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5 de enero de 2025 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
Friedrich Nietzsche: el individuo aristocrático contra lo colectivo
André Barbieri | @AcierAndy

En el presente artículo André Barbieri desarrolla una reflexión sobre la cuestión del individuo y lo colectivo en la filosofía de Friedrich Nietzsche. La escisión entre los dos polos y la respuesta del socialismo con la perspectiva de refundar el individuo en el marco de lo colectivo. Este artículo fue publicado originalmente en Ideias de Esquerda.

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En nuestra época, la cuestión del individuo, la preservación de su personalidad y las condiciones ideales para que florezca su subjetividad es un tema ampliamente debatido. Las corrientes de opinión vinculadas al capital han tratado a lo largo de su historia de glorificar la figura del individuo como la de un rival de los otros, en cuyo aislamiento encontraría el locus amoenus del ascenso en el mercado, escenario en el que se desenvolvería un ser humano encaminado a alcanzar un estatus racional entronizando la maximización de su beneficio. Su anatema es la concepción socialista, que pretende la reinvención del individuo como parte de la colectividad, la emancipación de su personalidad mediante la asociación íntima con el género humano que coopera entre sí.

Este poderosa concepción de un individuo reconectado a la especie humana como potencia cooperativa aún no ha logrado convertirse en una fuerza material en la conciencia de las masas. Sin embargo, la aparente invulnerabilidad del “sujeto emprendedor” está mostrando sus signos de fracaso en medio del agotamiento del ciclo neoliberal. La manifestación de la juventud estadounidense, que ocupó universidades en el corazón del imperialismo para defender las banderas del pueblo palestino contra el genocidio perpetrado por el Estado de Israel (financiado y ayudado por Estados Unidos) es uno de los signos más apremiantes del ciclo histórico que se abre. De hecho, en plena crisis capitalista, el sentimiento implantado por el neoliberalismo de que la salvación de “sí mismo” reside en la búsqueda aislada de la redención empresarial empieza a ser cuestionado por la percepción de una sociedad decadente, en la que es necesaria algún tipo de unidad de acción y solidaridad con el otro para recuperar las conquistas perdidas. El modus operandi destructivo del capital crea dificultades cada vez mayores para la ilusión del sujeto neoliberal invencible.

Eso no impide que esta vieja noción sea recauchutada con la ayuda de las toneladas de escritos que en las décadas de la restauración burguesa se llenaron de escepticismo sobre la revolución y la emancipación humana. No es de extrañar: un modo de producción en crisis siempre ha tratado de subrayar que la posibilidad misma de la evolución personal dependía del mantenimiento de su orden social específico. El capitalismo, que se sobrevive a sí mismo, lo ha hecho de diversas maneras. Notoriamente, el emprendedurismo aparece como un intento de renovar la carcomida ideología positivista, según la cual en la vida real el más fuerte debe vencer al más débil, y triunfar a costa de su derrota. Como una especie de bote salvavidas, las variantes de la extrema derecha mundial abusan de la retórica del emprendedurismo contra lo colectivo, el espíritu de solidaridad y comunión entre los seres humanos por una sociedad superior a la de la explotación y opresión capitalistas. Esta separación entre lo individual y lo colectivo es difundida por la propaganda oficial y las representaciones actuales de la burguesía, cuya mediocridad, como decía Marx, se mide por sus “grandes calibres”, un arco que va de Donald Trump a Javier Milei, de Pablo Marçal a Nayib Bukele.

Sin embargo, hay refinados pensadores que han trabajado este tema, tan sensible para las mentes conservadoras, de una forma muy sofisticada, así como explícita. Quizá ninguno de ellos marcó tanto la modernidad como el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Como establece György Lukács en su El asalto a la razón (1954), mucho antes de la propia era imperialista, Nietzsche anticipó la ideología que la burguesía en su época de decadencia utilizaría para oponerse a cualquier transformación social como respuesta a sus catástrofes, separando al individuo de cualquier intención de libre actividad emancipadora como colectividad. El aparente radicalismo de su filosofía fue instrumentalizado, como estímulo y como inspiración, por distintas corrientes que vincularon su parcial descontento con lo existente a una férrea oposición al materialismo histórico y a la perspectiva socialista.

Por estas razones, retomamos nuestra aproximación crítica a la filosofía y el pensamiento de Friedrich Nietzsche, cuyos fundamentos conservadores y antisocialistas ya hemos expuesto en Ideas de Izquierda (ver aquí y aquí). Volviendo a la cuestión del individuo en el marco del agotamiento del ciclo neoliberal, ampliamos en esta entrega la discusión sobre la concepción nietzscheana de la separación individuo/colectivo.

El individuo antirrevolucionario

Independientemente del ángulo desde el que se quiera mirar, podemos decir que en Nietzsche hay una clara escisión entre lo individual y lo colectivo, entre las dimensiones de lo personal y lo social. Para Nietzsche, lo individual está por encima de lo colectivo, y lo social se reduce a un escenario al servicio de los intereses de esta mónada individual -que en la esfera social se traduce en el sujeto dominante, o que pretende dominar al resto. Veremos más adelante que en la fase madura de su obra, la más animada por el irracionalismo monista del individuo, Nietzsche sostiene que la sociedad debe ser sacrificada para que los individuos más selectos puedan acceder finalmente a sus tareas superiores de desarrollo humano-cultural, sin importar el costo de reducir a millones de otros individuos -esa mayoría de la humanidad privada del privilegio de la voluntad de poder- “a esclavos, hombres imperfectos y meros instrumentos” (Más allá del bien y del mal, capítulo IX, § 258). La oposición de principios con el socialismo es manifiesta, en la medida en que la filosofía nietzscheana sólo ve la posibilidad de evolución individual con la negación de lo social.

En general, debido al carácter aforístico y a menudo contradictorio de sus escritos, Nietzsche –que escribía “no con palabras, sino con relámpagos”, como dice en Ecce Homo– es presentado como un filósofo radical con una visión crítica del mundo moderno. La oposición a los valores morales establecidos, la voluntad de luchar por lo que se considera verdadero más allá del bien y del mal, y el impulso irrestricto de la voluntad sobre los demás: estos atributos resultan atractivos para los que están descontentos con las miserias del capitalismo. Sin embargo, a pesar de la pertinencia de ciertas críticas, esta batería de antagonismos se coloca en confrontación frontal con la lucha por la emancipación de la humanidad frente al capital. Se trata de una crítica aristocrática del presente, conservadora en el sentido de retrotraer sus objetivos. El resultado en el terreno social es evidente: aunque la política no ocupa un lugar central en sus reflexiones, toda su filosofía está cargada de un enfrentamiento frontal con el socialismo. Tiene, por tanto, un contenido reaccionario.

El socialismo, de hecho, sería para Nietzsche la trituradora de personalidades, precisamente porque su perspectiva es la emancipación social de todos los individuos oprimidos, mediante la acción de los propios oprimidos. La acción sería, en principio, una exigencia encomiable para un filósofo que concede tanta importancia al mito fáustico, al axioma de que al principio de todo sólo existía la acción. No por otra razón, Nietzsche desprecia toda restricción moral como freno a la actividad que aspira al poder (la Voluntad de Poder del sujeto de dominación, que puede ser personal o de un jefe de Estado). Esto explicaría el “alto y noble fin” del ser vivo. Sin embargo, cuando se trata de la acción de las masas, ella misma se vuelve despreciable. En sus Consideraciones intempestivas, Nietzsche arremete contra la historia escrita por la actividad de las masas: “Sólo desde tres perspectivas me parece que las masas merecen una mirada: una, como copias descoloridas de los grandes hombres, impresas en papel malo y con planchas gastadas; luego, como obstáculo contra los grandes; y por último, como instrumentos de los grandes; por lo demás, ¡llevadlo al diablo y a la estadística!” (Segunda consideración extemporánea, § 9).

En rigor, Nietzsche ni siquiera considera que la acción de masas promovida por los socialistas prosperaría para mantenerlas cohesionadas como fuerzas, porque el pueblo “se hundiría en lo egoístamente pequeño y miserable, en la osificación y el amor propio”, se desintegraría y dejaría de ser pueblo, creando “hermandades con el propósito de saquear a los no hermanos, y creaciones similares de vulgaridad utilitaria”. Esta pulverización fatalista de las masas en “nuevos sistemas de egoísmo individual” sugeriría una lucha redentora contra la influencia socialista y la ilusión de lo colectivo. En el apartado “Una mirada al Estado”, de su obra Humano, demasiado humano (1878), el filósofo alemán dice:

El socialismo es el hermano menor fantasioso del despotismo casi decrépito, del que quiere ser heredero; sus aspiraciones son, por tanto, reaccionarias en el sentido más profundo. Porque el socialismo desea una plenitud de poder estatal como sólo el despotismo ha poseído jamás - en efecto, supera a todo el pasado en la medida en que aspira a la aniquilación completa del individuo, que se le aparece como un lujo injustificado de la naturaleza, que debe ser transformado y mejorado por él en un órgano de la comunidad adecuado a sus fines (Humano, demasiado humano I, capítulo VIII, § 473).

Tal peligro de aniquilación del individuo es la tarea cotidiana del modo de producción capitalista, ya que asfixia la vida de millones de individuos hasta nada más que el trabajo como imposición, y trata el plustrabajo como si fuese sinónimo de plusvalía. Por otra parte, para Nietzsche, este mismo peligro se encontraba en las revoluciones, que aniquilaban al individuo aristocrático. Es evidente que existe una doble semántica cuando concebimos al individuo según Nietzsche, y al individuo según los socialistas.

De hecho, Nietzsche vivió en el último periodo del desarrollo ascendente del capitalismo, que implicó graves crisis y guerras, como preludio de la era imperialista. Vio la Europa de la segunda mitad del siglo XIX, ya dinamizada económicamente por la Revolución Industrial y socialmente por el relámpago de la Revolución Francesa, una sociedad dividida en clases sociales que pasó por la Primavera de los Pueblos y la Comuna de París. Nietzsche participó personalmente de algún modo en algunos de estos momentos decisivos. A los 26 años, sirvió en el ejército de Otto von Bismarck como ayudante de enfermería durante la guerra franco-prusiana de 1870, que conduciría no sólo a la unificación alemana, sino también a la Comuna de París. A pesar de su breve participación, esta experiencia dejó una huella indeleble en su pensamiento, especialmente por su preocupación por la renovación cultural alemana. En cartas de esta época, el filósofo alemán cultivó la esperanza de que las virtudes militares pudieran canalizarse desde el campo de la política hacia tareas culturales, como escribió a su amigo Carl von Gersdorff.

Pero la Comuna también generó fuertes sentimientos políticos en Nietzsche: su reacción fue decididamente negativa hacia el primer gobierno obrero de la historia. Es posible que esta postura estuviera influida por el momentáneo patriotismo alemán que dominaba el país unificado, pero sobre todo por la percepción aristocrática de la tragedia que la revolución en Francia iba a suponer para el patrimonio cultural europeo. En una carta a Wilhelm Vischer, fechada el 27 de mayo de 1871, Nietzsche afirmaba que fue el “peor día de su vida”, cuando creyó como cierta la información falsa de que los comuneros habían incendiado el museo del Louvre.

En El nacimiento de la tragedia, la primera obra de Nietzsche, publicada en 1872 tras la Comuna de París, el filósofo alemán muestra su temor a que el individuo social (y no la individualidad monista de la aristocracia) vincule su conciencia con la acción de superar su condición actual. En sus propias palabras, cargadas de un sombrío presentimiento, dice:

Debemos tener en cuenta: la civilización alejandrina [moderna] necesita una casta de esclavos para existir y durar: pero niega, en su consideración optimista de la existencia, la necesidad de tal casta, y por lo tanto, cuando el efecto de sus bellas palabras de seducción y apaciguamiento sobre la “dignidad del hombre” y la “dignidad del trabajo” se haya agotado, se encontrará gradualmente con una horrible aniquilación. No hay nada más terrible que una casta bárbara de esclavos que han aprendido a considerar su existencia como una injusticia y que preparan la venganza, no sólo para sí mismos, sino para todas las generaciones (El nacimiento de la tragedia, § 18).

Quizás esta última apreciación pueda leerse como la conclusión de Nietzsche sobre la Comuna, que Marx saludó como “un gobierno de la clase obrera, el producto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política finalmente encontrada para llevar a cabo la emancipación económica del trabajo”.

Así, aunque tuviera ciertas críticas hacia el Estado como factor que paralizaba las realizaciones en el ámbito cultural y artístico, la desconfianza de Nietzsche se dirigió siempre hacia los movimientos obreros, con la convicción de que las reivindicaciones de igualdad y justicia social que caracterizan a los movimientos de emancipación de la clase obrera eran incompatibles con el compromiso que Nietzsche consideraba necesario para la elevación de la cultura. En otras palabras, el filósofo alemán vinculó implícita y explícitamente su ataque al colectivo con su ataque al concepto socialista, un proyecto de sociedad superior cuyo núcleo –la liberación de la humanidad y la sustitución de la humillante dependencia material por una planificación racional y armoniosa entre la naturaleza y las necesidades humanas– es visto por Nietzsche como un peligro para la división jerárquica de la sociedad entre explotadores y explotados, base acreditada de toda elevación de la cultura.

En la sección “La ilusión en las doctrinas subversivas” de Humano, demasiado humano, Nietzsche recurre a la Ilustración francesa, a la que considera predecesora del socialismo del siglo XIX (y a los innombrables Marx y Engels), para negar el espíritu revolucionario en ella. La libertad del individuo se relaciona aquí con la moderación y la oposición a cualquier cambio brusco en la sociedad:

Hay fantasiosos políticos y sociales que llaman ardiente y elocuentemente a la subversión de todo el orden, en la creencia de que el orgulloso templo de la belleza humana se levantará inmediatamente por sí mismo. En estos peligrosos sueños aún resuena el eco de las supersticiones de Rousseau, que cree en la bondad primordial de la naturaleza humana, como enterrada, culpando de este entierro a las instituciones de la civilización, la sociedad, el Estado y la educación. Por desgracia, es bien sabido por la experiencia histórica que toda subversión de este tipo reaviva las energías más salvajes, los horrores y las extravagancias enterradas desde las edades más remotas [...] No es la naturaleza moderada de Voltaire, inclinada a la regulación, la purificación y la reconstrucción, sino las locuras apasionadas y las medias mentiras de Rousseau las que han excitado el espíritu optimista de la revolución, contra el que grito: Ecrasez l’infâme! [¡Aplastad al infame!]». Cuando la perfecta resolución intelectual e investigadora, es decir, la libertad de espíritu, ha sido introyectada en el carácter, produce moderación, y muestra la inutilidad y el peligro de todos los cambios repentinos (Humano, demasiado humano, capítulo VIII, § 463).

La amenaza que representa lo colectivo para el proyecto individualista de Nietzsche está en la propia evolución de las herramientas de comunicación e interpretación humanas. En el último capítulo de Más allá del bien y del mal, Nietzsche trata de dilucidar el problema de lo que es noble, aclarando primero lo que es innoble, es decir, lo que no es noble. La historia del desarrollo humano, de las civilizaciones y de las naciones, se basa en el acercamiento cada vez mayor de individuos que comparten las mismas experiencias. Este compartir experiencias similares es la base del desarrollo del lenguaje, de los signos y del propio habla, para que la necesidad uniera a seres humanos que expresaban deseos similares a través de símbolos similares. Esta creciente facilidad para comunicar la necesidad, basada en experiencias cotidianas comunes, habituales, ordinarias, acercó a los seres humanos, pero a costa de reducir su actividad, según Nietzsche, a lo mediocre, a lo fácilmente comprensible por cualquiera. Para el filósofo alemán, esta “negación de lo extraordinario, lo único, lo incomprensible, lo refinado y lo selecto en la actividad humana” en nombre de la evolución a través de lo que es “semejante, lo ordinario, lo mediocre, lo gregario”, es lo innoble. Para Nietzsche, los no nobles serían aquellos que renuncian al refinamiento individual, a la incomprensión de lo extraordinario, en nombre de la dilución en la mediocridad social. Lo noble, entonces, debería ser lo contrario de esto.

¿Qué significa aún hoy para nosotros la palabra noble? No es a través de sus acciones que un hombre se muestra noble –las acciones son siempre ambiguas, siempre inescrutables–; tampoco es a través de sus obras. Es a través de la creencia que determinamos decisivamente su escala en la gradación social, es a través de esa certeza fundamental que un alma noble tiene de sí misma, en otras palabras, el alma noble es la que se reverencia a sí misma, la que se ve a sí misma como creadora de valores (Más allá del bien y del mal, capítulo IX, § 268).

En otras palabras, la dimensión colectiva significa la degradación ordinaria de las capacidades del individuo, la anulación de las individualidades, que de hecho siempre se han basado en la cooperación para desarrollar todas las capacidades de la personalidad humana.

De este modo, los fundamentos filosóficos con los que Nietzsche entiende y ordena la realidad operan de manera diferente según se trate del individuo (limitado a su cuerpo físico) o de la sociedad: el cambio en el individuo es visto positivamente, el cambio en la colectividad es visto negativamente, porque el individuo sólo puede evolucionar contra los demás.

Vemos aquí uno de los ángulos de la separación entre lo individual y lo colectivo en Nietzsche, que tenía raíces filosóficas más profundas, tributarias de una interpretación muy particular de la cultura de la Antigua Grecia.

El retorno a lo helénico: entre la cultura y lo extemporáneo

En un artículo titulado “Sobre la filosofía del superhombre”, Trotsky señala que Nietzsche tenía el temor interno de que la masa de esclavos asalariados de la industria moderna se imbuyera de su moral y llegara a considerarse indigna de la condición de mero factor de explotación en el trabajo cotidiano, gris y productivo. La dinámica del “superhombre” no estaba reservada a esta masa. La subalternidad de los que trabajan (víctimas del tripalium, el instrumento romano de tortura que se convirtió en la raíz de la palabra “trabajo”) traía consigo la posibilidad de la insurrección, una especie de “superación de sí” incompatible con la ansiedad de Nietzsche sobre la elevación selectiva del individuo. Trotsky dice:

Para toda la humanidad, no sólo no es necesario seguir la “moral de los amos”, creada para los amos y sólo para los amos, sino que, por el contrario, a toda la gente corriente, a los no superhombres, se les exige que “realicen tareas ordinarias, en filas cerradas”, obedeciendo a quienes nacieron para llevar una vida superior. Se les exige que encuentren la felicidad en el cumplimiento concienzudo de las obligaciones que les impone la existencia de la sociedad, en cuya cúspide se encuentra el ínfimo número de “superhombres”. La idea de que las “castas” inferiores deben encontrar satisfacción moral en el cumplimiento de su servicio a los grandes no es algo particularmente nuevo...

La moral de los amos que Nietzsche no extiende para la inmensa mayoría de los individuos humanos es la moral aristocrática que fundó la sociedad culturalmente rica de la Antigua Grecia –y, más en general, la sociedad de la cuenca mediterránea en la Edad de Bronce, tal como se retrata en el ciclo homérico que va de la Ilíada a la Odisea, y en la tragedia ateniense del siglo V antes de nuestra era. En esta cultura, el bien y el mal no se clasificaban según la moralidad, sino según la fuerza. En Humano, demasiado humano, en la entrada sobre la “doble historia del bien y del mal”, Nietzsche se basa en la cultura griega para decir que quien tiene el poder de devolver bien por bien, y de vengarse del mal causado causando el mal, es llamado bueno, y el impotente, que carece de la fuerza para la justa retribución, es llamado malo. Dice que:

bueno y malo significaron durante mucho tiempo lo mismo que noble y vil, amo y esclavo. El enemigo no se consideraba malo en la medida en que podía corresponder con la misma moneda. En Homero, tanto los troyanos como los griegos son considerados buenos. No se considera malo a quien nos hace daño, sino a quien es despreciable” (Humano, demasiado humano, capítulo II, § 45).

Este planteamiento social es ya fruto de una comprensión aristocrática del mundo.

Si hay un cambio colectivo que Nietzsche desea, es un retorno al pasado helénico, a la exacerbación de la estratificación social. Hablamos de un retorno al universo griego de la Antigüedad, cuna apoteósica de la vida aristocrática. Nietzsche sentía especial predilección por la cultura, la mitología y la filosofía de la antigua Grecia, conocía a los filósofos y los debates de las escuelas de pensamiento griegas. Estudió tanto a los pensadores llamados “presocráticos” o preplatónicos –entre ellos Tales, Anaximandro, Heráclito, Anaxágoras, Empédocles y Demócrito, sobre los que escribió en 1873 en La filosofía en la edad trágica de los griegos– como a las figuras clásicas de la tríada Sócrates, Platón y Aristóteles –con los que más dialoga en sus obras, y a menudo con posturas contradictorias, incluso penosas, siendo Sócrates el principal ejemplo–. En muchos pasajes de su obra podemos ver el carácter agónico de la relación del filósofo alemán con el personaje de Sócrates, criticado por Nietzsche como enemigo plebeyo del arte trágico y la ética griegas, agente de la disolución de lo instintivo y lo mítico en favor de la plenipotencia de la razón, pero que al mismo tiempo cosecha una asombrada admiración por parte de Nietzsche, hasta el punto de considerarlo “tan cercano a mí que casi siempre tengo que luchar contra él”.

En Nietzsche, este afán por lo helénico, por la resurrección de una sociabilidad inspirada en la Antigua Grecia, le movió a escribir diligentemente en defensa de la remodelación de la sociedad moderna a la manera de los griegos, incluso en su aspecto ético-moral. El desarrollo de la sociedad en la segunda mitad del siglo XIX generó nuevas ideas que correspondían a un individuo determinado, cuyas opciones ético-morales no satisfacían a Nietzsche. Lo mejor sería reconstituir la virtud de la sociedad aristocrática de la Antigua Grecia, y sustituir la moral heredada de la tradición judeocristiana por la moral de la aristocracia esclavista griega: una moral individualista, que valoraba la valentía y el coraje, que asociaba al fuerte con lo bueno y al débil e indefenso con lo malo y perverso, que sentía aversión por las vías pacíficas e idolatraba la guerra como camino hacia la gloria y la superación personal.

Nietzsche se aprovecha de un modo un tanto extemporáneo de la cultura social griega para separar lo individual de lo colectivo en tiempos de la industrialización capitalista y de la lucha de clases entre obreros y burgueses, y para oponérseles con decisión. En Humano, demasiado humano, Nietzsche también desarrolla esta separación jerárquica, y reduce las dimensiones del compromiso social a un intercambio de valores entre sujetos aristocráticos, que nada deben a la sociedad “inferior” a ellos. Aquí, el filósofo alemán establece el apotegma según el cual sólo puede haber justicia entre iguales:

La justicia (igualdad) tiene su origen entre poderes iguales, como bien comprendió Tucídides: es decir, tiene su origen allí donde no puede reconocerse una supremacía clara [...] cada parte satisface a la otra, y cada una recibe de la otra lo que más aprecia. La justicia, por tanto, es recompensa e intercambio basados en un grado similar de poder [...] no sentimos injusticia cuando la diferencia es demasiado grande entre nosotros y otra criatura (Humano, demasiado humano, capítulo II, § 92).

Para Nietzsche, sólo puede haber justicia e igualdad entre los que son iguales en el poder, entre fracciones de la clase dominante -en términos marxistas- y no debe haber igualdad entre los fuertes y los débiles, los poderosos y los impotentes, o entre la clase opresora y la clase oprimida. Como ilustración, señala que los griegos no criticaron a Jerjes, el rey persa que se enfrentó a ellos en la Segunda Guerra Médica, cuando eliminó cruelmente a los súbditos que se le oponían, porque había una enorme diferencia de poder entre ellos (ídem, capítulo II, § 81). Esta forma de ver lo bueno y lo malo, la diferencia de derechos entre el sujeto de poder y las demás criaturas llamadas “inferiores” son aspectos centrales del individualismo aristocrático nietzscheano, que es extremadamente antisocialista si lo consideramos desde esta perspectiva.

La escisión de principios entre lo individual y lo colectivo que impulsa a Nietzsche entra en su propia aplicación de los principios de la sabiduría helénica. Esa superación permanente de uno mismo que Nietzsche valida para el individuo (hasta llegar al Superhombre, el más allá del hombre, el ideal del individuo nunca satisfecho de avanzar) se convierte en su contrario cuando se trata de la sociedad existente, que para Nietzsche no debe ser superada de ninguna manera. Esta completa separación entre lo individual y lo colectivo, y la subordinación de lo social a lo personal, está en la raíz del carácter extremadamente conservador y reaccionario de su filosofía. Veamos cómo se expresa esto en su filosofía. Nietzsche tiene una afinidad nominal explícita con los principios de Heráclito de Éfeso, filósofo presocrático conocido entre nosotros por su lema “Todo fluye”. Heráclito dejó extractos filosóficos sobre los principios básicos del movimiento que más tarde utilizarían muchos pensadores, entre ellos dialécticos como Hegel y Marx. Heráclito subrayaba que todo lo que veía en el mundo estaba llegando a ser, se estaba convirtiendo, era el ser-otro permanente de la naturaleza. Lo veía de forma positiva y no como una maldición, como Anaximandro, que lamentaba la “maldición del devenir” como un castigo del cosmos por los errores humanos. Heráclito respondió a esto: “No veo nada más que el futuro. No te engañes. Es tu miopía, y no la esencia de las cosas, lo que te hace creer que ves tierra firme en algún lugar del mar del devenir y del perecer. Usas los nombres de las cosas como si tuvieran una duración rígida: pero ni siquiera el río en el que entras por segunda vez es el mismo en el que entraste la primera”. Para Heráclito, el mundo carece de permanencia, de indestructibilidad, de ausencia de cambio; por el contrario, existe una total inconstancia de todo lo efectivo. Por ello afirma que es de la guerra de contrarios de donde surge todo devenir, por lo que considera que la guerra es necesaria.

Nietzsche aprobó explícitamente estos principios, al menos cuando se referían al individuo. En su última obra, Ecce Homo (1888), Nietzsche elogió a Heráclito. Diciendo que no había encontrado ningún filósofo con “sabiduría trágica”, añade: “Me queda una duda sobre Heráclito, en cuya proximidad me siento más cálido, siento más bienestar que en ningún otro lugar. La afirmación del perecer y de la aniquilación, lo decisivo en una filosofía dionisíaca, el decir sí a la contradicción y a la guerra, el venir-a-ser- en esto tengo que reconocer lo más cercano a mí que se ha pensado hasta ahora” (Ecce Homo, § 3).

Pero cuando se trata de sistemas sociales y estatales, este eterno placer del devenir desaparece en Nietzsche. Al contrario, advierte contra todo devenir social, el peligro de la transformación de lo colectivo, de la sublevación de esclavos insurrectos que descubren la injusticia de su existencia y quieren acabar con ella, como vimos a propósito de la Comuna de París. Hablando contra los falsos “espíritus libres”, esclavos de las ideas democráticas, en Más allá del bien y del mal (1886), dice:

Son lo contrario de lo que proponen nuestras intenciones e instintos: pertenecen a la naturaleza de los niveladores [levelers, la plebe revolucionaria de la Revolución Puritana en Inglaterra], no son libres, son ridículamente superficiales, especialmente en su innata parcialidad por ver la causa de todo fracaso y de toda miseria humana en las viejas formas en que existía la sociedad –¡noción que felizmente invierte la verdad! Lo que con gusto conseguirían con todas sus fuerzas son las verdes praderas del rebaño universal, junto con la seguridad, la comodidad y el alivio de la vida para todos; sus dos sonatas y doctrinas más coreadas son “Igualdad de derechos” y “Simpatía por todos los sufrientes” – y el sufrimiento mismo es visto por ellos como algo que debe ser absolutamente eliminado [...] Creemos en la severidad de la miseria humana ... Creemos que la severidad, la violencia, la esclavitud, el peligro en todas las calles y en el corazón, el secreto, el estoicismo, el arte de los tentadores y los diabólicos de todo tipo - creemos que todo lo que es perverso, terrible, tiránico y depredador sirve a la elevación de la especie humana tanto como su contrario (Más allá del Bien y del Mal, capítulo II, § 44).

Se deja de lado ese amor al devenir, a la perdición y aniquilación de las formas del que hablaba Heráclito. Se condenan las transformaciones revolucionarias de las sociedades humanas por el hecho mismo de que sirven para acabar con los rastros más salvajes de la explotación y la opresión, que según Nietzsche son las condiciones en las que “la planta humana ha crecido con más vigor hasta la fecha”.

La guerra como elixir de la degeneración social

El odio a la dimensión colectiva como envilecimiento de las adquisiciones culturales conduce a la idea de que las guerras son favorables a los seres humanos que quieren elevar la cultura. En una de sus conversaciones con Johann Peter Eckermann, Goethe –el más grande escritor alemán, muy admirado por Nietzsche– dice una frase que marcó profundamente la obra de Nietzsche, y que aparece explícitamente en El nacimiento de la tragedia en 1872. Eckermann recoge esta conversación con Goethe en 1828. En ella, el gran poeta hizo una valoración de Napoleón Bonaparte, el general francés que cambió la faz política de Europa con sus campañas y triunfos militares, y a quien Goethe había conocido en 1808. A partir de este encuentro, Goethe sugiere que la guerra es una forma de productividad, y que la acción es tan importante como las obras escritas para la evolución histórica de la humanidad. “Napoleón fue uno de los seres humanos más productivos que jamás hayan existido; vivió como un semidiós, recorrió el mundo de batalla en batalla, y de victoria en victoria, y puede decirse de él que vivió en un constante estado de inspiración; sí, amigo mio, no sólo a través de poemas y obras de teatro se puede ser productivo, también existe una productividad de hechos”. Nietzsche adaptaría esta reflexión a sus propios fines. La guerra sería esta productividad de los actos que desempeñaría el papel de inspiración creadora a través de la violencia que regenera.

La inspiración guerrera de la filosofía de Nietzsche también procedía de la antigua Grecia. Heráclito, que ya había inspirado a Nietzsche en su concepción del devenir, consideraba que la polaridad del devenir y el perecer era el desdoblamiento de una fuerza única en dos actividades cualitativamente opuestas, que luchaban por reunificarse. Por tanto, la guerra de cada una de las cualidades o virtudes en la tierra tenía una función: de la guerra de contrarios nace todo devenir. Heráclito afirmaba esto en el sentido de que aquellas cualidades que nos parecen duraderas sólo expresan la preponderancia momentánea de uno de los opuestos, una lucha que dura toda la eternidad. En Humano, demasiado humano, Nietzsche combina a Heráclito y a Goethe para encontrar la virtud de todas las guerras en la sociedad moderna: “Una humanidad muy cultivada y, por tanto, necesariamente debilitada, como vemos en la Europa moderna, necesita no sólo guerras, sino las guerras más grandes y terribles, recaídas ocasionales en la barbarie, antes de que, por la existencia de la cultura, pierda su cultura y su existencia misma” (Humano, demasiado humano, capítulo VIII, § 477).

El odio impersonal y el exterminio con buena conciencia, típicos de las guerras, eran para Nietzsche el medio de revigorizar la cultura de un país a costa de destruir las sociedades rivales. Fue en la rivalidad y en el impulso destructivo donde el filósofo alemán encontró el elixir de la regeneración. De ahí su admiración por figuras militares, o sujetos de dominación, como César, Alejandro Magno y Napoleón Bonaparte. Para Nietzsche, la tensión productiva de la guerra contrastaba directamente con el deseo de cooperación armoniosa entre los seres humanos. Si la ausencia de guerra genera degeneración, los instintos más salvajes del individuo no pueden ser coartados por el sentimiento comunitario y armonioso de la sociedad. Nietzsche postula que la cooperación crea una especie animal que depende de los demás, que es cooperativa en lugar de combativa, que prefiere vivir siempre que sea posible sin luchar. Este sería el camino hacia la degeneración de la especie.

Se trata de un ataque a la cooperación y colaboración del trabajo humano. Es una lectura errónea que se esfuerza por ocultar la creciente unidad entre cooperación y combate entre los trabajadores que entraron en el terreno de la lucha de clases y construyeron sus organizaciones políticas y sindicales, sus huelgas y manifestaciones contra los gobiernos capitalistas, e incluso sus revoluciones contra las guerras, como en la Comuna. No fue la violencia de los amos, sino la violencia organizada de los esclavos insurgentes la que desempeñó un papel creador en la historia, como dijo Engels. Es la violencia revolucionaria de las masas –la inadmisible para Nietzsche–, mediada por un programa bien elaborado y una dirección consciente, la que puede acabar con la barrera que los capitalistas levantan contra la generalización y el desarrollo de la cultura en todos sus aspectos.

Se trata de una manifestación de la polaridad entre las dimensiones de lo individual y lo social para Nietzsche: la primera admite el máximo cambio, la segunda no admite más que la conservación. También llama la atención que, desde el punto de vista de la lógica filosófica, Nietzsche se delimite del método dialéctico, en el que el desarrollo de toda materia se produce a través del movimiento de los contrarios. Nietzsche es un enemigo declarado de la dialéctica, y no es difícil encontrar no sólo a Hegel, sino al propio Marx, a la sombra de sus críticas al método dialéctico socrático. En El crepúsculo de los ídolos (1887), en el que dedica un capítulo al problema, y relaciona con ello el método de examen de la dialéctica socrática. Con Sócrates, los griegos habrían llegado a saborear la dialéctica, antes evitada en la alta sociedad, que no estaba acostumbrada a ser interrogada sobre las razones de sus actos -el poder de la aristocracia esclavista ateniense le otorgaba el privilegio de no explicar por qué actuaba de tal o cual manera–. Nietzsche llegó incluso a decir que el sesgo moral de la filosofía griega, desde Platón en adelante, era el resultado de un amor patológico por la dialéctica (El ocaso de los ídolos, capítulo II, § 10), refiriéndose a los diálogos de Platón en los que Sócrates aparece como el agente para disolver el instinto y el inconsciente de la élite griega. Para Nietzsche, la herramienta de la dialéctica es el puñal en manos de los más pobres que quieren derribar el sistema social–“con la dialéctica, la plebe llega a la cima” (El ocaso de los ídolos, capítulo II, § 5). En la propia sociedad griega antigua, el conservadurismo nietzscheano pretendía castigar lo que consideraba una amenaza subversiva para el statu quo de la jerarquía social.

La sociedad subordinada al individuo

La discusión sobre la moral y los valores de la Antigua Grecia tuvo un aspecto decisivo en la forma en que Nietzsche abordó el problema de la edificación cultural de la humanidad. La sociedad griega estaba profundamente vinculada a la idea del gobierno por excelencia, por aquellos que superaban a los demás en cada una de sus tareas particulares. El término aristocracia está vinculado etimológicamente a la palabra aristos, que en griego significa el mejor; pero también recuerda el término aretê, que significa excelencia. El arte griego está repleto de episodios que retratan la excelencia de sus figuras ejemplares; de hecho, la aristeia es una de las convenciones dramáticas de la poesía épica, en la que un héroe en batalla realiza sus mejores jugadas contra sus oponentes y se vuelve casi invencible, prácticamente un dios (en la Ilíada, tales momentos ocurren con Aquiles contra los troyanos, así como con Héctor contra los griegos). Si lo trasladamos a la política, la aristocracia sería el poder de los que superan a los demás, el poder de los mejores, que en el caso griego siempre eran elegidos dentro de la élite esclavista. En su República, Platón propone un gobierno aristocrático formado por los mejores gobernantes, que en su imaginación serían los filósofos.

Influenciado por su particular lectura de los griegos, Nietzsche transpuso este concepto a todas las ramas de la actividad creativa humana, desde la cultura a la política, y asoció a los que serían los “mejores” con los económicamente dominantes. La cuestión es que el filósofo alemán utilizó la organización jerárquica de la sociedad esclavista griega para pensar en el mundo moderno, y ésta estaba directamente relacionada con la existencia de individuos señoriales que producirían riqueza cultural, y la sociedad de esclavos que trabajarían para mantener el ocio de los señores.

En Humano, demasiado humano, Nietzsche escribe:

Una cultura superior sólo puede originarse allí donde existen dos castas distintas de la sociedad: la de la clase obrera y la de las clases ociosas, es decir, la casta capaz de la verdadera ociosidad. Expresado en términos más duros, la casta del trabajo obligatorio y la casta del trabajo libre. El punto de vista de la división de la felicidad no es esencial cuando se trata de la producción de una cultura superior (Humano, demasiado humano, capítulo VIII, § 439).

La producción de cultura para Nietzsche está condicionada por la división de la sociedad en clases sociales, pero no sólo eso: la esclavitud es tratada como algo naturalmente relacionado con la producción intelectual. Según Platón y Aristóteles, los esclavos, trabajadores rurales de la Edad de Bronce en la región mediterránea, eran indispensables para que los patricios pudieran hacer filosofía y participar en la vida política. Esta división entre el trabajo manual y el intelectual fue traducida por Nietzsche en el arte de mandar y el arte de obedecer, y cuando esta doble actividad no funcionaba, cuando la subordinación ya no era posible, “una multitud de resultados maravillosos dejan de alcanzarse, y el mundo en su conjunto se empobrece”. En el último capítulo de Más allá del bien y del mal, titulado “¿Qué es lo noble?”, Nietzsche es aún más claro: “Toda elevación de la especie humana hasta la fecha ha sido fruto del trabajo de una sociedad aristocrática -y siempre será así-, una sociedad que cree en una gradación férrea de rangos y en diferencias de valor entre los seres humanos, y que exige la esclavitud de una forma u otra”. ¿Y cómo debe comportarse este selecto grupo de los mejores, esta aristocracia, frente a la sociedad? Nietzsche responde:

Lo esencial en una aristocracia buena y sana es que no debe verse a sí misma como una mera función de una comunidad, sino como su más alto sentido y justificación: debe aceptar de buen grado el sacrificio de una legión de individuos, que, en beneficio de esta aristocracia, deben ser suprimidos y reducidos a esclavos, hombres imperfectos y meros instrumentos. Su creencia fundamental debe ser precisamente que la sociedad no debe existir por sí misma, sino sólo como fundamento o andamiaje a través del cual una clase selecta de seres humanos pueda elevarse a sus tareas más elevadas, y en general a una existencia más elevada (Más allá del bien y del mal, capítulo IX, § 258).

A continuación Nietzsche concluye:

Evitar la injuria, la violencia, la explotación, poner la voluntad individual en armonía con la del otro: esto puede dar lugar, grosso modo, a una buena conducta entre los individuos cuando se dan las condiciones necesarias [...] Tan pronto, sin embargo, como se quiera generalizar este principio, e incluso convertirlo en el principio fundamental de la sociedad, se mostraría inmediatamente como lo que es: una Voluntad de negación de la vida, un principio de disolución y decadencia. Aquí hay que pensar profundamente y resistir a toda debilidad sentimental: la vida misma es esencialmente apropiación, violación, conquista del más débil por el más fuerte, supresión, severidad, intrusión de formas peculiares, incorporación y, para decirlo sin rodeos, explotación.

La justificación de la esclavitud como base fundamental de la cultura moderna es una forma de resignificar la separación entre lo individual y lo colectivo, mediante la subordinación violenta de la sociedad a los intereses personales del sujeto de poder. En La gaya ciencia (1882), Nietzsche sentó las bases de este pensamiento de forma más explícita:

Nos falta el antiguo colorido de la nobleza, porque a nuestro sentimiento le falta el antiguo esclavo. Un griego de ascendencia noble encontraría, entre su altura y esa última bajeza, unos grados intermedios tan enormes y una distancia tal, que apenas podría ver con claridad al esclavo: ni siquiera Platón lo vio plenamente. Es diferente con nosotros, acostumbrados como estamos a la doctrina de la igualdad entre los hombres (La gaya ciencia, Libro I, § 18).

La recuperación de la rica cultura griega se utiliza para adoptar una postura retrógrada en todos los ámbitos. Si lo mejor que ha dado la humanidad depende de la relación entre amo y esclavo –traducida en el antagonismo total entre lo individual y lo social–, la transición hacia futuros modos de organización social estaría prohibida. La única transformación posible es el retorno al pasado. Asimismo, el héroe debe ser el “señor”, el amo, y no las clases empobrecidas. No es de extrañar que Nietzsche ataque la idea del trabajador como sujeto social revolucionario de la época, un valor ajeno a la antigua sociedad aristocrática, en la que los patricios tenían la capacidad de producir culturalmente. Los griegos no veían la existencia –o la continuación de la existencia– como algo bueno en sí mismo, y puesto que el trabajo era visto como algo meramente estabilizador de la situación humana en la tierra, como algo no creativo, nunca podía ser celebrado. En Aurora (1881), considerada por Nietzsche una de sus obras más personales, el filósofo alemán afirma que el peligro es que lo mediocre se convierta en ideal, lo extraordinario en ordinario, lo que era lo más bajo y común, el obrero, en el modelo a seguir. Y el obrero no podría ser eso, porque es el hombre más peligroso, el hombre revolucionario, que debe ser contenido por quienes valoran la moderación frente a todo cambio brusco o estructural, que odian toda revolución.

La refundación del individuo en el marco de lo colectivo

Estas líneas son categóricas para comprender cómo Nietzsche crea un ambiente de desconfianza y hostilidad por parte del instinto individual frente a lo social, y desarrolla un odio explícito a la Revolución, al sujeto revolucionario, desprecio al trabajador como servidor necesario y veneración de la jerarquía social como hilo conductor de la cohesión social. Y aquí es necesario responder: ¿es la alta cultura humana producto de una sociedad aristocrática?

Nietzsche está definitivamente equivocado, cegado por su sesgada recuperación de los valores griegos. La cultura humana no se limita al eurocentrismo nietzscheano. Como dicen Marx y Engels, la cultura se multiplica en todas las civilizaciones y pueblos antiguos hasta nuestros días, y en sus particularidades específicas es símbolo de la riqueza del ser humano en cada continente y región de la tierra. Además, esta riqueza cultural, así como toda la riqueza material del ser humano en cada época, no fue resultado de meros “esfuerzos individuales” –aunque sin duda el individuo deja su huella–. Es fruto del trabajo cooperativo, de la cooperación laboral.

Este trabajo cooperativo y multiétnico, que involucra a mujeres y hombres, blancos y negros, trabajadores de todas las latitudes, se ha vuelto cada vez más complejo y más indispensable para la producción humana moderna. Quienes dan forma y construyen todo lo que existe en el mundo, los trabajadores, son fundamentales para esta construcción cultural de la humanidad. Imaginemos, por ejemplo, a los trabajadores mineros que extraen minerales como el litio, el silicio y otros, fundamentales para la fabricación de semiconductores modernos, esenciales para el desarrollo de altas tecnologías como la inteligencia artificial, el internet de las cosas y la computación en la nube –todos parte del general intellect. Lo que el socialismo levantó como bandera es la abolición de la obligatoria división entre trabajo manual e intelectual, en la batalla por una sociedad en la que todos los seres humanos puedan combinar las dos dimensiones en una, aumentando exponencialmente la capacidad de creación cultural y literaria, musical, artístico en todos los niveles, hasta el punto que se multiplicaran los Goethe, Shakespeare, Cervantes, Monet, Rembrandt, Beethoven, y la humanidad fuese capaz de acceder al genio de su propia especie.

Para lograrlo, está claro que la esclavitud elogiada por Nietzsche debe terminar: en nuestro caso, la esclavitud asalariada bajo el capitalismo. Los socialistas abordaron esto desde la perspectiva de reducir al mínimo posible el tiempo de trabajo socialmente necesario, lo que significaría la eliminación del trabajo como una imposición y el resurgimiento del trabajo como una necesidad vital, vinculando libertad y necesidad en una comunidad de productores libremente asociados. Una condición similar requiere que se supere la separación nietzscheana entre lo individual y lo colectivo, de modo que la humanidad alcance una forma distinta de individualidad en la que la condición para el enriquecimiento de las personalidades individuales sea el contacto íntimo y la colaboración con los demás. En otras palabras, se trata de refundar al individuo como parte del colectivo.

Corrigiendo el gran error de Nietzsche, es necesario concluir que el individuo que lucha por la transformación de toda la sociedad se transforma a sí mismo y avanza al unísono con ella.

 
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