No llegó a vivir dos años. Se llamaba Benjamín. Apareció asesinado en un descampado de Ostende, en la esquina de Gaona y Víctor Hugo. El hallazgo, de por sí macabro, resultó doblemente macabro, pues los bichos carroñeros en ese terreno baldío habían empezado ya a dar cuenta de su cuerpo inerte. El primer sospechoso fue Leonardo Aguilera, de treinta años, a quien la madre de Benjamín, Claudia Ayala, de veintidós, señaló como violento y como alcohólico y como matador de su propio hijo. Pero Aguilera estaba lejos de ahí cuando el crimen se cometió. Las sospechas, probada esa circunstancia, pasaron a recaer sobre la misma Claudia Ayala: que fue ella, la madre, la que le habría quitado la vida a Benjamín.
Consultados los vecinos, revelaron que era frecuente que esta madre golpeara al chico: lo escuchaban, lo sabían. No dijeron, sin embargo, por qué razón no dieron aviso, por qué razón no hicieron denuncias; era obvio que un nene tan chico no podía acudir a las autoridades, ni mucho menos hacer marchas en las calles para defender sus derechos avasallados. Tal vez les pareció, como a tanta gente le parece, que no es tan grave que se pegue a los chicos, que es un método educativo entre otros, que una madre con su hijo tiene derecho a proceder como mejor le cuadre, y nadie tiene por qué meterse. Habrán supuesto, probablemente, que no se le iba a ir la mano. Como si el primer golpe, el primero de todos, el que todavía no mata, no fuese ya un irse la mano, un exceso inadmisible, un acto de ferocidad. |