Fue la policía.
Hoy amanecí con bronca. Amanecí, porque no dormí, ya que escuchaba frenadas de autos cada diez minutos, aparte de que no tenía sueño. Me levanté atemorizada, casi temblando en la silla. Un pavor intenso.

Fue la policía. De nuevo. Otra vez.
Desayuné con dolor. El dolor de que Damián tal vez podría haber sido mi hermano, que salía para ir a laburar a la misma hora que el patrullero impactó contra su vida. Que la mujer que está llorando ahí podría ser mi vieja (aunque ahora llora, pero en casa y con sus hijos, que no se los arrancaron de las manos). Sigo con bronca, con la bronca de que el nene que se quedó sin padre para jugar a la pelota podría ser mi sobrino.

La yuta esta madrugada andaba a los pedos, flashando rápido y furioso. Podría haber estallado sobre mi casa. O sobre la casa de mi amigo. O cualquier lugar de Lafe.

Pero no, no fue mi hermano, fue Damián, que esta mañana no pudo levantarse de la cama, ponerse las zapatillas, darle un beso a su hijo y salir a trabajar. Damián no pudo salir de su casa, saludar a los vecinos, levantar la cabeza y mirar el sol. Ese sol caliente que te aprieta el cráneo. Hoy el sol le pegó en el cuerpo. Le pegó el sol, atravesando la columna de su habitación. Le pegó el sol, en ese cuerpo que descansa entre los cementos rotos y el patrullero. Desangrando y dibujando la bronca de otro pibe pobre y trabajador asesinado por la policía. Sí, asesinado.

Fue la policía.
La policía se fue corriendo, los médicos no llegaron y él no aguantó.
Pero no, no aguanto más. Lo mataron. Otro más. Lo mataron y salieron corriendo. Lo mataron y lo dejaron morir. Una vez más. Fue la policía.
Otra vez en Laferrere, otra vez en La Matanza.

Fue la policía.
Matan y salen corriendo. Te dejan sangrando. Dejan sangrando a una familia. Dejan sangrando a un barrio. Llenan a un barrio de balas de goma. Un barrio que no quiere hacer silencio ni ahí. Un barrio que no van a callar hoy, ni mañana. Ni nunca. Porque fue la policía, porque siempre es la policía.