Desde los ventanales del pabellón 10 se veía una plaza interna que, al cruzarla, desembocaba en la Enfermería.
Cuando llevaban a los detenidos a curarse nos obligaban a cerrar las ventanas. Eran de madera y faltaban algunas tablillas, por lo que veíamos lo que sucedía en ese traslado de compañeros.
En los pabellones 8 y 6 estaban los detenidos de que prevenían de las organizaciones Montoneros y ERP, que cruzaban esa plaza vendados en distintas partes del cuerpo, con muletas ,ayudándose unos a otros, en fila india, flanqueados por los milicos que les tiraban bayonetazos sobre las heridas. Eran pateados cuando se caían y levantados a los golpes.
Obviamente si la ida era así la vuelta era mucho peor. Una vez curados con vendas limpias, brazos y piernas colgando por las torturas, la saña de estos chacales genocidas sobre los lugares vendados era terrible. Las bayonetas rasgaban las vendas y pinchaban esas pieles laceradas.
Era horrible ser testigo impotente de tamaña crueldad. Una vez en el pabellón se discutió con los médicos de la Comisión Interna del Hospital de Cosquín que había que conseguir un régimen dietario para el viejo Arenas, que estaba detenido por haber ido a reclamar por su hijo al Tercer Cuerpo del Ejército.
Entonces había una dieta por celda que consistía en siete naranjas y siete huevos, que se entregaban una vez por semana, con carne asada en el almuerzo y la cena. El doctor Brodsky me planteó que, como había tenido hepatitis a los 13 años, podía ser que me la dieran y se la dábamos al viejo.
Cuando fui a la Enfermería no conseguí el régimen. Lo que me dieron fue una serie de inyecciones endovenosas para desintoxicarme, lo que me obligaba a ir seis días seguidos a que me la apliquen.
Los primeros tres días me llevaron los penitenciarios que, pese a los verdugueos comunes, no tenían la saña de los milicos y te trataban un poco “mejor”. Al cuarto día me tocó ir con los pacientes del pabellón 8 y eran lo milicos los que nos llevaron.
Quedé último en la fila. Nos hicieron bajar la escalera caracol de fierro, gateando. Ahí recibí todas las patadas imaginables del milico. Cuando llegamos a la planta baja tuvimos que seguir gateando toda la plaza hasta la Enfermería. En un momento, producto de la debilidad que teníamos, me caí y me costaba mucho seguir. De una patada aterricé en el escalón de la Enfermería.
Los compañeros de celda, que estaban mirando por las hendijas de las ventanas, después me contaron que cuando estaba caído se acercó un milico con la bayoneta calada para clavarla y otro lo corrió y fue el que me pegó la patada.
Hoy, recordando estos hechos y sabiendo que existe un plan inmobiliario sobre la cárcel del Barrio San Martín, que está frenado por un recurso de amparo presentado por organismos de derechos humanos de Córdoba, hay que redoblar los esfuerzos para que sea transformada en un espacio donde la sociedad concurra a aprender un poco más sobre aquella terrible experiencia del genocidio sobre la clase trabajadora y el pueblo pobre.
Los pabellones 6, 7, 8, 10, el de mujeres y la Enfermería no pueden caer bajo la piqueta de las grandes constructoras e inmobiliarias.
Tienen que quedar ahí, en homenaje a los que no salieron con vida de esos portones. Y también para que quienes sí salimos tengamos un espacio más para seguir peleando contra los genocidas, que fueron y siguen siendo salvados, en su gran mayoría, por todos los gobiernos de esta “democracia”. |