El 14 de febrero de 1879 el ejército chileno ocupaba Antofagasta, y, a un poco más de un mes, el 18 de marzo, Bolivia declaraba la guerra a Chile, suspendiendo el comercio y las comunicaciones, y embargando todos sus bienes, propiedades e inversiones. Un poco más tarde, el 5 de abril, Chile declaraba la guerra a Perú y Bolivia.
Si bien la ocupación chilena se dio en respuesta al impuesto que se hacía a las empresas chilenas e inglesas de 10 centavos por quintal de salitre exportado desde territorio boliviano, y al tratado secreto de Alianza defensiva firmado por Bolivia y Perú que transgredía el tratado de Bolivia con Chile de 1874, en esencia la causa substancial de la guerra fue el control de las riquezas salitreras de Antofagasta y Tarapacá.
La guerra antes de la guerra: la colonización del litoral
El contexto en el que se va a gestar la guerra entre estos tres países, hay que ubicarlo en los marcos de la primera gran crisis del sistema capitalista de 1873, que afectó a nivel mundial a los sectores agrícolas, industriales y financieros. En el caso de los países de Sudamérica, el efecto que produjo la crisis en la economía de países como Chile, Perú, y, en menor proporción, Bolivia, fue una suerte de depresión entre los años de 1876 a 1879, que tuvo como correlato la guerra de rapiña que generaron las burguesías de estos países.
En la década de los años 60 y 70, las empresas mineras bolivianas empezaron a tener un crecimiento significativo en su producción debido a la demanda mundial de los minerales. Esta situación generó tres hechos relevantes: impulsó la modernización de la explotación de los minerales con la introducción de tecnologías modernas; provocó la inversión de capitales nativos e internacionales, sobre todo en la explotación de minerales y el salitre en el litoral; y generó una elite minera en la zona del altiplano preservada para los capitales bolivianos: Pacheco, Aramayo y Arce, que en las décadas posteriores asumirían las riendas del poder en Bolivia.
Al concentrarse la explotación minera en la zona del altiplano, los yacimientos de Antofagasta quedaron fuera de los intereses de la burguesía boliviana, debido a que eran poco accesibles y porque se hacía difícil competir con los capitales chilenos y peruanos, que era mejor tenerlos como socios.
Esta incapacidad para explotar los recursos del litoral, hizo que los gobiernos de turno dieran todas las facilidades para que el control de la zona de Mejillones y Caracoles esté en manos de capitales ingleses y chilenos. Es así que en 1866 el gobierno de Melgarejo concedió a la Sociedad Exploradora del Desierto de Atacama, la concesión especial de 15 años para la explotación y la libre exportación del salitre; es más, años más tarde se ampliaron los beneficios a los inversionistas chilenos al conceder la mitad de las participaciones en los derechos de exportación, no sólo de los metales propiamente dichos, sino también del bórax, sulfatos y demás sustancias inorgánicas.
En palabras de Luis Vitale [1], “El proceso de penetración de la burguesía chilena en esta zona boliviana adquirió características de colonización no sólo económica, sino también política al lograr los chilenos ser designados para ocupar cargos en las municipalidades bolivianas”, una muestra más del dominio económico de Chile sobre Bolivia está relacionado con “El Banco Nacional de Bolivia, íntimamente relacionado con las operaciones salitreras de las casas financieras de Valparaíso controladas por Edwards, abrió sucursales en Cobija y Antofagasta en enero de 1873. Hacia 1876 se había convertido en el banco más poderoso de Bolivia. El segundo banco de importancia era el Banco Boliviano controlado por el súbdito inglés Enrique Meiggs, vinculado también a las actividades mineras ya los grupos financieros de Chile". A esto se suma el hecho de que en el año de 1876 la población chilena que habitaba Antofagasta era cuatro veces mayor que la boliviana. Dos años después la diferencia se hizo aún más considerable: la población chilena se incrementó seis veces más que la población boliviana (6,554 y 1,226 respectivamente. Fuente: Historia de Bolivia: Herbert S. Klein). Con todos estos antecedentes, prácticamente esta provincia se había convertido en una semicolonia de Chile.
Si bien Antofagasta representaba en los hechos un territorio anexado, por lo mismo, Bolivia no representaba una amenaza a sus intereses económicos y a las grandes inversiones hechas por los capitales chilenos e ingleses; si lo era el vecino país del Perú que tenía grandes intereses económicos en la región, pues, al igual que Chile, también se benefició de acuerdos con Bolivia: se importaron manufacturas peruanas sin restricción alguna, los puertos bolivianos sirvieron para la exportación de minerales sin pagar impuesto alguno y se estableció un convenio de libre comercio que destruyó los aranceles proteccionistas de Bolivia. En conclusión, el comercio, los bancos, los yacimientos de plata y las riquezas de guano y salitre de Bolivia eran controlados por los grandes capitales chilenos y peruanos.
Sin embargo, el proceso de expansión de los capitales chilenos e ingleses se vio amenazado por las políticas salitreras de los gobiernos peruanos de entonces. En 1873 el gobierno del presidente Pardo estableció un decreto por el cual se establecían estancos de salitre que obligaba a los productores vender su producción al Estado. Está medida provocó una serie de protestas de parte de los empresarios peruanos como de los empresarios chilenos ya que les arrebata el monopolio de las ventas de salitre al mercado mundial. Esta medida no solamente afectaba los intereses de los empresarios del salitre, sino que puso en peligro la supremacía portuaria de Valparaíso en el pacífico sur, pues la intención del gobierno peruano era convertir al puerto de Iquique en el distribuidor de la producción de los estancos al mercado mundial. Ante el sabotaje de los empresarios chilenos y extranjeros, el gobierno de Pardo promulgó en 1875 la nacionalización de las salitreras que se encontraban en manos extranjeras y nacionales, lo que representó una de las razones esenciales para que la burguesía chilena presione al gobierno de Pinto para que declare la guerra al Perú.
Pese a las medidas de nacionalización que no lograron prosperar por el boicot de la burguesía peruana y de los inversionistas extranjeros, la crisis económica peruana de 1878 se hizo insostenible. Bolivia fue de los tres países el que más sintió la crisis económica, pues al ser un país atrasado y dependiente de los capitales peruanos y chilenos, tuvo menos margen de maniobrabilidad económica para manejar su crisis.
En el caso chileno la crisis económica mundial generó consecuencias económicas, sociales y políticas que se manifestaron en la urgencia de avivar la guerra, pues la burguesía chilena tenía claro que la conquista de los territorios de Antofagasta y Tarapacá, era la mejor respuesta para superar su crisis económica.
Como expresa Luis Vitale, “Perú y Bolivia atravesaban por una crisis económica de estructura agravada por la crisis coyuntural de 1875-78. Sus clases dominantes entraron a la guerra no sólo para defender las riquezas salitreras amenazados por la burguesía chilena, sino también esperanzadas en que un resultado favorable les permitiría remontar la grave crisis económica y afianzar sus posiciones en el orden latinoamericano”.
La guerra dentro de la guerra: La apropiación de las tierras comunitarias
La guerra no solamente fue externa: contra el enemigo peruano, el enemigo chileno o el enemigo boliviano; sino que se dio, también, contra el enemigo interno: el campesino, el obrero, el cholo, el roto [2], el mapuche y el indio.
Tanto en Chile como en Bolivia y Perú, la apropiación de las tierras indígenas por parte de las burguesías terratenientes representó una guerra interna que se desarrolló antes y durante la guerra del pacífico. Coincidentemente en estos países se obligó a los pueblos indígenas a vender sus tierras con el propósito colonizar las tierras más fértiles y aptas para agricultura privada, y al mismo tiempo, para liquidar la propiedad comunitaria.
En Bolivia, en los años 60 y 70, se establecieron decretos de confiscación de la propiedad de las tierras comunitarias en favor del estado boliviano, las que estando en manos del estado fueron subastadas en su mayoría a la burguesía terrateniente. Bajo estas mismas leyes (Ley de Exvinculación de 1874), en los años 80 y en plena guerra, la demanda de tierras aumentó a gran escala y por lo mismo su expropiación, “se impuso a las comunidades (con) un sistema de compra directa de la tierra en el que los títulos de propiedad correspondían a los individuos y no a la comunidad. La creación forzada de un campesinado indio individualista con títulos de iure, permitió a los hacendados quebrar el control de facto de las comunidades mediante la compra de unas parcelas, destruyendo así la cohesión comunitaria. El resto fue fácil: bastó combinar el fraude y la fuerza con la simple compra; pronto se produjo una considerable expansión de las haciendas en las tierras altas y valles adyacentes. Fue la segunda gran época dorada de la hacienda” [3].
Frente a estos abusos, las rebeliones de los pueblos indígenas se hicieron presentes. En Bolivia las protestas indígenas fueron tan violentas y sangrientas que lograron frenar el proceso de confiscación de las tierras. En Chile, los mapuches aprovecharon la guerra para sublevarse y luchar por la recuperación de sus tierras. Sin embargo, fueron aplastados militarmente por las burguesías chilenas y argentinas en 1882, lo que consolido definitivamente la expropiación de sus tierras y su casi exterminio como pueblo.
Como señala Vicente Mellado [4] , ““La clase burguesa terrateniente chilena del siglo XIX fue la constructora de esa “identidad nacional”. Los patrones de fundo, ligados a la banca, la industria y la minería despreciaban el comportamiento social del “roto” chileno (en la ciudad) y el “huaso” (en el campo). Les llamaban “borrachos”, “flojos”, “sucios”, “sin dios ni ley”, “huachos”, “gañanes” y “chinitos”. (…) Desde ese momento la burguesía chilena le tuvo “cariño” al roto y al huaso. Pero solo si iba a la guerra. En Chile, el roto era encarcelado, maltratado y marginado del acceso al trabajo bien remunerado y la educación. La mejor solución a esto es que se hubiesen quedado en el país vecino para no molestar a las familias acaudaladas. Pero los empresarios chilenos los necesitaban para sobrevivir. Eran su fuerza de trabajo””.
Lo mismo se decía del cholo peruano: “borracho”, “flojo”, “sucio” e “ignorante”. Sin embargo, son ellos los que fueron a la guerra a morir, quienes resistieron en los andes peruanos ante la invasión chilena. “La prolongada guerra de resistencia -cuenta Luis Vitale- tuvo una fuerte base de sustentación social en la movilización indígena. No lucharon contra el Ejército chileno por ‘amor a la patria’, sino que aprovecharon la disputa entre blancos para rebelarse, así como lo hicieron los mapuches, en pos de la recuperación de sus tierras. (…) Los levantamientos indígenas y las luchas de los guerrilleros rebasaron los objetivos fijados por la burguesía peruana en la guerra de resistencia. La clase dominante de Perú llegó a temer más a los quechuas y montoneros que al propio ejército chileno porque éste, en última instancia, garantizaba la supervivencia de la propiedad privada e impedía la ’anarquía’ social. En una convención de fines de 1882, en la que se aprobó el inicio de las negociaciones de paz con Chile, los representantes de la burguesía peruana declararon fuera de la ley a los montoneros”.
La guerra después de la guerra: la consolidación de la burguesía
La guerra del pacífico terminó en 1883 con el triunfo de Chile. Sin embargo, fueron los capitales ingleses y norteamericanos quienes al final de la guerra fueron los grandes vencedores de esta contienda, pues les permitió fortalecer sus objetivos de penetración y control económico en la región.
Después de la guerra, a partir de 1884, se abrió en Bolivia la era de gobiernos civiles, oligárquicos y conservadores que duró hasta 1899. En este periodo se logró consolidar una burguesía minera y terrateniente, que dará origen a los grandes barones de la plata y el estaño, así como a los grandes latifundios: se va a iniciar la colonización de los territorios cruceños y se van a arrebatar a las comunidades indígenas de sus tierras en favor de los hacendados y, por lo mismo, se va a instaurar un sistema de pongueaje [5] que provocará una gran migración del campo a la ciudad. En 1899, como resultado de la derrota en la guerra y la evidencia del carácter extremadamente débil y “gelatinoso” del Estado, se iniciará un nuevo ciclo de acumulación capitalista basado en la producción del estaño que dará inicio a la guerra civil federal por el control del Estado entre liberales y conservadores que a la postre abrirá paso a gobiernos liberales y militares. En este mismo periodo y como resultado de la dislocación estatal provocada por la guerra federal, se darán luchas campesinas que terminarán en masacres, como los levantamientos armados de Mohosa y Ayo Ayo, y el proyecto fallido de un gobierno indígena autónomo en Peñas luego del levantamiento de Zarate Willka.
La situación chilena fue diferente de la boliviana, mientras en Bolivia se tiene como resultado de la guerra el colapso del Estado manifestándose en una guerra civil, en el caso Chileno, surge un Estado fuerte que va a marcar la historia contemporanea chilena. Sin embargo, el gran territorio del norte conquistado por capitales chilenos, se transformará en menos de una década en una cuasi factoría inglesa: en 1875 de tener el control del 15% de las salitreras, pasará en 1884 a controlar el 70%. A partir de ese momento los capitales ingleses tendrán el control del ferrocarril del norte, se apoderarán de empresas relacionadas a la explotación de la plata y el cobre, de bancos, de empresas agropecuarias y de las principales casas importadoras. Pese a los intentos del gobierno de José Manuel Balmaceda de nacionalizar los grandes negocios de los capitales ingleses y de la burguesía exportadora y criolla, está se afianzará mucho más tras el triunfo de La guerra civil de 1891. Lo que sí está claro, es que, para afianzar el poder de los capitales chilenos y extranjeros, mucha sangre obrera y campesina tuvo que correr. En 1888 se dieron diversas huelgas, especialmente de los ferroviarios, gráficos y planificadores. “El movimiento huelguístico alcanzó su punto máximo en la huelga general de 1890; comenzó en el norte y se extendió hasta Concepción. Sus motivos fueron aumento de salarios y su pago en moneda de plata en lugar de papel moneda para contrarrestar la inflación. Los lancheros de Iquique iniciaron la huelga el 2 de julio; poco después se extendía a Tarapacá, abarcando a 100.000 obreros, quienes expropiaron las pulperías y cortaron las vías del ferrocarril de Iquique para impedir la llegada de las tropas. El 11 de julio estalló el paro de Antofagasta, concentrándose solamente en la ciudad más de 3.000 huelguistas, quienes fueron reprimidos por el Ejército, registrándose numerosos muertos y heridos. El 21 de julio comenzó la huelga Valparaíso, siendo liderada por los obreros de la Compañía Sudamericana de Vapores. El Ejército consumó una nueva masacre: 12 muertos y 500 heridos” (Interpretación Marxista de la Historia de Chile IV, Luis Vitale).
Tras la derrota peruana en la guerra del pacífico, se establecieron durante diez años gobiernos militares que garantizaron la recuperación de la burguesía y los terratenientes, pues, a pesar que los caudillos militares gobernaron durante una década, fueron la burguesía y los terratenientes quienes tuvieron el dominio pleno del estado. “Sobre estas bases se inauguró un proceso caracterizado por una relativa estabilidad política: los grandes comerciantes y terratenientes exportadores prestaron su concurso a los militares en la medida que no contaban aún con los medios para embarcarse en una empresa política autónoma y, además, porque el mantenimiento de la paz social facilitaba el restablecimiento de la estructura productiva del país y de la clase. Diez años más tarde ese mismo sector estaría en condiciones de librarse de los caudillos y tomar el poder en su propio beneficio” [6]. Durante el gobierno militar de Cáceres, como forma de asumir la deuda generada por la guerra, se entregó el aparato productivo y el transporte a los capitales ingleses: explotación del ferrocarril durante 66 años, entrega de tres millones de toneladas de guano, concesión de dos millones de hectáreas en la selva, pagos anuales durante 33 años de 80,000 libras. Tras la guerra civil de 1895, el gobierno de Nicolás de Pierola, que tuvo en sus inicios el soporte de la clase proletaria, favoreció los intereses de la burguesía y del capital extranjero, iniciando la “República aristocrática” sobre la base de la institucionalización del poder burgués con la formación de instituciones como la Sociedad nacional de agricultura, minería e industria. Para garantizar los negocios de la burguesía, de los terratenientes y los capitales extranjeros, el gobierno de Piérola no solamente les dio todas las concesiones posibles, sino que aplastó con violencia, como lo hicieron los militares después de la guerra, las huelgas que se dieron durante su mandato por aumentos salariales y reducción de las horas de trabajo.
A manera de conclusión
La guerra del pacífico o la guerra del salitre, no fue una guerra que benefició al hombre y a la mujer de a pie, sino que fue una guerra que favoreció, no solamente a los intereses de las burguesías criollas, sino también a los intereses del imperialismo. Después de más de un siglo, la guerra sigue presente en el imaginario de los trabajadores y el pueblo, pues la burguesía chilena, peruana y boliviana, siguen usando los problemas limítrofes como un gran argumento para alentar políticas nacionalistas y discursos chauvinistas que postergan los intereses de la clase trabajadora en favor de los proyectos hegemónicos de la clase dominante. En este sentido, el fallo de la Corte Internacional de Justicia de la Haya, no ha hecho otra cosa que relegitimar el rol de las oficinas y organismos imperialistas como reguladores y arbitros de la vida de los diversos Estados del Pacifico, y a sus empresarios y gobiernos capitalistas.
El conocimiento profundo de las razones que originaron la guerra, permitirá a los trabajadores, a los campesinos, a los indígenas y a los pobres de estos tres países entender que el enemigo no es el obrero o el campesino boliviano, chileno o peruano, sino la burguesía capitalista que parasita el desarrollo en cada uno de estos países. Luchar por una solución común frente a la miseria, la explotación y la opresión, va a tener respuesta en la unidad de los trabajadores, campesinos e indígenas de Bolivia, Chile y Perú; sólo unidos en un espíritu de lucha de liberación contra las burguesías respectivas y el imperialismo, puede abrir el camino a una genuina solución al problema marítimo boliviano y ser un poderoso motor para la lucha revolucionaria por la Confederación de Repúblicas Obreras del Pacífico –CROP-, en el camino de forjar la Federación de Repúblicas Socialistas de América Latina. |