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El debate sobre el lugar de la robótica, la inteligencia artificial, la genética y otras tecnologías de punta en el destino de la economía capitalista, abrió paso a dos posiciones claramente antagónicas en la teoría oficial.
Por un lado están quienes señalan que las nuevas tecnologías se hallan a punto de dar paso a una gigante transformación en la productividad generando una nueva revolución industrial, partera de un período de auge económico. Los promotores de esta tesis, entre ellos los especialistas Erik Brinjolfsson y Andrew MacAfee, autores de The Second Machine Age, argumentan -como sintetiza Michel Husson- que las nuevas tecnologías traen consigo “una buena y una mala”. La buena es que beneficiará a los consumidores a través de una reducción de precios, la mala es que en el transcurso de las décadas venideras se perderá una parte considerable del empleo como consecuencia del reemplazo de trabajo humano por robots. Según los autores y como cita Michael Roberts “nos estamos dirigiendo hacia un mundo en el que habrá mucho más riqueza y mucho menos trabajo”. En concordancia con esta tesis, estudios mencionados también por Roberts, auguran una pérdida de 7,1 millones de empleos –no por crisis, sino por auge económico, aclaremos- en las 15 principales economías durante los próximos cinco años al tiempo que se crearán sólo dos millones de puestos nuevos.
Pero por otro lado están quienes podrían englobarse bajo la denominación de “escépticos” de un futuro próspero resultante del concurso entre tecnología y crecimiento económico. Autores como Robert Gordon –un muy importante especialista norteamericano en productividad-, invierten la causalidad. En The rise and fall of American Growth –un libro de reciente publicación, centrado en la tendencia económica de Estados Unidos- Gordon argumenta contra los “tecno-optimistas”. Aunque alberga cierto pesimismo con respecto a la potencialidad de las actuales invenciones, su rechazo a la idea de un futuro despegue espectacularmente rápido de la productividad se sustenta en lo esencial en dos factores. La debilidad del crecimiento de la productividad en la década previa por un lado y aquello que denomina los “vientos en contra” que afectan a la economía, por el otro. La combinación de estas dos circunstancias es lo que lo lleva a presagiar, a la inversa de los tecno-optimistas, un crecimiento económico futuro más débil que en el pasado. Es de notar que lejos de la perspectiva de “fin del trabajo”, Gordon identifica la escasez de mano de obra debida al bajo crecimiento poblacional, como uno de los “vientos en contra” explicativos de la actual fragilidad económica.
A los fines del análisis es necesario dividir el problema de la productividad de aquel del trabajo aún cuando componen, sin duda, un mismo asunto. Por razones de espacios comenzaremos con el primer problema y abordaremos ambos en distintas entregas.
El sentido de la paradoja de Solow
Aunque es generalizada la idea del despliegue de un avance tecnológico arrasador durante las últimas décadas, es preciso realizar una distinción. Una cosa es el desarrollo indiscutible de factores que revolucionaron gran parte de la vida en la tierra como la informática y la telefonía celular u otros que prometen nuevas transformaciones como las impresoras 3D, la robótica o la genética. Pero otra cosa muy distinta es en qué medida dichos elementos tuvieron la capacidad de modificar el rendimiento de la producción en su conjunto o, dicho de otro modo, la productividad del trabajo. Aunque la productividad por supuesto se incrementó durante las últimas décadas, su crecimiento se viene gestando a un ritmo decreciente desde los años ’70, como lo confirman una multiplicidad de fuentes. De acuerdo con los datos que aporta Gordon, mientras la tasa de incremento del producto por hora creció en Estados Unidos a un ritmo del 2,82 % anual en el período que se extiende entre 1920 y 1970, lo hizo a un ritmo bastante más reducido del 1,62 % en el período comprendido entre los años 1970/2014. Si se toma en cuenta el concepto discutible pero muy en boga en la teoría económica de Productividad Total de los Factores (PTF) que mide la velocidad a la que crece la producción en relación con el incremento de trabajo e insumos de capital incorporados, en Estados Unidos esta tasa se incrementó después de 1970 en apenas un tercio de lo que lo hizo entre 1920 y 1970. Por su parte Gabyn Davies muestra que la productividad agregada de los países del G7 marca una tendencia declinante contrayendo su ritmo de crecimiento hasta 2,5 % durante la década del ’70 si se la compara con un valor cercano al 4 % alcanzado durante la década del 60’ y llegando posteriormente a rozar el 1 % durante la década del 2000.
Precisamente la contradicción entre la presencia significativa de novedosos medios tecnológicos y su escaso impacto sobre la productividad originó lo que hacia 1995 Robert Solow definió como la paradoja que lleva su nombre. Decía Solow que “Podemos ver la era de las computadoras en todos lados, menos en las estadísticas de productividad”. No obstante, es cierto que poco tiempo más tarde las estadísticas comenzaban a reflejar la comunión entre los ordenadores personales y las comunicaciones bajo la forma de Internet, la navegación web y el correo electrónico. Como apunta Gordon entre 1996 y 2004 la productividad dobló la tasa de crecimiento promedio entre 1972 y 1996. Sin embargo, señala, el efecto se quebró en 2004 cuando el crecimiento de la productividad retornó a las tasas promedio de 1972-96 a pesar de la proliferación de las pantallas planas, las laptops y los smartphones en la década posterior a 2004. Con lo que la paradoja de Solow retomó el centro de la escena. Michel Husson sugiere que la llamada “nueva economía” que dio lugar al reverdecer de la productividad por aquellos años, no fue más que un ciclo “high-tech”. Robert Gordon resalta a modo de contraste que a diferencia de esos pocos años, el estímulo que generó por ejemplo la electricidad en la eficiencia industrial provocó un incremento de la productividad que se elevó con fuerza a fines de los años ’30 y durante la década del ’40, dando origen a la notable tasa media de crecimiento que se extendió en el prolongado período que se desarrolla entre los años 1920 y 1970.
Por otra parte y volviendo a la actualidad, la tasa de crecimiento de la productividad en Estados Unidos retornó luego de aproximadamente 2005 a los débiles estándares del período, pero sufrió una desaceleración significativamente más pronunciada en el curso de los años que siguieron a la crisis de 2008. De acuerdo a datos de Conference Board la productividad norteamericana declinó desde el 1,2 % en 2013 hasta 0,7 % en 2014 y la estimación para 2015 arrojaba un magro 0,6 %. Mientras tanto -y tal como señalamos desde esta misma columna- el crecimiento promedio de la productividad laboral en las economías desarrolladas se desaceleró desde un 0,8 % en 2013 hasta un 0,6 % en 2014.
Finalmente el crecimiento acelerado de la productividad en China y los llamados países “emergentes”, contribuyó durante años a elevar significativamente el promedio mundial. En el gigante asiático la tasa de crecimiento de la productividad alcanzó durante la década del 2000 un valor promedio del 10,7 %. Sin embargo los límites del “modelo exportador” y la consecuente disminución de su tasa de crecimiento, impusieron durante los años más recientes una retracción en el incremento de la productividad. La tasa de crecimiento de la productividad de las economías “emergentes” se desaceleró desde el 3,4 % en 2014 al 2,9 % en 2015. Según Conference Board el principal factor explicativo de este fenómeno hay que buscarlo en la ralentización del crecimiento de la productividad china, aunque debe tenerse en cuenta también el impacto del crecimiento negativo de la productividad en Rusia y Brasil.
Erik Brinjolfsson y Andrew MacAfee, cuestionan que las estadísticas podrían no estar reflejando fehacientemente la realidad. En un extenso artículo de Foreing Affairs mencionado por Michael Roberts, Martin Wolf señala que los tecno-optimistas “responden que las estadísticas del PBI omiten el enorme valor no medido proporcionado por el entretenimiento gratuito y la información disponible en Internet. Destacan la gran cantidad de servicios baratos o ‘gratuitos’ (Skype, Wikipedia), la escala de (…) entretenimiento (Facebook), y la incapacidad de contabilizar plenamente todos estos nuevos productos y servicios (...) Por otra parte dicen los tecno-optimistas que (…) en los productos y servicios digitales, la diferencia entre el precio y el valor para los consumidores, es enorme.” Wolf –apoyándose en gran parte en las concepciones de Gordon- les responde que por un lado hay que considerar que “el ritmo de la transformación económica y social no sólo no se aceleró sino que disminuyó en las recientes décadas.” Y que por el otro, los aspectos planteados por los tecno-optimistas “son correctos pero no tienen nada de nuevo: todo esto ha sido cierto repetidamente desde el siglo XIX. De hecho las innovaciones pasadas generaron mucho más valor no conmensurado que las relativamente triviales innovaciones actuales.” Entre otros múltiples aspectos señala que es preciso “imaginar el pasaje de un mundo sin teléfonos a uno provisto de ellos, o de un mundo de lámparas de aceite a uno con luz eléctrica (...) Durante los dos últimos siglos los avances históricos han sido responsables de generar un enorme valor no conmensurado. Los vehículos de motor eliminan grandes cantidades de estiércol de las calles urbanas. El refrigerador previno la contaminación en la comida. La introducción del agua corriente limpia y las vacunas permitieron disminuciones drásticas en las tasas de mortalidad infantil. (...) La introducción del ferrocarril, el barco de vapor, el automóvil o el avión aniquilaron las distancias.” Sin soslayar la importancia de los avances actuales, Wolf remarca que por ahora y aunque se han introducido muchos cambios, el impacto de las nuevas tecnologías en la productividad ha sido modesto, “las tecnologías más recientes destinadas a fines generales –la biotecnología y la nanotecnología, como las más notables- generaron hasta ahora poco impacto tanto económicamente como en términos generales”.
A decir verdad los tecno-optimistas no hacen más que explicar una paradoja apelando a la misma paradoja. Como también señala Michel Husson hay quienes como Lawrence Mishel están parafraseando a Solow: “los robots están por todas partes en la prensa, aunque sus rastros no aparecen en los datos”.
El dilema de los tecno-optimistas
La explicación al problema de la disminución del crecimiento de la productividad no es sencilla ni existen posiciones que puedan considerarse concluyentes. Se trata de una aguda discusión en curso. Desde esta columna y en otros trabajos, sintetizamos algunos de los principales debates vigentes en la teoría económica oficial y propusimos algunos elementos interpretativos propios. Distintos autores marxistas como los ya mencionados Michael Roberts o Michel Husson, por su parte, sugieren diversos elementos para construir una hipótesis explicativa del asunto.
La debilidad de la inversión tiende a operar como factor argumentativo común frente al escaso crecimiento de la productividad. Tal como expusimos en Estancamiento secular, fundamentos y dinámica de la crisis, la cuestión de la inversión constituye una problemática de larga data que accedió a resoluciones parciales durante los ’90 y ‘2000, pero adquirió particular intensidad a partir del año 2008. Asunto que se profundiza con la reciente desaceleración de China y de los llamados “emergentes”. Para no abrumar con datos, remitimos al lector a aquel trabajo.
Michael Roberts muestra una correlación interesante entre inversión y productividad. Advierte que la única fase en la que la eficiencia económica se incrementó drásticamente en Estados Unidos durante los 34 años de la revolución de Internet y las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), se produjo luego de un salto sorprendente en la inversión de capital en el área. La productividad comienza a tomar impulso a partir del año 1997, esto es tres años después del inicio de un fuerte incremento de la inversión que comenzó en 1994 y que correspondió mayormente al sector TIC. A partir de ese momento se verifica, como da cuenta Roberts, una relación en la que por cada punto de aumento de la inversión en el PBI, la productividad se incrementará en 0,86 puntos y 0,89 puntos 4 años más tarde. La productividad por hora llega a alcanzar una tasa de crecimiento del 3,6 % en 2003 representando el valor más alto en medio siglo. Justamente el descenso de la inversión –que se recupera luego de un fuerte bajón en 2001-, comenzó en 2005. No casualmente el mismo momento en el que, como señalamos más arriba, la productividad retornaba a los bajos parámetros del período.
Desde nuestro punto de vista el planteo de Roberts resulta de gran interés para reflexionar sobre la pregunta del título. ¿Nos encontraremos a las puertas de una revolución en la productividad? Traslademos al presente la relación que unos años más tarde respondió -al menos parcialmente- en la década del ’90 a la paradoja de Solow. Si estuviéramos frente a un ciclo de fuerte inversión y bajo crecimiento de la productividad como el de aquel entonces, tal vez se podría hacer un augurio semejante. Sin embargo, si se considera que un gran dilema de los últimos años se concentra en la inversión declinante que los promotores de la tesis del estancamiento secular –y un amplio espectro que incluye hasta al FMI- definen como un creciente “exceso de ahorro”, parece muy poco probable que nos encontremos a las puertas de un boom de productividad. Esto dicho sin emitir juicio de valor alguno respecto de la calidad de los nuevos adelantos técnicos. La paradoja de Solow parece estar expresando un problema incluso más profundo que aquel de los años ’90. De otro modo habría que preguntarles a los tecno-optimistas: ¿será que también están mal las estadísticas que reflejan la inversión de capital?
Naturalmente esta discusión remite una vez más a la compleja relación entre economía real y burbujas que venimos abordando desde esta columna. Pero de esto hablaremos en una próxima entrega. |