Seguramente así sea durante este año de homenajes a uno de los autores argentinos más traducidos, citados y enseñados (quizás solo superado por Sarmiento, que acumula puntos por estadista y hace la comparación relativa). Una de estas actividades fue la “clase magistral” (escueta en conceptos aunque densamente aburrida) que impartiera Beatriz Sarlo en el Centro Cultural San Martín, donde repasó un tópico que ya había trabajado: el linaje que Borges se construye para sí en relación a lo que considera como “precursores”.
Entretanto se prepara la muestra dedicada al autor con que se va a reinaugurar el Centro Cultural Néstor Kirchner. Ironía del destino que sea justamente allí donde se celebre la figura del escritor, tan reconocido por sus poemas, cuentos, conferencias y ensayos, como por su acérrimo antiperonismo.
Sin embargo, en estos últimos años su figura ha sido punto de encuentro entre posiciones tradicionalmente enfrentadas, algo que visto históricamente es una rareza, porque Borges no solo participó de muchos de los debates que surcaron el panorama político y cultural de nuestro país, sino que suscitó alineamientos y detracciones durante la mayor parte de su carrera e incluso una vez fallecido (la propia Sarlo en su clase contó cómo, habiendo tenido la posibilidad de intercambiar con Borges como estudiante, no lo hizo por diferencias ideológico-políticas).
Una nota reciente de Osvaldo Aguirre en Perfil recuerda la lista de enconos que acumuló Borges desde que cierra su primera etapa “criollista”, en la que exploró originalmente la tradición de la gauchesca y los malevos y suburbios de la Buenos Aires de fines del siglo XIX y principios del XX, en inflexiones que podrían considerarse más populares y cercanas al yrigoyenismo, aunque pronto cobrarían los matices del conservadurismo aristocrático de la Década Infame, donde su criollismo cumpliría el rol de distinguir lo nacional de la ola inmigratoria percibida como amenaza.
Desde entonces su escritura forjó un nuevo tipo de literatura especulativa donde bibliotecas, laberintos y enciclopedias configuran un universo fantástico que fue, en las décadas siguientes, tan festejada como acusada de ser artificiosamente calculada, con métodos de laboratorio, extranjerizante y opuesta a la amplia tradición latinoamericana que se caracterizaba por los sesenta y setenta como apasionada y socialmente comprometida.
Muchas de estas críticas tenían un trasfondo político más que una real valoración de sus innovaciones literarias que, en algunos casos sotto voce, no dejaban de ser reconocidas local e internacionalmente. En declaraciones de gorilismo y macartismo explícito, Borges no se privó de ningún epíteto ni prejuicio, en arranques de desprecio que difícilmente puedan considerarse solo un desmedido resentimiento contra un régimen peronista que, por su parte, efectivamente lo hizo blanco de persecución a él y a su familia. Dedicatorias a Nixon, solicitadas patrióticas, elogios a Videla, a Pinochet y a Franco (repasa Viñas en 1976), completan el panorama de posicionamientos en décadas siguientes, sin el peronismo en el poder.
Durante los ochenta, su presencia como figura pública creció hasta convertirlo en el prototipo del escritor que, desbordante de genialidad literaria, peca de ingenuo y simplista frente a la cotidianidad, aunque las heridas por su apoyo a la dictadura argentina (del cual se retractó entonces), no habían aún cerrado. Quizás cumpliendo la máxima de que todos los muertos son recordados de forma benévola, el justo reconocimiento de su obra fue eclipsando en las décadas siguientes la incomodidad de sus declaraciones políticas. El nuevo siglo pareció haber consolidado este balance: si esas polémicas deben hoy ya “recordarse”, es porque finalmente la brecha parece haberse cerrado.
Todavía en el año 2000 Alan Pauls destacaba, en El factor Borges, que el nombre ya entonces más unánime de la literatura nacional no solo había polemizado con cuanto contemporáneo se le cruzara, sino que era partícipe necesario de la lectura polarizada de la que fuera objeto: la construcción para sí mismo de un linaje tensionado entre el heroísmo guerrero de familia materna (al que fustiga por bárbaro tanto como añora por vital) y el intelectualismo libresco de su herencia paterna (al que se pliega pero no sin nostalgia por la valentía de ser un hombre de acción), colaboró en la oposición entre literatura y vida que ubicó en distintos bandos a sus comentaristas.
No era difícil encontrar allí, además, ecos de la oposición entre civilización y barbarie que desde Sarmiento recorre el imaginario nacional reeditándose. David Viñas, que hizo de esta oposición un eje de su historia de la literatura argentina (que sin embargo excluye a Borges en sus versiones más célebres), había ya en 1976 propuesto una tercera vía crítica que, evitando el formalismo que descarta como mero sociologismo el contexto político y social en que se desarrolló su obra, eludiera también el mecanicismo en el trazado de estas relaciones. En 1981, provocadoramente, señala las relaciones posibles en una dupla que parecía abominable: la línea elitista-liberal de Borges y la nacional-populista de Perón intersectadas en un verticalismo tranquilizador para estos dos “grandes burgueses”, y ya para 2004 da pelea contra los intentos de “despolarización” del “borgismo” que congelan los contexto de producción literaria y cultural buscando evitar los riesgos de los juicios críticos –y que, en su estilo belicoso, no están exentos de ser también a veces simplificadores, aunque altamente más productivos que la prudencia de lo unánime–.
Pero para 2012, cuando en el debate intelectual ya estaba instalada “la grieta”, se ven síntomas de una nueva propuesta de lectura en el debate sobre el escritor que reúne en 678 a José Pablo Feinmann y Horacio González. Ambos reconocen como algo indiscutible su valía literaria e influencia en las siguientes generaciones de escritores (incluso en quienes fueron vistos como su contracara), aunque muestran distinta predisposición al evaluar qué hacer con sus posicionamientos políticos: mientras el primero los encuentra intolerables, el segundo hace hincapié en que su gorilismo no debería inhibir que nuevos lectores encuentren en su obra elementos para pensar tanto la política como la condición humana: un agnóstico que permite pensar lo impensado, explorar el reverso de lo que creemos ser.
¿Una nueva lectura “nacional y popular” de Borges? Consultado al respecto, Noé Jitrik recordaba en Ideas de Izquierda cómo muchos “secuaces de Borges, antikirchneristas a muerte”, tuvieron que aguantarse la inauguración que González hiciera en la Biblioteca Nacional de una estatua del escritor, e interpreta esta recuperación como una posibilidad construida alrededor del primer período de su obra, como un revival de Jauretche. Para Martín Kohan, Borges se presenta como un dilema para estos sectores: no solo se convirtió en “el” escritor nacional, sino que había contestado por anticipado y de forma brillante las impugnaciones que al respecto se le hicieran en "El escritor argentino y la tradición".
En 2013 la TV Pública y la Biblioteca Nacional encargarían un ciclo de clases sobre Borges a Ricardo Piglia (quien además de su trabajo como crítico y escritor, cuenta con la ventaja de no ser identificable ni con el liberalismo ni con el peronismo). Allí se repasarán la mayoría de los ejes críticos que desde los noventa hasta la actualidad ocuparon los estudios sobre Borges, no pocos del propio Piglia (aunque algunos de los conceptos planteados desdijeron parcialmente visiones previas).
El ciclo buscaba refutar algunas de las polarizaciones hechas sin negar sus aspectos problemáticos. Se cuestiona, por ejemplo, que las acusaciones contra un derroche de erudición lindante con el esnobismo olvidan que el saber al que apelaba Borges es el de quienes no tienen las fuentes y recurren a la enciclopedia; a aquellos que lo ubicaron en una torre de marfil les recuerda su trabajo en las redacciones de revistas populares abordando los mismos problemas que podía publicar en la revista Sur, a la vez que destaca su trabajo con géneros populares como el policial o la ciencia ficción.
En lo político, Piglia no rehúye denominar a Borges como un intelectual de derecha. Sobre todo le critica (y en esto acuerda el mismo González, invitado a debatir el tema) una tendencia a encontrar similitudes entre personajes y actitudes que se perciben como absolutamente opuestas, lo cual literariamente puede ser muy productivo, pero que éticamente resulta maniqueo: es el caso de identificar a un nazi con el judío al que tortura, por ejemplo, recurso que en el cuento "Deutsches Requiem" funciona inquietantemente, pero que puesto a funcionar en uno de sus artículos sobre el nazismo, resulta abiertamente reaccionario.
Aborda esta cuestión recientemente Gamerro en su Facundo o Martín Fierro, donde destaca que desde su canonización en los ochenta, se ha hecho difícil la crítica directa a su conservadurismo, del que muchas veces se intenta disculparlo cargándole el fardo a las malas influencias. Incluso pone en duda su reconsideración por la democracia de entonces, aunque reconoce que respecto a la dictadura el arrepentimiento es sincero. El balance de Gamerro culmina sentenciando que andando el tiempo, acusar a Borges de gorila será “tan ocioso como acusar a Dante de güelfo” (partidario de los papas en la Alemania del siglo XII).
Es válida tal conclusión contra un mecanicismo que busque leer en una obra el mero reflejo de las posiciones políticas del autor, o que base su evaluación estética en sus simpatías o enemistad con ellas. Pero también es cierto que desprender absolutamente la escritura de sus determinaciones sociales e históricas, puede llevarse consigo parte de la riqueza de la obra. Es posible que en el futuro la literatura de Borges siga siendo admirada mientras “el gorilismo” del autor requiera aclaración, como requiere hoy el güelfismo; pero es cierto también que con ello se habrán perdido muchos de los matices que cobran significación en el contexto en que fue escrita: buena parte de las definiciones del propio Gamerro no tendrían sentido sin esta reposición. El propio Borges ha hecho de la lectura en contexto algo no fijo, pero sin duda, significativamente productivo. ¿Qué otra cosa es el intento de Pierre Menard?
De por medio no está solo el paso del tiempo sino los mecanismos de canonización tanto académica como mercantil que Gamerro también mencionaba, y que pueden ser tan empobrecedores como el mecanicismo. Como señalaba Martín Kohan en la entrevista mencionada, Borges también se ha vuelto objeto de reducción a una fórmula.
Mientras la crítica literaria argentina parece haber alcanzado un consenso “maduro” sobre la figura de Borges, es su viuda la que mantiene una actitud belicosa ante cada posible retaceo de los derechos sobre la obra y la figura del escritor. En eso sin duda acertaba Viñas en 2004 cuando acusaba al “borgismo” de ser una especie de sociedad anónima encargada de cristalizar el canon que tiene a Borges como eje, y que este año hará no pocos dividendos. |