A raíz de la denuncia llegada a La Izquierda Diario sobre el avance de los countries sobre humedales y usurpación del espacio costero, fuimos invitados a recorrer la zona de Ingeniero Maschwitz y de a poco nos fuimos adentrando en Escobar.
Nos recibieron Ramiro, un joven vecino de la zona y su padre, Pato. Nos contaron, básicamente, cómo ya la vida no es la misma en ese lugar donde ellos viven hace muchos años, donde decidieron que fuera su lugar en el mundo, mudándose desde la Capital Federal, a ese rincón donde las garzas cruzan por encima de tu cabeza para ir a beber el agua de los bañados cercanos.
La familia de Pato se instaló al principio en el barrio El Cazador, en Belén de Escobar. Un lugar agreste, de calles arboladas. Una gran barranca lo separa de los barrios cerrados, de los countries que fueron instalándose en estas tierras.
Ahora viven en Ingeniero Maschwitz, pero son conocedores de estos parajes, en los que se manejan como pez en el agua. Nos adentramos en unos caminos de tierra, rodeados de humedales, y lagos artificiales de los propietarios de countries que alimentan su fetiche de muelles y barcos. El agua sobrante de sus lagunas privadas es drenada hacia afuera mediante grandes mangueras y tuberías. Estos barrios están construidos en zonas rellenadas, mucho más altas a diferencia de los barrios que los circundan.
Hay un sol radiante. Hay casas ya terminadas y otras que recién se comienzan a construir. La mayoría son de una o dos plantas, cuadradas, sencillas pero espaciosas. En algunos tramos, las divisamos apenas entre los cardales. Vamos oyendo música en el auto, algo de folclore, guitarra y charango, los pájaros de colores surcan el aire y por el camino de tierra, cruzan mulitas y otros animales de los muchos que habitan esta zona, tan rica en flora y fauna.
Los ceibos incendiados, explotan de rojo en todo su esplendor. Más ocultas, entre las matas, las madreselvas. El silencio no es tal, sino que es un diálogo fluido entre todos los elementos de la naturaleza. El silencio canta. No puede encerrarse, nadie puede ser su dueño. Por eso nos indignamos a medida que vamos escuchando las historias que nos cuentan Ramiro y Pato, las voy escribiendo en mi cabeza, al mismo tiempo que escribo sobre el cielo, sobre el río más allá de las barrancas.
Todas son historias, con su olor a barcazas, a pan casero, a fritanga, a flores del pantano y manzanillas. Es otra de las cosas de las que no pueden adueñarse: de las historias. Ya existen, ya son del mundo. Se me antoja que en ellas no exista la desigualdad. Entonces al escribirlas, debería quitar del borde del camino, los alambrados, los guardias de seguridad que protegen a los habitantes de los barrios cerrados, de los de este lado, los que viven en los barrios de los trabajadores, a los que ellos van a proveerse de cigarrillos, por ejemplo, a sus pequeños comercios, los barrios donde viven los obreros que para ir a trabajar a las fábricas tienen que caminar en el medio del barro para tomar un colectivo. Sus rodillas tienen las marcas del agua de cada inundación.
Se torna bastante intransitable el camino, es de tierra y hay mucho barro. Nos detenemos a tomar fotos, a escuchar a los pájaros. Pienso: no hay derecho a que nos nieguen esto, a que podamos disfrutarlo pero bajo las reglas que ellos establecen, los empresarios de estos mega proyectos inmobiliarios para unos pocos.
Al costado del camino, en una intersección de la ruta que tomamos hacia Paraná de las Palmas, nos encontramos con un lugareño, un vendedor de lombrices y elementos necesarios para la pesca. Su puesto es una mesita en la que hay muchas botellas de plástico, cortadas a la mitad, llenas de tierra con lombrices. Al costado hay cañas y otros elementos. Está ahí, solo, es vecino de uno de los barrios cercanos. No habla mucho, pero por lo poco que dice, nos damos cuenta que se nota la desigualdad. Habla de los caminos, que sólo mejoran los que sirven de acceso a los barrios cerrados, los demás no. Los barrios aledaños se inundan, porque quedaron en terrenos bajos, mientras que los habitantes de Nordelta, ni se enteran.
Mientras el hombre habla, camino unos pasos, detrás de donde estamos, el terreno baja, los yuyos son altísimos. En el medio del pozo, hay una mata de cactus que quiero fotografiar. La foto está en mi celular, pero más clara en mi memoria. Una mata enorme, de flores naranjas, en el medio del verde agreste.
Seguimos viaje, la flora es impresionante: sauces, ceibos, algarrobos. Cada tanto nos encontramos con establecimientos de apicultura. Pasamos por un puestito de venta de miel. Es inevitable mirar los ojos del vendedor: “esta es mi vida”, parece decirte. Fueron apenas segundos, pero en sus pupilas pude ver su casa, sus perros, sus hijos, las plantas que su compañera debe plantar en latones y deja que las moje la lluvia. Todos tienen algo en común: las historias, la pertenencia, el recuerdo de poder nadar en esas aguas cuando no había guardias de seguridad cuidando la costa de los ricos, cuando no te llevaban preso, como a Ramiro, por transitar en las inmediaciones de esos lugares de los que ellos se apropiaron, por nadar en las aguas de un río que es de todos.
Ellos lo saben, los poderosos propietarios, digo, saben que nada les pertenece, por eso tienen que aclararlo con sus carteles irrisorios que rezan: “Aguas privadas”, por eso tienen la necesidad de alambrar, de amurar, de aislar a los vecinos mediante la desidia de los basurales, de los pantanos que rodean sus grandes casas, de las calles que no asfaltan para que nadie pueda ingresar a su silencio de pájaros, a su aire de mariposas y manzanillas.
La fuerza de la naturaleza, la belleza de las cosas simples que no ostentan carteles, que no entran en la corrupción de los negocios millonarios. Flores naranjas tan bellas como los perros que duermen la siesta al costado de la ruta. “Ellos son felices”, recuerdo que dijimos.
La flora crece, como crecen la indignación y las denuncias de los lugareños. No son olvidados, luchan por sus derechos, intentan hacerlos valer ante la justicia. Conocen la calma, no quieren perderla.
El silencio es de todos, nadie puede encerrarlo, como los árboles, las historias, la flor de madreselva y mburucuyá. Las flores naranjas del cactus en el bañado es una imagen que no puedo olvidar. Un día los terrenos bajos serán altos también, un día todos van a ver el cactus escondido.
Nadie puede adueñarse de la siesta en el Paraná. Nadie puede parcelar el sonido de los pájaros, los grillos y las ranas. El silencio canta. |