contra los kurdos en Rojava. Además espera sacarse de encima a millones de refugiados sirios y quizás negociar una reforma constitucional que le permita una nueva reelección. Por ahora, el Estado de Israel se beneficia del debilitamiento de Irán y de sus aliados, sobre todo de Hezbollah, cuya dirección fue virtualmente eliminada por las fuerzas israelíes. Estados Unidos objetivamente también ve con buenos ojos que se debiliten Irán y Rusia. Sin embargo, estratégicamente hay preocupación por lo que podría significar que un grupo islamista se haga del control de un país importante, con el antecedente trágico de Libia.

El triunfo de Trump y América Latina

Desde el punto de vista político, la vuelta de Trump a la Casa Blanca creó un clima reaccionario y envalentonó a la extrema derecha en todo el mundo, que lo siente como un triunfo propio.

En América Latina, las distintas expresiones de extrema derecha -como el bolsonarismo en Brasil o el uribismo en Colombia- celebran la llegada del halcón Marco Rubio y esperan volver al poder amparados por el trumpismo. Lo mismo que la derecha venezolana que aspira a que el gobierno de Trump logre desplazar a Maduro que, todo indica, que asumirá el próximo 10 de enero. Difícilmente Estados Unidos repita el fiasco del intento de golpe de Juan Guaidó, ocurrido en 2019.

Más allá de estas expectativas, la importancia objetiva de América Latina para Trump se reduce a un par de cuestiones clave: la primera es la inmigración, lo que tensiona al máximo el vínculo con México que, como dice un analista en Foreign Affairs, estaría llamado a jugar el rol de “tapón” que juega Turquía para la UE para contener las oleadas migratoras. La estrategia trumpista parece ser amenazar a México y Canadá -sus socios del T-MEC (que debe renegociarse en 2026)- con imponer tarifas prohibitivas si no cumplen con la exigencia de detener la migración hacia Estados Unidos, tanto la propia como la que intenta ingresar desde otros países de América Latina y Central.

Esta utilización de las tarifas alimenta las ilusiones de “libremercadistas” como Milei, que especulan con que la política arancelaria de Trump, más que una vuelta al proteccionismo, es un arma de negociación política.

En Argentina, el gobierno de Milei celebra que con la vuelta de Trump se ha roto el aislamiento político en el que estaba en América Latina, en un momento en que en la región priman gobiernos de “centro izquierda” o de centro derecha (no trumpista) aunque en un clima inestable de conjunto. Y apuestas a que, por la afinidad política e ideológica, Trump facilitará el acceso de Argentina a un nuevo préstamo del FMI, lo que no se puede descartar.

Pero más allá de la afinidad política e incluso si Trump quisiera “ayudar” a Milei, la política proteccionista y su consecuencia de dólar fuerte, tendrá un impacto objetivamente negativo sobre las economías emergentes de conjunto, y en particular, sobre las altamente endeudadas en dólares como Argentina.

Es de esperar que la segunda administración trumpista profundice las tendencias proteccionistas y escale las guerras comerciales con China, pero también con aliados como México, Canadá y la UE, lo que tendría un impacto en la economía de conjunto y deterioraría el comercio internacional. Las tensiones ya se sienten. La firma del acuerdo comercial entre el Mercosur y la UE se explica, en parte, porque países exportadores del bloque europeo como Alemania y el Estado español buscan garantizarse mercados transatlánticos ante el proteccionismo trumpista. Mientras que el tratado es fuertemente resistido por Francia y otros países productores agropecuarios como Polonia.

Hasta ahora la economía norteamericana es un jolgorio de suba de todos los activos, incluidos los bonos basura y los criptomonedas que viven un boom dado el rol que supuestamente jugarán los magnates del sector en la próxima administración. Las perspectivas no son claras.

Si Trump aplicara aunque sea parcialmente la batería de tarifas que propone –que van del 10% a todos los bienes importados hasta el 60 % (o incluso el 100% para el caso de China) la consecuencia lógica sería el impacto inflacionario interno y por lo tanto, una reversión de la política de recorte de las tasas de interés que viene implementando la FED desde el descenso de la inflación pos pandemia. Este tipo de ciclos de suba de las tasas en Estados Unidos actúa como una aspiradora de capitales especulativos –el llamado “flight to quality”- que huyen de sus posiciones más riesgosas hacia los bonos del tesoro norteamericano. Economías dependientes como la Argentina -incluso si Milei tuviera suerte y Trump le concediera ciertos beneficios arancelarios–podrían sentir el impacto. Como precedente está lo que le ocurrió al propio Macri que, en el primer gobierno de Trump, sufrió el castigo a las exportaciones de limones y biodiesel y, además, padeció una salida masiva de capitales en 2018.

En síntesis, la llegada de Trump es un espaldarazo político para la extrema derecha, que goza de su “momentum” y está en tono celebratorio como se vio en la Conferencia para la Acción Política Conservadora en Buenos Aires. Pero eso no significa, como plantean sectores escépticos de la izquierda neorreformista, que se haya abierto una larga etapa de domino de la derecha y retroceso, similar al inicio del neoliberalismo.

Más que giro uniforme a la derecha, lo que hay es polarización política y social. En los últimos años, en el marco de la crisis de hegemonía de los partidos tradicionales y las grietas y divisiones en las clases dominantes, con el trasfondo de un profundo descontento social ante la desigualdad y las consecuencias de las ofensivas patronales, se vienen desarrollando fenómenos políticos y de la lucha de clases, muchas veces inesperados, como la emergencia del movimiento estudiantil en solidaridad con el pueblo palestino, contra el genocidio de Israel y la complicidad de los gobiernos “occidentales”. La emergencia de la lucha estudiantil en Argentina es parte de esta tendencia internacional, lo que no quiere decir que tenga los mismos desencadenantes ni la misma dinámica.

A diferencia de oleadas anteriores, hay una combinación de tendencias revueltísticas con procesos de mayor centralidad de clase trabajadora, con demandas que exceden las cuestiones económicas, como vemos en Corea del Sur, donde los actores centrales que frenaron el intento de autogolpe del gobierno derechistas de Yoon fueron el movimiento estudiantil y el movimiento obrero organizado en la KCTU. Y, antes, en las rebeliones contra los gobiernos de austeridad al servicio del FMI en países fuertemente endeudados como Kenia, o levantamientos con la juventud como protagonista que derrocaron gobiernos como en Bangladesh.

Estos fenómenos -que incluyen maduraciones subjetivas en la conciencia de sectores importantes de vanguardia, como parece estar indicando la evolución del movimiento pro Palestina en su conciencia antiimperialista- son una contratendencia objetiva al ascenso de la extrema derecha. Si se siguen desarrollando las tendencias convulsivas de la situación internacional, la perspectiva más probable es que además de crisis y guerras veamos procesos más profundos de lucha de clase y de radicalización política no solo a derecha, sino también a izquierda.

 
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