Tres veces escribí sobre Borges; la primera fue hacia 1951, en la revista Centro, en cuya dirección yo mismo estaba; fueron dos páginas sobre Otras inquisiciones: me seguía el deslumbramiento, expresé mi admiración por la matemática de su pensamiento, conjeturé que puede haber una pasión puramente intelectual y que Borges la encarnaba o podía encarnarla; la segunda vez fue hacia 1962, a propósito de El hacedor: me empeñé en decir allí –quien lo desee puede buscar esa nota en la revista Zona, que hacíamos con César Fernández Moreno, Francisco Urondo y Alberto Vanasco– que Borges se me aparecía como condenado a repetirse, que en ese libro no había nada que no hubiera escrito o dicho y que, para desventaja de ese libro, lo había escrito con más rigor anteriormente; señalé que Ficciones era el punto de llegada pero, al mismo tiempo, que la reiteración auguraba un éxito que hasta Ficciones no había conocido; no me equivoqué, pareciera que eso que se llama “reconocimiento, fama”, etc., llega en el momento de un agotamiento que no pronuncia su nombre ni se presenta con su propia cara; entretanto me referí a Borges en varios textos que no vale la pena citar: están ahí y él aparece en casi todos como quien dio al solitario y desesperado mensaje de Macedonio Fernández una forma sólida, una transmisibilidad que Macedonio no sólo no había podido alcanzar sino que desdeñaba: Borges como correa de transmisión que toca toda la moderna literatura latinoamericana y, a su través, la revolución macedoniana; por último escribí un texto sobre Ficciones que leí en 1968 en Cluny, frente a un público que sin duda lo amaba, lo reverenciaba y encontraba en sus textos una fuente de autoconfirmación; si se piensa que Foucault ya lo había tomado como punto de partida para Les mots et les choses y que el llamado “Nouveau roman” lo declaraba y lo declamaba como una fuente de inspiración, una tentativa crítica, aun con las armas que usaban los asistentes al coloquio, no podía caer sino en el silencio: si los franceses nos hacen el favor de venerar una obra latinoamericana no es fácil que acepten una crítica de latinoamericanos a esa misma obra, es decir a su creencia.
No cabe duda de que subsistía en mí una fascinación por su inteligencia y su economía; incluso por su unidad; también de allí me surgió una informulada intuición acerca de “lo que Borges vio” cuando empezó a escribir poesía. Vio dos cosas, creo: una, cómo surge eso que ahora llamamos “escritura”, o sea el funcionamiento de una autonomía; dos, ciertos núcleos ideológicos que penetran toda su obra ulterior y que se refieren a cuestiones tales como el origen (propio), la nación, la sociedad; por un lado, un fecundo sistema productivo (de la escritura) puesto en acción; por el otro, un obsesivo, idealizado rescate de sustancias que deben haberlo conducido, obsesivamente, a una difusa metafísica que podría, en su caso, tener como correlato una actitud conservadora, de cielo fijo, en el que las cosas (los valores) no pueden cambiar de lugar.
¿Hay contradicción entre las dos líneas? Quizás sí en la medida en que vemos a la una como radicalmente fecunda y la otra como negativa desde cierta perspectiva humana, revolucionaria, crítica; pero tal vez se puedan ver las cosas de otro modo, no tan maniqueo, puesto que no hay garantías de nada en materia de punto de vista o de creencia, sobre todo si no se formulan desde un poder; por de pronto, la contradicción podría tener otro asiento, a saber, que si lo cerrado es el rasgo predominante de una actitud política conservadora lo cerrado puede ser, en la escritura, la cifra o la clave de la riqueza: supongo que existe una tendencia a considerar la fecundidad de una escritura como basada en su apertura, su permeabilidad, su capacidad de manifestar de inmediato lo pulsional; conjeturo, igualmente, que tal vez una escritura rígida, asediada por la estructuración, cerrada, posea sin embargo la virtud de iluminar un camino, tal vez aquello que reprime atraviese, por eso mismo, como lo reprimido lo sabe hacer, la piel de la frase perfecta y tal vez sea ese juego entre pulsiones y represiones la clave de la fecundidad, lo que hace pensar o desear. Al revés, esto nos autorizaría a conjurar la contradicción pensando que el mismo esquema podría valer para lo político que podría ser visto, así, como sistema de control de algo que desborda; correlativamente, esto no impide que, negando a la escritura capacidad de trascender sus caracteres externos, se pueda establecer concomitancias entre la búsqueda de cierre y de perfección y los requisitos, de congelamiento, propios de un pensamiento político conservador. Hay diferencia, desde luego, entre un campo y otro: si, como pretendo proponerlo, una escritura puede ser rica a pesar de ser cerrada porque la lucha entre pulsiones y cierres o límites resulta iluminadora, en el discurso político la clausura de las pulsiones o, si esto es demasiado, del deseo o de lo imaginario, exalta lo reprimido que, metonímicamente, define todo el campo, consagra un bloqueo. Lo que vivimos como contradictorio, entonces, tomaría forma en la oposición que reconocemos entre los efectos de su escritura y los efectos de su pensamiento conservador; me reservo el derecho de no anular la posibilidad, en cambio, de que no haya contradicción, por lo menos en lo superficial, dentro de lo que lo superficial vale, entre ciertos rasgos de su escritura y ciertos rasgos de su pensamiento conservador, aunque no me engaño, tampoco, acerca de los riesgos de mecanicismo que pueden acechar en la persecución de esa analogía en detrimento del análisis de la diferencia de alcance entre ambos discursos. ¿No se podría decir mas o menos lo mismo acerca de sus admirados Peguy y Bloy o Chesterton? ¿No serán ellos, con su conflicto, un modelo más perturbador que otros, más frecuentemente invocados?
* Acceder al texto completo “Sentimientos complejos sobre Borges” (publicado en el libro La vibración del presente –México, FCE, 1998–) |