Manlio Fabio Beltrones, presidente del PRI, dijo recientemente “no fue una derrota, fue un tropiezo electoral”. Esta frase quedará en los anales de los eufemismos célebres del sonorense que dirige el PRI. Por donde se lo mire, el partido de gobierno sufrió una de sus peores derrotas.
Si bien no estaba en juego la presidencia, perdió la mayoría de las gubernaturas y es oposición en más de la mitad de los estados del país. En tiempos de alternancia, los gobiernos estatales son posiciones claves para acceder a cuantiosos recursos económicos y políticos hacia las presidenciales.
Este resultado no puede ser atribuido sólo a las corruptelas de los gobiernos locales. Evidencia un profundo desgaste del gobierno de Enrique Peña Nieto (EPN).
Si nos limitamos a los datos de los 12 estados y lo comparamos con los comicios del 2015, el PRI cayó en el porcentaje total de un 32.7% a un 30.3%. El Partido Acción Nacional (PAN) y el partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) ascendieron sustancialmente tanto en votos como en porcentaje en esos mismos estados. Esto aunque según estos datos, el PRI sigue como primera fuerza por un escaso margen.
El Partido de la Revolución Democrática (PRD) perdió también en porcentaje. Aunque con su cuarto lugar fue factor desequilibrante para que la alianza PAN-PRD ganara varios estados. En contraste, el sol azteca en soledad cosechó magros resultados incluso entre el 2 y el 4%, por lo que varios ya lo bautizan como “el Partido Verde del PAN”.
El PRI segunda fuerza nacional
Ahora bien, si tomamos en consideración y le añadimos los datos de la ciudad de México, a partir del último computo de las juntas distritales, el resultado es aún peor para el tricolor.
El PRI cae a segunda fuerza, con 27.58% y 3,987,481 votos. El PAN lo sobrepasa con 4,007,877 y un 27.74 %, que en alianza en varios estados con el PRD, que obtuvo 1,550,711 y un 10.67%. Hay que decir que esta es la mejor elección del PAN desde la elección del 2006, cuando Calderón le arrebató la presidencia a López Obrador en medio de acusaciones de fraude.
El Morena, la gran sorpresa de la elección, alcanza a nivel nacional un 16.23%, que son 2,358,915 votos, y se convirtió en la tercera fuerza y la primera de centroizquierda en el país, proyectándose para el 2018.
El voto castigo y sus vertientes
Aunque en las elecciones del 2015 el resultado no favoreció al PRI, éste fue el menos golpeado. Las consecuencias de la noche de Iguala y la desaparición de los 43 normalistas significaron un descrédito para el gobierno, pero afectaron más duramente en términos electorales a sus ex aliados del Pacto por México.
El gobierno de Peña Nieto no le dio entonces importancia a los signos que evidenciaban una gran crisis de legitimidad de las instituciones y de su propia administración desde el 26 de septiembre del 2014. Confundió el castigo electoral a sus aliados con fortaleza propia. Y subestimó la capacidad de la oposición para capitalizar el “malhumor social” y recuperarse, lo que sucedió el 5 de junio.
El voto castigo al PRI se expresó ahora por dos vías. De una parte, un voto castigo antiPRI que favoreció al PAN y a la alianza con el PRD y asumió un carácter conservador. El PAN y sus acuerdos con el PRD, con un discurso “anticorrupción” y candidatos provenientes en muchos casos del tricolor -pero sin cuestionar nada del modelo económico defendido por Peña Nieto y Videgaray- captaron el descontento con los escándalos de la “clase política” priísta.
La otra vertiente del voto castigo favoreció al Morena, que se transformó en tercera fuerza nacional con porcentajes similares a los que tuvo el PRD en elecciones previas, y que conquistó segundos lugares en Veracruz, Oaxaca y Zacatecas, dejando de ser una fuerza sólo metropolitana.
El descontento con el priísmo gobernante llevó a una alta afluencia a las urnas, superior al 2015 y permitió que funcionara la “alternancia” para desviar el descontento existente.
Hacia el 2018: ¿la hora de las alianzas?
Los ascensos del PAN y del Morena plantean nuevos interrogantes. En un régimen que empieza a ser cuatripartidista, es difícil arrebatarle la presidencia al PRI sin una alianza de por medio.
Para eso varios de los partidos deben resolver las disputas internas que se intensificarán ante un nuevo botín político en el 2018.
En el PAN, se avizora un “choque de trenes” entre Ricardo Anaya -el gran triunfador del domingo- y Margarita Zavala. A la vez, todos saben que la mitad de las victorias obtenidas no serían posibles sin el PRD.
El sol azteca, por su parte, no deja de retroceder en su posicionamiento como fuerza política nacional: para los presididos por Agustín Basave, las disyuntivas estarán entre ir como “socio menor” del PAN o del Morena.
Para los de Andrés Manuel López Obrador (AMLO, líder del Morena) la disyuntiva es cómo consolidar su extensión nacional y sus posibilidades presidenciales. Su reciente posicionamiento ante el magisterio (anunciando su solidaridad y una movilización para el 26/6) confirma que el Morena pretende capitalizar el descontento con el gobierno. Y que será una constante la búsqueda de acuerdos con direcciones sindicales y populares para lograr el apoyo electoral, como fue con la sección 22 de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
Hacia el 2018, AMLO deberá evaluar si esto es suficiente para garantizar sus aspiraciones frente al PRI y el PAN. O si será necesario buscar una alianza. En ese caso, el PRD, cuestionado por Morena por ser parte de la “mafia”, podría ser la única opción en el horizonte. Un escenario nada fácil al interior del mismo Morena.
La opción peñanietista
Sí, el PRI fue el gran perdedor. Pero el “nuevo” PRI busca transformar su debilidad y la de sus adversarios, en fortaleza.
Aun con múltiples interrogantes -la sucesión presidencial, el futuro incierto de Manlio Fabio Beltrones, los nubarrones en la economía, entre tantos otros- Peña Nieto y Aurelio Nuño actuaron como si hubieran triunfado el 5 de junio. Descargaron un brutal ataque sobre el magisterio, con represión y detenciones, para quebrar su resistencia y aparecer como un gobierno fuerte, basada en una “paz social” y la estabilidad política.
A Peña Nieto no le preocupa -en lo inmediato- gozar de un amplio apoyo social: el 5 de junio le indicó que ahora no lo tiene. Lo que busca es fortalecer su imagen a los ojos del empresariado, Washington y los sectores que han sido su base de apoyo desde el 2012 -como las clases medias acomodadas- y que recientemente optaron por sus viejos socios panistas.
Sabe Peña Nieto que si disciplina a quienes son la avanzada del descontento en las calles, luego el PRI podrá avanzar en reconstruir el apoyo social, y apostar a que se traduzca en las elecciones del 2018, en las cuales el mismo Nuño apuesta a promoverse. A favor de EPN en esta jugada arriesgada está que las instituciones, el PAN y el PRD, son sus cómplices, como muestran Miguel Ángel Mancera y Gabino Cué.
Pero la opción peñanietista tiene peligros. La camarilla gobernante está demasiado acostumbrada a confundir fortaleza institucional con legitimidad social, y a no ver que la pasividad puede transformarse en descontento activo. Se acostumbró -herencia de los tiempos del “viejo” PRI- a moverse con “poca cintura” y a jugar poco a la defensiva. Ya se vio en los primeros años de gobierno, lo cual terminó despertando a los cientos de miles que se movilizaron por Ayotzinapa.
La represión al magisterio y la persistencia de su lucha, puede alentar -por ejemplo- a un gran movimiento democrático en defensa de los maestros. O bien a procesos de lucha entre trabajadores y la juventud combativa. Sea en los estados donde hay mayor movilización magisterial (como en Chiapas o en Oaxaca, cuna de la heroica comuna del 2006) o en la Ciudad de México, que en los últimos años fue el epicentro de la movilización contra el gobierno de Peña Nieto y el régimen político. Si esto se desarrolla, el ataque de Peña Nieto puede generar una profunda respuesta obrera y popular, y profundizar los efectos de la reciente derrota electoral. |