Fotografía: Ribs
La masacre de Orlando nos pone a las personas LGTTBIQ en el cruce de lo peor de todos los mundos.
Parece condensar en un momento de horror todas las fuentes del odio a nuestra existencia y nuestros deseos: las cientos de variantes de conservadurismo reaccionario cristiano o medicalizante que en EEUU (y en muchos otros lados) ya venían en plena cruzada contra los derechos de la comunidad, la cultura machista del arma como falo y de la violencia como ejercicio de poderío masculino, y las formas más reaccionarias de integrismo islámico. Nos obliga con una intensidad súbita a pensarnos y a pensar los mundos que hoy caen con violencia sobre nosotros.
La masacre sacude la precariedad de nuestras vidas. Precariedad que algunos sufren más que otros en cuanto los cortan aun más profundamente las líneas de raza y clase de un capitalismo que es al mismo tiempo racista, patriarcal y heteronormativo. Precariedad sostenida por la amenaza de un odio cotidiano que persiste, apenas contenido, en tiempos de matrimonio igualitario, en el miedo a mostrarnos tal cual somos que no termina de borrarse y que se refuerza con cada broma machista, con cada sutil o violento gesto de desprecio y con el golpe de cada persona trans, queer o lgtb que es asesinada o empujada a la muerte por mostrar su diferencia. Precariedad que no deja de recordarnos el ejercicio constante que tenemos que hacer para metabolizar como un veneno, mientras los enfrentamos, los prejuicios y estupideces que todos creen tener derecho a decir sobre nuestro deseo, nuestra sexualidad y nuestra existencia, cómodamente recostados en el irreflexivo privilegio de creerse del lado correcto de la (hetero) norma.
Es ese mismo privilegio el que hoy parece autorizarlos o bien a borrarnos, diluyendo el contenido de odio a la comunidad LGTTBIQ de la masacre en un “humanitarismo” universalista como si se tratara de una amenaza terrorista contra todos los hombres (occidentales) y nuestro supuesto estilo de vida común, o bien a instrumentalizarnos como excusa para alimentar las calderas de la xenofobia y la islamofobia. Quieren usar la homofobia de unos, callando sobre el odio que ellos mismos propagan contra nosotros, para alimentar su islamofobia; de la misma manera que la islamofobia de occidente es usada para justificar y reforzar el odio a las personas LGTTBIQ en el mundo islámico.
Los mismos políticos y periodistas que hace días estallaban en un pánico generalizado contra el hecho de que una persona trans pudiera usar en Estados Unidos el baño que corresponde a su identidad de género o que impulsan y aprueban leyes de “libertad religiosa” que habilitan todo tipo de discriminación contra las personas LGTTBIQ, hoy se levantan preocupados por nuestros derechos frente a la amenaza de un supuesto terrorismo islámico que ni siquiera se ha comprobado como responsable directo de la masacre. Si dijeran sin tapujos “nosotros y solo nosotros podemos odiarlos, maltratarlos y matarlos, pero no ustedes, musulmanes”, serían más sinceros.
Así, mientras algunos se llenan la boca con nuestro horror y nuestros cuerpos muertos acomodándolos en fórmulas bienpensantes o belicosas, en Estados Unidos los hombres gay o bisexuales tienen restringido donar sangre por leyes discriminatorias (como hasta hace no mucho tiempo había en nuestro país) y muchos amigos, parejas y amantes de los heridos no pueden ni siquiera ofrecer sus cuerpos para reparar algo del daño.
Entonces tenemos que dejar en claro que no vamos a permitir que se borren nuestros deseos y nuestro sexo; que no tenemos miedo sino orgullo de decir quiénes somos. Pero sobre todo que, frente al horror, no vamos a refugiarnos en ninguna política liberal identitaria que apenas nos promete un lugar precario y tolerado al interior de un sistema de opresión y miseria; y que nos invita a ponernos como “excusa rosa” de una guerra que no es la nuestra.
Tenemos que decir que no va ser en nuestro nombre que se se justifiquen las peores de las violencias punitivistas, reaccionarias y xenófobas. Y tenemos que seguir enfrentando el odio que brota de nuestras propias sociedades y nos discrimina, nos oprime y también nos mata.
Contra lo peor de todos sus mundos, tenemos que afirmar con fuerza que queremos luchar por un solo mundo: sin opresores ni oprimidos. Para ese mundo pondremos gustosos nuestros cuerpos y nuestras vidas disidentes. |