Tras la publicación de un estudio de la Universidad de La Plata, que encontró restos del agroquímico en productos de algodón como tampones y gasas, vuelve a instalarse la discusión sobre el glifosato. Pero la verdad sobre el herbicida que ha hecho ganar millones a multinacionales y dueños del campo, se esconde tras una maraña de mentiras y negociados.
El glifosato es un herbicida desarrollado en la década de los 70s, ampliamente utilizado por sus efectos tóxicos para la mayoría de las plantas. Es también un gigantesco negocio, que asociado al cultivo de soja transgénica significó una ganancia millonaria para la multinacional Monsanto, proveedora de las semillas de soja modificada capaces de resistir la toxicidad del glifosato.
Monsanto, la multinacional norteamericana que fue la principal encargada de su comercialización, creó casi una máquina de fabricar dinero: vender el herbicida más potente y, al mismo tiempo, una semilla genéticamente modificada capaz de sobrevivir a su aplicación; la llamada “soja RR”. Esta relación entre producto químico y cultivo era un negocio redondo también para los dueños de los campos: un herbicida barato, un cultivo poco exigente y grandes ganancias rápidas.
Pero para garantizarse este negocio Monsanto tenía que “demostrar” que el glifosato no era tóxico. Para esto, encargó una serie de estudios, que pasó sin mayores problemas. Hasta que una investigación de una Corte norteamericana encontró que los estudios encargados por la empresa al laboratorio “Industrial Bio-Test Laboratories” habían sido fraguados. Un tiempo después, otra investigación demostró que los estudios realizados por los laboratorios “Craven” habían sido también fraudulentos. A pesar de estos hallazgos, y de las condenas a laboratorios y científicos involucrados, la empresa no sufrió mayores complicaciones legales.
Durante décadas, Monsanto realizó sus negocios con total tranquilidad, inundando de glifosato enormes extensiones de campos que pasaban a producir sólo soja, y rociando, de paso, los pueblos asentados a su alrededor. Y durante décadas aseguraron que el glifosato era escasamente tóxico, que no causaba cáncer ni afectaba el ecosistema.
La Argentina, ahogada en un mar de soja
En nuestro país la historia fue similar. El gobierno de Carlos Menem, en 1996, aprobó la soja RR promocionada por Monsanto, el primer cultivo transgénico aprobado en el país, haciendo oídos sordos a los cuestionamientos sobre los potenciales riesgos de este cultivo.
Los gobiernos de De La Rúa, Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Fernández siguieron el mismo camino de apertura de los espacios cultivables a la multinacional.
En 2003 la soja genéticamente modificada significaba el 38% del área cultivable del país. Ahora es el 63%. Los gobiernos kirchneristas, más allá del enfrentamiento ocasional por las retenciones, no modificaron en nada esta forma de explotación agrícola, sino que permitieron que este fenomenal negocio se desarrolle hasta ocupar más de la mitad de la superficie cultivable del país, fumigando a miles y miles de personas en el proceso.
Tampoco levantaron la perdiz sobre los riesgos potenciales del glifosato; por el contrario, el propio Ministro de Ciencia y Tecnología de la Nación salió a defender a capa y espada al agroquímiico cuando se publicaron estudios denunciando su toxicidad.
La pelea “gobierno-campo” del 2009 no tuvo nada que ver con la soberanía alimenticia o con el modelo agrario; más bien la lucha fue por cómo se repartía, entre las patronales, la renta de la soja. Ni al gobierno ni a las patronales del campo le quitaba el sueño la salud de los pueblos fumigados.
La salud va y viene, el dinero hay que cuidarlo
A pesar del lobby de Monsanto y otras empresas (la “Glyphosate Task Force”, un grupo de presión dedicado a defender el uso extensivo del químico), en los últimos años una serie de estudios ha mostrado una relación entre la exposición crónica al glifosato y el riesgo de desarrollar cáncer, particularmente de Linfomas No Hodgkin.
Esta evidencia, reunida a pesar de los esfuerzos de Monsanto, fue suficiente para que la Organización Mundial de la Salud pasara a considerarlo “probablemente cancerígeno” en humanos. No se trata de una cuestión menor, sino que habla de un riesgo real y concreto para aquellas personas que viven expuestas de forma cotidiana. Los números del cáncer en la provincia de Santa Fe mostraron que los tumores son más frecuentes en los departamentos dónde se fumiga. Lo mismo sucede en Monte Maíz , Córdoba, dónde los casos de cáncer son más del triple de la media nacional. Y hay estudios que evidencian un aumento de casos de leucemia en niños hijos de madres expuestas a pesticidas durante el embarazo.
La Red Universitaria de Ambiente y Salud ha sido una de las encargadas de mostrar, a través de la evidencia científica, una realidad que los médicos de pueblos fumigados ya conocen: el glifosato mata. No se trata sólo de cáncer, el glifosato estaría implicado en abortos, malformaciones, trastornos endocrinos, inmunológicos y respiratorios.
Pero de esto ni gobierno, ni oposición dicen una palabra. A ninguno le preocupa que miles de personas, todos los días, sean expuestas a una sustancia tóxica; lo único que importa es cuidar las ganancias de multinacionales y patronales agrarias.
Quedó demostrado el año pasado, cuando en Córdoba gobierno y oposición aprobaron, en medio de una feroz represión, una Ley Ambiental Provincial hecha a la medida de Monsanto. Y volvió a quedar demostrado hace 10 días, cuando kirchneristas, macristas, radicales y socialistas votaron juntos en la provincia de Santa Fe un proyecto impulsado para hacer naufragar las restricciones a la fumigación aérea. |