El candidato del partido republicano, Donald Trump, cargó las tintas sobre el “terrorismo islámico” como principal causa de la matanza aberrante del bar Pulse, en la que vio una oportunidad de oro para escalar su retórica de derecha y agitar los temores de su base –mayormente masculina, blanca y de mediana edad- una receta que tan buenos resultados le dio en las primarias de su partido. Ya comprendió que cuanto menos “políticamente correcto” sea más se consolidan sus chances electorales en sectores más atrasados y conservadores.
Lo que hizo fue subir la apuesta. Acusó al presidente Obama de tibio. Prometió suspender la entrada a Estados Unidos no solo a personas de religión musulmana, sino a toda persona originaria de alguna zona del mundo que haya atentado contra Estados Unidos, Europa o sus aliados. Incluso se dio el lujo de presentar esta medida como la defensa más efectiva de la comunidad LGTBI. Y defendió a rajatabla la política de armas del poderoso lobby de la Asociación Nacional del Rifle.
Hillary Clinton, la aún no proclamada candidata demócrata, está en un lugar más incómodo, apretada por izquierda por la base progresista de Sanders, a la que aún tiene que ganarse si pretende derrotar a Trump, y por la campaña de seguridad nacional de la derecha. Sin sorpresas, optó por la derecha. Siguiendo sus propias convicciones intervencionistas que la ubican en el “ala moderada” de los halcones de la política norteamericana planteó en su declaración en Cleveland ampliar la coalición “anti ISIS” en Siria y profundizar medidas de vigilancia estatales y privadas para detectar “lobos solitarios”, es decir, personas que sin ser necesariamente miembros del Estado Islámico se “autorradicalizan” a partir de las acciones de violencia espectaculares de estas organizaciones que se difunden cuidadosamente en internet, en un contexto de creciente estigmatización de las minorías de origen árabe y musulmán en los países centrales.
Se puede especular sobre si el tirador del bar Pulse tenía alguna relación con miembros del ISIS, o lo que parece más plausible, actuó por propia iniciativa, en parte por inspiración y en parte quizás respondiendo al llamado inespecífico del ISIS, que se encuentra bajo una operación de pinzas en Irak y Siria, a atacar “blancos blandos” en cualquier país de la coalición durante el mes del Ramadan.
Pero sobre lo que no hay dudas es que la masacre de Orlando, la mayor matanza perpetrada por un tirador individual en la historia norteamericana, ocurre en el marco de una y profunda polarización social y política que dejó como herencia la Gran Recesión de 2008 y que ha socavado al “consenso de centro” en el que se basó el bipartidismo norteamericano en las últimas décadas.
Donald Trump le dio una voz desde la extrema derecha al odio contra el “establishment” que se ha extendido como reguero de pólvora en amplios sectores de la población, que ven peligrar sus condiciones de vida y compraron las “grandes soluciones” de Trump: expulsar a 11 millones de latinos indocumentados, construir un muro en la frontera con México, impedir el ingreso de musulmanes, instaurar una política proteccionista en base a aranceles contra China y México, bombardear a los enemigos de Estados Unidos como el ISIS y matar a las familias de sospechosos de terrorismo.
Trump no cayó del cielo. Desde hace años el partido republicano ha profundizado su perfil antiinmigrante, religioso, antiabortista, antigay. Incluso en 2012 el entonces candidato a la presidencia Mitt Romney firmó un compromiso en contra del matrimonio igualitario promovido por una organización cristiana en defensa del matrimonio tradicional.
Omar Saddiqui Mateen era un ciudadano norteamericano que pudo haber recibido a través de las redes sociales el reaccionario mensaje misógino y homofóbico del Estado Islámico (recordemos que el ISIS reduce a las mujeres a la esclavitud sexual y realiza ejecuciones públicas de personas homosexuales en su califato). Pero también de varios líderes republicanos, no solo el populista de derecha Trump, además de predicadores y conductores de programas de radio y televisión.
Sin ir más lejos, en noviembre del año pasado, Ted Cruz –el candidato proveniente del Tea Party que terminó fungiendo de “moderado” frente a Trump- participó de una conferencia convocada por el pastor Kevin Swanson, que se hizo tristemente célebre por exigir la pena de muerte para la homosexualidad, aunque reconoció en su momento que el objetivo de “eliminar a la población gay de Estados Unidos no estaba aún al alcance de la mano”. De ese evento participaron también otros ilustres republicanos que en ese momento se habían anotado para probar suerte en la carrera a la Casa Blanca, entre ellos el gobernador de Arkansas, Mike Huckabee. Recién en febrero de este año, por puro oportunismo político, la campaña de Ted Cruz reconoció que había sido un error asistir a esa conferencia.
En los estados de Carolina del Norte y Mississippi se aprobaron este año leyes discriminatorias contra personas transexuales, bisexuales y gays, que abarcan desde la reglamentación del uso del baño público “según el sexo de nacimiento” hasta el derecho laboral y los servicios de salud y pretenden desconocer el fallo de la Corte Suprema que el año pasado legalizó el matrimonio igualitario.
No es de extrañar entonces que la orientación sexual sea la segunda causa entre los llamados “crímenes de odio”, superada solo por el racismo en una relación de 60-20%. Y que la gran mayoría de estos crímenes, según un informe publicado por una organización especializada en este tipo de violencia, no sean cometidos por fundamentalistas de religión musulmana sino por “una combinación de supremacistas blancos y personas que podrían ser consideradas miembros relativamente normales de la sociedad”. Esto no quiere decir que todas las personas que rechazan la homosexualidad estarían dispuestas a realizar un asesinato masivo, pero sí que la retórica de odio contra la comunidad LGTBI es un contexto facilitador.
La retórica “gay friendly” de Hillary Clinton apenas duró un par de tuits. La candidata demócrata se sumó a la cruzada contra el “terrorismo”. Propuso profundizar la intervención imperialista en Siria e Irak y llamó a reeditar la “unidad nacional” que reinó después de los atentados del 11S, es decir, en consenso bipartidista en torno a la guerra y ocupación de Afganistán e Irak, las mismas que crearon las condiciones que dieron origen a aberraciones como el Estado Islámico.
El racismo, la opresión y la explotación son el reflejo interno del imperialismo norteamericano. Afortunadamente, no pasan sin respuesta. Las movilizaciones contra la guerra de Irak, el movimiento Black Live Matters, o los millones de jóvenes que votaron por Sanders porque por la negativa están comprendiendo que lo que no va más es el capitalismo, son los síntomas más alentadores de que algo nuevo está surgiendo por izquierda. |