Como todos los días desde hace varios años, y con la resignación e incomprensión que su corta edad pueden permitirle, sabe que la jornada incluirá la limpieza de las habitaciones y el patio, la preparación del desayuno y otras comidas, el lavado y planchado de ropa, y las demás tareas que le asigne la patrona, el patrón o los pratoncitos, esos niños que tienen su edad y viven en la misma casa, pero de un modo tan distinto a ella…
Esta escena podría ser extraída de alguna novela de Charles Dickens, que tan bien ha sabido describir las condiciones de la infancia y la pobreza en épocas de la Revolución Industrial, allá por el siglo xix. Pero es una escena que es tan actual como que transcurre en estos momentos, en el Paraguay del siglo xxi.
Disfrazada de sistema de adopción, conocido con el nombre de “criadazgo”, este tipo de explotación infantil tiene sus orígenes en la cultura del padrinazgo: las familias pobres confían a sus hijos a una familia “acomodada”, con recursos suficientes como para brindarle alojamiento, comida y educación a esos niños que, de otro modo, están condenados a vivir en la pobreza.
Esta práctica se extendió en Paraguay a partir de las guerras de la Tiple Alianza (1864-1870) y la del Chaco (1932-1935), cuando miles de hombres perdieron la vida, y las mujeres pobres empezaron a mandar a sus hijos al cuidado de familiares con mayores recursos, que le garantizaran lo que ellas no podían: alimentación y educación.
Con el tiempo, los niños empezaron a ser entregados no a familiares sino a familias acomodadas, en una suerte de “sistema de adopción”. Miles de mujeres no pueden criar a sus hijos, pues viven en la pobreza extrema, y el único modo que tienen de asegurar que sus niños puedan acceder a una mejor calidad de vida, es desprendiéndose de ellos, entregándolos a familias que viven en otras ciudades, en situaciones económicas completamente distintas a ellas. El principal motivo por el que estas madres se separan de sus hijos es para que aquellos puedan ir a la escuela, además de tener un techo bajo el que vivir y alimentarse. Sin embargo, la dura realidad indica que en la mayoría de los casos los “criaditos”, como se les dice, no tienen acceso a la educación, y a duras penas comen y duermen, ya que se ven obligados a trabajar largas jornadas en las tareas de las casas de los “padres adoptivos”.
Infancia robada
Según datos de 2011 de la Dirección General de Estadística, Encuestas y Censos de Paraguay, el 22,4 % del total de niños y adolescentes se encuentra en situación de trabajo infantil, esto es, 416.425 niños y adolescentes. De ellos, el 12,2 % realizan trabajos domésticos en hogares de terceros (50.969 niños y adolescentes), de quienes el 81,6 % son niñas o adolescentes mujeres. Según la misma encuesta, son 46.993 los niños y adolescentes en situación de criadazgo, lo que representa el 2,5% del total de niños y adolescentes del país.
Denunciado hace varios años por distintas organizaciones de derechos humanos, esta práctica está muy arraigada en la sociedad paraguaya. Pero este año volvió a despertar la alarma mundial cuando en enero pasado Carolina Marín, adolescente de 14 años, murió a causa de los golpes que le propinó su patrón. La muerte de la joven puso en relieve el abuso y la violencia a las que son expuestos casi 47 mil chicos, en un país donde el 31 % de la población son menores de 15 años (en Argentina, esa franja etaria es del 25,5 %), y donde nueve de cada diez mujeres rescatadas de las redes de trata fueron antes “criaditas”.
En una entrevista a BBC Mundo Carlos Zárate, ministro de la Secretaría Nacional de la Niñez y la Adolescencia, dijo que "un niño en situación de criadazgo tiene altas posibilidades de ser víctima de maltrato y de abuso sexual. Se podría considerar que esta práctica es una antesala a la explotación sexual”. Y los ejemplos sobran. Miles de “criaditas” son víctimas de abuso por parte de sus patrones, o sufren violencia física y psíquica. Sus patrones sienten que tienen derechos sobre sus vidas y sus cuerpos, porque –después de todo– son quienes proveen comida y ropa a esas niñas que a cambio deberán hacer todo lo que les pidan, o dejarse someter a los peores vejámenes. Una realidad terrible que roba la infancia a decenas de miles de niños y adolescentes, cuya expectativa de vida difícilmente tenga posibilidades reales de romper los límites de esa explotación en la que viven desde muy pequeños.
¿Culturalmente aceptado o culturalmente impuesto?
La muerte de Carolina abrió una discusión en el seno político de Paraguay. Aunque el criadazgo no es remunerado, por lo tanto no entra en la categoría “trabajo”, algunos funcionarios manifiestan que está prohibido por la ley de trabajo doméstico. Otros dicen que lo prohíbe la ley trata, que sanciona con ocho años de cárcel a los explotadores. Sin embargo el Estado no toma medidas que vayan más allá de alguna campaña de prevención. Incluso, siendo una práctica tan arraigada, no existe tampoco legislación específica al respecto, lo que hace más vulnerables a los miles de niños explotados bajo ese sistema. Sin ir más lejos, en las sesiones parlamentarias del último verano, diputados del Partido Colorado defendieron la práctica del criadazgo, como Óscar Tuma, quien manifestó que “en algunos casos el criadazgo dio a jóvenes de escasos recursos la oportunidad de pagar sus estudios y convertirse en profesionales”; o Bernardo Villalba que dijo: “Provengo de una región extremadamente pobre y sé que si bien existen abusos dentro de este sistema, es también la oportunidad que tienen personas de colocar a sus hijos con familias pudientes y anhelar un futuro mejor”.
Aunque en febrero último el ministro Zárate haya lamentado que el criadazgo esté “culturalmente aceptado”, cabe preguntarnos hasta dónde es culturalmente aceptado o es, más bien, el último recurso que tienen las familias pobres, condenadas a desprenderse de sus hijos por el simple hecho de ser pobres. Que los niños pobres deban resignarse a ser separados de sus padres, de sus hermanos, de sus lugares de origen, para intentar acceder a la educación, a una alimentación sana, al abrigo y una cama donde dormir, y que a cambio de eso deban trabajar hasta veinte horas por día y ser sometidos a violencia física, psíquica y sexual no es llevar una vida sana. Por ende, ¿es culturalmente aceptado o culturalmente impuesto? Definitivamente es culturalmente aceptado por esas familias adineradas, cuya única preocupación radica en mantener a salvo sus negocios, a costa de explotar niños cual si fueran esclavos, a cambio de una porción de comida y unas horas de sueño.
Si las miles de familias inmersas en la pobreza tuvieran acceso a fuentes de trabajo con salarios suficientes para alimentar y vestir a sus hijos. Si tuvieran acceso gratuito a la educación, si el Estado garantizara que todos pudieran ir a la escuela y contaran con los materiales necesarios para ello, no habría necesidad de desmembrar las familias separando a los niños para que sean explotados en casas de “gente acomodada”. Esas familias pobres, ¿aceptan que sus hijos sean “criaditos”? ¿Lo aceptan, culturalmente hablando? ¿O lo que aceptan es resignarse a que no pueden aspirar a nada más que vivir en la pobreza?
Mientras desde el Estado haya connivencia para que miles de familias “ricas” exploten niños y niñas, los sometan a violencia y abuso sexual, mientras los funcionarios miren para otro lado cuando saben que sus vecinos –sino ellos mismos– tienen trabajando en la casa a pequeños de 10 años. Mientras la respuesta sea que el criadazgo está “culturalmente aceptado” y no se cambie en profundidad un sistema político que permite que existan “criaditos”, que no genera fuentes de trabajo, que permite que miles de familias vivan en la pobreza, miles de niños y adolescentes estarán destinados a esa esclavitud camuflada. |