En la plaza mayor, recién trazada a un costado del Templo Mayor de los mexicas, el conquistador Hernán Cortés ordenó celebrar cada cuatro meses una peculiar ceremonia de poder y dominación que tenía por nombre Alardes. Las fuerzas de ocupación mostraban su poderío militar al pueblo ahora sometido.
Ahí mismo, los conquistadores construyeron la horca y celebraron los más importantes autos de fe de la Inquisición. En la agonía de la colonia, en el espacio de poder simbólico que habían construido, colocarían en el centro una imponente escultura de Carlos IV montando un caballo que pisaba, con la pata derecha trasera, un saco con flechas indígena.
De forma semejante, el actual Jefe de gobierno de la ciudad, por instrucciones del presidente, forma a varios miles de granaderos y fuerzas policiacas para alardear su poderío y prohibir el Zócalo al magisterio y a la sociedad que los apoya en su lucha.
Pero la tragedia infringida al pueblo indígena, ahora se repite como una farsa representada por el gobierno de la ciudad: finge un dominio que no tiene. Quienes han hecho la historia de México han pisado fuerte en esa plaza. No les pertenece a quienes antes y ahora pretenden dominar al pueblo.
Está pendiente escribir la historia social del Zócalo de la Ciudad de México, ese espacio físico y simbólico de conquistas, batallas, disputas y ocupaciones ocurridas en ese gran cuadrado formado por los monumentales edificios de los poderes establecidos. Sí, ellos tienen los edificios -por lo general- pero el espacio abierto, ha sido conquistado una y otra vez por ese pueblo impulsado por el anhelo de justicia y libertad.
Ahí ocurrió la primera rebelión indígena contra la corona, en el Motín del hambre, y ahí se leyó ante la multitud el Acta de independencia. En el Zócalo, los habitantes de la ciudad combatieron con las uñas, durante tres días, al ejército de ocupación estadounidense en la batalla más desigual en la historia de la ciudad del turbulento siglo XIX. Años después, según testigos, más de 10 mil mexicanos vieron descender la bandera que ondeaba en Palacio Nacional para ser besada por Benito Juárez antes de partir con ella y la república en su carreta.
En el Zócalo se recibió a Francisco I. Madero para festejar la primera victoria de la revolución. Entraron y salieron ejércitos, pero la historia dio un giro con la llegada de los zapatistas y villistas un 6 de diciembre de 1914, poniendo fin a la pesadilla abierta por la noche de los zopilotes, cuando se escribieron, con la plaza sembrada de muertos, las páginas negras de la intriga y la traición al mando de Victoriano Huerta, Félix Díaz y Bernardo Reyes.
Imposible olvidar las imágenes del apoyo popular a la expropiación petrolera. Después, y sólo por algunos años, algunos grupos sociales y los sindicatos obreros -particularmente ferrocarrileros y médicos-, mantuvieron la plaza abierta a la disidencia. Con represión y cárcel barrieron el Zócalo para abrirle paso al ogro restaurador del nuevo virrey priista. El Zócalo del presidente. Para el grito del 15 de septiembre, para el desfile militar del 16, para el paseíllo del día del informe, para el primero de mayo corporativo. Sólo para eso fue el Zócalo bajo la dictadura del PRI.
A los estudiantes que estaban hartos del autoritarismo y la represión, no los dejaron entrar al Zócalo un 26 de julio. Eso no lo perdonaron. Desataron tremendo movimiento y en tres ocasiones ocuparon el Zócalo. Primero el 13 de agosto de 1968; después el 27 de ese mes, cuando izaron una polémica bandera rojinegra y decidieron, de forma aún más controvertida, quedarse en la plaza hasta obtener respuesta a su demanda de diálogo. La respuesta fue un desalojo violento y una ceremonia al día siguiente de desagravio a la bandera que resultó un tiro por la culata contra el gobierno. Los miles de burócratas reunidos hicieron eco de la protesta estudiantil, balaron como borregos y terminaron golpeados y correteados.
La Marcha del silencio conmovió a las multitudes y puso en jaque al gobierno. Su respuesta fue la masacre de Tlatelolco. Largo fue el silencio.
Catorce años después, contraviniendo las instrucciones del regente, una multitud encabezada por Arnoldo Martínez Verdugo, reabrió la plaza ondeando miles de banderas rojas en un Zócalo lleno. Ante la tragedia del terremoto del 19 de septiembre, el Zócalo fue espacio de reunión espontánea, refugio y centro de acopio y distribución de alimentos, ropa y medicinas. Ahí, como en muchos otros puntos de la ciudad, nació una organización ciudadana espontánea y sin precedentes que además utilizó a sus anchas el espacio público. Los estudiantes reabrirían su Zócalo hasta 1987, en el primer movimiento estudiantil que se alzó con una victoria contras las reformas neoliberales en la educación.
Los bloques grises del piso del Zócalo son testigos mudos y desgastados del pasar de miles de zapatos y huaraches de las resistencias contra la crisis, los fraudes electorales y las reformas modernizadoras. Trabajadores, indígenas, sindicalistas universitarios, electricistas, otra vez estudiantes, campesinos, sociedad en general entramos y salimos y nos instalamos en plantones. Llenamos el Zócalo y otras veces nos quedamos con las ganas, pero ciertamente conquistamos libertades y derechos, ganamos y perdimos, nos hicimos oír en un país de medios masivos y gobiernos sordos. El 12 de enero de 1994 un Zócalo lleno detuvo la guerra en Chiapas, en 1997 de forma espontánea celebró el triunfo democrático después de décadas sin gobierno electo y hasta 1999 entró al Zócalo, por primera vez, la Marcha del orgullo gay.
Luego ya no cupimos. A los de siempre y a muchos otros convocó la Marcha del color de la tierra. El Congreso negó los cambios demandados por los zapatistas chiapanecos, pero una sociedad solidaria se volcó a abrazarlos en la plaza.
El Zócalo vive su vida cotidiana sin puertas ni candados, vive su vida con un organillero y muchos vendedores ambulantes, vive con familias que se tapan del sol con la sombra del asta, con ciclistas, con perdidos que buscan orientarse, con turistas, con merolicos y con perros. Nos reunimos ahí para bailar al ritmo de Manu Chao y su canto mundial, para una feria del libro, para encuerarnos para la foto. Y nos reunimos contra el desafuero y el fraude otra vez, y contra la violencia y la guerra.
Nos reunimos a la primera provocación porque el Zócalo no es del presidente, no es de Televisa, no es de la Fórmula 1, no es del Jefe de Gobierno. Nos convocamos ahí porque es nuestro, es de todos, es necesario para mover la rueda de la historia, es de los 43, es siempre de los estudiantes, es del cine mexicano, es de los trabajadores, es del pueblo. Y, aunque el poder lo niegue, el Zócalo es de los maestros.
Con información recopilada por Sandra Ortega Tamés |