Este promete ser un año cargado de debates sobre la dictadura, la llamada Transición a la democracia y las casi cinco décadas del régimen del 78. El gobierno de coalición prepara una cargada agenda de actos conmemorativos por el 50 aniversario de la muerte de Franco y la derecha trata de construir su propia versión de la fiesta.
Este miércoles, en la sede del Museo Reina Sofía, tenía lugar la ceremonia de inauguración de este ciclo que incluye un centenar de actividades como coloquios, exposiciones u homenajes. El discurso de Sánchez y las ausencias de la derecha y la Corona adelantaron el marco al que se intentará reducir la discusión.
Los habituales relatos sobre el idílico consenso y las contribuciones y generosas concesiones del antifranquismo, se complementan con versiones aún más conservadoras de una historia hecha por grandes hombres y, de forma creciente se le suma ahora un revisionismo histórico que abiertamente trata de rehabilitar la función modernizadora de la dictadura.
Por un lado, tenemos al PP y una miriada de figurones de la derecha - ex-socialistas como Joaquín Leguina, José Luis Corcuera o Rosa Díez, populares como Esperanza Aguirre, o intelectuales cavernarios como Fernando Savater, Juan Luis Cebrián, Albert Boadella o Federico Jiménez Losantos - que se oponen a toda conmemoración por considerar que solo puede traer una nueva división “de los españoles en dos bandos”.
La Zarzuela, con el desplante de Felipe VI contraprogramándose una recepción de embajadores el mismo día de la apertura de los actos del 50 aniversario, se ha sumado sin pestañear a este coro de “no reabrir heridas”. Nada nuevo bajo el sol, menos aún de una monarquía que no puede renegar de su principal padrino y valedor en la restauración de los Borbones en el trono hispano.
Tiene más novedad la resonancia que están llegando a tener los discursos de la extrema derecha - extendidos y cultivados por la legión de influencers de la manosfera - que directamente rehabilitan la dictadura como un pasado glorioso basado en el orden, la estabilidad de la tradición y un estado pseudo-benefactor que velaba porque no faltara un “trozo de pan blanco” en la mesa de cada familia española.
Lo burdo de esta postverdad rozaría lo ridículo, si no fuera por lo alarmante de encuestas como la de 40dB para El País, que señalaba que el 26% de los jóvenes entre 18 y 26 años considerarían al autoritarismo como un sistema preferible en “determinadas circunstancias”. Pero, mientras todo contrarrelato a esto sea el de “no reabrir heridas” o el cuento de la Transición modélica, estas ideas tienen gasolina para poder seguir extendiéndose como expresión reaccionaria de un descontento social creciente.
La línea oficial del gobierno “progresista” es tan poco novedosa que resulta hasta tedioso describirla. La dictadura habría comenzado su final con el entonces denominado como “hecho biológico”. La muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975 habría liberado las fuerzas retenidas que anhelaban construir un nuevo compromiso histórico entre los dos bandos enfrentados en la guerra civil.
Así, de manera casi harmoniosa, los dirigentes de la oposición, respaldados por movilizaciones pacíficas perfectamente representadas en ellos, lograrían forjar acuerdos con el grueso de las familias conservadoras provenientes del régimen en extinción. El resultado, el mejor de los posibles. Una democracia plena, camino de la integración europea y en puertas de cinco largas décadas de prosperidad ininterrumpida.
Este relato no se diferencia mucho del que tenemos en el otro lado del tablero, el de la derecha. Son relatos equivalentes, en los que se repiten los mantras del consenso, el diálogo, la generosidad… aunque ponen algo más el acento en el papel de los grandes hombres de Estado, en particular Suárez y Juan Carlos I, y no tanto en los de la oposición democrática.
No importa que este relato no se corresponda con la realidad. Nos lo han metido tanto en el currículum escolar, la industria cultural mainstream y los grandes medios de comunicación durante 50 años, que lo han convertido en otra enorme postverdad.
Lo cierto es que la dictadura entró en una crisis irreversible mucho antes de la muerte del dictador. Las distintas oleadas huelguísiticas arrancaron a mediados de los años 50 y fueron incrementándose en su extensión, profundidad y periodicidad en las décadas siguientes. La clase obrera se organizaba y luchaba desde la fábrica y el barrio, mientras la juventud lo hacía en las facultades, y muchos otros sectores populares engrosaban las filas de la oposición en la clandestinidad.
Esa enorme fuerza social se fue constituyendo en los años del llamado "milagro español" de los 60 y en los primeros compases de la crisis capitalista internacional de los 70 mantuvo una dinámica ascendente y a la ofensiva, avanzando las rentas del trabajo sobre las del capital y haciendo inviable la aplicación de políticas de ajuste por parte de los gobiernos de la dictadura y los dos primeros de la Monarquía. De hecho, no será hasta el 78, y tras la labor de control y desactivación de las luchas ofensivas por parte del PCE y el PSOE, que la crisis pudo comenzar a ser descargada sobre la clase trabajadora, y aún así no sin una resistencia que se extenderá durante toda la década de los 80.
El cénit de este proceso se produjo tras la muerte de Franco. El intento de la dictadura de sobrevivirse en un “franquismo sin Franco”, provocó el mayor ascenso huelguístico desde la guerra civil a comienzos de 1976. Y sí, el proyecto de Su Majestad fue inicialmente este: probar si la correlación de fuerzas daba para un régimen monárquico que conservase gran parte de las trazas autoritarias heredadas - nunca mejor dicho - del anterior. No le salió como pensaba. La calle se incendió y el ajuste que necesitaban los capitalistas era inaplicable sin avivar aún más las llamas.
Fue, por tanto, la lucha de clases, ese motor de la historia, el que hizo inviable el proyecto Arias y “convenció” al rey y a los franquistas que había que cambiar algo para que nada cambiara, poder comenzar así a descargar la crisis sobre la clase trabajadora y que esto no derivase en una situación como la que se había vivido en Portugal con la revolución de los claves o que se reabriera una crisis revolucionaria como la de los años 30.
Ese viejo fantasma revolucionario, expresado públicamente en los discursos de "no repetir otra guerra civil", fue el que unió en el espanto a los franquistas y la dirigencia de la oposición. Una política de desvío contrarrevolucionario de la lucha de clases que no fue una excepción ibérica, sino una política llevada adelante con el apoyo del imperialismo -especialmente el norteamericano- ante el ascenso revolucionario del 68-81 en distintos países para evitar que se desarrollasen procesos revolucionarios mediante una política de reformas parciales que mantuvieron lo esencial de los regímenes capitalistas y que después desataron un feroz ataque neoliberal contra la clase trabajadora.
Negar aquel enorme proceso de lucha de clases y sus potencialidades, es hoy la mejor condición para justificar que los resultados de aquella Transición fueron los únicos posibles. Ahora bien, no todos los que reproducen el relato oficial son tan osados como el PSOE, que casi reduce a la anécdota irrelevante lo que pasaba en las fábricas, facultades y barrios. El PCE, Sumar o Podemos, están dispuestos a reconocer que la dictadura cayó por la fuerza de la movilización.
Eso sí, para rebajarle el peso a esta movilización hasta encajarla teleológicamente en los resultados finales. Así la llamada “ruptura pactada” era el único final progresivo posible. Era todo lo máximo que se podía lograr con el nivel de movilización alcanzado. No había alternativa.
Esta "ruptura pactada" no solo implicó la renuncia a la república, el derecho de autodeterminación y el juicio y castigo al aparato represor del Estado franquista, algo que hasta los reformistas reconocen.
La parte que se olvidan es que no fue solo "insuficiente", sino que fue el preludio del descargue brutal de la crisis de los 70 sobre la clase trabajadora por medio de los Pactos de la Moncloa y la contención de las direcciones sindicales bajo la línea del PCE y el PSOE. Y pasan por alto que las direcciones y cuadros de ambos partidos tuvieron que dejarse la piel -y en el caso del PCE llegar casi a su semi desaparición - para hacer tragar estos sapos al movimiento obrero.
A Pablo Iglesias, cuando impulsó Podemos, le encantaba hacerse suya la famosa cita de Vázquez Montalban de que se hizo todo lo que permitió “la correlación de debilidades”. Una singular fórmula empleada para justificar la política de entregas del PCE. Si este tuvo que avenirse a un acuerdo con los franquistas es porque las luchas sociales no alcanzaron la fuerza suficiente para transformaciones más ambiciosas, como si esta correlación de fuerzas viniera dada de entrada y no fuera algo que se construye o deconstruye.
En otras palabras, Iglesias como el grueso de la historiografía que se mantiene en los límites del relato oficial, obvia por completo el rol de la política del PCE y las direcciones del antifranquismo para impedir que esta movilización social se desarrollara, sobre todo a partir de la posibilidad de ser aceptados dentro del proyecto de la reforma de Suárez.
Recientemente, en una conversación con el historiador Emanuel Rodríguez en Canal Red,
Iglesias defendía nuevamente el papel del PCE contra quienes señalan su política como una “traición”.
Emplea para ello la falacia de que hicieron lo que avisaron que venían a hacer, en referencia a su política de reconciliación nacional aprobada ya en 1956. Sin embargo, el PCE fue mucho más a la derecha todavía. No solo en las concesiones democráticas ante los franquistas, sino siendo la pieza clave para que pasara el mayor ajuste antiobrero desde la posguerra, en forma de pérdida de salarios y paro de masas.
Iglesias vuelve a insistir en la tesis de que no había suficientes fuerzas sociales organizadas para impedir que el resultado fuera distinto del alcanzado, esta vez poniendo peso en la falta de medios de comunicación o posiciones del Estado conquistadas más allá de las político-electorales. Pero lo más interesante, es que su defensa del PCE no deja de resonar a una cierta autojustificación de su propia trayectoria. No obstante, Iglesias ha sido el protagonista de una de esas repeticiones de la historia en forma de farsa de las que hablaba Marx.
Si el PCE de Carrillo, tras el 20 de noviembre, se negó a llevar adelante su propia hoja de ruta de huelga general y gobierno provisional, en favor de una salida negociada y el control (primero) y desactivación (después) de la movilización obrera y popular… El Iglesias post 15M constituyó un dispositivo político-mediático - no sin la ayuda de grupos como Anricapitalista por cierto- para acabar de desactivar la movilización social - previamente conducida a un callejón sin salida por el rol de las burocracias sindicales - y orientarla a la conquista de espacios político-electorales, a cambio de ser aceptado en el proyecto de restauración progresista del Régimen del 78 que lidera, todavía, el PSOE.
Recuperar las enormes experiencias y lecciones de los años 70, los intentos del movimiento obrero, junto a la juventud y los primeros movimientos sociales, por acabar con la dictadura y sus restos, por resolver la crisis de los 70 a costa de los capitalistas, y sacar a la luz el rol jugado por las direcciones reformistas para pacificar las empresa y calles, restablecer la legitimidad del Estado y, a partir de ella, sentar las bases de la ofensiva neoliberal de los 80 y 90, deben ser las piedras angulares de otro 50 aniversario totalmente opuesto a las diferentes versiones que quieran hacer la derecha o la izquierda del régimen. A esto nos dedicaremos desde estas páginas a lo largo de este 2025. |